Los
fumadores de hoy día, que se sienten víctimas de un
acoso implacable, aluden con enojo a los métodos inquisitoriales
de los antitabaquistas. Y es un término bastante exacto, porque
de hecho, hace siglos, la Inquisición era una acérrima
enemiga de todos los tipos de tabaco y perseguía-
aunque no a muerte- a los que fumaban en público. Al poco tiempo
de comenzar a propagarse los diferentes tipos de tabaco
por Europa la Iglesia prohibió terminantemente fumar dentro
de los templos y recintos sagrados; sin embargo, numerosos sacerdotes
fumaban a escondidas de sus fieles. Hoy no es la Iglesia sino el Estado
el que intenta erradicar el vicio; y a pesar de ello, numerosos políticos,
incluidos ministros y jefes de Estado, son fumadores, aunque intentan
esconderse detrás de su propia cortina de humo, de los fotógrafos
y de las cámaras de televisión para que no los tomen
“in fraganti”. De todas formas, en lo que a nosotros se
refiere, las medidas no obligan a dejar de fumar tabaco a quien no
quiera hacerlo sino a respetar un espacio que en definitiva es de
todos. Intenta establecer ciertas de convivencia que deberían
extenderse a otras áreas, porque hay quienes opinan que poco
sirve prohibirle al dueño de una línea de colectivos
que fume o no determinados tipos de tabaco, en determinado
lugar y permitirle que a sus vehículos exhalen grandes bocanadas
de gases tóxicos por las calles de la ciudad. Los
diferentes tipos de tabaco tienen su origen en el
Nuevo Mundo, desde donde se difundió a toda la humanidad. Los
indios de distintas zonas de América eran aficionados a liar,
en forma de tubo, las hojas de una planta desconocida para los conquistadores,
prender fuego a un extremo y aspirar el humo, chupando por el otro.
Costumbre más que extraña, exótica e inexplicable
para los marinos del viejo continente, que, sin embargo, no tardaron
en tomarle el gusto. No pasó mucho tiempo sin que la nueva
planta fuera embarcada hacia Europa, y poco después, en diversos
países, comenzaron a darse las primeras pitadas.
Corrían los albores del siglo XVI, y ya encontramos allí
un primer ejemplo de que la consideración social del hábito
ha tenido siempre una gran influencia en el número de fumadores.
Porque el consumo de tabaco era considerado entonces como algo propio
de las clases bajas, mientras que la nobleza y los aristócratas
–aunque cultivaban diferentes tipos
de tabaco en su jardines, para darse corte ante sus amistades
de poseer una planta exótica- lo rechazaban drásticamente.
Eso sin contar con que los efectos del humo, que a veces producía
mareos y vómitos para los bronquios poco entrenados, no parecían
demasiado recomendables.
Unos decenios más tarde parece en escena un caballero francés
llamado Jean Nicot, que durante los años que desempeñó
el cargo de embajador en Lisboa manifestó haber descubierto
una hierba de las Indias, maravillosamente eficaz contra el cáncer
–por raro que hoy pueda sonar-, el herpes y la sarna, y envió
unas muestras a la entonces reina de Francia, Catalina de Médicis.
Dicha hierva, claro, no era otra que el tabaco, y la encendida defensa
que el francés hizo de ella puede haber motivado que el primer
agente activo de la planta sea hoy denominado nicotina.
A lo largo del siglo XVII el número de fumadores fue aumentando
tanto en Europa como en las en aquel entonces colonias americanas.
En Inglaterra, país donde llegó de la mano de sir Walter
Raleigh, contó con la oposición del rey Jacobo I, que
encontraba repugnante la naciente costumbre de fumar en pipa; y más
repugnante aún el hecho de que el tabaco de mejor calidad llegara
a través de España, enemigo feroz de Inglaterra en aquel
entonces. Pero sus intentos por conseguir que los ingleses conservaran
el pulmón inmaculado, fueron completamente inútiles,
y viendo que no podía erradicar el vicio decidió ponerlo
a precios prohibitivos. En 1608 creó el impuesto al tabaco
y elevó las tazas aduaneras para su exportación aún
4000%. Mientras tanto, Raleigh fundó en los Estados Unidos
la colonia de Virginia, que pronto se convertiría en el primer
productor de tabaco del mundo. Años después, cuando
en 1618 Jacobo I ordenó ejecutar a Raleigh, argumentando para
ello el fracaso de sus últimas expediciones, quién sabe
si no aprovecharía también la ocasión para desquitarse
del introductor del vicio humeante en el territorio inglés.
En todo caso, parece que Raleigh aprovechó para fumarse la
última pipa de su vida… camino del cadalso.
Paralelamente el auge del humo se produce el del tabaco en polvo,
otro de los tipos de tabaco, que se aspira y se masca,
en una importación de las costumbres de los indígenas
americanos. Esta variante en el consumo del tabaco se mantendrá
a lo largo de dos siglos y alcanzará su máximo esplendor
en el siglo XVIII, paradójicamente mientras entablaba una dura
lucha contra su principal competidor: el rapé, introducido
en la alta sociedad de Francia por el anteriormente mencionado Nicot,
verdadero promotor de vicios. Mientras tanto, España seguía
consolidando su posición como primer importador europeo de
tabaco, que enraba principalmente a través de los puertos andaluces,
particularmente Sevilla, donde se crea, en 1620, la primera fábrica
de tabaco. Ésta, ante la creciente demanda sería ampliada
y reinaugurada en 1770. El hábito se extendió por Europa
en parte por medio de los comerciantes y en parte gracias a las guerras,
muy numerosas a lo largo del siglo XVIII. Sus efectos estimulantes
o tranquilizantes, según como se fumara, aumentaron su popularidad.
Por aquel entonces fumar era ya una costumbre –la palabra vicio
aún no se le había aplicado- difundida y aceptada en
toda Europa; fumaban ricos y pobres, villanos y aristócratas,
hombres y mujeres. Las ventas de los diferentes tipos de tabaco
llegaron tan alto en algunos países que se convirtieron en
su principal fuente de ingresos.
Durante
la Guerra Civil estadounidense, el Norte compraba armas a la enviciada
Europa, pagándolas con tabaco. Ya nadie hablaba de vicio nefasta
o costumbre de plebeyos. Simplemente, se fumaba, principalmente en
puro y en pipa, mientras dosis más diminutas de tabaco envueltas
en papel, y conocidas como cigarrillos, irían poco a poco ganando
terreno.
La nueva y majestuosa fábrica de Sevilla –El Escorial
del Tabaco, como se la conocía-se convirtió en la principal
abastecedora de Europa. Y al mismo tiempo entró en la tradición
y folclore de su país gracias a su equipo de operarias: las
famosas cigarreras de Sevilla. Estas fueron popularizadas por George
Bizet, que convirtió a una de ellas en la protagonista de su
ópera Carmen.
Poco a poco, durante los siglos XVII y XIX, fumar dejó de ser
una costumbre y pasó a convertirse en una moda; el mercado
del tabaco no se limitaba ya a la planta, sino que ofrecía
una colección amplísima de accesorios para el fumador.
En 1826 salieron al mercado inglés los fósforos, que
no tardaron en ser producidos en masa. Las estadísticas demostraron
que con su aparición el consumo de tabaco registró un
aumento espectacular.
Pero las primeras advertencias sobre la salud y sus cuidados no tuvieron
como protagonista al tabaco sino a los fósforos. Éstos,
al ser encendidos, dejaban escapar un olor fuerte y repugnante, motivo
por el cual aparecía en las cajas un aviso se leía que
las personas con pulmones delicados deberían abstenerse de
encenderlos. Dicho de otro modo, lo que se consideraba perjudicial
para el pulmón eran los fósforos y no el tabaco. Éste
pasaba impunemente de bronquio en bronquio, con nuevas mezclas y sabores,
señalando el principio de la competencia entre los tabacos
cubano, norteamericano y turco.
La entrada del siglo XX trajo consigo la extensión desmesurada
del hábito; habían llegado las revoluciones industriales,
el capitalismo, la producción en masa y cada vez más
tipos de tabaco. La edad contemporánea se iba a caracterizar
por ser la era de la velocidad y de la acción, frente a la
vida pausada y contemplativa de siglos anteriores. En semejante contexto,
con horarios de trabajo agobiantes, masificación de las grandes
ciudades, falta de tiempo, ¿ quién podría seguir
disfrutando tranquilamente del tabaco? Probablemente lo que se a dado
en llamar el “ajetreo de la vida moderna” haya sido uno
de los factores determinantes de la preferencia del cigarrillo frente
al puro y la pipa. Fumar ya no era sólo un acto pasivo que
acompañaba la conversación, a la lectura, al tiempo
libre. Ahora comenzaban a predominar sus caracteres de estimulante,
tranquilizante, “doping” o instrumento de trabajo.
En 1909 el barón alemán Carl von Auer von Welsbach inventa
el encendedor de nafta, cinco años después de haber
inventado, él también, las piedras de mechero. Ya existían
hacía tiempo los fósforos, pero la popularidad del nuevo
artefacto es inmediata; el equipo del fumador- paquete de cigarrillos
y fuego – puede llevarse encima a todas partes. El cigarrillo
es perfecto para consumir en toda ocasión, en un breve espacio
de tiempo. Mientras se espera el tren o el colectivo; después
de desayunar o de comer; en una breve pausa durante el trabajo. Estamos
asistiendo a lo que pronto será la consolidación de
uno de los mitos del siglo XX…y de su droga más popular
y extendida.
En
nuestro país fueron los “43”, los primeros cigarrillos
armados y empaquetados a mano y hoy, aunque renovados, todavía
perduran en el mercado. Nacieron en 1898, cuando en una bohardilla
de la entonces calle Piedad, hoy Bartolomé Mitre, se instala
la S.A. Manufactura de Tabacos Piccardo y Cía. Ltda., con sólo
una máquina picadora de tabaco, que se acciona manualmente.
La empresa creció y se fusionó luego, en 1977, con la
Compañía Nobleza de Tabacos. A la par crecieron otras
empresas como Massalin y Calesco, Manufactura de Tabacos Particulares
de V.F. Greco y Cía., MAnufactua de Tabaco Imparciales S.A.,
que finalmente también se unieron.
El auge de las comunicaciones ayudó a extender el hábito:
la publicidad del tabaco está por todas partes. Su consumo
se va asociando a diferentes prototipos sociales. Los astros de Hollywood
fuman cigarrillos sin filtros; las vampiresas del teatro y el music-hall,
con largas boquillas; los escritores, en pipa, y los hombres de Estado,
puros. Todo el mundo fuma. O casi todo el mundo.
Aún no existían leyes claras sobre ello, pero los adultos
sentían instintivamente que los menores no debían empezar
a echar humo por la boca y la nariz, y se lo prohíben. Aún
así, encender un cigarrillo pareció ser unas de las
pruebas primitivas que había que pasar para llegar a la hombría.
El fumar, que en un principio era sólo cosa de hombres, luego
también de mujeres y más delante de jóvenes,
terminó siendo un problema de todos, fumadores y “fumadores
no fumadores”.
Es curioso cómo la humanidad no se dio cuenta de la sensación
de necesidad que iba ejerciendo el tabaco sobre ella, pero no le faltaron
oportunidades. Hubiera bastado con que se diera cuenta del síndrome
colectivo de abstinencia que experimentaba en períodos de carestía
económica, como las guerras; el tabaco de ningún modo
podía faltar. No importaba su calidad, ni los tipos
de tabaco bastaba con que fuera fumable.
Pero en los años 50 se dio la voz de alarma, cuando investigaciones
médicas dignas de todo crédito comenzaron a anunciar
la estrecha relación existente entre el tabaco y enfermedades,
como diversos tipos de cáncer (pulmón, garganta, vejiga),
infarto, bronquitis crónica y complicaciones en el embarazo.
Fue el inicio de una guerra entre la medicina y la industria tabacalera,
que iba a durar décadas y que aún continúa. Los
fabricantes de tabaco emprendieron al poco tiempo el contraataque.
Su principal arma fue el lanzamiento de los cigarrillos con filtro,
argumentando que eran mucho más suaves y retenían gran
cantidad de toxinas. Significativamente la palabra “suave”
estuvo a partir de entonces muy presente en las campañas publicitarias
de cigarrillos. En los Estados Unidos, sin embargo, poco importaba
ya que John Wayne anunciara “Camel”, Gary Cooper y Robert
Taylor declararan que preferían “Lucky Streeke”,
o que Rita Hayworth dejara bien en claro que para ella no había
ninguna marca como “Chesterfield”. Los médicos
eran insistentes: el tabaco, con filtro o sin él, era nocivo
para la salud. El tira y afloje continuó, con clara ventaja
para los fumadores, durante mucho tiempo. Ala gente no le parecía
importarle saber que los cigarrillos dañaban su cuerpo; al
fin de cuentas también lo hacían el café, el
alcohol, la polución… ya se sabe, era el viejo reproche:
“Todo lo que me gusta es inmoral, es ilegal o engorda”.
Por otra parte, la sociedad occidental comenzó a verse invadida
por drogas más evidentes, más dañinas y sobre
todo ilegales; y la atención sanitaria se desvió del
tabaco momentáneamente.
Pero sólo por un tiempo, porque en 1974 la Organización
Mundial de la Salud dio oficialmente al tabaco la categoría
de droga. A partir de entonces los antitabaquistas contaron con un
arma de primer orden contra las chimeneas humanas que contaminan sus
vidas.
Las zonas sin humo y los cartelitos de “Prohibido Fumar”
aumentaron por todas partes. Pero el tabaco también: si sacamos
un promedio del consumo global en un año, vemos que a cada
habitante del planeta le corresponde una medida de 1200 cigarrillos,
60 paquetes al año, fume o no fume. Así las cosas en
los 80 fue cuando comenzó la gran ofensiva. El ambiente era
propicio para ello: no sólo la totalidad de los estudios médicos
confirmaron la peligrosidad de los tipos de tabaco
y su altísimo grado de adicción, sino que la presente
década a estado caracterizada por el afán de vivir más
sanamente, la nutrición equilibrada y el culto al buen estado
físico. En síntesis una década light, con una
sociedad cada vez más light, en la que el humo tiene cada vez
menos cabida.
La actual campaña antitabaco se podría decir que comenzó
en los Estados Unidos y desde allí se extendió por el
resto del mundo occidental. Esto dio lugar a muchos fumadores empedernidos
a argumentar que todo se reduce a un caso de mimetismo yanqui, como
principal excusa para abandonar el vicio. No les falta razón,
a la hora de hablar de la influencia de los Estados Unidos, pero es
un hecho incuestionable que el tabaco daña y, además,
molesta.
La corriente antitabáquica sigue un curso imparable. Proliferan
en todos los países las leyes y decretos en los que como punto
primordial se establece que “siempre prevalecerá el derecho
a la salud de los no fumadores”, al que le siguen profusos artículos
en los que se fijan restricciones sobre la fabricación, venta
y consumo de tabaco en lugares públicos, así como capítulos
enteros dedicados a las infracciones y sus respectivas multas.
En la Argentina, por ejemplo, además de las nuevas normas que
pretenden establecer un equilibrio entre fumadores y no fumadores,
existe una ley, la 23. 344, que obliga a que en cada marquilla esté
impresa la indicación de que “El fumar es perjudicial
para la salud”. Sin embargo , la leyenda y el atado de cigarrillos
que la exhibe termina muchas veces ignorada por sus consumidores y
hecha un bollo en el medio de la calle, que dicho sea de paso, es
también un espacio de todos que no siempre se respeta como
debería. Aún así, y más allá de
las leyes del Estado, la población está tomando conciencia
de los daños que produce el tabaco. Para una gran mayoría
de jóvenes fumar ya no es un placer, sino una lenta pero efectiva
manera de acabar con sus vidas. Para ellos, “fumando espero
a la mujer que quiero” –parafraseando al tango que ubican
vagamente en el pasado- es una actitud poco menos que suicida.
Sin embargo, las ventas de cigarrillos todavía son más
que considerables. Sólo en Argentina se estima que hay 8 millones
de fumadores.
En 1988 en los Estados Unidos entró en vigor la prohibición
de fumar el los vuelos de cabotaje de menos de dos horas de duración,
ahora no se puede fumar en los vuelos de cabotaje duren lo que duren.
En Nueva York, está absolutamente prohibido fumar en las oficinas
de los edificios públicos. Algunas compañías,
incluso, facilitan a sus empleados los medios para dejar de fumar,
aumentan los salarios de los no fumadores o dan un plazo para dejar
el hábito; o de lo contrario a la calle. Frente a este panorama
la industria tabacalera está tratando de reconvertir aceleradamente
su actividad diversificándose, especialmente en el sector alimentario.
El fumar, además de un vicio o un placer, para muchos involucra
aspectos culturales. sociales y hasta emotivos. Si dejar de fumar
fuera tan fácil, sin duda que muchos ya lo habrían logrado.
Tal como están las cosas, fumar ya no sería un placer
fumar, sino más bien un pecado.
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