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Libros Y Librerías

_______________________________Rosa Carmen Angeles.

Odio comprar libros en Sanborns, Gigante o Aurrerá, donde muchos ojos llenos de desconfianza vigilan que nadie (yo) se vaya a robar nada. Me choca encontrarme en estas librerías de autoservicio volúmenes empapelados en celofán de los que, gracias al monstruoso egoísmo de sus editores, sólo se conoce el contenido del texto hasta el momento en que se están comprando.

Me gustan más las librerías que sólo venden libros, las que están abiertas al público y donde puedo regatear con el librero el precio de los volúmenes que ando buscando. Pero de todas ellas prefiero las de usado --todas las ciudades que se jactan de cultas tienen sus librerías de viejo hasta con ratones y toda la cosa-- que son un mar de interesantes, y en las que se puede uno pasar horas y horas contemplando con admiración y respeto volúmenes de sumo valor para bibliófilos empedernidos y en donde a los dueños se les olvida retiquetar con frecuencia y se pueden encontrar ejemplares que todavía cuestan sólo un nuevo peso. Por algo a Salvador Novo, gran cronista de la ciudad, se le ocurrió escribir En defensa de lo usado.

Librerías siempre ha habido muy pocas. Por otra parte, los libros de viejo a partir de este siglo empezaron a concentrarse sólo en La Lagunilla, que era el centro distribuidor del libro usado; ahora La Lagunilla ha bajado horriblemente.

No obstante, circula la leyenda de que en las librerías de viejo se pueden encontrar joyas bibliográficas de muchos qui-lates, dignas de guardarse en lujosos estuches: libros de gran valor por su antigüedad o rareza, o por ilustraciones hechas con gran laboriosidad por manos artísticas; libros que van desde incunables a títulos importantes como la Historia de México, de Clavijero, y que de ninguna manera pueden encontrarse en una librería de nuevo y mucho menos en Sanborns. Pero al ver lo vacías que suelen estar estas librerías, a veces me da la impresión como de que los intelectuales modernos se están quedando miopes y, por lo mismo, ni de broma les pica la curiosidad de entrar en una de estas librerías de viejo.

Cuando uno hojea y ojea un libro usado, descubre en él gus-tos insospechados referentes a la personalidad de quien fuera su anterior dueño; por ejemplo, a mí me tocó ver la biblioteca de un diputado que se las daba de muy patriota y al que todo mundo consideraba un asno que rebuznaba bajo cualquier pretexto. De este señor no se tenía ni la menor idea de que se tratase de una gente culta; pero al examinar sus libros me llevé una grata surprise: había libros en inglés, en francés, en español y hasta en catalán y gallego, y todos ellos estaban subrayados y algunos con anotaciones que eran reflexiones profundas y referencias a libros interesantísimos que el diputado sin duda había leído antes: en fin, se trataba de la biblioteca de una persona muy ilustrada, de la cual podía decirse que había empleado bien los dineros del pueblo, ¡Vaya!

En mis andanzas por Barcelona encontré maravillas mexicanas de nuestra época colonial referentes a nuestra historia, pero cuyo precio resultaba una leperada harto justificada; no entiendo aún as¡, cómo a la dueña --una mujer que tenía aspecto de chiste de Bob Hope-- no le dolía la boca a la hora de dar tan altísimos precios; a ella de ninguna manera se le olvidaba retiquetar.

Hay hombres que aman a los libros más que a su esposa; se acuestan abrazando un montón y almacenan muchísimos en el cuarto de baño. Asimismo, vender un libro en vida resulta para algunas personas un sentimiento dolorosísimo: casi lloran cuando tienen que deshacerse de algún ejemplar. Supe de un señor muy sentimental al que la pobreza lo obligó a malvender su biblioteca. Cuando lo hizo, lloró mucho. La subastó entre libreros de viejo un jueves en la tarde y para el domingo en la mañana el vacío de la ausencia era tan grande que fue a ver con cara de enfermo cómo sus libros estaban ya expuestos a la venta. Los libros eran su vida. Poco después, cuando mejoró su situación, fue a buscar a quienes se los habían comprado y comenzó a adquirir los mismos volúmenes que había vendido.

Podría decirse que las bibliotecas, las editoriales y las librerías son el cerebro de un país; y sin embargo, en nuestra patria existen muy pocas librerías. ¿Será eso un síntoma? Es una verdadera vergüenza llegar al interior del país y darnos cuenta de que casi no hay librerías. Las tiendas de libros son poquísimas, y raquíticas las de libros usados. Más que librerías son revisterías; por eso la gente que vive en provincia tiene que venir a la capital a reabastecerse.

De alguna manera las editoriales también son culpables de que en este país no existan muchas librerías de nuevo por dar trato preferencial a las grandotas como Gandhi, Sanborns, El Parnaso y olvidarse de las chiquitas. Por eso Gandhi puede hacer descuentos que de ninguna manera otras librerías han de ofrecer. Las editoriales deberían cambiar su política para que las librerías chiquitas no cierren... como ha estado sucediendo estos últimos años. El trato debe ser homogéneo, porque de otra manera se está propiciando que en México resurjan los monopolios.

Rosa Carmen Angeles

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