PENSAMIENTO

El viajero

F. Nietzsche

Quien desee, aunque sólo sea en cierta medida, llegar a la libertad de la razón, no tiene derecho, durante largo tiempo, a sentirse sobre la tierra más que como un viajero, y ni siquiera como un viajero hacia un objetivo final, pues no lo hay. Se propondrá, sin embargo, observar y tener los ojos abiertos para todo lo que sucede realmente en el mundo; por eso no puede ligar demasiado reciamente su corazón a nada en particular: es preciso que haya siempre en él algo de viajero, que encuentra su placer en el cambio y en el paisaje. Indudablemente, este hombre pasará malas noches, en las que se sentirá cansado y encontrará cerrada la puerta de la ciudad que debía ofrecerle un descanso; puede ser que además, como en Oriente, el desierto se extienda hacia esa puerta, que las fieras aúllen tan pronto lejos como cerca, que se levante un viento violento, que unos bandidos le roben sus acémilas. Tal ves entonces la noche espantosa descienda sobre él como un segundo desierto sobre el desierto, y su corazón se sentirá cansado de viajar. Aunque se eleve entonces el alba para él, ardiente como una divinidad encolerizada; aunque la ciudad se abra, verá acaso en los rostros de sus habitantes aún más desierto, suciedad, trapacería e inseguridad que ante sus puertas, y el día será casi peor que la noche. Así le puede suceder a veces al viajero; pero luego vienen, en compensación, las mañanas deliciosas de otras comarcas y de otros días, donde desde el rayar del día ve en la bruma de los montes los coros de las Musas adelantarse bailando a su encuentro; donde luego, cuando apacible, en el equilibrio del alma de las mañanas, se pasee bajo los árboles, verá desde sus cimas y sus frondas caer a sus pies una abundancia de cosas buenas y claras, las ofrendas de todos los espíritus libres que están en su casa en medio de la montaña, del bosque y de la soledad, y que, como él, a su manera tan pronto reflexiva como gozosa, son viajeros y filósofos. Nacidos de los misterios de la mañana, piensan en qué puede dar al día, entre la décima y la duodécima campanada, una faz tan pura, tan luminosa, tan radiante de claridad: buscan la filosofía de la montaña.
Nietzsche, Friedrich. Humano, demasiado humano. Ed. Edaf, Madrid, 1984, p. 309.

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