Soledad Cruz |
La
mujer que presenta sus cartas credenciales ante ustedes
viene desnuda. En este momento de confesión que
supone impúdica, no representa a ninguna tendencia política,
creencia religiosa, partido o gobierno. Ni siquiera a
alguna ONG. Es una decisión completamente personal
porque no quiere causar alarma, ni que alguien vaya a
sentirme comprometido por el apoyo, pero le gustaría ser
considerada la representante del sueño de tocar lo
imposible. La feliz representante, entiéndase.
Esta
mujer que voy a develar ante ustedes se ama a sí misma, no
sólo por el afán de cumplir el principio cristiano aquel
“…amad al prójimo…” y a pesar de que sus camaradas
más ortodoxos la censurarán por lo que de seguro han de
considerar el pecado del individualismo. Esta mujer
siempre ha vivido a riesgo de ser mal interpretada,
calumniada, condenada por actuar según los arrebatos de su
corazón, que su cerebro secunda o viceversa, en medio de
una pelea feroz entre sus ángeles y sus diablos, pero
dichosa de poder vencer dentro de sí y fuera de sí misma
los obstáculos enormes que supone ser mujer y pretender ser
persona, miembro pleno de la especie humana en cualquiera de
los regímenes económico-sociales que conoce el planeta.
No.
No se asusten. No va a esgrimir un manifiesto
feminista, asunto también trascendido desde que aprendió
el duro oficio de ser mujer y sus maravillas, entre las que
cuenta poder disfrutar de la compañía masculina, de ese
acople perfecto de los cuerpos distintos, anticipada práctica
sideral de la penetración de un cohete interplanetario en
una estrella negra. Ella aprendió olvidando los
consejos y quejas de sus antecesoras, a convertir las
presuntas sombras del ser femenino en goces inefables.
Amó sus olores peculiares de mujer. Las molestias
mensuales fueron naturales características, admitidas como
una diferencia que, interrumpidas, podrían crear el milagro
de su vientre crecido hasta estallar la luz en el hueco
oscuro y profundo de la siembra. Parir fue el orgasmo
más prolongado que recuerda y el orgasmo es para ella el
tramo más exacto de una cuerda entre la vida y la muerte.
Llegó un día en que no reclamó más la felicidad como un
don que sólo se podía conseguir en compañía de un
hombre. No. No fue que intentara prescindir de
ellos desde entonces –jamás pretendería renunciar a ese
placer desafiante —sino que simplemente entendió que únicamente
los escogidos renuncian a los privilegios que les vienen de
cuna para ponerse al lado de los desposeídos. Y
algo más definitivo todavía: la felicidad no es una estación
a donde se llega, sino un modo de viajar. De cada cual
depende cuán ligero será el equipaje y la ruta del
recorrido.
No
fueron conclusiones de hoy para mañana, sino una
metamorfosis de lágrimas, desgarraduras, de caer y
levantarse, de sacarle ventajas a la angustia y al cansancio
sin renunciar a otro convite que hacía la vida alrededor y
empujaba a no quedarse rezagada. Había un proyecto
mayor que todos los pequeños fracasos personales.
Si
ella se canta a sí misma, como el poeta Whitman, no es para
estimular su autoestima, la cual está muy bien
desarrollada, sino para celebrar el suceso que le ha
propiciado ser lo que es y no otra cosa y parecerse a la
isla donde nació en lo polémica, contradictoria, colórica
y cambiante. Porque ella apareció en la isla el día
exacto, cuatrocientos sesenta años después que Don Cristóbal
Colón, el Gran Almirante de la Mar Oceana, avistara las
costas de Cuba y fascinado exclamara: “es la tierra más
hermosa que ojos humanos vieren”. La coincidencia
siempre ha sido un símbolo para esta mujer, un cordón
umbilical que nada podrá romper, ni aunque el mismísimo
Atlántico esté por medio.
Ella
lleva a su isla entrañable en el corazón, orgullosa de sus
mil verdores, de todas las gamas, como si el origen del
verde hubiera sido allá, y también el del azul. Nada
es verdaderamente azul en este planeta, sólo ese mar que
empuja y acaricia la isla, sin moverla, y la torna columpio,
mecedera perenne que desborda las ansias y obliga a mirar al
cielo para ensancharse. Ella vive orgullosa de las
gentes que se dan en esa isla, donde la grandeza fructifica
mejor que la caña de azúcar y el tabaco, y nos e cansa de
alabarlas porque sin esos antecedentes fundacionales, los
nativos aniquilados en la conquista por el bárbaro,
prefiriendo ser quemados vivos que aceptar el yugo; los
negros africanos amasando azúcar con lágrimas y sangre y
cantando y cantando como antídoto para el dolor, cantando y
cantando hasta la rebelión y la república libre del
palenque; sin aquellos descendientes de españoles que se
sintieron hijos de la isla y abandonaron los salones para
pelear en la manigua, sin aquel amasijo, no hubiera nacido
la nación ajiaco entre veleros y piratas. Una nación
de poetas tiernos que el ansia de libertad transformaba en
fieros guerreros aferrados al sueño imposible para una isla
de escoger el camino deseado y no el impuesto desde afuera.
Esa
es su estirpe. Lo supo pronto esta mujer y la
reverenció como escudo de familia. Ese es su
abolengo. Un abolengo de verdores y azules, de nativos
cobrizos que se rebelan y negros y blancos rebeldes.
Un abolengo de arcoiris como gen adicional que define la
pertenencia a una forma de ser Cubano. Lo agradeció
como coronación suprema en la búsqueda del sentido de la
vida las mil veces que ha quedado sin rumbo, suspendida en
la duda o en la desesperación absoluta en que la sume que
no baste decretar la bondad y la belleza para que imperen,
ni siquiera en la Isla…
De
ahí provienen sus mayores desgarraduras, las cicatrices que
oculta detrás de su fiereza y la vehemencia insoportable
para aquellos que la clasifican conflictiva y le reprochan
ser oportunista, según la filiación de quien acuñe el término,
porque esta mujer ha provocado por igual el disgusto de sus
compañeros de partido, que de sus opositores, al ser una
disidente de la mierda, venga de donde venga. La ha
salvado de la hoguera inquisorial ser poseedora para siempre
del secreto de la diferencia, condición privilegiada que
explica porqué la mayoría de los habitantes de la isla no
cejan en el empeño de conseguir lo imposible, cuando
vaticinios, análisis estadísticos y los más sesudos foros
internacionales dan la causa por perdida, desde que cierto
muro fue tumbado en Berlín por ilusos que no vieron los
nuevos que se levantaban detrás de esa caída.
A
pesar de Stalin, por el que nunca sintió simpatías, de la
colectivización forzosa, del suicidio de Maiakovski,
sucesos todos que lamenta, esta mujer no se avergüenza de
proclamarse comunista, sin compromiso con el ateísmo científico
porque es estotérica, le encantan los rituales yoruba, los
horóscopos, conversa con fantasmas, invoca a José Martí y
Ché Guevara, y les enciende velas para que desde allí, en
cualquier sitio del universo que habiten sus espíritus,
protejan a la isla y ayuden a Fidel. Ella padeció el
sarampión del ateísmo, justo hasta que leyó a Carlos Marx,
pero muy especialmente hasta que conoció a Lenin en
“Materialismo y Empiriocriticismo”. La materia es
un verdadero prodigio ¿porqué no ha de trascender esa
primera muerte conocida? Está absolutamente
persuadida que hay algo más allá por conocer, lo cual es
noseológicamente factible y consuelo mayor.
En
realidad, su bronca con Dios no fue imposición de los
comunistas, como ahora acusan los renegados de última hora.
Ella nació en esta isla donde todo se mezcla y en vez de
confundirse se torna luminoso. Iba al culto de los católicos
unas veces; al de los protestantes otras, y no faltaba a los
bembés del barrio para limpiarse de los mal de ojo.
Todo lo que no hace daño es bueno, era el principio de la
madre, que tanto rogó a Santa Bárbara, a la Virgen de la
Caridad del Cobre y al mismísimo Dios, que los rebeldes de
Fidel bajaran triunfantes de la Sierra. Fue una gracia
concedida después de más de cuatrocientos años de espera
insurrecta. La posibilidad cierta de tocar lo
imposible. Una fiesta en la que estaba prohibido
prohibir. Abajo los carteles de “No perros”, “No
negros”, “Si no es Socio no pase”. Y los pobres
y los negros y los perros entrando a los clubes exclusivos,
bañándose en el mar que volvía a ser abierto. Una
fiesta de estrenos. Escuelas, juguetes, palabras.
Alfabetización. Intervención. Expropiación.
Una fiesta para la que algunos se ponían máscaras y otros
se las quitaban, mientras el pueblo ofrecía su cara sin
afeites y sus manos lavadas en la esperanza.
A los yanquis no les gustó esa rumba y declararon la guerra
sucia. Bloqueo económico. Agresiones armadas.
Desembarcos, Atentados contra una Revolución verde
como las palmas y rojinegra como los colores de la vida y la
muerte. Los mismos colores del Orisha Elegguá, el que
abre y cierra los caminos, según la tradición yoruba.
¿Y
Dios, qué hacía entretanto? Permitía que en las
iglesias escondieran a terroristas, que los americanos
mataran, destruyeran por el único pecado, cristiano por demás,
de que en la isla se pretendiera compartir entre todos los
panes y los peces, que tocara a todos por igual el derecho a
la vida y a la felicidad. Dios estaba del otro lado,
del de la magna democracia que no sólo nos daba la espalda,
sino que asesinaba, bombardeaba, quemaba. Los rojos
maldecidos, los terribles comunistas del Kremlin mandaron
petróleo a cambio del azúcar despreciada por la Casa
Blanca. La Coca-cola desapareció. Llegaron las
latas de carne rusa para compensar el desamparo del estómago.
No hacía falta lavado de cerebro. La elección la
impusieron los americanos, aunque la aseveración nunca sea
aceptada ni por un lado, ni por el otro.
Al
menos así fue para ella y su familia, que no hacían la
alta política. Y para los vecinos. Y para casi
todo aquel pueblo donde nació, Florida, provincia de Camagüey,
en lo profundo de la isla, a más de quinientos kilómetros
de la capital. Allí nadie sabía dónde quedaba la
Unión Soviética. Pero conocían bien a los
americanos, que fundaron la localidad bajo el nombre de su
península más cálida, levantando centrales para fabricar
azúcar. Ese era un aspecto importante del secreto de
la diferencia. Porque una cosa es la pobreza decretada
por egoísmos, por el tener más robando y explotando, bajo
el alegato consabido de que los que no llegan a tener son
ignorantes, vagos, borrachos, o les tocó por mandato
divino, y otra muy diferente es la pelea limpia contra la
pobreza, la voluntad de favorecer a los huérfanos eternos
de la fortuna. Levantar casas, hospitales, escuelas,
conseguir que el racismo sea una vergüenza, no preguntar
quién es tu padre, cuánto dinero tienes, qué has hecho tú
para estudiar esta carrera que vale tanto, o para hacerte
una operación quirúrgica costosísima, o tener reservación
en Varadero.
Y
esas no son apologías al mal gusto de la prensa nacional.
Fueron sucesos vividos. Realidades palpables para una
nación entera en medio del acoso, del asedio, del cerco
constante del vecino imperio. Pero esta mujer impúdica,
como ya fue mencionado en el comienzo de estas cartas
credenciales, no se avergüenza tampoco de haber sido apologética,
ni puede asegurar haber dejado de serlo. ¡Cómo no
hacer apología a una isla menor doscientas veces que su
enemigo voluntario! Sólo esa gente que nació en la
isla con un gen de menos puede decir ahora, en la estampida
reciente de los días más duros, que no se consiguió el
paraíso prometido. Sólo los que cobran a buen precio
la moda última de salvarse cuando hay amenaza de zozobrar,
los canijos que quieren hacer fama a costa de la adversidad
de los invictos soñadores de lo imposible, pueden llamar
derrota a la única victoria cierta de todo un hemisferio.
O los que no aprendieron el secreto de la diferencia, porque
fueron los grandes mimados del paraíso que otros forjaron
para ellos.
El
paraíso terrenal, quiere aclarar esta mujer que siempre ha
disentido de la mierda venga de donde venga. El paraíso
posible hecho por hombres y mujeres de carne y hueso.
Los alfabetizados convertidos en maestros, los hijos del
solar haciéndose médicos. Los campesinos dirigiendo
una fábrica de níquel. Los que nunca habían leído
a Proust ni a Joyce y desconocían que hubo un señor
llamado Bach, al frente de una Casa de Cultura.
Ciertamente no importaron a extraterrestres en la isla para
explicar ni aplicar el socialismo. Y no era fácil
entrarle a El Capital o al Estado y la Revolución sin
referencias previas. Y otra vez se formó un ajiaco
para confirmarme que es una condición kármica de la ínsula.
Esta
mujer que puede parecer tan enérgica casi se muere de
tristeza cuando el primer novio, dirigente de la Juventud
Comunista, le traicionó el amor con otra militante.
Ella también puede hilvanar un largo inventario de heridas,
censuras, vetos. Una novela enjundiosa en acusaciones,
de esas que priorizan los editores y la prensa amplifica
para que todos se percaten del infierno que viven los
cubanos. Vano interés frente a lo que ocurre en
Bosnia-Herzegonvina, Chechenia o en el Moscú que la mafia
controla, por mencionar sólo los escenarios beneficiados
por la caída del Muro de Berlín. Pero aunque algunos
maledicientes temen por la que va a escribir ahora que vive
en el extranjero, esta mujer siempre dirá lo que piensa,
siente y sabe gracias a conocer el secreto de las
diferencias. Y a su libre elección: la gratitud
porque se cumplió la profecía dicha por su madre en el
umbral de la muerte: Podrás ser persona aunque yo
falte, como si hubiera una madre mayor protectora a la que
confiarse. Un consuelo para lo inconsolable. Eso
fue la Revolución para la madre de esta mujer y para ella
misma. Un consuelo para lo inconsolable. Hasta
para las penas que nacían de la propia dinámica
revolucionaria.
Por
eso quiere hacerlo constar. Para que nadie pueda
justificar su amor y su fidelidad con presuntos bienes y
ventajas. Invita a revisar sus propiedades después de
10 años habitando un albergue estatal y cinco un garaje
aunque hace un cuarto de siglo que trabaja y posee no sólo
todas las medallas que se ostentan en el pecho y que premian
la dedicación y el resultado, sino las que se llevan
calladas en lo recóndito de una misma.
Es
cierto, sin embargo, que disfruta privilegios no visibles ni
en su despensa, ni en su ropero, ni en la marca de su carro,
ni en el confort de su casa. Bienes magros y pagados
con su salario. Puede contar muchas anécdotas de sus
conversaciones con Fidel Castro. Y un día lo hará,
aunque unos y otros la mal interpreten, por deber de
justicia. Es insoportable que exijan a un hombre la
condición de un dios y lo ataquen como al diablo, por la única
culpa de pretender impedir que la historia sea un basurero.
Ella
no oculta su veneración filial a ese hombre que ama sin
fanatismo, al que puede hacer reproches o reclamos de hija,
con el mismo impertinente cariño que su propia descendiente
femenina le exige ponerse a su ritmo y la juzga con el
maravilloso atrevimiento de la adolescencia. Primero
somos crueles en los juicios que hacemos de los padres, y
cuando envejecen los queremos proteger como a hijos.
Ella ama y respeta a ese hombre que ha visto encanecer en
treinta y seis años, sin sentirse obligada a coincidir con
todo lo que dice y hace, pero reconociendo siempre que a lo
verdaderamente extraordinario no se le puede medir por lo
que pueda tener de común, como no se puede explicar la
función del sol en nuestra galaxia a partir de sus manchas.
Ella ama y respeta a ese hombre que es Fidel Castro, pero
tales sentimientos no silencian lo que piensa y siente,
aunque no sea del gusto de sus jefes y despierte sospecha en
los maledicientes, genuflexos y bufones. A ella
siempre le estuvo todo permitido, alegarán los detractores,
porque se acostaba con los del Comité Central. No sólo
con los del Comité Central, aclararía, porque
curiosamente, la lista que inventan los amigos y enemigos,
que no perdonan a una mujer ser miembro pleno de la especie
humana, sólo contempla jerarquía del poder. Los
pobres diablos o magos que no aparecen en la televisión,
esos no cuentan. Pero es cierto que se acostó al
menos con uno del Comité Central, un amor que parecía por
unanimidad y luego resultó que una de las partes se abstenía.
Un amor convertido en hija sin padre, del cual no se
arrepiente porque un amor es siempre un asunto respetable,
aunque no figure en los directivos del Partido.
Son
sus heridas de la inversión a riesgo que es vivir. Sólo
que no se permitió elevarlas al rango de problemas del
sistema, como literaturizan algunos y algunas, simuladores y
simuladoras que luego declaran a un país gran simulacro
porque se cansaron de su propia simulación y pueden hacer
plata confesándolo. Esta mujer que es tan apasionada,
que llora con la misma fluidez de rabia o ante una escena
cursi de película, que amenaza con vengarse de cada
afrenta, y lo mejor de todo es que cumple para luego
ser generosa nuevamente, aunque no olvida ni el más mínimo
agravio, es fiel, pero nunca ha permitido que en su
presencia se confunda fidelidad con servidumbre, lo cual,
por supuesto, no la ha hecho simpática a los ojos de una
fauna existente. Los convencidos de que la disciplina
partidista es decir siempre sí y lo demás ganas de llamar
la atención, egocentrismo que lleva al individualismo.
Individualismo igual a capitalismo.
Egocéntrica
ella siempre ha sido, primero para poner en práctica el
principio cristiano de amar al prójimo como a sí mismo, y
luego porque sin un poco de amor por Yo habría perecido en
la confusión entre individual e individualismo, que se
manifestó por algún tiempo en la isla. Ella siempre
ha defendido lo individual como premisa del Manifiesto
Comunista que expresamente proclamaba que la plenitud
colectiva sería la base de la plenitud individual.
Hubo
no pocas confusiones en la Isla con la asimilación de la
teoría e imperativos de la práctica, que no dejaban mucho
margen al regodeo filosófico. Pero no existía una
estrategia macabra para convertir en rebaño a un pueblo por
naturaleza irreverente ante todo lo falso, lo fingido, lo
que no es natural y silvestre como la floresta que le
permite respirar limpiamente. Sólo quien desconoce la
idiosincrasia de ese pueblo puede hablar de que soporta una
tiranía y quien lo dice lo subestima y ofende. Habría
que reconocerle ante todo su proverbial rebeldía, antídoto
ante el mimetismo, la copia de los defectos del socialismo
real. Pero, ¿qué se podía hacer ante una fórmula
inédita en la historia de la humanidad, con sólo cuarenta
y ocho años de existencia, para ajustarla a las
peculiaridades del trópico? Era lógico que desde la
ínsula se mirara hacia Moscú, que había llegado al cosmos
antes que los americanos. ¿Es tan difícil comprender
tales circunstancias o entender la filosofía del empujón?
El síndrome de la prisa se generalizó en la isla.
Miles fueron las tentativas. La caña, la caña, otra
vez la tiranía de la caña, para lograr hacer diez millones
de toneladas de azúcar. Voluntarismo, cierto.
Magnífico voluntarismo que pretendía sacar de prisa al país
de la pobreza, sin acudir a los métodos de sálvese quien
pueda, sino para sacar de la pobreza a cada uno de los
millones de habitantes. Eterno empeño de lo
imposible. Es muy fácil para los que ostentan la cómoda
posición de observadores anatemizar un sueño y rotularlo
en un dossier de errores. ¿Por qué el pueblo ha
tolerado tal desastre? tendrían que preguntarse los
analistas. La respuesta es sencilla: porque
recibió más ventajas que todas las generaciones
anteriores. Porque posee la sabiduría profunda del
secreto de las diferencias.
Esta
mujer que agradece a esas gentes el legado de la estirpe
sabia y rebelde, no pretende justificar cada equivocación
ni pedir clemencia para quienes considera artesanos invictos
del empeño de tocar lo imposible. A lo sumo aspira,
en la mejor tradición de la Isla, a un esfuerzo de
comprensión por parte de los que se consideran afectados
por ese revolico mayor que ya dura treinta y seis años.
El esfuerzo que ha hecho ella misma para poder sobreponerse
a aquella reunión del Comité de Base de la UJC donde fue
fuertemente criticada por una marca en el cuello que no era
fruto de la pasión de un vampiro, como pensaron los hipócritas
enarboladores de una moral que no practicaban, sino de un
golpe con la dura litera donde dormía, y a las continuas
censuras por no usar ajustadores y por no poder disimular
que hacía el amor por elección libre, sin papeles de
autorización, como siempre habían hecho los hombres, de
derecha, de izquierda, militantes o no de cualquier
tendencia. Sabía que los estatutos no consignaban
esos aspectos personales, que eran las interpretaciones libérrimas
de una mentalidad antigua y se defendía con todos los códigos
en la mano, negada a aceptar que se circunscribiera la moral
femenina a los movimientos telúricos de las entrepiernas.
Ella
tuvo que hacer, como tantos nativos de la isla, un esfuerzo
de entendimiento para poner riendas a su vocación de
silvestre y soportar aquellas interminables reuniones,
aburridas, misas de algo que asemejaba una nueva iglesia
donde se recibían las orientaciones de arriba como de un
Dios lejanos y todos se mostraban conformes por amor, no por
oportunismo como blasfeman los renegados. Era la
unanimidad por lo esencial que quitaba brillo a las
particularidades y tornaba lo peculiar conflictivo.
Era el tono eslavo que nada tenía que ver con los toques de
santo, el delirio rítmico de las tumbadoras, los
movimientos centrífugos de las pelvis en el elogio
frecuente al sexo como liberación, exorcismo contra
todo pecado de tedio y amenazas de penurias o muerte.
Algo que surgió para hacer feliz a la gente no puede
parecerse a un bostezo. Era su queja dentro, porque
nunca se ha sentido fuera del juego, ni derrotada por la
nada cotidiana. Ese era su juego y ella parte de un
equipo dispuesto a la continuidad en la diferencia que cada
generación aporta bajo dictado de la dialéctica, la dialéctica
una y otra vez mencionada pero sola haciendo su labor de
transformadora espontánea, porque no la tomaban en cuenta.
Y la dialéctica se vengó del agravio. Sectarismo,
extremismo, formalismo, paternalismo, dogmatismo,
igualitarismo, doble moral, burocracia. De todo un
poco en el camino de la búsqueda constante de hallar la fórmula
de la unidad como escudo protector imprescindible.
Todo mezclado, como es el signo de la isla, sin que se
perdiera su capacidad de hacer brotar el arcoiris entre los
truenos y las sombras.
Esta
mujer participó y sufrió en esos errores, aunque consta en
todas las actas, cuando los descubrió, su voluntad
manifiesta de no aceptar con calma lo absurdo como tantos
otros; sin embargo es responsable de ellos, los
comparte, los asume sin ruborizarse porque le parecen
perfectamente comprensibles y perdonables ante las
vergonzosas estadísticas de mortalidad infantil, la corta
expectativa de vida o de los analfabetos que exhibe
cualquiera de las repúblicas vecinas de su zona geográfica,
que no tuvieron nunca ni la oportunidad de equivocarse
buscando construir el paraíso. O ante cualquiera de
las repúblicas lejanas de la vieja Europa civilizada,
antiguas metrópolis que consiguieron el exceso de consumo
que hoy sustenta el hastío de sus pobladores, saqueando a
aquellas, para no hablar de la nueva Roma en Norteamérica.
¿En qué se equivocaron todos ellos para lograr establecer
la porquería que es este mundo? se pregunta esta
mujer mientras mira los noticiarios y aún viviendo en París,
a buen recaudo de las penurias elementales, sólo ha podido
escribir un amago de poema que describe la bacanal de la
tristeza.
Sectarios.
Extremos. Formales. Dogmáticos.
Paternales. Burocráticos. Practicantes de doble
moral. Burocráticos. Estáticos.
Totalitarios. Intolerantes. Un inventario
interminable de calificativos acusatorios para intentar
invalidar la certeza de que se puede tocar lo imposible,
aunque no haya garantía de salir intacto del empeño.
Un inventario interminable de calificativos acusatorios por
parte de los que no pueden o no quieren entender que las
ascenciones ocasionan desgarraduras, razponazos, caídas.
De los que no perdonan la osadía de los alpinistas, de los
que se autoexcluyeron y obedientes a la servidumbre de su
ganancia optan por negar la sobrevivencia de un sueño del
que desertaron. Esta mujer, dispuesta siempre a
encontrar explicación a los inexplicable no los descalifica
por eso. Escogieron su opción. ¿Por qué no
respetar la contraria para no imitar los presuntos defectos?
No
obstante reconoce que hubo manchas. Días de sombras,
como los de la UMAP, en que el concepto mal entendido de que
el trabajo hizo al hombre, enarbolado por el machismo,
defecto consustancial de idiosincracia, pretendió que el
laboreo agrícola y el rigor militar harían viriles a los
homosexuales. Un acto de ignorancia más que de
martirio, se convirtió en martirologio para hombres
condenados por delicadeza sospechosa y para homosexuales que
se sintieron vejados por el hecho involuntario de una
tendencia sexual que no era la mayoritaria. la aceptada por
la tradición, aunque de la Sierra Maestra bajaron maricones
con grado de capitán y entre los héroes de la contienda
dio su vida alguno. Ahora son miembros del Comité
Central y Diputados a la Asamblea Nacional.
Hubo
manchas y días de sombras, pero esta mujer que los sufrió
con el dolor que producen los errores propios, percibió
siempre el interés en subsanarlos, los que podían
decantarse en el fragor de la batalla cotidiana.
Porque hay que ver las leyes no escritas que imperan en la
guerra. Y siempre fue la guerra. Los que lo
dudan, debieran leerse los informes que la CIA hace públicos
a cada rato. No era un estado policíaco reproduciendo
los métodos de Veria, tratando de imitar la eficacia de la
CHEKA soviética. Era la violencia obligada, la
paranoia condicionada por la paranoia política del agresor.
Síndrome de la sospecha. Síndrome de misterio.
Síndrome del Secreto. Y algún que otro hijo de puta
que nunca falta, aprovechándose, tomándose atribuciones
indebidas, abusando del poder, reproduciendo una película
de Rambo o jugando al buen burgués.
Porque
el espectro de la burguesía siempre anduvo jugando alguna
mala pasada. El diabólico engendro tentador de que el
poder y la autoridad radican en las dimensiones de la casa
que se habita, la marca de la ropa, el carro que ruedas,
aunque los textos bíblicos de los comunistas llamaran
siempre a todo lo contrario, así en los mismos términos
que la prédica de Cristo. Esta mujer que presenta sus
credenciales, no es inocente. Conoce todo lo ocurrido,
mucho más de lo que cuentan como grandes noticias
admonitorias los que hacen negocios con esos dramas.
Porque hubo dramas y tragedias que no se pueden negar.
El drama de la familia dividida, desgajada del tronco por el
éxodo frecuente. La tragedia de algunos héroes
fusilados por delincuentes para escándalo de un mundo que
permite indiferente el genocidio de la esperanza.
Mientras
hace el recuento sucinto con los riesgos de superficialidad
que toda síntesis implica, esta mujer reconoce que no era fácil
resistir todos los embates de un lado y del otro, el asedio
enemigo, los errores de los compañeros, y el tiempo pasado,
y la impaciencia en unos y el cansancio en algunos, y desde
Estados Unidos diciendo vengan. Y luego la URSS desmembrándose
entre sus glorias verdaderas, hasta desaparecer en el pecado
por el que los rusos pagan penitencia. Mariel
desbordado y balseros zozobrando en las corrientes del
golfo. Esta mujer como tantos, primero despreció a
los que se iban, a los que renunciaban a seguir la pelea en
pos del sueño. Después sintió pena, una profunda
pena por la pérdida y maldijo a los culpables verdaderos
del naufragio. Esta mujer que cree en el respeto a
todas las libertades. La libre elección de dónde
vivir, a quién servir, de escoger los amigos y los sueños,
se reserva la potestad de argumentar sus juicios al
respecto.
No
sería sincera su tolerancia si no dejara constancia otra
vez de las diferencias. ¿Cuál es el índice de
huidas por etapas? interroga a las estadísticas, para
comprobar que están en estrecha relación con las penurias
económicas, las recrudecidas amenazas del vecino poderoso,
la desaparición de la ayuda de los renegados recientes, la
complicidad de las llamadas democracias occidentales,
totalitarias en la afirmación de que sólo su fórmula de
gobierno es la correcta, desconociendo historia,
circunstancias particulares, idiosincrasia, origen y
experiencias de cada nación y olvidadas de sus propias
contradicciones insolubles. Es suficiente echarle una
ojeada al mundo, al primero y al último, porque ya casi no
hay matices, para comprender que la felicidad humana es una
promesa no cumplida en el planeta.
Esa
es la base del reproche íntimo que hace a los que
justifican marcharse en busca del paraíso que no
encontraron en la isla. Sobre todo a los que figuran
en el selecto grupo de la inteligencia, aunque sabe que la
sabiduría no se consigue únicamente leyendo a Joyce,
disfrutando de Mozart o declarando la modernidad de Picasso.
Es
algo más profundo, casi extraviado en nuestra época, todavía
salvable en esa isla nuevamente enredada en la obstinada
propuesta de no desmayar en el sueño de alcanzar lo
imposible, algo ya conseguido si se tiene en cuenta que
existe, sobrevive y batalla con todos los vientos en contra
y encuentra posibilidades de salida airosa, lo cual
corroboran manifestaciones del lado contrario como la Ley
Helms.
Esta
mujer agradece como legado del más alto abolengo esa
resistencia, y se siente obligada a hacerlo constar en estas
cartas credenciales de representante de esas gentes que como
ella, participaron y sufrieron los errores, pero se sienten
protagonistas de los aciertos. Y los aciertos fueron más
si se acude a las matemáticas y también a la casi
intangible medida del crecimiento espiritual, aunque ahora
haya prostitutas en La Habana, la fiebre del dólar acalore
más de una cabeza y el mercado vuelva a revalidar su tiranía,
porque de todos modos se conoció la diferencia. Y
alguna vez, cuando el mundo conozca toda la verdad,
despojada de las dulzuras excesivas de la apología y la
acritud multiplicada del hipercriticismo, despojada de toda
manipulación bienintencionada o perversa, la humanidad
rendirá mayores tributos a los cubanos que los que hoy
rinde a los griegos por el arte difícil de no dejarse
doblegar ni comprar, en una era donde todo rodó por el
mercado, único santuario luego de la caída de todos los
iconos. Todo rodó, menos esa isla negada a sucumbir
en la corriente oscura del retroceso, esa isla a la que el
mundo obliga a aceptar sus leyes crueles y aún con ese
cuchillo entre sus conquistas y el aplazamiento de la dicha,
se aferra a la dignidad como lección última ante el
adverso contexto.
Esta
mujer considera imprescindible consignar todo lo expresado
en estas ya extensas cartas credenciales, para intentar
hacer entender a los que se erigen en jueces del proceso
cubano desconociendo sus peculiaridades, con el mismo
sentido totalitario que le suponen y censuran, aunque
durante veinticuatro años como periodista en Juventud
Rebelde se ha referido a todo ello, lo cual indica que no
son noticias frescas y que no usa en su provecho lo que
llaman apertura obligada de los últimos tiempos.
Escribió también textos encendidos, con pretensiones poéticas,
disintiendo de todo lo que afeaba la mejor propuesta de
felicidad en la isla.
Esta
mujer está dispuesta a ponerlo todo sobre la mesa.
Corazón, cerebro, pasiones, razones, vísceras y
extremidades. A discutirlo todo, a revisarlo paso a
paso. Lo único que no admite, cualquiera que sea el
futuro de la isla, es el absolutismo de los que niegan la
maravilla de haber tocado lo imposible y la persistencia en
no abandonarlo como demostración de máxima sabiduría, a
pesar de la inversión extranjera, el turismo, las fauces
abiertas de todos los peligros que amenazan aquella fiesta
inaugural del prohibido prohibir, de las cercas que el dólar
levanta entre las playas y la moneda nacional; y de la
rabia, la rabia infinita ante los irresponsables que
perdieron el secreto del fuego. Tampoco ahora es
inocente después del aprendizaje arduo, pero es feliz de
poder mirar hacia atrás sin el temor de convertirse en
estatua de sal.
París,
1995
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