...



Los Robachicos Del Metro

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Para Tania Pilotzi.

Hubo una vez un día que comenzó particularmente trágico porque en cuanto mi madre llegó por mí al colegio, la profesora empezó a relatarle mis "hazañas", o sea, mis infracciones de conducta. Le contó, por ejemplo, que en una ocasión, haciendo alarde de mi macabra imaginación, aproveché‚ la circunstancia de que ella había tenido que ir urgentemente a la dirección del plantel y a mí se me había ocurrido organizar una guerra de gises, misma que arrojó el saldo de una niña con un cachete hinchado. Otra: que teniendo yo una extraña idea de lo que es caridad, había extraído del estante listas de evaluación y que a varias de mis compañeras que estaban catalogadas como ineficientes les había cambiado a 10 su calificación para convertirlas en totalmente aprobadas. Y para rematar terminó diciéndole que casi estuve a punto de perder las orejas gracias a que se me ocurrió asomarme por entre los estrechos barrotes de una ventana y cuando quise salir ya no pude porque me atoré, hasta que dos conserjes misericordiosos llegaron a aserruchar los barrotes (otro poco y me aserruchan las orejas) y a rescatarme de que me quedara allí para siempre.

Estoy segura de que a esa maestra yo le caía gorda porque además de exagerar el regaño, mientras le daba la queja a mi madre volteaba a verme y decía: "Mírela, y todavía se burla." Pero yo no me burlaba, estaba bien seria. Después de aquellas acusaciones, yo me sentí indignada, porque la maestra también le contó a mi mamá que, además del consabido regaño, me había metido varios reglazos en las manos. Y mi madre, en vez de enojarse y darme apoyo a m¡ que soy su hija, acabó agradeciéndole a la profesora el castigo, alegrándose el que se preocupase por mi suerte.

Aquel mismo día nos dirigimos al Metro Hidalgo por unos papeles que un profesor de apellido Manrique le entregaría a mi madre y mientras caminábamos hacia ese lugar ella todavía me iba regañando.

Aquel caluroso mediodía me abrasaba yo de sed y estuve a punto de sugerirle a mi mamá que me comprara un raspado, pero no lo pedí porque supuse que en su lugar recibiría un rosario de reproches ya que el día anterior, a la hora del desayuno, había hecho yo un gran berrinche: "Huevos con jamón, no quiero", le dije poniendo cara de fuchi, pero ella ordenó: "No te pararas de la mesa sino hasta que te comas los huevos. Por eso estás tan flaca y amarilla". Y como no hubo quien me obligara a comer, me pasé‚ las horas en la mesa mirando fijamente un tarro de mostaza, hasta que llegó el momento de la comida y me encontré‚ con que además de los huevos con jamón tenía que comerme un plato de sopa de verduras y un bistec guisado con cebollas. ¡La muerte! Si yo me quería parar, mi mamá mandaba: "No te vas hasta que te comas todo eso". Y así, me la pasé‚ sentada mirando el frasco de mostaza hasta que llegó la noche, con lo que además de los huevos con jamón, la sopa y el bistec estaban también completos los platos e la cena. Y todo por culpa del horrible desayuno; hubiese preferido un buen trago de veneno a los huevos con jamón. Nada más de ver tanta comida sentía una especie de indigestión. ¡Caramba! Tan fácil que habría sido que me hubiesen alimentado con dulces y leche. Finalmente me acosé‚ con el rostro compungido y sin cenar, sin comer y sin desayunar, mientras mi mamá se había quedado descolorida de coraje y rechinando los dientes. Por lo mismo, por haberme comportado melindrosa el día anterior, el raspado resultaba para mí inaccesible.

En cuanto encontramos al profesor Manrique, un hombre que se parecía muchísimo al Benito Juárez que venía dibujado en mi libro de texto, mi madre gentilmente le dio la mano para saludarlo y me soltó a mí. Quién sabe de dónde pero de repente sentí la mano peluda (sí, me pareció peluda) de alguien que me jalaba y que me llevaba corriendo y subiendo violentamente las escaleras.

Mi mamá todavía se encontraba saludando al profesor Manrique, cuando éste interrumpió para decirle desesperadamente: "Mire, fíjese, ya se llevan a su hija". Entonces mi mamá, al ver que yo no estaba a su lado, empezó a llorar y a lanzar de gritos hasta que se acercó un policía que, en cuanto se dio cuenta de lo ocurrido, se echó a correr tras nosotros. Aquel robachicos no me dio ni dulces, ni me hizo señas, ni me convenció de nada; solamente me tomó de la mano, me jaló y me hizo correr. Yo, por mi parte, empecé a lanzar una repetitiva serie de gritos: "¡Me roban! ¡Me roban! ¡Me roban!, etcétera. Igual que las actuales alarmas contra robo de los autos de estos tiempos.

El ladrón echaba los bofes de tan rápido que huía, mientras que yo volaba a su lado como si fuese un papalote. Era como si buscáramos quién sabe qué por todas partes. Al hombre que me llevaba jalando lo estaba esperando una muchacha, y ambos me iban a subir a un carro negro, igual que el carruaje negro de las películas de espantos.

Mi mamá dice que al robachicos del susto ni lo vio, pero yo sólo recuerdo que el tipo traía una cachucha verde, y la muchacha que lo acompañaba era muy delgada y con el pelo larguísimo y lacio. Una pareja patéticamente pintoresca, por no decir que grotesca (aunque son palabras que riman).

La pareja de robachicos, al ver que la policía se acercaba, decidió abandonarme y escapar. Y de repente me encontré‚ sola, confundida y todavía sin saber lo que me estaba pasando. Todo as¡ hasta que de pronto un policía estaba a mi lado.

Pobre mamá mía; cuando regresé a su lado, era la misma cara de la tristeza. En estos tiempos en que ya soy grande y todo se ha calmado por el paso de los años, le digo en tono de chanza que se parecía a La Llorona gritando: "¡Ay, mi hija! ¡Ay, mi hija!" Pero es que, pobre, aquel día estaba inconsolable.

Aunque ahora tengo un hermano, en ese entonces era hija única y en mi casa se armó el relajo: mi padre alzaba las manos y regañaba a mi mamá, mientras que ella con su expresión apenada se defendía: "La solté únicamente para darle la mano al maestro". Pero mi padre estaba hecho un mar de furia. Y ya cuando se había calmado, que llega mi abuela; y cuando le contaran lo sucedido también empezó a regañar: "Otro poco y a estas horas estaríamos lamentándonos y esta niña tal vez pidiendo limosna o viviendo las amarguras y la miseria del mundo". Todos culpaban a mi pobre madre, mientras que yo gimoteaba y me compadecía de mí misma.

Rosa Carmen Ángeles

Separator Bar





Regresar al IndiceSiguiente

Separator Bar