La Tumba de 
Porfirio Díaz
En Paris



Algunos Muertos Y Panteones

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

El panteón de San Fernando, además de ser el más antiguo de esta ciudad de México es, a mi parecer, el más bonito. Con su imagen romántica de la vida y de la muerte, con sus personajes de apellidos distinguidos como los Riva Palacio y los Tolsá, con sus muchísimos militares: algunos con muertes infamantes y otros de muertes gloriosa, tanto del Partido Conservador como del Liberal, ahí todos revueltos para que se sigan peleando en el otro mundo, o tal vez, después de tantos años juntos, ya reconciliados viviendo en el más allá, todos muy alegres y unidos, muertos, pero de la risa y organizando un garden party, en el que proliferen los muffins y los brownies.

Todo mundo sabe dónde localizar a personajes ricos y poderosos, pero cuando los encumbrados se encuentran difuntos y así no valen ya gran cosa, la gente se olvida y nadie sabe ni dónde demonios quedó su calaca. Se debería escribir un Who is who lleno de planos y de números de criptas, que nos dé información sobre cada personaje residente en los panteones de nuestra ciudad.

El cementerio a manera de jardín como lo conocemos ahora, data del siglo XVIII, pero durante tiempos anteriores, a partir de la era cristiana, los entierros se efectuaron en las iglesias, lugares donde se admitía a todo mundo, menos a los suicidas; éstos eran cremados y sus cenizas lanzadas a campo abierto. El pensamiento liberal y las muertes por peste hicieron de los sepulcros algo completamente diferente. De esa diferencia surgen las fosas sencillas, las fosas comunes y los mausoleos de impactantes dimensiones como los del palacio de Aladino.

Indudablemente quienes saben muchísimo de muertos son los Gayosso. Todo comenzó en 1875, después de la muerte de la madre de Eusebio Gayosso, quien se encontró con el terriblísimo problema de hacer la caja mortuoria, conseguir la carroza, los caballos, vestir la casa (las casas antes se vestían de negro para las ocasiones luctuosas). Gayosso, al ver que los funerales de tan complicados resultaban casi imposibles, se puso a ayudar a sus amigos y a la gente que lo solicitaba en la tarea de enterrar a sus difuntos. Y fue a partir de la detección de esa necesidad de enterrar bien a los muertos cuando se inicia la familia Gayosso profesionalmente como empresa de pompas fúnebres. La primera funeraria Gayosso se encontró en Isabel la Católica y Cinco de Mayo. Posteriormente se trasladó a un edificio estilo neoclásico, en el terreno donde ahora se encuentra el Teatro Hidalgo, con una marquesina a llena de foquitos que prendían y apagaban anunciando a la funeraria. El primer político a quien los Gayosso enterraron fue Mariano Escobedo, en 1875, el gran luchador liberal que se puso en contra de la Intervención Francesa. La funeraria trasladó sus restos de Tacubaya a la Cámara de Diputados (misma a la que la agencia “vistió” para la ceremonia luctuosa). Durante el gobierno porfirista lo más chic era ser atendidos por Gayosso. Francisco I. Madero fue el primer presidente a quien los Gayosso se ocuparon cuando lo asesinaron en la cárcel de Lecumberri; y por cierto que el servicio nunca se pagó, se quedó a deber. A veces con grandes pompas, y otras entre silbidos de balas y proyectiles, a casi todos los presidentes y políticos que en este siglo han estado en candelero –con excepción de Ruiz Cortines y del general Carranza- cuando ya están fríos, hasta la médula, los ha atendido Gayosso. Por las infaustas circunstancias en las que ocurrió su muerte, fue Madero el presidente que menos gente tuvo a la hora del velorio. Fue en el funeral del presidente Cárdenas al que más acudieron las manifestaciones de duelo: la gente se arremolinó alrededor de las calles de Sullivan y Rosas Moreno sollozando o llorando a gritos, y trepó a las azoteas de edificios cercanos para ver desde un mejor ángulo el ataúd del general. Otro de los velorios más concurridos fue el de Javier Solís; en aquella ocasión, si se volteaba a la izquierda se podían distinguir las caras de conocidos actores; si se volteaba a la derecha los ojos de algunos políticos y, por los cuatro costados, cantidades extraordinarias de gente del pueblo, entre ellos algunos de cara ruda y primitiva quienes, aprovechando las circunstancias, se pusieron a vender kleenex, discos del cantante, fotografías de artista y tacos de canasta. Aquel día estaba la muchedumbre gritando y cantando y aplaudiendo, hasta que finalmente llegaron los mariachis a Gayosso y todo el pueblo estalló en una mágica función musical.

Me gusta mucho el Panteón Jardín, aunque encuentro en él cierto perfume flotando en el aire que me pone el pelo de punta. En este panteón, después de permanecer desde julio de 1959, fueron cambiados de lugar los restos de quien en alguna ocasión rechazara el nombramiento de Maestro de la Juventud porque, según sus propias declaraciones, quería conservar el derecho de beberse una botella de vino en sitio privado o público con la mujer que le gustase. O sea, me refiero a José Vasconcelos, quien fue exhumado en 1985. Los restos del gran educador, autor de Ulises Criollo, La Antorcha, La Tormenta, se encuentran ahora en un nicho de la catedral metropolitana.

Para llegar a la Rotonda de los Hombres Ilustres, localizada en la zona centro del Panteón de Dolores, hay que caminar un camino sinuoso. Ahí se encuentran enterrados los restos de los más extraños hombres ilustres que he conocido jamás: un poeta huertista, un señor cuyo gran mérito fue ser diplomático, el creador de una secretaría de Estado, el compositor Agustín Lara, dos aviadores que murieron en el intento de hacer vuelos sin escalas. ¡Caramba! Si a intentos vamos, yo también he intentado muchas veces diversas cosas en la vida y he fracasado. En fin.

En París, en el cementerio de Montparnasse, creo que todavía se encuentra una pequeña cripta en donde quedaron los restos de Porfirio Díaz, y a veces, ésta se llena de recaditos para don Porfis: “General Díaz, ¿algún día volveremos a tener un hombre como usted?” “Señor presidente, sus sucesores han sido grandes ladrones”. “¡Regresa Porfirio!”... Y así.

Rosa Carmen Ángeles

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