Roquetas
José H. Chela
Roquetas del Mar no
es Londres. Es un pueblo grande, donde, que yo sepa, nadie está histérico, en
estos momentos, a causa del terrorismo. En Londres, la policía antiterrorista
mata a un brasileño porque lo confunde con un extremista islámico. Y nos
echamos las manos a la cabeza. En Roquetas del Mar un grupo de guardias civiles
mata a un agricultor que iba a pedir ayuda a la casa-cuartel, después de
propinarle una descomunal paliza. Y nos echamos las manos a la cabeza, pero,
menos. Porque la benemérita, al fin y al cabo, siempre será benemérita. Y los
bobbys londinenses unos pedazos de pan que no llevan armas jamás, porque no las
necesitan.
Lo de Roquetas es muy
preocupante. Muy, muy preocupante, porque demuestra, una vez más, que algunos
funcionarios, a quienes se paga para protegernos, no han asumido su papel, su
oficio en esta sociedad abierta y democrática. Algo que, hace años, todavía
era comprensible –aunque no aceptable- en los agentes y miembros de las
fuerzas de seguridad del Estado educados en otros valores, si podían llamarse
así: los de la dictadura. Pero, que no puede ni entenderse ni tolerarse en
guardias y policías que se han formado en un sistema de libertades y derechos.
Hay, en este caso como en todos los sucesos sangrientos y mortales, que aplicar
la presunción de inocencia a los acusados. A los presuntos. En esta
oportunidad, un teniente excesivamente jovenzuelo con el síndrome de Harry El
Sucio, a decir de los vecinos de la localidad. Pero, las presunciones de
inocencia no son más que pura retórica cuando hay testigos de la tunda mortal
recibida por la víctima y cuando las declaraciones de los imputados son tan
contradictorias y están plagadas de debilidades argumentales. El teniente de
marras, al que conocen por El Niño, dada su arrogante juventud, olvidó en sus
primeros informes mencionar el uso, en la contención de un embravecido,
agresivo y corpulento ciudadano, de armas prohibidas. Y uno se los números
admite que tuvo el pie encima del cuerpo del fallecido, aunque no para
pisotearlo, sino para inmovilizarlo… “durante quince o veinte minutos”. El
guardia civil que cuenta eso tiene una curiosa concepción del tiempo.
Lo peor de todo de este inquietante asunto es la reacción de las autoridades
políticas. Ningún Gobierno está a salvo de que ocurran sucesos como éste y
de sentirse pillado en treinta y tres. Pero, un buen Gobierno actúa de
inmediato ante hechos semejantes. Y ni el director general de la Guardia Civil
ni el ministro del Interior han demostrado reflejos suficientes para encarar los
acontecimientos con firmeza y efectividad. El director general ha sido, más
bien, corporativista y silencioso. Alonso, por su parte, ha hablado de cierta
resistencia a las investigaciones en el cuartelillo donde se produjeron los
sucesos. Una resistencia que los imputados niegan, porque, aseguran, nadie del
Ministerio se ha puesto en contacto con ellos.
Al margen de que estas situaciones nos conduzcan, por el túnel del tiempo de la
memoria, a épocas que uno no quisiera revivir en absoluto, creo que el problema
que las origina reside en una pésima educación democrática en las academias
de donde surgen quienes han de velar por nuestra seguridad y en una ausencia
total de salvaguardas psicológicas para el desempeño de unas funciones tan
delicadas.
Ahora, el Departamento de Interior ha enviado a un psicólogo hasta Roquetas del
Mar para que trate a los guardias involucrados en este penoso escándalo. No está
de más. Pero, los psicólogos deberían de ser fundamentales antes. Antes,
quiero decir, de que los violentos y los desquiciados vistan un uniforme y
reciban de la sociedad unas pistolas. Y hasta unas brillantes estrellas de
oficial.
chela@canariasahora.com
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