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JOSÉ MARÍA GABRIEL Y GALÁN
SU OBRA 2
en esta página encontrarás
algunas poesías de los libros CASTELLANAS y NUEVAS CASTELLANAS:
Castellana
Cuentas del tío Mariano
Lo inagotable
Del viejo, el consejo
La «Galana»
Ana María
Un don
Juan
¿Qué tendrá? _______________________________
CASTELLANA
¿Por qué estás triste, mujer? ¿Pues no
te sé yo querer con un amor singular de aquellos que hacen llorar de
doloroso placer?
Crees que mi amor es menor porque tan hondo se
encierra, y es que ignoras que el amor de los hijos de esta tierra no
sabe ser hablador.
¿No está tu gozo cumplido viendo desde esta
colina un pueblo a tus pies tendido, un sol que ante ti declina y un
hombre a tu amor rendido?
¿Te place la patria mía? No en sus hondas
soledades busques con vana porfía la estrepitosa alegría de las doradas
ciudades.
El campo que está a tus pies siempre es tan mudo, tan
serio, tan grave, como hoy lo ves. No es mi patria un cementerio, pero
un templo sí lo es,
Busca en ella soledades, serenas
melancolías, profundas tranquilidades, perennes monotonías y castizas
realidades.
Si tú gozarlas supieras, ahora mismo depusieras tu
adusto ceño sombrío. ¿Qué de mi patria quisieras para alegrarte, bien
mío?
¿Quieres que vaya a buscar cuarzos blancos al
repecho, colorines al linar, nidos de alondra al barbecho y endrinas al
espinar?
Para que tú te regales, no dejaré una con vida veloz
liebre en los eriales, ni esquiva perdiz hundida del cerro en los
matorrales,
ni conejillo bravío dormido bajo el carrasco, ni mirlo
a orillas del río, ni sisón en el peñasco, ni alondras en el
baldío.
¿Quieres que hiera en su vuelo a ese milano que el
cielo raya con círculos anchos, y de sus garras los ganchos venga a
clavar en el suelo,
y, atrás la cabeza echada, las plumas te enseñe y
rice de la pechuga alterada, y ante tus pies agonice con la pupila
espantada?
Si buscas flores sencillas, hay en el valle violetas, y
gamarzas amarillas, y estrelladas tijeretas, y olorosas
campanillas.
Si quieres, rosa temprana, ver los sudores y
afanes que cuesta el pan de mañana, ven y verás mis gañanes trajinando
en la besana.
O vamos a mis sembrados y allí verás emulados de tus
labios los carmines, que parecen amasados con pétalos de
alvergines.
Verás mecerse, aireadas, del mar de la mies las
olas, aquí y allá salpicadas de encendidas amapolas y de jaritas
moradas.
Y mientras gozas del vago rumor de aquel ancho lago de
móviles verdes tules, yo una corona te hago de clavelillos
azules;
y con ella, nueva Ceres, reina serás, si tú quieres, de mis
campos y labores, que reina de mis amores ya hace tiempo que lo
eres.
¿Sientes ganas de llorar? También las sé yo sufrir cuando me
pongo a pensar que Dios te puede llevar y hacerme sin ti
vivir.
Mas... ¡vamos al prado un rato, que en él hay sombra de
encinas, murmullos de viento grato y agua fresca de regato rebosante de
pamplinas!
¿Quieres que de esa ladera te baje un haz de tomillo, o
que salte a esa pradera y te traiga un manojillo de oliente hierba
triguera?
¿Lloras? Pues si es de ternura, deja ese llanto
correr, que es un riego de dulzura, hijo de la fresca hondura del
manantial del placer.
Mas si lloras desconsuelos y torturas de los
celos, ¡vive Dios, que lloras mal! Testigos me son los cielos de que mi
amor es leal.
Y si piensas que es menor porque tan hondo se
encierra, recuerda que el hondo amor de los hijos de esta tierra no
sabe ser hablador.
Alégrate, pues, mujer, porque te sé yo
querer con querer tan singular, que a veces me hace llorar de doloroso
placer...
CUENTAS DEL TÍO MARIANO
Araba
el tío Mariano la húmeda tierra gredosa, y entre la bruma lluviosa del
horizonte lejano,
con cierta noble ansiedad que a la amargura se
junta, miraba, al volver la yunta, las torres de la ciudad.
Allí
los amos estaban de aquel pedazo de llano, ya convertido en pantano por
lluvias que no amainaban.
Y no pensaba el rentero que el amo estaba al
abrigo del bofetón del hostigo y el frío del aguacero.
Aspiraciones
más parcas tentaban al viejo charro mientras hundía en el barro sus
bien calzadas abarcas.
Era un día de febrero revuelto, lluvioso y
frío; cada camino era un río y un charco cada sendero.
Bajaban por
las quebradas turbios regatos zumbando, que iban el hoyo inundando de
hoscas aguas coloradas.
Y era el barbecho un fangal, y el prado un
estanque era, y una charca la ribera, los valles un
chapatal.
Arrebataba el solano las gotas del aguacero, que eran las
puntas de acero de su látigo inhumano.
Iracundos los
zagales bregaban con los corderos y los cabritos zagueros hundidos en
los fangales.
Y el pobre tío Mariano, con la anguarina calada, bajo
un brazo la aguijada y en la mancera una mano,
arando estaba en tal
día por no perder una huebra, donde diz que el viento
quiebra cosa que él solo diría,
pues en aquella desnuda tierra
llana sin abrigo le flagelaba el hostigo la cara con saña cruda.
Y
así malamente araba y echaba el hombre sus cuentas, las cuentas de
aquellas rentas que por las tierras pagaba.
Bien echadas las
tenía, pero con mal resultado, y así, terco y porfiado, las iba
haciendo aquel día;
«Las rastras ya no las miento; hogaño, si pinta el
año, no será ningún extraño que me arrimase a las ciento.
Se ha
derramao en sazón; la desará fue mu guapa, y si sigue
asín, no escapa de haber buena granición.»
(Este cálculo
lo hacía con las leves omisiones de langosta, inundaciones, de
pedriscos y sequía...)
«¡Ahora, tanto pa calzar, tanto en
vestir y en comer... (Y no hablaba de beber, porque era hablar... de la
mar.)
«Tanto pa contribuciones, tanto pa renta y
simiente...» Y así fue del remanente practicando sustracciones.
Y
de las ciento supuestas sustrajo el tío Mariano tantas fanegas de
grano, que al pasar de ciento éstas,
puso cara de ansiedad, dijo
con pena, mirando y el cuerpo zarandeando, las torres de la
ciudad:
«Si hogaño fuese allá un día y el amo bajar quisiera seis
fanegas..., ¡cualisquiera, cualisquiera me
tosía!...»
¡Señor del tío Mariano!: si acude a ti, sé piadoso, que
harás un hogar dichoso con seis fanegas de grano.
LO INAGOTABLE
De rodillas delante de la fosa donde se
pudre el mocetón garrido, la pobre vieja sin moverse pasa la tarde del
domingo.
Una tarde otoñal, helada y muda, de cielo muy azul, campiña
yerta, y un sol amarillento que se muere de frío y de tristeza.
Una
vela amarilla que no alumbra, se quema, como el alma de la anciana, cuyos
ojos decrépitos no lloran porque no tienen lágrimas.
Todas se las
tragó la avara tierra de la tumba del hijo malogrado, a cuyos pies la
hierba está escaldada con las sales del llanto.
Vagaba por los ámbitos
vacíos del humilde y herboso cementerio, el aroma de muerte que
despide la tierra de los muertos.
Volaban sobre el templo los
cernícalos y rasaban el viejo campanario los bandos de veloces
aviones que pasaban chillando.
Y de la plaza del lugar venían sones
de tamboril y castañuelas, notas de gaita que al hablar de
amores infundían tristeza.
¡Cómo bailaba la muchacha alegre para
quien fue belleza vigorosa lo que era ya bajo viscosa hierba montón de
carne rota!
Montón de carne rota que una madre tuvo un día pegado a
sus entrañas, y espejado en las niñas de sus ojos y en el centro del
alma.
Y ya está allí, deshecho en las tinieblas, el fuerte hastial de
la feliz casita, el que ganaba el mendruguito blando que la anciana
comía.
Una alondra del páramo vecino se posó en la pared del campo
santo para beber el rayo agonizante del frío sol dorado,
y cantó
una canción opaca y fría que ni siquiera le agitó el pechuelo que cien
mañanas pareció romperse modulando gorjeos.
¡Sorda elegía que inspiró
Natura junto a la tumba donde el mozo estaba, que tantas veces, cual la
alondra aquella, le cantó la alborada!
Se hundieron en sus grietas los
cernícalos, y en los huecos del viejo campanario, poco a poco los raudos
aviones se metieron chillando.
Cayó el silencio sobre el pueblo
humilde, murió la tarde y se marchó la alondra, y la vida le dijo a la
ancianita que estaba ya muy sola.
¡Era preciso abandonar al
hijo! Besó la tumba y apagó la vela, que derramó sobre la hierba
húmeda dos lágrimas de cera.
¡Y dieron todavía otras dos
lágrimas aquellos ojos que estrujó el dolor! Ni ignoradas ni estériles las
dieron: ¡las vimos Dios y yo!
DEL VIEJO, EL
CONSEJO
Deja la charla, Consuelo, que una moza casadera no debe
estar en la era si no está el sol en el cielo.
Tu hogar tendrás
apagado, y al mozo que habla contigo le está devorando el trigo la
yunta que ha abandonado.
Mira que está oscureciendo, que en las
riberas lejanas ya están cantando las ranas, ya están las aves
durmiendo.
Que tocan a la oración, y hay gentes murmuradoras cuyos
ojos a estas horas cristales de aumento son.
Y es que los
oscureceres son unas horas menguadas que han hecho ya desgraciadas a
muchas pobres mujeres.
Mira, muchacha, que ha sido la tarde muy
bochornosa y va a ser fresca y hermosa la noche que ha
producido.
Mira que son muy contadas las fuerzas de la
memoria: mira que huelen a gloria las mieses amontonadas,
y está tu
galán delante, y está tu hermanillo ausente, y está el amor en
creciente y está la luna en menguante;
y a luz tan débil yo
creo que sola a salir no atinas del laberinto de hacinas donde metida
te veo.
Tal vez si el mozo me oyera pensara que esto es
perfidia, creyera que tengo envidia, que tengo celos dijera,
pues
con la venda de amor no viera que soy un viejo que solo con un
consejo puedo acercarme a tu honor.
Vete, muchacha, y no
quieras llorar prematuros gozos, que sé lo que son los mozos y sé lo
que son las eras;
y en tales oscureceres pláticas tales de
amores dicen los murmuradores que son de tales mujeres...
y tienen
razón, Consuelo, que una moza casadera no debe estar en la era si no
está el sol en el cielo.
LA «GALANA»
I
¡Pobrecita
madre! ¡Se murió solita! Cuando vino el cabrero a la choza con la cabra
«Galana» parida y el trémulo chivo sin lamer ni atetar todavía, vio a
la madre muerta y a la niña viva. Sobre un borriquillo, sobre una
angarilla de las del aprisco, se llevaron la muerta querida y él se
quedó solo, solo con la niña... La envolvió torpemente en pañales de
dura sedija, y amoroso la puso a la teta de la cabra «Galana»
parida... —¡«Galana», «Galana»! ¡Tate bien quietita!... ¡Tate asín, que
pueda mamar la mi niña!» Y la cabra balaba celosa, por la fiebre
materna encendida, y poquito a poquito, la teta fue chupando la débil
niñita... ¡Pobre cabritillo! ¡Corta fue tu
vida!
II
Solita en el chozo se queda la
niña mientras lleva el pastor las ovejas a pacer por aquellas
umbrías. Cerca del chocillo pace la cabrita, nerviosa,
impaciente, con susto, con prisa, y si el viento le hiere el oído con
rumores de llanto de niña, corre al chozo balando amorosa, se encarama en
la pobre tarima, se espatarra temblando de amores, se derringa balando
caricias y le mete a la niña en la boca la tetaza henchida que derrama
en ella dulce leche tibia... ¡Qué lechera y qué amante la cabra! ¡Qué
robusta y qué santa la niña!
III
¿Serían los
lobos? ¿Algún hombre perverso sería? Una tarde la cabra «Galana», la
amante nodriza, se arrastraba a la puerta del chozo mortalmente
herida. Allá adentro sonaron sollozos, sollozos de niña, y un horrible
temblor convulsivo agitó a la expirante cabrita, que luchó por alzarse del
suelo con esfuerzo de angustia infinita. Y en un último intento
supremo de sublime materna energía, que arrancó dolorosos acentos de la
cencerrilla, y en un largo balido amoroso... ¡se le fue la
vida!...
IV
Ni leche de ovejas ni dulces
papillas, ni mimos, ni besos... ¡Se murió la niña! ¡Esta vez quedó el
crimen impune! ¡Esta vez no brilló la justicia!
ANA MARÍA (Fragmentos de un
poema)
I
La primavera
Una
alondra feliz del pardo suelo, fue la primera en presentir al día, y loca
de alegría, al cielo azul enderezando el vuelo, contábaselo al campo, que
aún dormía.
Celosa codorniz, madrugadora, dijo tres veces que la bella
aurora se avecinaba con amable prisa: del lado del Oriente vino una
fresca misteriosa brisa, con las alas cargadas de relente, y aun en
sagrada oscuridad envueltas las hojas de los árboles sonaron dulcemente
revueltas, las mieses ondearon, y de los senos de la tierra
helada surgió, vivificante, el húmedo perfume penetrante que solo sabe
dar la madrugada.
¡Cuán bien se disponía Naturaleza a recibir el
día! La línea pura del albor naciente, vaga primicia grata del de la
luz fecundador tesoro, primero fue de plata, más tarde de oro, después
encendidísima escarlata, roja amapola, y luego cegador, chispeante,
ardiente fuego.
En medio de la lumbre que derretía el encendido
Oriente, sobre el perfil de la elevada cumbre, el sol triunfante levantó
la frente... y a la puerta feliz de la alquería asomó al mismo tiempo Ana
María. ¡Gran Dios, bendito seas! ¡Qué soles, Dios de amor, qué soles
creas!
II
Ana
maría
¿Por qué tan madrugadora la
rosa de la alquería? Porque es una labradora castiza y trabajadora que
siente pequeño al día.
¿Por qué tan pronto romper del mañanero
dormir y del soñar el placer? Porque dormir no es vivir y soñar no es
proveer.
Porque sabe que conviene, como le enseña su madre, mirar
al tiempo que viene... ¡Por eso tiene su padre la buena hacienda que
tiene!
Tiene en la alegre alquería labor y ganadería, con pastos
siempre sobrados; huertos en la Alberguería, y en Hondura casa y
prados;
y de su padre heredadas, y en su gente vinculadas, puede en
la Armuña contar con cuatro o cinco yugadas de tierras de pan
llevar,
y, estimulante más grato, corren añejas hablillas diciendo,
no sin recato, que tiene zurrón de gato lleno de onzas amarillas.
Y
aun dice la gente a coro que son su hacienda y su oro cosas de menos
valía que aquel divino tesoro de su hermosa Ana María.
¡Y dice
verdad la gente! Pues ¿quién como esta doncella promete vida tan
bella cual la del nido caliente que del hogar hará ella?
Del monte
en el mundo estrecho túvola Dios que poner, porque paloma la ha
hecho. No tiene hiel en el pecho, ¿cómo ha de darla a beber?
Dará
bálsamos calmantes, hondas ternuras sedantes, cosas del alma sin
nombres... ¡Lo que buscamos los hombres del grave vivir
amantes!
Natura le dio belleza; su madre le dio ternuras; su padre,
viril nobleza, y Dios la humilde grandeza que tienen las almas
puras.
Los rayos del sol, fogosos, cetrina su tez pusieron, y los
aires olorosos de los montes carrascosos la sangre le
enriquecieron.
Diole el trabajo soltura; la juventud, bizarría; el
buen ejemplo, cordura; la sencillez, alegría, y la honestidad,
frescura.
Con generosa largueza, Natura le dio riqueza de
sustancioso saber. ¿Qué enseña Naturaleza que no se deba
aprender?
Que la abeja es laboriosa, que la tórtola es
sencilla, que la hormiga es hacendosa; que se esconde, que no brilla la
violeta pudorosa...
Que las aves hacen nidos, siempre solos y
escondidos en los senos de la fronda, porque no es la dicha honda buena
amiga de los ruidos;
que los ríos y las fuentes tienen aguas
transparentes cuando corren muy serenas..., que son limpias las
arenas y son mansas las corrientes;
y de aquella golondrina que ha
anidado en la campana de la rústica cocina, se despierta alegre y
trina cuando apunta la mañana.
Que las corderas vehementes que se
apartan imprudentes de las madres clamorosas, morirán entre los
dientes de famélicas raposas.
Eso Natura enseñaba y eso la moza
aprendía. Quien era mozo soñaba, yo era poeta y cantaba, Dios es bueno
y bendecía.
UN DON JUAN
Amo, de aquella cuestión de ayer, pues ya
me atreví. —¡Gracias a Dios, cobardón! ¿Y qué te
dijo?
—Que sí.
—¿Ves, Jenaro? Si te
dejo, no llegas nunca a animarte, y te me mueres de viejo con las ganas
de casarte.
Me gusta la valentía. Y la lengua, ¿se enredó?
—Pues
mire usted, yo creía que iba a ser más; pero no.
Y eso que al
dir a empezar, por mucho que porfié, pues no me pude acordar del
emprencipio de usté.
—¡Por vida de...! ¿Y qué
jinojos hiciste entonces, Jenaro?
—Pues, nada, cerrar los
ojos y dir p'alante.
—¡Pues
claro!
Cuando se ignora, se inventa. —Pues ese fue el aquel mío. Me
tuve que echar la cuenta que se echa el hombre perdío,
y como
un eral cerril arremetí con alientos, porque ya, preso por mil..., pues
preso por mil quinientos.
No es más que mientras se empieza. Yo
cuantis que me corté, pues na más de mi cabeza cuasi
to me lo saqué.
—¡Bien hecho! ¿Y le gustaría bastante más que
lo mío? —Yo le dije asín: «María: dirás que a qué habré
venío.»
—¿Y qué te dijo?
—Que
hablara. Ella bajó la cabeza y se le puso la cara lo mesmo que
una cereza.
A mí también se me ardía, la verdá se ha de
decir; pero le dije: «María: ¿sabrás que tengo un sentir?»
—¡Bien
dicho! ¿Y no te comieron porque hiciste esa pregunta? —No, pero me se
pusieron todos los pelos de punta.
Yo cuasi que no veía, la
verdá se ha de decir; pero le dije: «María: ¿sabrás que tengo un
sentir?»
Cuasi que me han obligao —le dije— a venir
acá, que yo bien retuso he estao por mo de la
cortedá;
pero el amo, que sabía mi sentir, pues ayer
tarde mesmamente me decía: «Jenaro, ¡no seas cobarde!
La
moza es poco fiestera y poco aparentadora, y no es moza ventanera, y es
árdiga y vividora.
Y luego, es bien parecía, y es
callaíta y prudente, y es honesta y recogía, y viene de buena
gente...
Anda con ella, comienza mañana a la noche a
dir, que a cuenta de la vergüenza te la dejas
escurrir...»
Pues sobre aquello volviendo del sentir que te
decía, sabrás que te estoy quisiendo ya hace tres años,
María.
Siempre he andao negativo dejándolo pa
dispués y na más que es a motivo de lo corto que uno
es.
Y asín me estaba, me estaba, aguantándome el sentir, a
ver si se me pasaba, la verdá se ha de decir.
Y hate
cuenta que cada año pues más me reconcomía, hasta que ya dije
hogaño: ¡Habrá que estar con María!
Porque en habiendo un
querer, la verdá se ha de decir, ni cuasi puedes comer ni
cuasi puedes dormir.
Y no es el decir que uno esté
encitando el pensar, porque yo creo que
nenguno quedrá siempre asín estar.
Es na
más que te aficionas y que pierdes la chaveta en cuantis que una
persona por los ojos te se meta.
Y que ya nadie te apea ni te hace
volver atrás y llevas aquella idea por andiquiera que
vas.
Pues un querer derechero como el corazón te ablande, es igual
que un abujero: cuanti más le hurgas, más
grande.
—¡Caramba! ¡Muy bien, Jenaro! y ella entonces te
diría... —A lo primero, pus claro, dijo que ya se
vería.
Pero dispués ya ve usté, la gente se va
atreviendo. Yo le dije: «Volveré.» y ella dijo: «Vay
viniendo.»
—Vamos, sí, que habrá casorio. —De eso entá no hemos
tratao. Sólo el parlárselo..., ¡corio!, ¡más vergüenza me ha
costao...!
¿QUÉ
TENDRÁ?
¿Qué tendrá la hija del sepulturero, que
con asco la miran los mozos, que las mozas la miran con miedo?
Cuando
llega el domingo a la plaza y está el bailoteo como el sol de
alegre, vivo como el fuego, no parece sino que una nube se atraviesa
delante del cielo; no parece sino que se anuncia que se acerca, que pasa
un entierro...
Una ola de opacos rumores sustituye al febril
charloteo, se cambian miradas que expresan recelos, el ritmo del
baile se torna más lento y hasta los repiques alegres y secos de las
castañuelas callan un momento...
Un momento no más dura todo; mas
¿qué será aquello que hasta da falsas notas la gaita por hacer un
gesto con sus gruesos labios el tamborilero?
No hay memoria de
amores manchados, porque nunca, a pesar de ser bellos, «buenos ojos
tienes» le ha dicho un mancebo.
Y ella sigue desdenes rumiando, y
ella sigue rumiando desprecios, pero siempre acercándose a todos, siempre
sonriendo,
presentándose en fiestas y bailes y estrenando más ricos
pañuelos... ¿Qué tendrá la hija del sepulturero? Me lo dijo un
mozo: «¿Ve usted esos pañuelos? Pues se cuenta que son de otras
mozas... ¡de otras mozas que están ya pudriendo!... Y es verdá que
paece que güelen, que güelen a
muerto...».
AUTÉNTICA POESÍA - Herrera/Muñoz - 2001
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