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“¿Dónde Estoy? No Quiero Perderme De Nada”

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Estaba a punto de dar inicio la ceremonia religiosa de la boda de mi vecina Josefina, cuando todos nos preguntamos –mentalmente unos, en voz alta otros-, ¿y dónde está el papá de la novia? En aquella ocasión, el sacerdote alegó que después de aquella boda tenía que acudir a una misa de difuntos de cuerpo presente y no quiso esperar ni un momento más. Así que empezaron a hacerse los preparativos para que la novia fuera entregada por el tío Humberto, ya que el papá de la muchacha no llegaba.

Habían pasado ya varios minutos desde que aquella adolescente apasionada había llegado ante le altar, cuando los concurrentes pudieron percatarse de que alguien irrumpía en la iglesia cantando a grito pelado una canción que hablaba de alcohol y mujerzuelas. Todos volvimos las caras y pudimos ver a un hombre alto, de cuerpo encorvado, rostro ancho y colorado y bigote bermejo que no era otro que el padre de Josefina, quien embrutecido por el alcohol, llegó a la capilla brindando. Después de varios “¡salud!” En plena iglesia, con tremendo vozarrón lanzó la pregunta: “Vamos a ver, ¿dónde está la novia? ¿Dónde está el novio? ¿Dónde estoy yo? ¡No quiero perderme de nada!”

Posteriormente, el hombre aquel que había llegado tarde alzó el vaso que llevaba en la mano izquierda y comenzó a lanzar un discurso. Dijo que si había llegado tarde a esa ceremonia era porque no le había quedado muy claro dónde quedaba la iglesia, pero que el amor que sentía por su hija lo había conducido hasta allí. Que si de amor se trataba, ésta era un arma de fuego y que, aunque el matrimonio es la más falaz y decepcionante de las ilusiones, para él aquel era un día gozoso y memorable, porque estaba muy contento de que Josefina estuviese a punto de fundar una familia, porque finalmente cada quien hacía lo que le parecía y actuaba como le venía en gana. Que aunque su Josefina era una chica guapa y decente, en los últimos años le había dado muchos sufrimientos y que el gordito que su hija había escogido como marido por fin gozaría, formalmente, de las pasiones, apetitos y deleites que hasta ese momento había gozado de manera subrepticia. Y que si Josefina, quien hasta ese instante llevaba una vida llena de libertad, ocio y holgura, era buena o mala, tal asunto resultaba algo discutible.

Se comenzaban a escuchar algunos débiles aplausos cuando una mujer de cara hosca y aspecto mal humorado se acercó hasta le padre de Josefina y le pidió que se callara y dejara de hacer tantas tonterías. Todo así, mientras que el hombre exigía que se le permitiera hablar, ya que desde su infancia había aprendido a manifestar sus pensamientos con sinceridad, a pensar por sí mismo y a defender sus ideales enérgicamente. Por fin alguien lo convenció de que se callara y terminó su discurso con otro brindis: “¡Salud!”

Al hombre se le encaminó por la alfombra roja hasta que llegó al sitio que le correspondía junto a la novia, pero antes de llegar se cayó tres veces.

Todo mundo se encontraba callado, viendo a la pobre novia que, en esos momentos, estaba tronándose los dedos y rechinando los dientes. Cuando el borracho aquel llegó al lado de su hija se tropezó y pisó la cola del vestido. Por fin, consciente del ridículo que hizo, se sentó.

Mientras el sacerdote oficiaba una misa de manera sencilla y directa, el padre de la novia empezó a tararear una canción de amor dolorido, aparte de que el cura tuvo, varias veces, que prohibirle al borracho que encendiera un cigarrillo.

Cuando se cantaba el Ave María, el borrachín bromeaba, se reía, no dejaba de ofrecer cigarros y, finalmente, dijo que para esos momento había sido más adecuado que tocaran el Himno Nacional. Llegó la parte en que los reunidos en aquella iglesia tuvieron que darse el saludo de la paz y el señor ese, al tender la mano para saludar a uno de los padrinos, cayó de hinojos, como quien se dispone a confesarse o a fregar el piso de rodillas. Aunque parientes, vecinos y amigos de aquel hombre impertinente tenían la cara llena de risa, ninguno se atrevió a soltarla decididamente. Nadie, excepto un niño pequeño, quien se carcajeaba, tosía y aplaudía muy divertido.

Después, a la salida, el padre de la novia, procediendo como los primitivos, empezó a vomitar con sinceras náuseas. Mientras los invitados comentaban que desde temprano lo habían visto entrar, con uno de sus compadres, a un bar denominado La hija de Cuauhtémoc, para festejar que su hija se casaba.

Rosa Carmen Ángeles

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