La
memoria de los Hibakushas
Sesenta años después del holocausto nuclear, los sobrevivientes de Hiroshima y
Nagasaki no cesan la denuncia
Nyliam Vázquez García
"‘¡Agua!
¡Denme agua!’... Todos clamaban por agua con sus carnes expuestas,
supurantes, despellejadas y con la piel colgando de las yemas de los dedos”,
recuerda Miyoko Matsubara, una de las sobrevivientes de la bomba atómica
lanzada por Estados Unidos sobre Hiroshima, hace seis décadas.
Kanji
Yamasaki, quien entonces tenía 17 años, fue lanzado al suelo por la explosión
y sufrió más de 70 lesiones graves en su cuerpo. Él asegura no poder olvidar
aquellos cuatro o cinco cadáveres carbonizados, con sus negras manos estiradas
hacia un tanque de agua.
Quienes todavía respiraban
después de que la brillantísima llamarada y el rugido ensordecedor los dejara
sin conciencia, solo clamaban por la frescura del líquido. No podían explicar
de dónde venía tanto dolor, por qué casi todos estaban muertos, qué extraño
maleficio había arrasado con todo lo conocido en solo unos segundos, ni mucho
menos que 60 años después, el mundo los conocería como hibakushas
(sobrevivientes de la radiación nuclear).
Hasta
el día del holocausto atómico, 200 000 personas habían sido asesinadas por
las bombas incendiarias de alto poder que EE.UU. lanzaba diariamente contra el
archipiélago nipón. Abrumados por los sufrimientos diarios y conscientes de la
proximidad de la derrota de su ejército, los japoneses no podían siquiera
suponer la magnitud de la nueva matanza.
El
sufrimiento de las víctimas japonesas de la radiación nuclear fluye en sus
relatos. A estas alturas los Estados Unidos, además de no disculparse, ultraja
la memoria de los más de 100 000 muertos instantáneos, cuando continúan las
investigaciones para crear minibombas nucleares. Los 267 000 hibakushas que aún
quedan vivos, lo hacen con la esperanza de que la humanidad opte por detener su
autodestrucción.
LOS
PRIMEROS ROSTROS DEL HORROR
A
las 8:15 de la mañana fue lanzada la primera bomba sobre Hiroshima. Portadora
de uranio 235, “Little Boy” —Pequeño Niño—, tenía una capacidad
destructiva de 12 500 toneladas de TNT, y explotó a una altura de 580 metros
sobre el centro de la ciudad japonesa. Lo peor es que en ese minuto no estaba
claro —ni siquiera para los científicos que la diseñaron— el alcance o los
efectos a corto, mediano y largo plazos del nuevo “juguete” puesto en manos
del gobierno norteamericano. Antes de ese día, solo se había hecho una prueba
en el desierto de Nuevo México, el 16 de julio, tres años después que se
iniciaran las investigaciones del Proyecto Manhattan.
La
temperatura sobre la superficie de la tierra debajo del punto de la explosión
alcanzó los 3 000 grados. Todo en un radio de cuatro kilómetros comenzó a
arder. Una hora después se inició una pertinaz lluvia radiactiva. El líquido,
negro y espeso, no impidió la expansión del fuego.
La
señora Watanabe describe con sencillez las marcas invisibles del momento:
“Nunca he olvidado cuánto calor hacía aquel día”. Cuenta que, luego de
salir de la inconciencia tras la explosión, solo pensó en su madre…
“Su pelo era un enredo;
sus labios estaban resquebrajados y sangraba de la cabeza; ella estaba de pie
allí como una criatura no terrenal. Entonces vi a mi hermano más joven, que se
tambaleaba con su kimono de algodón blanco empapado con sangre”.
Rememorar
la devuelve al olor de la carne quemada, al humo gris que lo cubrió todo, a
esos rostros de la muerte que pueblan su memoria.
“También
recuerdo la vista de una mujer que estaba muerta en una casa por la ribera del río.
Un pedazo de vidrio expulsado por la explosión pasó a través su cuello, debe
de haber cortado la arteria. La sangre se esparció alrededor de ella, que había
estado amamantando a su bebé. Él todavía estaba absorto chupando el pecho”.
Otros
ni siquiera tuvieron conciencia de los detalles. Hideo Arakawa, sobreviviente de
la bomba lanzada en Nagasaki, aseveró: “No recuerdo haber visto ninguna luz
ni haber escuchado estruendo alguno. Solo sé que abrí los ojos y mis compañeros
estaban muertos”.
El
relato de Miyoko Matsubara, estudiante de secundaria básica, no es menos trágico:
“Me puse de pie, desconcertada. Miré mis manos, estaban quemadas e hinchadas
tres veces su tamaño. Todo lo que quedaba de mi chaqueta era la parte superior
alrededor de mi pecho. Yo misma la había teñido, me tomó un día entero. Mis
pantalones de trabajo habían desaparecido, quedando solo el cinturón y unos
parches de tela. La única vestimenta que tenía era la ropa interior blanca,
sucia.
“Comprendí
que se habían quemado mi cara, manos y piernas, y se habían hinchado con la
piel pelada, que colgaba en tiras; estaba sangrando y algunas áreas se habían
puesto amarillas”.
“Yo
estaba sintiendo un calor intolerable, por lo que bajé al río. Había muchas
personas en el agua, gritando por ayuda. Los innumerables cuerpos muertos eran
llevados lejos por el agua, algunos flotando, otros hundiéndose. Algunos
cuerpos habían sido mal heridos, y sus intestinos estaban expuestos, tal vez
habían sido arrojados por el viento de la explosión contra algo en el puente.
Era una vista espantosa. Aun así tenía que sumergirme en el agua para salvarme
del calor que me chamuscaba”.
EL
LLANTO DE YURIKO
Aquella
primera generación de hibakushas vio nacer a muchos de sus hijos deformes, y en
otros casos, aparentemente normales. Tal es la historia que cuenta, cerca de los
90 años, Kunizo Hatanaka.
Soldado
del Ejército Imperial nipón, el 6 de agosto se encontraba movilizado en otra
región del país. En su casa de Hiroshima, muy cerca de donde hoy se erige el
Parque Memorial de la Paz, lo esperaba su esposa, con ocho semanas de embarazo.
La
explosión la sorprendió descansando en una choza cercana a su puesto de
trabajo. Salió desconcertada a la calle, donde los vidrios de una cabina telefónica
se incrustaron en su cabeza y su cuerpo, haciéndole perder el conocimiento. Fue
evacuada hacia su ciudad natal, a cientos de kilómetros de la urbe bombardeada.
“El
14 de febrero de 1946, mi esposa dio a luz a mi hija Yuriko. Cuando ella nació
parecía un bebé normal. Aunque era un poco más pequeña que otros bebés,
parecía estar bien. Cuando creció, empezó a mostrar algunas señales de ser
diferente de otros bebés. Incluso a la edad de un año ella no podía gatear o
caminar. A los seis, cuando los niños ordinarios entran en la escuela
elemental, Yuriko no podía ir, pues no estaba en condiciones de valerse por sí
misma. Pasaba todo el día en casa, viendo libros y comiendo dulces. También
lloraba”.
En
1952, siete años después de la explosión, un equipo de especialistas le
diagnosticó microcefalia a la pequeña. La enfermedad, que provoca retraso
mental severo, afectó además a otros 48 bebés de la ciudad, cuyas madres
fueron sorprendidas por el bombardeo atómico cuando tenían entre ocho y 25
semanas de gestación. Es justamente en ese período cuando los cerebros de los
pequeños fetos son más sensibles a las radiaciones.
La
esposa de Kunizo Hatanaka nunca pudo superar el dolor por el llanto de su hija.
Debilitada y enferma, murió de un cáncer óseo sin entender las razones que
robaron la felicidad a su hija. En las casas de otras muchas familias, también
destrozadas, se sigue oyendo el llanto de Yuriko.
LAS
VOCES DE LA DENUNCIA...
A pesar de que no han dejado
de luchar por aquellos que murieron, por ellos y por sus hijos que también han
sido dañados, cada vez más seres humanos en el mundo se suman a la larga lista
de víctimas de la radiación. Paradójicamente, ahora es posible hablar de
hibakushas ex yugoslavos, afganos e iraquíes, gracias a las guerras emprendidas
por el imperio en la última década.
Con
sus 73 años, Miyoko Matsubara, es una de las voces más firmes de la denuncia.
De
los 250 alumnos del grupo de secundaria de Miyoko, ella fue una de los 50
sobrevivientes. Quemada, mutilada y arrastrando el estigma social de ser una
hibakusha, se negó a detener su vida.
“Aunque
había padecido la bomba atómica no pensé en detener mis actividades, estudié
con mucho empeño. Las horribles quemaduras en mi cara me impidieron encontrar
un trabajo después de la graduación. Tenía que superar el dolor de ser
tratada como un proscrito por nuestra sociedad. Nadie se sentaría a mi lado o
se casaría conmigo debido al miedo a la radiación.
“En
marzo de 1962 fui escogida como representante de Hiroshima para presentar en
persona un mensaje de los sobrevivientes ante las Naciones Unidas, y a la 18ª
Conferencia de Desarme en Ginebra. En el camino a Nueva York y Ginebra visitamos
14 países en cinco meses, incluyendo Bélgica, Estados Unidos, Inglaterra,
Francia, Alemania Occidental y Oriental, y la Unión Soviética. Por todas
partes abogamos por la prohibición de las pruebas nucleares”.
Portavoz
de vanguardia de los suyos, la señora Matsubara transmite su experiencia a más
de 200 000 estudiantes de escuelas secundarias y de la Universidad local, y al
millón y medio de personas que visitan el Museo Conmemorativo de la Paz de
Hiroshima cada año. Otros hibakushas le acompañan en el empeño. La inscripción
en el cenotafio que recuerda a las víctimas, resume sus esencias: “Permite a
todas las almas que aquí descansen en paz; porque nosotros no repetiremos el
mal”.