...esos días encontraba la mermelada 
embadurnada en los sillones, 
el agua del lavabo derramándose, 
juguetes diseminados en toda la sala 
y la recámara convertida en un 
auténtico pleito de perros



Mayra Y Su Hijito

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

"A la que dejó de ir a fiestas, hirvió biberones, cambió pañales y me quiso más que a nadie en el mundo..." cuando tenía yo pocos años de edad, así deberían de rezar las tarjetas de felicitación para el día de las madres, que parecen estar dirigidas a una misma persona. Y es que, quién sabe por qué, pero hasta a la mujer más reventada cuando se convierte en madre le da por caer en el lugar común.

Así pasó con Mayra, quien, después de ser la más rocanrolera (y la más rocanroleada) de todas mis amigas, desde el instante en que se convirtió en mamá, lanzó la toalla al piso (como si fuera boxeadora de los guantes de oro) por dedicarse sólo a su hijo: dejó de salir, dejó de bailar --que tanto le gustaba--, se olvidó de sus amigos hippies y se dedicó a llevar una vida de mamá cursi, toda melodramática: siempre con tal de ser la madre número uno de la República.

Sacrificándose en cuerpo y alma por su chiquillo, la bárbara de Mayra ha llegado a declarar que quiere a su pimpollo más que a nadie en el mundo; todo esto incluyendo a Toño, su marido.

Mayra adora a su hijo pequeño de mirada angelical y cara roja como de jitomate, pero de mente tramposa y manipuladora. Porque ese niño desde que nació le halló a su mamá perfectamente el modo: enseguida aprendió a hacer pucheros, a llorar como desequilibrado y, para casos extremos, fabricar escándalos, lanzarse al suelo y patalear. Pero lo peor del caso es que todo esto lo usa cuando llega la hora en que Mayra debe salir a trabajar y lo quiere dejar en manos de la abuela o en la guardería infantil. El chamaco sabe manipularla mejor que nadie. Nada más la ve parada en la puerta (dispuesta, claro, a salir) y le arma unos berrinches horrendos y no cesa hasta hacerla creer que es una madre desnaturalizada porque pretende abandonarlo.

Por culpa de todo ese escándalo, Mayra ha faltado al trabajo un día sí y otro también. Con eso de que soy una metiche, alguna vez se me ocurrió aconsejarle: "Mira, Mayra, tú sales a trabajar porque este niño necesita que lo mantengas; no se puede quedar sin comer y sin vestir, ya ves que Toño es un irresponsable con el dinero, así que déjalo que llore." Pero Mayra hasta ha llegado a pensar que yo estaba en contra de su berrinchudo hijo. Aquellos momentos con presagios de tragedia que armaba el pequeño la confundían. Todo así, hasta que ya mero la corrían del trabajo.

Y por andar yo de babosa, a Mayra, le dio por visitarme los fines de semana y aprovecharse de mi buena disposición para luego largarse tranquilamente y dejarme a su nene quien, gracioso y pizpireto, llegaba muy arregladito con su traje de domingo.

Al principio se me hacía una tarea fácil andar cuidando un chamaquito: acompañarlo al baño, darle el biberón, evitar que tocase lo intocable y obligarlo a dormir la siesta cuando se ponía insoportable. Hasta me sorprendí a mí misma contándole un cuento de osos. Llegué a sentir por ese niño una corriente interior de simpatía; pero cuando me di cuenta de que todo el día tenía que andar tras él, y que el sudor me recorría el cuerpo nada más de andarlo siguiendo --por pánico a que le fuese a pasa algo--, fue cuando empecé a sentir bien dura la faena. Todavía como una pesadilla me asalta el recuerdo de aquella mañana de terror en que al niño le dio por asomar medio cuerpo desde una de las ventanas del altísimo edificio donde vivo: aquella vez del susto hasta me dieron ganas de ir al baño.

Y aunque trataba de atenderlo y mimarlo, terminé hartándome porque generalmente esos días encontraba la mermelada embadurnada en los sillones, el agua del lavabo derramándose, juguetes diseminados en toda la sala y la recámara convertida en un auténtico pleito de perros. ¿Y quién era capaz de semejantes trifulcas y desarreglos?... ¡Pues el hijo de Mayra! Puede ser que no lo parezca, pero por ese niño nunca tuve antipatía alguna, aunque todos los demás se la tuviesen; lo que pasa es que me desesperaba que después de tanto trabajo y ajetreo que por él estaba viviendo, el niño comenzase a gritar muy fuerte: "¡Me quiero ir con mi mamá!" En esos momentos era cuando me daba cuenta que como madre sustituta estaba reprobada. Hasta llegué a pensar en decirle: "¿Te quieres ir con tu mamá? ¡Está bien¡ ¡Vete! ¡Eres libre! ¡No te detengo más!" Pero me sentía fatal al mirar el desconsuelo infantil en sus ojos. Y de tan desesperados, los dos terminábamos abrazados y llorando.

Como Mayra siempre decía que desde que le cuidaba al niño su vida había comenzado a ser mejor (y no lo dudo, porque la que empezó a tener una vida atribulada fui yo), hasta llegué a pensar que debía de haber un lugar especial en la gloria para mujeres como yo, que no tienen hijos, pero que se prestan de pilmamas.

El caso era que ese niño con carita de gato asustado estaba acabando con mis nervios. Y aunque si bien que todas esas travesuras ayudan a las criaturas a desarrollarse, viéndola bien no era mi obligación soportarlas.

Yo no hallaba cómo decirle a Mayra que ya no le quería cuidar a su hijo. Y cuando le consulté a mi madre qué debería hacer, ésta me regañó: "¡Pues para qué te comprometes!" Y me aconsejó hablar claro. Fue entonces cuando, confiando en que no hubiera nada en la entonación de mi voz que fuese capaz de herir a mi amiga, le tuve que advertir: "Próximamente tendré invitados y deseo estar tranquila y en paz, sin el escándalo de tu hijo". Y Mayra se puso tan furiosa que agarró a su niño y hasta la fecha no ha querido, siquiera, llamarme por teléfono. Creo que debí ser más diplomática.

Rosa Carmen Ángeles

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