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Minerva, Joel, Luli y El Perro

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Cuando tenía 7 u 8 años, no recuerdo bien, allá en Tepic, muy cerca de la casa de mis abuelos, vivía un muchacho de ensoñadores ojos zarcos llamado Joel, en cuya boca revoloteaba un bigotillo suave, perteneciente, el muchacho, a una familia que se dedicaba a la venta de estambres. Siempre que podía estaba yo en su tienda, visitándolo. Él era muy gentil, muy galán; me compraba dulces de algodón y me regalaba barquitos de papel que él mismo componía o armaba. Y aunque para entonces yo no pensaba en tener novio, ni nada por el estilo (ni siquiera amante), recuerdo que me decía que cuando creciera se casaría conmigo. Nunca comenté nada, pero me sentía feliz (tal vez segura, muy segura) al escucharlo. Y ya en mi casa, la fantasía me dominaba por entero, contemplaba el cielo infinito y me imaginaba casada con él, teniendo hijos, viajando a Japón y recorriendo el resto del mundo sin preocupaciones de gastos. El amor me recorría el cuerpo.

Cerca de la casa de mis abuelos vivía, también, Minerva, una señorita de 18 años muy guapa, muy educada e inteligente. Lo malo de ella es que tenía un perro flaco al que le daba muy mala vida. Aquel perro –que se llamaba Perro; porque no tenía ni nombre-, llevaba más de dos años, creo, amarrado a un tubo y eso cada día era más notorio en su ladrido; el que más que ladrido parecía un doloroso gemido (esto lo cuento sin afán de molestar a la inocente criatura). El pobre animal sobrevivía en el mugriento y descuidado patio de la casa de Minerva, y aunque ella se las daba de muy limpia no era ni para darle una trapeada al patio; al menos así me parecía. A ese pobre perro Minerva lo alimentaba con calabazas amarillas por lo que siempre daba muestras de tener el hocico reseco. Estoy segura que la única que lo quería era yo: porque cada que podía le convidaba lo que sobraba de mi almuerzo o le preparaba una torta y se la llevaba. También, a veces, aprovechaba para jugar con él; pero nunca me atreví a desamarrarlo, pues esto significaría una reprimenda de parte de... quién sabe, por lo pronto de mi madre.

En aquellos tiempos los noviazgos eran largos y durante varios años Minerva y Joel fueron novios. Pero como los padres del muchacho no querían que su hijo se dedicara eternamente al negocio de los estambres, lo mandaron a México para que estudiara en el Colegio Militar. Mi desconsolada mirada me enteraba de cómo Minerva recibía cartas de Joel, quien durante sus vacaciones iba a verla: hablaban de que se casarían y de los nombres que les pondrían a sus hijos, en tanto que yo desfallecía de desolada y sin ilusiones. Un día en que Joel me regaló dulces y que yo, aprovechando la ocasión me había animado a enseñarle unos pasos de baile de la escuela, llegó de pronto Minerva y sin más le dio un beso. Eso fue suficiente para que durante muchos días no quisiera yo dirigirle la palabra. Lloré, lloré mucho; me sentía tan amargada que hasta pensé en la venganza: contarle a Joel que en la época de lluvia el perro de Minerva amanecía temblando de frío porque se pasaba a la intemperie, por lo que si al perro lo trataba así, al rato él se vería, también, durmiendo en el patio, amarrado con un mecate.

Cuando Joel por fin terminó sus estudios en el colegio Militar, también por fin le propuso a Minerva matrimonio; pero ella, al momento de pedírselo verbalmente, haciéndose la remolona, hizo una mueca desdeñosa y le dijo que no. Joel le rogó y le rogó muchísimo, y como Minerva no accediera, un día le advirtió que se casaría con la primera mujer que en esos momentos encontrara en su camino. Oí eso y que pego un brinco: estuve cerca de dos horas paseándome por su casa y haciendo la ronda; incluso me acerqué y le regalé a Joel un dibujo que acababa yo de hacer en la escuela. Pero todo fue inútil, a pesar de mis intentos, Joel nunca me propuso nada. Palabra de viento que tenía. Y entonces mi penas se agudizó y me sentí la mujer más infeliz del mundo.

Aunque Joel no se casó con la primera mujer que vio que era yo por supuesto; bueno era una niña, pero ya pensaba como mujer; incluso ya no me interesaban las muñecas, cumplió su amenaza, y un día le avisó a Minerva que estaba afuera de la iglesia a punto de desposarse, pero que si ella se lo pedía no se casaría. A lo que Minerva contestó con altivez fría que no. Estoy segura de que Minerva sintió como un golpe fuerte la noticia del matrimonio, pero aún así se hizo la que nada le dolió.

En aquella ocasión en casa de Minerva se coló un perro forastero muy salvaje, y el de Minerva, amarrado al tubo, lleno de pánico no supo qué hacer. Como se armó una brutal pelea entre ambos, todos los vecinos salieron a ver qué pasaba, menos Minerva, quien en esos momentos se encontraba aporreando el piano; ni cuenta se dio de que a su animal le había puesto una buena pela. Yo, asustada de ver a Perro lo acaricié con ternura, le limpié la sangre que le corría en el lomo.

Pasaron los años y Minerva quedó convertida en una solterona. Y un día en la tele escuchó que el señor Joel Aviña había desaparecido del hospital donde lo atendían. Ese señor era, ni más ni menos, que aquel que había sido una vez su novio. Minerva telefoneó a casa de la madre de Joel y la señora le contó que su hijo había tenido un accidente y que había quedado mal de la cabeza. Desapareció sin rastro que dejar. Tal vez un día...

Rosa Carmen Ángeles

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