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Los Días del Terremoto o las Noches de Turicatas*

_______________________________Rosa Carmen Angeles.

Mi mamá, desde que la conozco, había tenido, más o menos, buena ortografía, pero a partir de 1985 le ha dado por escribir Terremoto, Tragedia y Tina con te mayúscula. Tal vez sus deformaciones de estilo tengan que ver con que a ella, aquel 19 de septiembre, el terremoto la sorprendió enjabonada porque se estaba bañando. Mi madre cuenta que estaba planeando preparar hot cakes para el desayuno cuando, junto con el agua de la regadera, se le empezaron a caer en la cabeza los mosaicos del baño. Aunque resbalándose y con la cara lívida, mi progenitora logró salir de la tina para llevarse un susto aún mayor que el de la sacudida: el departamento que entonces habitábamos en el décimo piso del Edificio Allende en Tlatelolco, había quedado hecho un polvorón, como si un terrorista lo hubiera asaltado por sorpresa y sin pensarlo dos veces le hubiese detonado varios cartuchos de dinamita. A causa del terremoto, en mi familia todos estábamos deprimidísimos; todos menos Matilde, mi perra, quien por cualquier cosa mueve la cola, se ríe, y anda siempre de buen humor.

La ciudad olía a muerto, el aire estaba cargado de podredumbre y las lágrimas se saltaban y no eran de cocodrilo. Muy cerca del Edificio Nuevo León -aquel que se vino abajo en Tlatelolco por la negligencia de autoridades que sabían perfectamente que ese inmueble estaba en malas condiciones y nada hicieron por repararlo- todavía muy temprano en la mañana, después del cataclismo, una mujer con los ojos muy abiertos y la cara enloquecida hablaba y se lamentaba ante personas que pretendían hacerla entrar en razón: "Es que mi niña no puede estar allá abajo, la tengo que peinar para que se vaya a la escuela. Hoy es día de escuela y si no se apura vamos a llegar tarde." Sin comentarios.

A los amigos verdaderos les da por compartir con uno las desgracias: "No te pongas así, mira que hay cosas peores que un terremoto. Bueno, no hay cosas peores, pero igual confórmate", me daba ánimos mi amiga Chayo, quien, cuando se enteró de que a mi casa le había caído el rayo de la desventura, inmediatamente, junto con su hermana Mariquis y nuestra amiga Marina, llegó presurosa a consolarme; ellas y mi amigo Nicandro (quien llegó con un carro de mudanza y varios macheteros para las maniobras que se ofrecieron) se prestaron a apoyar la dura faena que significaba descargar un departamento al que constantemente le recorrían escalofríos por la espalda. "Oye, Rosa Carmen, ¿dónde quieres que guarde tu colección de cassettes de Rubén Blades?" Preguntaba Mariquis graciosa y pizpireta, mientras Marina en aquellos días ponía cara de borrego asustado y a cada rato comparaba las escenas de películas catastróficas con la realidad que todos estábamos viviendo.

En aquellos días con huella del terremoto, yo estuve a punto de graduarme de nómada gitana: como ya no tenía casa, me quedaba a dormir donde me sorprendía la noche o donde me agarraba el sueño. Y así como los primitivos cristianos se reunían en catacumbas, los damnificados de entonces nos congregábamos en albergues. Algunos albergues no eran del todo malos, pero había otros que estaban llenos de turicatas: a la hora en que yo cerraba los ojos y empezaba a caer en el primer sueño, varias turicatas borrachas brincaban hacia mi cara, se frotaban las patas, se batían en duelo y se lanzaban de cachetadas.

Mi padre, según él mismo ha declarado, siempre se ha sentido orgulloso de que sea yo una mujer de pensamientos altos y profundos y no de ideas cortas y vacilantes, y tal vez tenga razón, porque por andar yo muy metida haciendo la exégesis de los temblores nunca pude recordar el lugar exacto donde dejé mis tenis.

De toda la ayuda que los hombres y las naciones se acomidieron a prestar, hasta los albergues únicamente llegó ropa bastante estrafalaria: un disfraz de D'Artagnan, unos vestidos de lentejuelas, el sombrero de un pirata y unos tenis rotos mucho muy descoloridos. Ni modo. En una fabrica de automóviles que por un tiempo se improvisó como albergue para damnificados, yo me encontré con un hada (bueno, a una señora vestida de hada porque no le quedaba otra) que andaba muy apurada tendiendo una cama; ella me comentó que a su marido, quien estuvo muchos días usando un traje de Superman, ya lo querían hacer artista de la pantalla: según el hada, el gerente le había prometido a Superman que si aparecía en un comercial de tele contando todo el apoyo que la compañía le estaba brindando, además de un trabajo de barrendero en las oficinas del lugar el gerente le regalaría camisas y pantalones nuevos y todos a su medida. La verdad, ya no supe en qué quedaron.

No sé, la historia del terremoto en Tlatelolco debería ser el contenido de una pieza de rock, por aquello de las rocas; pero la verdad, a mí me suena como el lánguido lamento de un blues, por lo melancólico.

(*) Turicata: especie de zarapinta que generalmente se acopila. También es una palabra purépecha que designa a cualquier alimaña.

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