Rayuela
Capítulo enviado por Adriana Vecino
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La rue Dauphine no quedaba lejos, a lo mejor valía la pena asomarse a
verificar lo que había dicho Babs. Por supuesto Gregorovius había sabido desde
el primer momento que la Maga, loca como de costumbre, iría a visitar a Pola.
Caritas. Maga samaritana. Lea "El Cruzado". ¿Dejó pasar el día sin hacer su
buena acción? Era para reírse. Todo era para reírse. O más bien había como una
gran risa y a eso le llamaban la Historia. Llegar a la rue Dauphine, golpear
despacito en la pieza del último piso y que apareciera la Maga, propiamente
nurse Lucía, no, era realmente demasiado. Con una escupidera en la mano, o un
irrigador. No se puede ver a la enfermita, es muy tarde y está durmiendo. Vade
retro, Asmodeo. O que lo dejaran entrar y le sirvieran café, no, todavía peor, y
que en una de esas empezaran a llorar, porque seguramente sería contagioso, iban
a llorar los tres hasta perdonarse, y entonces todo podía suceder, las mujeres
deshidratadas son terribles. O lo pondrían a contar veinte gotas de belladona,
una por una.
-Yo en realidad tendría que ir -le dijo Oliveira a un gato negro de la rue
Danton-. Una cierta obligación estética, completar la figura. El tres, la Cifra.
Pero no hay que olvidarse de Orfeo. Tal vez rapándome, llenándome la cabeza de
ceniza, llegar con el cazo de las limosnas. No soy ya el que conocisteis, oh
mujeres. Histrio. Mimo. Noche de empusas, lamias, mala sombra, final del gran
juego. Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo. Irremisiblemente. No las veré
nunca más, está escrito. O toi que voilà, qu'as tu fait de ta jeunesse? Un
inquisidor, realmente esa chica saca cada figura... En todo caso un
autoinquisidor, et encore... Epitafio justísimo: Demasiado blando. Pero la
inquisición blanda es terrible, torturas de sémola, hogueras de tapioca, arenas
movedizas, la medusa chupando solapada. La medusa solando chulapada. Y en el
fondo demasiada piedad, yo que me creía despiadado. No se puede querer lo que
quiero, y en la forma en que lo quiero, y de yapa compartir la vida con los
otros. Había que saber estar solo y que tanto querer hiciera su obra, me salvara
o me matara, pero sin la rue Dauphine, sin el chico muerto, sin el Club y todo
el resto. ¿Vos no creés, che?
El gato no dijo nada.
Hacía menos frío junta al Sena que en las calles, y Oliveira se subió el
cuello de la canadiense y fue a mirar el agua. Como no era de lo que se tiran,
buscó un puente para meterse debajo y pensar un rato en lo del kibbutz, hacía
rato que la idea del kibbutz le rondaba, un kibbutz del deseo. "Curioso que de
golpe una frase brote así y no tenga sentido, un kibbutz del deseo, hasta que a
la tercera vez empieza a aclararse despacito y de golpe se siente que no era una
frase absurda, que por ejemplo una frase como: "La esperanza, esa Palmira gorda'
es completamente absurda, un borborigmo sonoro, mientras que el kibbutz del
deseo no tiene nada de absurdo, es un resumen eso sí bastante hermético de andar
dando vueltas por ahí, de corso en corso. Kibbutz; colonia, settlement,
asentamiento, rincón elegido donde alzar la tienda final, donde salir al aire de
la noche con la cara lavada por el tiempo, y unirse al mundo, a la Gran Locura,
a la Inmensa Burrada, abrirse a la cristalización del deseo, al encuentro. Hojo,
Horacio", hanotó Holiveira sentándose en el parapeto debajo del puente, oyendo
los ronquidos de los clochards debajo de sus montones de diarios y
arpilleras.
Por una vez no le era penoso ceder a la melancolía. Con un nuevo cigarrillo
que le daba calor, entre los ronquidos que venían como del fondo de la tierra,
consintió en deplorar la distancia insalvable que lo separaba de su kibbutz.
Puesto que la esperanza no era más que una Palmira gorda, ninguna razón para
hacerse ilusiones. Al contrario, aprovechar la refrigeración nocturna para
sentir lúcidamente, con la precisión descarnada del sistema de estrellas sobre
su cabeza, que su búsqueda incierta era un fracaso y que a lo mejor en eso
precisamente estaba la victoria. Primero por ser digno de él (a sus horas
Oliveira tenía un buen concepto de sí mismo como espécimen humano), por ser la
búsqueda de un kibbutz desesperadamente lejano, ciudadela sólo alcanzable con
armas fabulosas, no con el alma de Occidente, con el espíritu, esas potencias
gastadas por su propia mentira como también se había dicho en el Club, esas
coartadas del animal hombre metido en un camino irreversible. Kibbutz del deseo,
no del alma, no del espíritu. Y aunque deseo fuese también una vaga definición
de fuerzas incomprensibles, se lo sentía presente y activo, presente en cada
error y también en cada salto adelante, eso era ser hombre, no ya un cuerpo y un
alma sino esa totalidad inseparable, ese encuentro incesante con las carencias,
con todo lo que le habían robado al poeta, la nostalgia vehemente de un
territorio donde la vida pudiera balbucearse desde otras brújulas y otros
nombres. Aunque la muerte estuviera en la esquina con su escoba en alto, aunque
la esperanza no fuera más que una Palmira gorda. Y un ronquido, y de cuando en
cuando un pedo.
Entonces equivocarse ya no importaba tanto como si la búsqueda de su kibbutz
se hubiera organizado con mapas de la Sociedad Geográfica, brújulas certificadas
auténticas, el Norte al norte, el Oeste al oeste; bastaba, apenas, comprender,
vislumbrar fugazmente que al fin y al cabo su kibbutz no era más imposible a esa
hora y con ese frío y después de esos días, que si lo hubiera perseguido de
acuerdo con la tribu, meritoriamente y sin ganarse el vistoso epíteto de
inquisidor, sin que le hubieran dado vuelta la cara de un revés, sin gente
llorando y mala conciencia y ganas de tirar todo al diablo y volverse a su
libreta de enrolamiento y a un hueco abrigado en cualquier presupuesto
espiritual o temporal. Se moriría sin llegar a su kibbutz pero su kibbutz estaba
allí, lejos pero estaba y él sabía que estaba porque era hijo de su deseo, era
su deseo así como él era su deseo y el mundo o la representación del mundo eran
deseo, eran su deseo o el deseo, no importaba demasiado a esa hora. Y entonces
podía meter la cara entre las manos, dejando nada más que el espacio para que
pasara el cigarrillo y quedarse junto al río, entre los vagabundos, pensando en
su kibbutz.
La clocharde se despertó de un sueño en el que alguien le había dicho
repetidamente: "Ça suffit, conâsse", y supo que Célestin se había marchado en
plena noche llevándose el cochecito de niño lleno de latas de sardinas (en mal
estado) que por la tarde les habían regalado en el ghetto del Marais. Toto y
Lafleur dormían como topos, fumando. Amanecía.
La clocharde retiró delicadamente las sucesivas ediciones de France-Soir que
la abrigaban, y se rascó un rato la cabeza. A las seis había una sopa caliente
en la rue du Jour. Casi seguramente Célestin iría a la sopa, y podría quitarle
las latas de sardinas si no se las había vendido ya a Pipon o a La Vase.
-Merde -dijo la clocharde, iniciando la complicada tarea de enderezarse-. Y a
la bise, c'est cul.
Arropándose con un sobretodo negro que le llegaba hasta los tobillos, se
acercó al nuevo. El nuevo estaba de acuerdo en que el frío era casi peor que la
policía. Cuando le alcanzó un cigarrillo y se lo encendió, la clocharde pensó
que lo conocía de alguna parte. El nuevo le dijo que también él la conocía de
alguna parte, y a los dos les gustó mucho reconocerse a esa hora de la
madrugada. Sentándose en el poyo de al lado, la clocharde dijo que todavía era
temprano para ir a la sopa. Discutieron sopas un rato, aunque en realidad el
nuevo no sabía nada de sopas, había que explicarle dónde quedaban las mejores,
era realmente un nuevo pero se interesaba mucho por todo y tal vez se atreviera
a quitarle las sardinas a Célestin. Hablaron de las sardinas y el nuevo prometió
que apenas encontrara a Célestin se las reclamaría.
-Va a sacar el gancho -previno la clocharde-. Hay que andar rápido y pegarle
con cualquier cosa en la cabeza. A Tonio le tuvieron que dar cinco puntadas,
gritaba que se lo oía hasta Pontoise. C'est cul, Pontoise -agregó la clocharde
entregándose a la añoranza.
El nuevo miraba amanecer sobre la punta del Vert-Galant, el sauce que iba
sacando sus finas arañas de la bruma. Cuando la clocharde le preguntó por qué
temblaba con semejante canadiense, se encogió de hombros y le ofreció en nuevo
cigarrillo. Fumaban y fumaban, hablando y mirándose con simpatía. La clocharde
le explicaba las costumbres de Célestin y el nuevo se acordaba de las tardes en
que la habían visto abrazada a Célestin en todos los bancos y pretiles del Pont
des Arts, en la esquina del Louvre frente a los plátanos como tigres, debajo de
los portales de Saint-Germain l'Auxerrois, y una noche en la rue Gît-le-Coeur,
besándose y rechazándose alternativamente, borrachos perdidos, Célestin con una
blusa de pintor y la clocharde como siempre debajo de cuatro o cinco vestidos y
algunas gabardinas y sobretodos, sosteniendo un lío de género rojo de donde
salían pedazos de mangas y una corneta rota, tan enamorada de Célestin que era
admirable, llenándole la cara de rouge y de algo como grasa, espantosamente
perdidos en su idilio público, metiéndose al final por la rue de Nevers, y
entonces la Maga había dicho: "Es ella la que está enamorada, a él no le importa
nada", y lo había mirado un instante antes de agacharse para juntar un
piolincito verde y arrollárselo al dedo.
-A esta hora no hace frío -decía la clocharde, dándole ánimos-. Voy a ver si
a Lafleur la ha quedado un poco de vino. El vino asienta la noche. Célestin se
llevó dos litros que eran míos, y las sardinas. No, no le queda nada. Usted que
está bien vestido podría comprar un litro en lo de Habeb. Y pan, si le alcanza
-le caía muy bien el nuevo, aunque en ell fondo sabía que no era nuevo, que
estaba bien vestido y podía acodarse en el mostrador de Habeb y tomarse un
pernod tras otro sin que los otros protestaran por el mal olor y esas cosas. El
nuevo seguía fumando, asintiendo vagamente, con la cabeza en otro lado. Cara
conocida. Célestin hubiera acertado en seguida porque Célestin, para las
caras... -A las nueve empieza el frío de verdad. Viene del barro, de abajo.
Pero podemos ir a la sopa, es bastante buena.
(Y cuando ya casi no se los veía en el fondo de la rue de Nevers, cuando
estaban llegando tal vez al sitio exacto en que un camión había aplastado a
Pierre Curie ("¿Pierre Curie?", preguntó la Maga, extrañadísima y pronta a
aprender), ellos se habían vuelto despacio a la orilla alta del río, apoyándose
contra la caja de un bouquiniste, aunque a Oliveira las cajas de los
bouquinistes le parecían siempre fúnebres de noche, hilera de ataúdes de
emergencia posados en el pretil de piedra, y una noche de nevada se habían
divertido en escribir RIP con un palito en todas las cajas de latón, y a un
policía le había gustado más bien poco la gracia y se los había dicho,
mencionando cosas tales como el respeto y el turismo, esto último no se sabía
bien por qué. En esos días todo era todavía kibbutz, o por lo menos posibilidad
de kibbutz, y andar por la calle escribiendo RIP en las cajas de los
bouquinistes y admirando a la clocharde enamorada formaba parte de una confusa
lista de ejercicios a contrapelo que había que hacer, aprobar, ir dejando atrás.
Y así era, y hacía frío, y no había kibbutz. Salvo la mentira de ir a comprarle
el vino tinto a Habeb y fabricarse un kibbutz igualito al de Kubla Khan,
salvadas las distancias entre el láudano y el tintillo del viejo Habeb.)
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-Extranjero -dijo la clocharde, con menoos simpatía por el nuevo-. Español,
eh. Italiano.
-Una mezcla -dijo Oliveira, haciendo un esfuerzo viril para soportar el
olor.
-Pero usted trabaja, se ve -lo acusó la clocharde.
-Oh, no. En fin, le llevaba los libros a un viejo, pero hace rato que no nos
vemos.
-No es una vergüenza, siempre que no se abuse. Yo, de joven...
-Emmanuèle -dijo Oliveira, apoyándole la mano en el lugar donde, muy abajo,
debía estar el hombro. La clocharde se sobresaltó al oír el nombre, lo miró de
reojo y después sacó un espejito del bolsillo del sobretodo y se miró la boca.
Oliveira se preguntó qué cadena inconcebible de circunstancias podía haber
permitido que la clocharde tuviera el pelo oxigenado. La operación de untarse la
boca con un final de barra de rouge la ocupaba profundamente. Sobraba tiempo
para tratarse a sí mismo y una vez más de imbécil. La mano en el hombro después
de lo de Berthe Trépat. Con resultados que eran del dominio público. Una
autopatada en el culo que lo diera vuelta como un guante. Cretinaccio, furfante,
infecto pelotudo. RIP, RIP. Malgré le tourisme.
-¿Cómo sabe que me llamo Emmanuèle?
-Ya no me acuerdo. Alguien me lo habrá dicho.
Emmanuèle sacó una lata de pastillas Valda llena de polvos rosa y empezó a
frotarse una mejilla. Si Célestin hubiera estado ahí, seguramente que. Por
supuesto que. Célestin: infatigable. Docenas de latas de sardinas, le salaud. De
golpe se acordó.
-Ah -dijo.
-Probablemente -consintió Oliveira, envolviéndose lo mejor posible en
humo.
-Los vi juntos muchas veces -dijo Emmanuèle.
-Andábamos por ahí.
-Pero ella solamente hablaba conmigo cuando estaba sola. Una chica muy buena,
un poco loca.
"Ponele la firma", pensó Oliveira. Escuchaba a Emmanuèle que se acordaba cada
vez mejor, un paquete de garrapiñadas, un pulóver blanco muy usable todavía, una
chica excelente que no trabajaba ni perdía el tiempo atrás de un diploma,
bastante loca de a ratos y malgastando los francos en alimentar a las palomas de
la isla Saint-Louis, a veces tan triste, a veces muerta de risa. A veces
mala.
-Nos peleamos -dijo Emmanuèle- porque me aconsejó que dejara en paz a
Célestin. No vino nunca más, pero yo la quería mucho.
-¿Tantas veces había venido a charlar con usted?
-No le gusta, ¿verdad?
-No es eso -dijo Oliveira, mirando a la otra orilla. Pero sí era eso, porque
la Maga no le había confiado más que una parte de su trato con la clocharde, y
una elemental generalización lo llevaba, etc. Celos retrospectivos, véase
Proust, sutil tortura and so on. Probablemente iba a llover, el sauce estaba
como suspendido en un aire húmedo. En cambio haría menos frío, un poco menos de
frío. Quizá agregó algo como: "Nunca me habló mucho de usted", porque Emmanuèle
soltó una risita satisfecha y maligna, y siguió untándose polvos rosa con un
dedo negruzco; de cuando en cuando levantaba la mano y se daba un golpe seco en
el pelo apelmazado, envuelto por una vincha de lana a rayas rojas y verdes, que
en realidad era una bufanda sacada de un tacho de basura. En fin, había que
irse, subir a la ciudad, tan cerca ahí a seis metros de altura, empezando
exactamente al otro lado del pretil del Sena, detrás de las cajas RIP de latón
donde las palomas dialogaban esponjándose a la espera del primer sol blando y sin
fuerza, la pálida sémola de las ocho y media que baja de un cielo aplastado, que
no baja porque seguramente iba a lloviznar como siempre.
Cuando ya se iba, Emmanuèle le gritó algo. Se quedó esperándola, treparon
juntos la escalera. En la de Habeb compraron dos litros de tinto, por la rue de
l'Hirondelle fueron a guarecerse en la galería cubierta. Emmanuèle condescendió
a extraer de entre dos de sus abrigos un paquete de diarios, y se hicieron una
excelente alfombra en un rincón que Oliveira exploró con fósforos desconfiados.
Desde el otro lado de los portales venía un ronquido como de ajo y coliflor y
olvido barato; mordiéndose los labios Oliveira resbaló hasta quedar lo más bien
instalado en el rincón contra la pared, pegado a Emmanuèle que ya estaba
bebiendo de la botella y resoplaba satisfecha entre trago y trago. Deseducación
de los sentidos, abrir a fondo la boca y las narices y aceptar el peor de los
olores, la mugre humana. Un minuto, dos, tres, cada vez más fácil como cualquier
aprendizaje. Conteniendo la náusea Oliveira agarró la botella, sin poder verlo
sabía que el cuello estaba untado de rouge y saliva, la oscuridad le acuciaba el
olfato. Cerrando los ojos para protegerse de no sabía qué, se bebió de un saque
un cuarto litro de tinto. Después se pusieron a fumar hombro contra hombro,
satisfechos. La náusea retrocedía, no vencida pero humillada, esperando con la
cabeza gacha, y se podía empezar a pensar en cualquier cosa. Emmanuèle hablaba
todo el tiempo, se dirigía solemnes discursos entre hipo e hipo, amonestaba
maternalmente a un Célestin fantasma, inventariaba las sardinas, su cara se
encendía a cada chupada del cigarrillo y Oliveira veía las placas de mugre en la
frente, los gruesos labios manchados de vino, la vincha triunfal de diosa siria
pisoteada por algún ejército enemigo, una cabeza criselefantina revolcada en el
polvo, con placas de sangre y mugre pero conservando la diadema eterna a
franjas rojas y verdes, la Gran Madre tirada en el polvo y pisoteada por
soldados borrachos que se divertían en mear contra los senos mutilados, hasta
que el más payaso se arrodillaba entre las aclamaciones de los otros, el falo
erecto sobre la diosa caída, masturbándose contra el mármol y dejando que
la esperma la entrara por los ojos donde ya las manos de los oficiales habían
arrancado las piedras preciosas, en la boca entreabierta que aceptaba la
humillación como una última ofrenda antes de rodar el olvido. Y era tan
natural que en la sombra la mano de Emmanuèle tanteara el brazo de Oliveira
y se posara confiadamente, mientras la otra mano buscaba la botella y se oía el
gluglú y un resoplar satisfecho, tan natural que todo fuese así absolutamente
anverso o reverso, el signo contrario como posible forma de sobrevivencia.
Y aunque Oliveira desconfiara de la hebriedad, hastuta cómplice del
Gran Hengaño, algo le decía que también allí había kibbutz, que detrás,
siempre detrás había esperanza de kibbutz. No una certidumbre metódica,
oh no, viejo querido, eso no por lo que más quieras, ni un in vino veritas
ni una dialéctica a lo Fichte u otros lapidarios spinozianos, solamente como
una aceptación en la náusea, Heráclito se había hecho enterrar en un montón
de estiércol para curarse la hidropesía, alguien lo había dicho esa misma noche,
alguien que ya era como de otra vida, alguien como Pola o Wong, gentes que
el había vejado nada más que por querer entablar contacto por el buen lado,
reinventar el amor como la sola manera de entrar alguna vez en su kibbutz.
En la mierda hasta el cogote, Heráclito el Oscuro, exactamente igual que ellos
pero sin el vino, y además para curarse la hidropesía. Entonces tal vez fuera
eso, estar en la mierda hasta el cogote y también esperar, porque seguramente
Heráclito había tenido que quedarse en la mierda días enteros, y Oliveira se
estaba acordando de que también Heráclito había dicho que si no se esperaba
jamás se encontraría lo inesperado, tuércelo el cuello al cisne, había dicho
Heráclito, pero no, por supuesto que no había dicho semejante cosa, y mientras
bebía otro largo trago y Emmanuèle se reía en la penumbra al oír el gluglú y le
acariciaba el brazo como para mostrarle que apreciaba su compañía y la promesa
de ir a quitarle las sardinas a Célestin, a Oliveira le subía como un eructo vinoso
el doble apellido del cisne estrangulable, y le daban unas enormes ganas de reírse
y contarle a Emmanuèle, pero en cambio le devolvió la botella que estaba casi
vacía, y Emmanuèle se puso a cantar desgarradoramente Les Amants du Havre,
una canción que cantaba la Maga cuando estaba triste, pero Emmanuèle la cantaba
con un arrastre trágico, desentonando y olvidándose de las palabras mientras
acariciaba a Oliveira que seguía pensando en que sólo el que espera podrá encontrar
lo inesperado, y entrecerrando los ojos para no aceptar la vaga luz que subía de
los portales, se imaginaba muy lejos (¿al otro lado del mar, o era un ataque de
patriotismo?) el paisaje tan puro que casi no existía de su kibbutz. Evidentemente
había que torcerle el cuello al cisne, aunque no lo hubiese mandado Heráclito.
Se estaba poniendo sentimental, puisque la terre est ronde, mon amour, t'en fais
pas con el vino y la voz pegajosa se estaba poniendo sentimental, todo acabaría
en llanto y autoconmiseración, como Babs, pobrecito Horacio anclado en París,
cómo habrá cambiado tu calle Corrientes, Suipacha, Esmeralda, y el viejo
arrabal. Pero aunque pusiera toda su rabia en encender otro Gauloise, muy lejos
en el fondo de los ojos seguía viendo su kibbutz, no al otro lado del mar o a lo
mejor al otro lado del mar, o ahí afuera en la rue Galande o en Puteaux o en la
rue de la Tombe Issoire, de cualquier manera su kibbutz estaba siempre ahí y no
era un espejismo.
-No es un espejismo, Emmanuèle.
-Ta gueule, mon pote -dijo Emmanuèle manoteando entre sus innúmeras faldas
para encontrar la otra botella.
Después se perdieron en otras cosas, Emmanuèle le contó de una ahogada que
Célestin había visto a la altura de Grenelle, y Oliveira quiso saber de qué
color tenía el pelo, pero Célestin no había visto más que las piernas que en ese
momento salían un poco del agua, y se había mandado mudar antes de que la
policía empezara con su maldita costumbre de interrogar a todo el mundo. Y
cuando se bebieron casi toda la segunda botella y estaban más contentos que
nunca, Emmanuèle recitó un fragmento de La mort du loup, y Oliveira la introdujo
rudamente en las sextinas del Martín Fierro. Ya pasaba uno que otro camión por
la plaza, empezaban a oírse los rumores que Delius, alguna vez... Pero hubiera
sido vano hablarle a Emmanuèle de Delius a pesar de que era una mujer sensible
que no se conformaba con la poesía y se expresaba manualmente, frotándose contra
Oliveira para sacarse el frío, acariciándole el brazo, ronroneando pasajes de
ópera y obscenidades contra Célestin. Apretando el cigarrillo entre los labios
hasta sentirlo casi como parte de la boca, Oliveira la escuchaba, la dejaba que
se fuera apretando contra él, se repetía fríamente que no era mejor que ella y
que en el peor de los casos siempre podría curarse como Heráclito, tal vez el
mensaje más penetrante del Oscuro era el que no había escrito, dejando que la
anécdota, la voz de los discípulos la transmitiera para que quizá algún oído
fino entendiese alguna vez. Le hacía gracia que amigablemente y de lo más matter
of fact la mano de Emmanuèle lo estuviera desabotonando, y poder pensar al mismo
tiempo que quizá el Oscuro se había hundido en la mierda hasta el cogote sin
estar enfermo, sin tener en absoluto hidropesía, sencillamente dibujando una
figura que su mundo le hubiera perdonado bajo forma de sentencia o de lección, y
que de contrabando había cruzado la línea del tiempo hasta llegar mezclada con
la teoría, apenas un detalle desagradable y penoso al lado del diamante
estremecedor del panta rhei, una terapéutica bárbara que ya Hipócrates hubiera
condenado, como por razones de elemental higiene hubiera igualmente condenado
que Emmanuèle se echara poco a poco sobre su amigo borracho y con una lengua
manchada de tanino le lamiera humildemente la pija, sosteniendo su comprensible
abandono con los dedos y murmurando el lenguaje que suscitan los gatos y los
niños de pecho, por completo indiferente a la meditación que acontecía un poco
más arriba, ahincada en un menester que poco provecho podía darle, procediendo
por alguna oscura conmiseración, para que el nuevo estuviese contento en su
primer noche de clochard y a lo mejor se enamorara un poco de ella para castigar
a Célestin, se olvidara de las cosas raras que había estado mascullando en su
idioma de salvaje americano mientras resbalaba un poco más contra la pared y se
dejaba ir con un suspiro, metiendo una mano en el pelo de Emmanuèle y creyendo
por un segundo (pero eso debía ser el infierno) que era el pelo de Pola, que
todavía una vez más Pola se había volcado sobre él entre ponchos mexicanos y
postales de Klee y el Cuarteto de Durrell, para hacerlo gozar y gozar desde
afuera, atenta y analítica y ajena, antes de reclamar su parte y tenderse contra
él temblando, reclamándole que la tomara y la lastimara, con la boca manchada
como la diosa siria, como Emmanuèle que se enderezaba tironeada por el policía,
se sentaba bruscamente y decía: On faisait rien, quoi, y de golpe bajo el gris
que sin saber cómo llenaba los portales Oliveira abría los ojos y veía las
piernas del vigilante contra las suyas, ridículamente desabotonado y con una
botella vacía rodando bajo la patada del vigilante, la segunda patada en el
muslo, la cachetada feroz en plena cabeza de Emmanuèle que se agachaba y gemía,
y sin saber cómo de rodillas, la única posición lógica para meter en el pantalón
lo antes posible el cuerpo del delito reduciéndose prodigiosamente con un gran
espíritu de colaboración para dejarse encerrar y abotonar, y realmente no había
pasado nada pero cómo explicarlo al policía que los arreaba hasta el camión
celular en la plaza, cómo explicarle a Babs que la inquisición era otra cosa, y
a Ossip, sobre todo a Ossip, cómo explicarle que todo estaba por hacerse y que
lo único decente era ir hacia atrás para tomar el buen impulso, dejarse caer
para después poder quizá levantarse, Emmanuèle para después, quizá...
-Déjela irse -le pidió Oliveira al policía-. La pobre está más borracha que
yo.
Bajó la cabeza a tiempo para esquivar el golpe. Otro policía lo agarró por la
cintura, y de un solo envión lo metió en el camión celular. Le tiraron encima a
Emmanuèle, que cantaba algo parecido a Le temps des cérises. Los dejaron solos
dentro del camión, y Oliveira se frotó el muslo que le dolía atrozmente, y unió
su voz para cantar Le temps des cérises, si era eso. El camión arrancó como si
lo largaran con una catapulta.
-Et tous nos amours -vociferó Emmanuèle.
-Et tous nos amours -dijo Oliveira, tirándose en el banco y buscando un
cigarrillo-. Esto, vieja, ni Heráclito.
-Tu me fais chier -dijo Emmanuèle, poniéndose a llorar a gritos-. Et tous nos
amours -cantó entre los sollozos. Oliveira oyó que los policías se reían,
mirándolos por entre las rejas. "Bueno, si quería tranquilidad la voy a tener en
abundancia. Hay que aprovecharla, che, nada de hacer lo que estas pensando."
Telefonear para contar un sueño divertido estaba bien, pero basta, no insistir.
Cada uno por su lado, la hidropesía se cura con paciencia, con mierda y con
soledad. Por lo demás el Club estaba liquidado, todo estaba felizmente liquidado
y lo que todavía quedaba por liquidar era cosa de tiempo. El camión frenó en una
esquina y cuando Emmanuèle gritaba Quand il reviendra, le temps des cérises, uno
de los policías abrió la ventanilla y les vaticinó que si no se callaban les iba
a romper la cara a patadas. Emmanuèle se acostó en el piso del camión, boca
abajo y llorando a gritos, y Oliveira le puso los pies sobre el traste y se
instalo cómodamente en el banco. La rayuela se juega con una piedrita que hay
que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un
zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está
el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo,
casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin
embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes
casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada)
y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo,
hasta entrar en el Cielo, (Et tous nos amours, sollozó Emmanuèle boca abajo), lo
malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar
la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las
novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al
que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia (Je
n'oublierai pas le temps des cérises, pataleó Emmanuèle en el suelo) se olvida
que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrita y la
punta de un zapato. Que era lo que sabía Heráclito, metido en la mierda, y a lo
mejor Emmanuèle sacándose los mocos a manotones en el tiempo de las cerezas, o
los dos pederastas que no se sabía cómo estaban sentados en el camión celular
(pero sí, la puerta se había abierto y cerrado, entre chillidos y risitas y un
toque de silbato) y que riéndose como locos miraban a Emmanuèle en el suelo y a
Oliveira que hubiera querido fumar pero estaba sin tabaco y sin fósforos aunque
no se acordaba de que el policía le hubiera registrado los bolsillos, et tous
nos amours, et tous nos amours. Una piedrita y la punta de un zapato, eso que la
Maga había sabido tan bien y él mucho menos bien, y el Club más o menos bien y
que desde la infancia en Burzaco o en los suburbios de Montevideo mostraba la
recta vía al Cielo, sin necesidad de vedanta o de zen o de escatologías
surtidas, sí, llegar al Cielo a patadas, llegar con la piedrita (¿cargar con su
cruz? Poco manejable ese artefacto) y en la última patada proyectar la piedrita
contra l'azur l'azur l'azur l'azur, plaf vidrio roto, a la cama sin postre, niño
malo, y qué importaba si detrás del vidrio roto estaba el kibbutz, si el Cielo
era nada más que un nombre infantil de su kibbutz.
-Por todo eso -dijo Horacio- cantemos y fumemos. Emmanuèle, arriba, vieja
llorona.
-Et tous nos amours -bramó Emmanuèle.
-Il est beau -dijo uno de los pederastas, mirando a Horacio con ternura-. Il
a l'air farouche.
El otro pederasta había sacado un tubo de latón del bolsillo y miraba por un
agujero, sonriendo y haciendo muecas. El pederasta más joven le arrebató el tubo
y se puso a mirar. "No se ve nada, Jo", dijo. "Sí que se ve, rico", dijo Jo.
"No, no, no, no." "Sí que se ve, sí que se ve. LOOK THROUGH THE PEEPHOLE AND
YOU'LL SEE PATTERNS PRETTY AS CAN BE." "Es de noche, Jo." Jo sacó una caja de
fósforos y encendió uno delante del calidoscopio. Chillidos de entusiasmo, patterns
pretty as can be. Et tous nos amours, declamó Emmanuèle sentándose en el piso
del camión. Todo estaba tan bien, todo llegaba a su hora, la rayuela y el
calidoscopio, el pequeño pederasta mirando y mirando, oh Jo, no veo nada, más
luz, más luz, Jo. Tumbado en el banco, Horacio saludó al Oscuro, la cabeza del
Oscuro asomando en la pirámide de bosta con dos ojos como estrellas verdes,
patterns pretty as can be, el Oscuro tenía razón, un camino al kibbutz, tal vez
el único camino al kibbutz, eso no podía ser el mundo, la gente agarraba el
calidoscopio por el mal lado, entonces había que darlo vuelta con ayuda de
Emmanuèle y de Pola y de París y de la Maga y de Rocamadour, tirarse al suelo
como Emmanuèle y desde ahí empezar a mirar desde la montaña de bosta, mirar el
mundo a través del ojo del culo, and you´ll see patterns pretty as can be, la
piedrita tenía que pasar por el ojo del culo, metida a patadas por la punta del
zapato, y de la Tierra al Cielo las casillas estarían abiertas, el laberinto se
desplegaría como una cuerda de reloj rota haciendo saltar en mil pedazos el
tiempo de los empleados, y por los mocos y el semen y el olor de Emmanuèle y la
bosta del Oscuro se entraría al camino que llevaba al kibbutz del deseo, no ya
subir al Cielo (subir, palabra hipócrita, cielo, flatus vocis), sino caminar con
pasos de hombre por una tierra de hombres hacia el kibbutz allá lejos pero en el
mismo plano, como el Cielo estaba en el mismo plano que la Tierra en la acera
roñosa de los juegos, y un día quizá se entraría en el mundo donde decir Cielo
no sería un repasador manchado de grasa, y un día alguien vería la verdadera
figura del mundo, patterns pretty as can be, y tal vez, empujando la piedra,
acabaría por entrar en el kibbutz.
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