Srebrenica, Drvar
Carlos Taibo, Profesor de Ciencia Política
en la Universidad Autónoma de Madrid en El País, 4
de Noviembre de 1999
Bosnia, que durante años ha ocupado la atención de
nuestros medios de comunicación, se halla hoy inmersa en una ostentosa penumbra
informativa.
Hay quién, para explicarlo, se acogerá sin rebozo a la idea de que la normalidad se ha
ido instalando en el principal de los escenarios bélicos posyugoslavos. Para confirmarlo
se aducirá, por ejemplo, que la violencia política es hoy excepcional, que las barreras
fronterizas que separaban a las dos entidades configuradas en Dayton se han ido diluyendo
y que, mal que bien, la economía empieza a despegar. Así las cosas, se nos dirá, sólo
los más recalcitrantes pueden sostener que la situación de hoy es, pese al general
efecto negativo de la crisis de Kosovo, peor que la de cuatro años atrás.
Pero no puede olvidarse lo que queda en la trastienda. Aunque las fronteras internas se
han volatilizado, en las dos entidades -mejor sería decir tres, dada la condición de
taifa independiente que corresponde a la croatizada Herzegovina Occidental- gobiernan los
de siempre y no parece que los progresos sean sensibles en lo que atañe a la gestación
de instituciones comunes. Por si poco fuera, el país se encuentra sumido en la
incertidumbre de una privatización singularísima -producto de las no menos singulares
formas de propiedad vigentes en la Yugoslavia de otrora- y sometido al influjo de
poderosos grupos de presión a menudo vinculados con circuitos mafiosos que campan por sus
respetos.
Si reunimos lo aparentemente saludable y lo evidentemente reprobable estará servida una
conclusión: la ingeniería político-institucional tramada en Dayton se asentó en una
apuesta consistente y eficaz por la estabilidad -en el designio, para entendernos, de
evitar una nueva guerra- que nada tiene que ver, por desgracia, con la construcción de la
Democracia, y menos aún con la restauración de la convivencia multiétnica. Los más
optimistas replicarán que esa prosaica apuesta por la estabilidad no es sino una
contingencia provisional que el paso del tiempo arrinconará en provecho de fórmulas más
ambiciosas. Para desmentirlo, y para dinamitar algunos de los elementos centrales de
la propaganda al uso, bueno es que recordemos lo ocurrido hace bien poco en dos
localidades bosnias: Srebrenica y Drvar. Una y otra se convirtieron años atrás, al
amparo de los resultados en las elecciones municipales de septiembre de 1997, en los
ejemplos señeros de lo que tantas instancias internacionales parecían postular.
El diseño general al que ha respondido la organización de elecciones en Bosnia es
sencillo: se esperaba que las gentes hiciesen valer su voto en los lugares en los que
residían antes de la guerra, y no en aquellos en los que, en muchos casos, habían
encontrado refugio. Pero lo cierto es que lo que estaba llamado a ser la norma se
convirtió en la excepción, y lo que debía ser la excepción se tornó en regla general:
muchos bosnios optaron por hacer valer su voto en el lugar en el que físicamente
residían, con lo que, en los hechos, las limpiezas étnicas desplegadas durante
la guerra experimentaron un adicional impulso. A estas alturas no es preciso agregar, por
sabido, que la abrumadora mayoría de los refugiados generados por el conflicto no han
podido regresar a sus hogares (las casas medio reconstruidas que se aprecian por
doquier han sido reedificadas las más de las veces por sus ocupantes recientes, y no por
sus antiguos moradores).
Srebrenica y Drvar fueron las únicas excepciones significadas al modelo que
acabamos de enunciar. Si en la primera, situada en la República Serbia de
Bosnia, fueron formaciones bosniacas las que se impusieron en las elecciones municipales,
en la segunda, emplazada en la zona de mayoría croata de la Federación de
Bosnia-Herzagovina, fue una lista serbia la que obtuvo la mayoría. La explicación era
sencilla: los supervivientes bosniacos de Srebrenica, residentes ahora en Tuzla, en
Sarajevo o en otros lugares, optaron por hacer valer su voto en su lugar de origen, y otro
tanto ocurrió con los serbios desplazados de Drvar.
La noticia, halagüeña por tantos conceptos -olvidemos ahora que no fueron partidos de
corte cívico y supraétnico los que ganaron las elecciones en Srebrenica y Drvar-, dejó
abierto el camino al poco a un sinfín de problemas. Ante la oposición de las autoridades
locales, las cámaras municipales no pudieron constituirse, mientras los poderes de las
dos entidades decretaban los correspondientes bloqueos financieros. En Abril de 1998, la
Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) procedió a suspender la
asamblea municipal de Srebrenica e impuso un ejecutivo interino encabezado por un
representante internacional. Quién estaba llamado a ocupar la alcaldía en Drvar, un
ciudadano serbio, fue linchado por la población croata del lugar y, salvado en última
instancia, hubo de recalar en un hospital de Split. Más de un analista se sintió
obligado a acuñar un concepto, el de gobierno municipal en el exilio, que en
otro escenario habría provocado la sonrisa.
Hasta aquí, si se quiere, los avatares de una historia local azarosa y más o menos
incontrolable. La sorpresa llegó en Agosto pasado, cuando la OSCE dio carta de naturaleza
a la política de hechos consumados y se inclinó por renunciar a la constitución de las
cámaras municipales de Srebrenica y Drvar. Poco importa que la propia OSCE señalase, un
tanto sorprendentemente, que la medida no acarreaba ni suspensiones ni ceses ni
revocaciones. Tampoco tiene excesivo relieve que, en un marco de disputas sobre las
atribuciones respectivas del Alto Representante y de la OSCE, el primero, tras levantar la
decisión, pareciese reservarse para evitar males mayores en el futuro. Ni siquiera hay
que prestarle demasiada atención, en fin, a la destitución -cabe suponer que para
acallar protestas- de varios responsables croatas en el cantón de Drvar.
Lo que no puede escapársele al lector es que el programa defendido desde 1995 se
ha venido abajo. ¿Quién se atreverá en adelante a pedirle a los bosnios que voten en
dónde residían antes de la guerra? ¿Quién podrá sostener, sin pestañear, que se
están restaurando las bases de la convivencia multiétnica? ¿Quién se sorprenderá de
que sigan sacando pecho los responsables de salvajes operaciones de represión y
desplazamiento de poblaciones? Uno, tiene derecho a dudar, en fin, de que con
semejantes prácticas se está fortaleciendo esa estabilidad que tanto acarician nuestros
dirigentes. Mucho más sencillo es concluir que el camino que conduce a una partición de
hecho en un país atribulado sigue abierto y que las razones para el optimismo son más
bien livianas.
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