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Soledad Cruz

 

LA BODEGUERA

No voy a decir que lo amaba desesperadamente, aunque me gustaría que esa fuera la razón, pero lo sucedido está relacionado con la última década del siglo que parece confirmar el Armajedon como profecía ganadora de la Guerra Fría.

Nunca fui una militante de barricada, ni de discursos, justamente porque mi madre lo era y para mí simbolizaba el conservadurismo de los cincuenta con mala digestión revolucionaria. No poseo ningún carnet que acredite otra militancia que no sea participar en todo lo que pueda ser útil. Para gran enfurecimiento de mi madre no quise entrar al Partido, pero no fue por mortificarla, como piensa ella, sino para ser consecuente con mi línea teórica fundamental: amarnos sin convivir.

Pero me fastidió que desapareciera la ilusión de un futuro mejor, como me fastidian esas películas donde los malos son los ganadores. Sí, yo creía en la posibilidad de que el mundo pudiera cambiarse, y hacía mi parte para conseguirlo sin los aspavientos de mi madre. No llegué a la Universidad para fastidiar a mamá que me tenía harta con sus teques sobre la importancia de tener una carrera universitaria. Como si en la sociedad sólo fueran necesarios los médicos, los ingenieros, los abogados. Cuando llegué a la edad laboral pacté con mi padre y me fui de empleada para una bodega donde él era el administrador. Sin sociolismo. Me tuvieron a prueba en otro establecimiento y hasta que no demostré que podía ser una excelente dependienta, papá no aceptó tenerme por subordinada. Hicimos un trabajo colosal.

Nunca hubo faltantes, ese eufemismo que usan para llamar al dinero que se roban los empleados. En la mayoría de las unidades de venta había faltante y en la de nosotros había sobrante. Vendíamos hielo, duro frío, refrescos por iniciativa propia y lo considerábamos un aporte necesario al tesoro público, pero entonces la empresa no sabía qué hacer con ese dinero porque no estaba concebido en ninguna de las partidas de la contabilidad. Mi padre discutía que esa era una ganancia neta y que en toda operación comercial tenía que haber ganancia. Ganancia se había convertido en una palabra proscrita y el contable ideó completar el faltante de otras bodegas con nuestro sobrante. Fue una de las pocas veces que he visto a mi padre enfurecido a tal punto que el contable decidió consultar a los niveles superiores para definir la posible utilidad de nuestro sobrante.

El jefe de la empresa consultó a la dirección municipal, la dirección municipal a la provincial, la provincial a la nacional, la nacional a los sindicatos. Mientras ese proceso ocurría nuestro sobrante aumentaba y era guardado celosamente bajo llave. Los clientes que ya se llamaban consumidores se enteraron del asunto y empezaron a llover las propuestas. Que se lo dieran a los viejitos de menos recursos. Que se lo dieran a las familias con mayor número de hijos. Que se lo dieran a los inválidos. Y se armó tal jaleo con nuestro sobrante que en el acto por el Día del Trabajador de la Administración pública, celebrado en el único parque del pueblo, el responsable de la esfera declaró que había que ser estrictos en el cumplimiento del deber. Ni faltantes, ni sobrantes. Mi padre no se dio por aludido y esperó la respuesta de la nacional. Del sindicato al más alto nivel enviaron una auditoria y al comprobar que el sobrante era limpio y legítimo decidieron que engrosara la cuenta de la cuota sindical, lo cual fue hecho público en el parque del pueblo durante la concentración del Primero de Mayo.

El suceso nos había dado fama en toda la población de Pedernales y sus alrededores y nuestra tienda La Deseada se convirtió en una verdadera añoranza para toda la región. En ella mientras se compraban las raciones de productos establecidas por la cuota, se podía refrescar el calor.

¿Por qué los otros bodegueros no hacían lo mismo? Empezamos a resultar un poco incómodos para la administración local, aunque contábamos con el apoyo del Sindicato nacional. En la reunión de balance del año el máximo responsable de la esfera en el municipio expresó que en otras actividades de la región necesitaban cuadros y mi padre había sido solicitado para administrar un establecimiento de venta de productos industriales. Y con una jocosidad que nos supo a cinismo agregó que allí sería muy difícil producir sobrantes. Nos fuimos a Elia que ahora se llama Colombia.

En nuestra bodega La Deseada yo había conocido las fuerzas del deseo. El era un profesor de filosofía en la Universidad de La Habana que había venido como voluntario a cortar caña en Jobabo. Hasta allá había llegado la fama y conflicto de La Deseada y el profesor Julio consideró interesante estudiar lo que llamó un caso inédito en la administración socialista. Era hermoso y dulce. Habló mucho con mi padre. Le escuchaba con mucha atención los razonamientos a mi padre. Viejo, usted debería haber formado parte del equipo de asesores de Pensamiento Crítico. Pero si lo que yo tengo es segundo grado, contestó mi padre. Pero usted tiene la sabiduría de la práctica.

Los que escribíamos en Pensamiento Crítico teníamos la inquietud sobre cómo el sistema socialista lastra la capacidad de iniciativa individual por temor a los mecanismos capitalistas. Yo no sé en qué idioma usted me está hablando, Profesor, pero para mí hay que tener ganancias y esas ganancias se pueden repartir entre todos.

De eso se trata, viejo, de la distribución social de las ganancias. En aquella jerigonza se pasaban horas. Y yo que agradecía a mi madre el hábito de leer, tomaba nota de los libros y los autores que mencionaba para buscarlos en la biblioteca municipal. Pero sólo encontré el Manual de Economía Política de Nikitin. El profesor Julio prometió enviar libros desde La Habana. A mamá le encantaba aquella relación pues pensaba que me motivaría a estudiar hasta llegar a la Universidad. Papá escueto únicamente sentenció es casado y no debes quedar embarazada. No quedé embarazada después de aquel discurso filosófico que finalizó revolcándonos en una guardarraya de un campo de caña con todas las estrellas a nuestro servicio y el olor de la caña de azúcar que acentúa la noche, excitándonos. Desde entonces es un verdadero desafío para mi sexualidad ver los campos de caña. Peor caminar entre ellos. De manera que cada trabajo voluntario en la caña se convirtió en una verdadera tortura y mis amantes siguientes tuvieron que sufrir la prueba del campo de caña para disfrutar de mis orgasmos más plenos.

Nos fuimos a Elia-Colombia con alegría. Para mi padre era una mudanza no prevista a esa altura del año y para mí la posibilidad de estar más cerca del Profesor Julio.

La cercanía no nos vino bien. El comenzó a pronunciar el mismo discurso de mi madre. Como una muchacha atractiva, inteligente, emprendedora, iba a reducir su horizonte a una bodega.

A mí me parecía un trabajo interesantísimo. Conocía a mucha gente diferente. Me enteraba de todo lo que sucedía en el pueblo y aprendía con el ejemplo de mi padre una lección constante de cómo prestar servicio dignamente.

Era un ejercicio de humildad que me ha evitado las frustraciones que atenazan a mi madre. Ella tiene razón, hay que tener ambiciones, afán de superación, metas.

Pero, ¿por qué ella y Julio y tantas y tantos que conocí a lo largo de la vida creen que esos propósitos deben conducir al estrellato? ¿Dónde situar el estrellato?

Mi padre siempre fue una estrella luminosa donde quiera que estuvo y mi madre lo era como maestra, una estrella oscura porque las frustraciones le opacaban el brillo. Y desde entonces, cuando llegué a esa conclusión, ando yo, estudiando y comparando la conducta humana.

El profesor Julio dijo que yo tenía vocación de socióloga cuando le conté mis observaciones sobre los consumidores. Existían los consumidores directos, los indirectos, los ampulosos, los expresivos, los sobornadores, los teatrales. Mayoritariamente eran mujeres, pero los hombres, sobre todo los viejos, encontraron una tarea divertida después del retiro en hacer las compras. Donde se vendían los productos alimenticios era más variado el panorama.

En la tienda de productos industriales las relaciones eran más esporádicas porque se normaba la cantidad de metros de tela, los zapatos, la ropa interior y los enseres de casa por año. Cuando venía mercancías, chancletas chinas para el baño, recipientes plásticos para la cocina, toallas y los juguetes, se formaban unas colas enormes.

Los consumidores directos nos abordaban en la calle y a bocadejarro preguntaban: ¿qué cantidad de chancletas de metedeo llegaron?

Los indirectos: Tengo el 65 en la cola para la venta del lunes, si pudiera saber cuántos pares de chancletas de metedeo llegaron, que es en definitiva lo que quiero, podría calcular y decidir si mantengo el número en la cola.

Los ampulosos: no es bueno para mi padre bañarse con las chancletas de palo, pero él tampoco puede usar las de metedeo por su edad, claro las chancletas chinas de goma resbalan, pero pesan menos, como también las hay de crucetas, necesito saber qué cantidad de chancletas de goma china de crucetas vinieron para no hacer la cola por gusto.

Los expresivos: oiga, Cabrera, yo sé que usted es un hombre intachable, pero creo que no le creará ningún problema decirme cuántas chancletas de goma china vinieron, me encantaría tener unas chancletas de esas, tan mulliditas para descansar los juanetes.

Los teatrales: Cabrera usted me tiene que salvar de esta situación terrible, mi mujer, que está embarazada, tiene el antojo de unas chancletas chinas de goma y corre riesgo hasta de malparir si no las consigo. Usted es un hombre de buen corazón y no va a permitir eso, usted puede ayudarme a tener un hijo feliz, usted sabe que todos los disgustos de las embarazadas los sufre el muchacho que está en la barriga.

Los sobornadores se aparecían en casa con una cadena para la bicicleta que estaba desencadenada o con un pote de casquito de guayaba que es el dulce preferido de mi padre y no preguntaban nada en ese momento, pero al día siguiente venía la pregunta sobre la cantidad de chancletas chinas de goma crucetas o metedeo llegadas a la tienda. Mi padre no se dejó provocar por el desafío que suponía la primera llegada de mercancía a la unidad de productos industriales. Nos tomó varias sesiones extra de trabajo, pero pusimos con la mayor exactitud las listas de la cantidad de cada producto, tal como habían sido recibidas y así los consumidores sabían a qué atenerse. Y lo agradecieron.

Pero comenzaron a exigir en las otras unidades de productos industriales la misma variante. Y eso no le convenía ni a los empleados, ni a los administradores, ni a las autoridades locales de comercio y gastronomía, quienes garantizaban su compra para ellos, la familia, los amigos, los socios, antes de la venta.

El profesor Julio seguía con su estudio sobre los conceptos de gestión comercial de mi padre, mientras le comentaba a mi madre: Doña Venancia, Cabrera es un verdadero portento.

Ah, mijo, es lo que siempre he dicho, pero ya usted lo ve, no ha querido ni terminar el sexto grado y mire qué influencia ha tenido en nuestra hija.

Por su hija no se preocupe, Venancia, ella es lo que se llama un espíritu libre. A ella le divierte lo que hace, disfruta con esa experiencia y después hará otra cosa, y luego otra, padece del síndrome de la búsqueda infinita.

Igual que el padre, profesor. Usted no se imagina lo que he pasado con él. Cortador de caña, trabajador en la arrocera, cocinero, montero en una finca ganadera, vendedor de mangos por cuenta propia.Yo en mi escuela dando clases y él dando tumbos por ahí, de una punta a otra de la Isla, desde las Minas de Matahambre hasta el mismísimo río Toa. Y en cada pueblo una mujer. La última quiso matarlo y huyendo de ella salimos de Camagüey, que es mi ciudad, y nos arrinconamos en Pedernales. Conseguí la plaza de maestra allí porque nadie quería aquella escuela. El bodeguero Beto, amigo de mi familia, le dio trabajo a Cabrera en su tienda. Y así nos sorprendió la llegada de los barbudos.

No, el profesor Julio no me provocaba volverme loca de amor, ni tampoco estimuló mi interés por la economía finalmente. Le faltaba lo que después descubrí en Marcos. Pero con sus averiguaciones me condujo por muchas pistas de la historia de mi propia familia y de la inexplicable relación entre mi padre y mi madre. Después me lo encontré en La Habana, pasados muchos años, y supe entonces, por qué aquella novela de televisión, del espacio Horizontes, me recordaba tanto la vida en Elia-Colombia. Había dejado el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana para trabajar como asesor en el Instituto de Radio y Televisión: no son tiempos para filosofar, Violeta, me resumió como explicación, justo cuando a mí me había dado por filosofar, quizás por ese espíritu de contradicción que, según mi madre, me ha llevado al fracaso de mi vida. Sí, mi vida le pareció un fracaso hasta que por esos raros mecanismos del azar, me mandaron a trabajar al extranjero. Elia-Colombia me parecía más triste que Pedernales. Porque Pedernales era el campo auténtico. Los guayabales, las palmeras, el mugido de las vacas y el olor de caballo sudado, los aguaceros interminables y el fango en los caminos, donde se atascaban los camiones y los tractores. Los verdes campos de caña bordeados de romerillo. El aire limpio y las fiestas de la Asociación de campesinos. Ninguna pretensión, salvo el empeño de mi madre de que los alumnos estudiaran Ruso por radio, cuando apenas sabían hablar el Español. Ella necesitaba una ocupación perenne para contrarrestar la contrariedad que suponía vivir en aquel fin del mundo.

Elia-Colombia era un caserío con pretensiones de ciudad y lo único verdaderamente grato era la estación de trenes y el batey del central. El batey del central era un universo mágico. Las casas eran verdaderas joyas de madera, montadas sobre pilotes, que las palmas de arecas, las aralias y los crotos disimulaban bajo su follaje espléndido. La casa que mejor se conservaba y la del jardín más pleno era la de nuestra vecina Coralia. Mi madre y Coralia simpatizaron desde que llegamos al batey, aunque eran muy diferentes.

Coralia era una de esas personas inclasificables, porque costaba verdadero trabajo creer que tanta bondad y dulzura pudieran existir en este mundo. También había sido maestra de escuela y ya estaba retirada. Su pasión era su hijo Marcos, que era jefe de estado mayor de la Columna Juvenil del Centenario. No pude conocerlo hasta que finalizó la zafra azucarera, pero sospecho que empecé a enamorarme de él desde que vi la foto enorme en la sala de la casa de Coralia.

Seguí saliendo con el profesor Julio dentro de las limitadas posibilidades que ofrecía su condición de machetero voluntario y las del poblado. Una película por semana en el cine, una actividad bailable cuando venía la cerveza, caminatas por la única calle asfaltada del pueblo, que lo atravesaba de un lado al otro y siempre nos conducía al único parque frente a la estación ferroviaria.

No era habitual sentarse a conversar en el parque y como dependienta dela unidad de venta de productos industriales, yo era una persona conocida en la localidad. Los consumidores pasaban y saludaban con suspicacia. Pero nosotros ya no hablábamos de amor, sino de los libros que leíamos, de la situación del campamento cañero y de su mujer y su hija. Nunca más habíamos ido a los cañaverales. Aquello fue como un accidente agradable del cual, por suerte, mamá no se enteró, que nos permitió al profesor Julio y a mí una intimidad cómplice, devenida gran afecto. El siempre terminaba cuestionando lo mismo. Tendrías que estar muerta de aburrimiento.

¿Por qué Julio? Si algo tengo que agradecerle a mi madre es no tener tiempo para aburrirme y a mi padre que cualquier lugar es bueno para vivir si te empeñas en que así sea.

En La Habana, ¿vas todos los días al cine? ¿Bailas todos los días? ¿Lees un libro diferente cada semana? ¿Conoces gentes extraordinarias a cada minuto? No. Te levantas, coges la guagua, llegas a la Universidad, das clases, asistes a las reuniones sindicales, regresas a casa, discutes un poco con tu mujer y tu hija, ven la televisión, hacen la guardia del CDR. No, no Amparo. No compares. Ese es el esquema de vida que te he contado. Es verdad que de la cotidianidad no te libras en ninguna parte, pero hablo de mil asuntos interesantes con gentes que tienen mis mismas inquietudes, me enriquecen con sus conocimientos, me entero de lo que pasa en el mundo.

Aquí también, Julio, nos enteramos de lo que pasa en el mundo. Por suerte el sistema de radio y televisión es nacional y los periódicos llegan. Arreglados estaríamos si todos tuviéramos que irnos a vivir a La Habana.

Todos no, Violeta, los que tienen posibilidades de ser algo en la vida.

Hablas igual que mi madre, Julio, y mi madre es verdaderamente fantástica, todo el mundo lo dice, todo el mundo lo reconoce, pero para ella no es suficiente porque todavía no lo han dicho en el Noticiero Nacional de Televisión. Mientras mi padre goza arreglando su tienda, facilitando las cosas a la gente, seguro de que ese es su lugar y el asunto es hacerlo bien.

¿Y cuál es tu lugar, Violeta? Ni tu padre, ni tu madre tuvieron las oportunidades que tú tienes. En este país están pasando muchas cosas y tú vives al margen. Todo está cambiando y tú no te enteras. Ni sabías que existía una revista llamada Pensamiento Crítico, ni por qué fracasó la zafra del 70.

Eso sí que no, Julio, yo no vivo al margen de nada. Yo trabajo, participo, hago todo lo que corresponde, ¿quién tu crees que propuso a la dirección local que se abra una librería en este pueblo? No soy filósofa, ni especialista en caña y quizás no lo sea porque desde que nací mi madre me saturó con sus teques constantes para que fuera una heroína. Eran interminables nuestras discusiones, que después extrañé, como se extraña a un buen profesor.

En realidad nunca me había molestado vivir en Vertientes, Santa Cruz del Sur, Camagüey, Pedernales, ni tampoco en Elia. Quizás era la influencia de mi padre, ciertamente. En todos esos sitios encontraba yo los mismos personajes que en los libros que leía. Y me había hecho la idea de que las gentes se parecían mucho unos a otros en todas partes. Tampoco había tenido tiempo de aburrirme de paisajes y personas por las mudanzas de un sitio a otro. Creo que no me fui becada por la atadura inconsciente a aquella forma de vida que me permitía vagabundear a buen recaudo de las penurias de los personajes de Julio Verne o Emilio Salgari, gracias a papá que había descubierto cómo hacer del suceso de vivir una aventura constante. Coralia me fue pasando muchos libros. Así aparecieron en mi vida Las flores del mal, Don quijote, Madame Bovary, Sobre héroes y tumbas, Anna Karenina, La dama del perrito, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Trilce.

En todos los libros había anotaciones de Marcos. Preguntas, afirmaciones, negaciones. Y algunos tenían en la primera página el nombre de Zoila de la O. Debe ser su novia, pensé, y no sé por qué me entró cierta desilusión.

El profesor Julio había regresado a su Universidad. En la unidad de venta de productos industriales sólo había mercancía asegurada para las que cumplían quince años, los que se casaban o esperaban un niño. Yo buscaba en las novelas que leía alguna protagonista que fuera una dependiente, una vendedora y no la encontraba, pero seguía hallando entre las clientes dulcineas, enmas y anas y hasta margaritas como la Gautier. El profesor Julio no logró despertar mi interés en la economía política ni la filosofía, pero las novelas de amor sustituyeron a las de aventuras y el amor comenzaba a aparecer a mis ojos como la más compleja de las aventuras humanas. Indagaba con las mujeres que se iban a casar, pero cuál no sería mi sorpresa al saber que algunas iban a firmar los papeles para poder hacer la compra que se establecía por tal ocasión. Para habilitar la casa y tener derecho a las cajas de cerveza y al pastel de boda.

Había historias bonitas también gracias a los movilizados para la zafra y a los de la Columna Juvenil del Centenario. Algún que otro movilizado cogió y no pagó, como se decía popularmente, pero muchos habaneros, villaclareños y orientales se llevaron a las camagüeyanas para sus pueblos de residencia o se quedaron a vivir entre los de sus esposas. El trasiego era fenomenal en el país. No había transporte que alcanzara entre los becados, el servicio militar, las columnas juveniles. Había una mujer que llamé Margarita Gautier, la feliz. Había sido puta y había estado tuberculosa. Sanó de las dos enfermedades y ya en los albores de la vejez encontró a un machetero dispuesto a casarse con ella, aunque conocía su pasado.

Mi padre tenía la habilidad de mejorar las condiciones materiales para los clientes y decía que yo me encargaba de engatusarlos con los cuentos. Mi madre protestaba por el desfile de gente ante la casa, que yo recibía en el portal y Coralia nos hacía la limonada. Así se fue creando una especie de tertulia habitual después que cerraba la tienda y fue necesario pasarla para las noches de sábado porque amenazaban la estabilidad de mis horarios laborales. Mi madre también tomaba parte en aquellos encuentros por su autoridad como maestra. Parte de mis engatusamientos, como les llama papá, era que les contaba las historia de los libros que me leía, les despertaba la vanidad y la curiosidad porque les explicaba que ellas se parecían al personaje tal y más cual. Entonces venían a la casa para seguir conociendo detalles y yo les prestaba el libro. Mamá Les hablaba de los autores y la época. Fue así como conocí a Solangel, la enfermera del hospital, que tenía escrito un fabuloso recuento de los pacientes que atendía, especie de historia clínica del alma.

Mamá se tomó mucho interés en Solangel y empezó a rectificarle la ortografía. No conocíamos a nadie que tuviera máquina de escribir para pasar los cuentos de Solangel. Se me ocurrió poner un anuncio en el mural de la tienda. Junto a los recortes del periódico Adelante, que consignaba el cumplimiento del plan de azúcar del Central Colombia, la lista de productos que ofertaba la unidad de productos industriales y un recuento del Asalto al Cuartel Moncada, escribí con creyón rojo: Se solicitan servicios de máquina de escribir o persona con buena letra. Enseguida apareció una cola de gente y se armó el revuelo porque a la administración local llegó una tergiversada información de que en la unidad de productos industriales La Clarita estaban ofreciendo trabajo por cuenta propia.

Como ese era un problema conceptuado como de carácter ideológico, fuimos citados mi padre y yo por el Secretario ideológico del Partido. Era un hombre joven que había sido alumno de mi madre en Camagüey. Reconoció a mi padre cuando lo viò y se quedó asombrado de que la rabuja conocida en los repasos en casa de la maestra Venancia fuera yo. Le expliqué mis intenciones con el anuncio y se rió mucho por la que se había armado.

Pueblo chiquito, infierno grande, decía entre carcajadas. Ustedes tienen mucho prestigio entre la gente por el servicio que prestan y seguro que algún mal intencionado hizo la denuncia. Pero no hay problema, compañerita Violeta, pongo la máquina de escribir de mi oficina a su servicio en horarios fuera de la jornada laboral. ¿Por qué no crean un taller literario en la biblioteca de la secundaria?

Yo le respondí con otra pregunta. ¿Por qué no vendemos libros en la tienda? Vamos a valorarlo, pero no está mal la idea. Vamos a valorarlo con los compañeros de comercio y los de cultura. Me resultó simpático Mario, quien prometió visitar La Clarita.

Mi anuncio resultó muy positivo porque así conocí a un viejo abogado retirado, un médico en igual situación y hasta un poeta octogenario que había publicado algunos libros de poemas en la tendencia de José Ángel Buesa. Eran los antiguos burgueses del poblado, que vieron una oportunidad de vender sus viejas máquinas de escribir y conseguir unos pesos más para completar sus chequeras de jubilados. Se lamentaban de su situación. Debían haberse ido como otros miembros de la élite de Elia.

Nunca había sido un pueblo simpático. Era un pueblo de tránsito entre Francisco Guayabal y Camagüey, donde los colonos tenían casas para cuando los años los vencían. Les parecía bien que yo provocara el interés por la lectura, para que la gente aprendiera a entretenerse en otra cosa que no fuera la cerveza y el ron. Esos bailes que siempre terminaban a machetazos era un atentado a la moralidad. Claro está que la moralidad se había perdido, comentaban a coro. ¿Cuándo se volvió a escuchar esa palabra? Y decencia, pudor, cortesía. Los doctores José y Jacinto ponían particular énfasis en el asunto mientras el poeta Jacobo se quejaba de lo vulgar que se habían vuelto las mujeres. Los invité a la casa. Hubo otra denuncia. Los gusanos del pueblo se estaban reuniendo en la casa de la bodeguera de la Clarita. Otra vez Mario, el ideológico, vino en nuestra ayuda y consiguió que el trío de las tres J hiciera una importante donación de libros para la futura biblioteca municipal. Siempre hay un camaroncito duro para que nos saque del apuro, sonreía mi madre, mientras evitaba hacer comentarios de lo que estaba sucediendo porque me veía interesada en cosas que podían sacarme de la bodega. Ella seguía luchando por el ciento por ciento de promoción. Esa era la gran meta. Todos los alumnos tenían que pasar de grado. Pero ella no regalaba aprobados, ella, como siempre había hecho, traía los alumnos a la casa, sábado y domingos incluso, para que aprendieran y pasaran de grado con los conocimientos necesarios. Yo me enteraba en la tienda de los discursos que hacía en la escuela y en las reuniones de maestros. No era capaz de oponerse, ni contrariar ninguna orientación que viniera de arriba, pero insistía en que se cumpliera con eficacia.

Coralia tenía sus preocupaciones con el famoso ciento por ciento. La idea es muy buena, Venancia, es para dar un impulso necesario, para que nadie se quede atrás, pero los inescrupulosos la simplifican, dan los contenidos que comprobarán en el examen, casi le dicen a los muchachos lo que tienen que hacer para aprobar.

Ah, Coralia, usted y yo nos formamos como maestras en otras condiciones. Ahora todo es más fácil y hay el apuro por preparar maestros, porque no alcanzan.

Sí, mija, sí yo sé que todo se hace con muy buena intención, pero me preocupa qué pasará después. Se lo digo a Marcos cuando viene. Nos pasamos largas horas conversando y él me dice: Es necesario mamá. Si no movilizas a la gente, si no los conminas a que se involucren en las transformaciones, si no presionas, no se hace nada. Es mucho el atraso, hay que correr o nos aplasta la rueda de la historia.

Ese discurso ampliado y endulzado por besos y caricias, yo lo escucharía después. Cuando las inquietudes que sembró el Profesor Julio se despertaron y viví mi primera locura de amor. Pero, muchacha, en qué mundo tú vives. Esa frase me retrotrajo a Julio. Fue mucho después que lo vi descender del jeep cuatro puertas, soviético, frente a la casa de Coralia, una noche de sábado en que Solangel leí sus historias clínicas del alma, ante la Margarita Gautier feliz, Jacinto, José, Jacobo, el marido machetero de la Margarita, el médico Alejandro, que era amante de Solangel, Maricusa, que era la secretaria de Mario, el ideológico y había pasado a máquina los cuentos de Solangel.

Tan pronto el jeep se posó ante la casa de Coralia, Coralia voló sobre los escalones de la entrada, atravesó el jardín y llegó hasta los brazos de su hijo, quien la cargó como hacían los novios recién casados con sus flamantes esposas en las películas argentinas. Al poco rato Coralia trajo a Marcos hasta nuestro portal. Saludó a todos, escuchó uno de los cuentos de Solangel y le propuso que lo enviara al Concurso nacional de talleres literarios. Se acordaba de José, Jacinto y Jacobo. Comenzaron a hablar de sucesos ocurridos en el pasado y hablaron de aquella maestra de la escuela del batey, Zoila de la O, que tanto había ayudado al progreso de sus alumnos.

Marcos le contó al trío de las J que la veía en Camagüey, estaba de profesora en la secundaria Luis Augusto Turcios Lima y él le daba a revisar los poemas que escribía y nunca había publicado. Jacobo hizo que buscara algunos de aquellos poemas y Marcos los leyó. Eran poemas de amor que inexplicablemente me hicieron sentir celosa y envidiar a aquellas mujeres que los habían inspirado. José, Jacinto y Jacobo confesaron candorosamente que no podían imaginar que un comunista escribiera poemas así. Marcos mencionó a Rubén Martínez Villena y a Pablo Neruda. A mí me gustó el modo de explicar las cosas, suavemente, sin las altisonancias que escuchaba en los discursos de los dirigentes locales en los días de actos masivos, fuera de los esquemas del sermón que mi madre repetía y que lejos de acercarme a sus propósitos me separaba de ellos.

Desde niña me fastidiaban aquellas cantaletas que escuchaba a mi madre en la casa, que se repetían en la radio, en el periódico Adelante, en la revista Bohemia.

Yo me había tomado muy en serio una frase escuchada de pasada cuando la efervescencia barbuda: nosotros no le decimos al pueblo cree, sino lee. Con el pasar de los años entendí la angustia de mi madre. Ella temía que en el peor de los casos que fuera a resultar una gusana y en el mejor una indiferente. Yo le resultaba tan impenetrable como mi padre, con quien ha vivido casi cincuenta años creo que motivada por el interés de descifrarlo.

Mi padre es un hombre de largos silencios interrumpidos por extrañas explosiones de elocuencia, momentos en los cuales una se percata de que ha estado al tanto de todo y sorprende por sus apreciaciones de los sucesos y las personas.

Me gustó de la manera respetuosa y sencilla que Marcos hablaba al trío de las J. Los tertulianos se retiraron de mi portal a la llegada de la medianoche y Marcos siguió hablando conmigo hasta que Coralia intervino reclamando horario de descanso. ¿Qué vas a hacer mañana? Pronunció en la despedida. No tenía ningún plan en realidad. Entonces nos vamos a ver el mar en Guayabal.

Cuando vivíamos en Pedernales íbamos mucho a Guayabal. Era un paseo gratificante. Salíamos temprano a caballo. Antes de que saliera el sol. No era un paisaje de postal turística, pero el rocío sobre las hojas de los árboles, la niebla ligera, los olores mezclados de los caballos y las vacas, con los almácigos y el perfume de los galanes de noche que persistía en el momento de disiparse las sombras, daban una sensación de plenitud de vida que yo respiraba hondo, fascinada por el escándalo de colores provocado por el preludio de la llegada del sol.

El bodeguero de Guayabal tenía una casa de madera y guano, muy próxima al mar. En su patio dejábamos nuestros caballos y hartos de pescados fritos nos metíamos en el mar. La playa es fangosa, como casi todas las del sur de la Isla, pero el mar era un espectáculo espléndido de azul infinito.

Me tumbaba horas en el bote del bodeguero Mencho, a la deriva entre cielo y mar, hasta que llegaba el atardecer y volvía el escándalo de los colores, el pataleo de la luz antes de esfumarse. Hay playas más hermosas en la región. Claro que prefería a Santa Lucía, de Nuevitas, pero estaba muy lejos y me conformaba con ver el mar, y cuando no se podía llegar al mar con ver los cañaverales que, batidos por el viento, semejaban un mar verde.

Salí temprano con Marcos para Guayabal. Me hizo notar algo que había observado. La belleza de las puertas de la casa de Elia y luego la cantidad de pequeños cementerios a la orilla de la carretera entre Elia y el Central Amancio Rodríguez, antiguo Francisco. Yo practicaba uno de mis juegos favoritos. Imaginar cómo eran y vivían las gentes según el aspecto de sus jardines, de sus casas, los árboles que las rodeaban. Marcos respondía que según las posibilidades económicas y los hábitos culturales. No sé. Hay gentes tan pobres que tenían un humilde bohío limpio y bello, mientras otras les da lo mismo.

Tú, Violeta, has sido criada por una maestra, y eso te ha ayudado a tener una visión determinada de la vida, aunque te rebeles, porque mamá me ha contado las preocupaciones de Venancia contigo. Y con tus inquietudes, que las tienes, podías estudiar por curso dirigido una carrera universitaria, de economía o administración, si te interesa seguir ese camino, pero como te gusta leer puedes prepararte como bibliotecaria. Me gustaría más vender libros. ¿Por qué fue que no seguiste estudiando? No me gusta la beca y no había preuniversitario en todos estos alrededores.

Creo que era la primera vez que me respondía a mi misma esa pregunta. No, no me gustaba la idea de vivir con un montón de gentes desconocidas, que te vieran lavándote los dientes, bañándote, que supieran cada cosa que hacías, en qué horas. Sería como un presidio. Y nuestra vida trashumante tenía sus reglas. Nos mudábamos de un lugar a otro con nuestros manteles bordados por mamá, con las sábanas rematadas en encaje regalo de la abuela Nina, con la vajilla de cristal azul, las macetas con las plantas acompañantes desde el primer cambio de casa y hasta los orinales esmaltados en flores.

Eres conservadora, comentó Marcos. No sabía exactamente lo que significaba esa expresión. Y seguí haciendo mi propio análisis en voz alta. Tampoco quiero separarme de mis padres. Perdieron dos hijos antes de mí. Pero ellos están fuertes y sanos y tu mamá está dispuesta a cualquier cosa a cambio de que te superes, repuso él. Mientras llegan las superaciones yo leo.

Cada libro que comienzo a leer es como una puerta que se abre y yo entro en un mundo con el que me familiarizo tanto que, al terminarlo, es como si regresara de un viaje.

Y cómo se combina eso con la bodega, con la tienda, la venta, los productos, las reclamaciones, inquirió nuevamente.

Esas son otras travesías. No creo que haya trabajo más interesante que el de tratar con las gentes y de modo diferente, me viene por las dos partes, los alumnos de mamá y los clientes de mi padre. Es como un permanente curso práctico de lo que leo y a la vez me permite seguir dedicando tiempo a los libros.

Violeta pero tú vives fuera de la realidad. Me puse en guardia acordándome del Profesor Julio. Y volví a decir cosas de las cuales no había hablado ni conmigo misma.

Marcos, ¿qué cosa es la realidad? En El Corsario Negro, el Zorro, el Tigre de la Malasia, había buenos buenísimos y malos malísimos, y simpáticos y pesados. En Oliver Twist, Aventuras de Tom Sawyer y hasta en el Epistolario de Juana Borrero, se mostraban personajes diferentes y sentimientos diferentes, ni hablar de Papa Goriot, Nido de Hidalgos, La Guerra y la Paz, Nuestra Dama de París o Lucía jerez, Bertillón 166. En cada una de esas obras la gente sufre, padece, envidia, tiene celos, es bondadosa, tiene ambiciones diferentes, pero en nuestra nueva sociedad debemos parecernos tanto, ser tan iguales que me da miedo, porque será finalmente aburridísimo.

Sonrió y preguntó: ¿es que te parece mal intentar que las gentes sean mejores?

No me parece mal, claro está. Pero todo es tan convulsivo, es la prisa en caminar, chiquitica.