...te vi por última vez 
con un a escoba, 
barriendo el piso.



Una Imagen Muy Deteriorada.

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Hace algunos años, Arturo, en aquella escuela preparatoria diurna muy cara, con instalaciones de lujo y un espléndido gimnasio, en donde me ofrecían una plaza de profesora de literatura, te vi por última vez con un a escoba, barriendo el piso.

Realmente me sorprendió encontrar a uno de los chicos más guapos y presumidos del barrio desempeñándose como conserje de una escuela.

Tú, que siempre fuiste tan robusto, tan atlético, ahora te veías flaco de hambre, vistiendo un suéter roto y un pantalón desteñido y sucio. Y aunque no rebasabas los treinta y tres, a tu boca le faltaban dientes y tu cara se veía consumida, con arrugas en las mejillas y muy próxima ya a la vejez.

Pensé que algo muy grave debió haberte ocurrido porque, apenas unos años atrás, habías sido uno de los muchachos más atractivos, de los de mejor futuro en el barrio. Ahora parecías un edificio en ruinas o un payaso trágico. Tu aspecto físico estaba contando la triste historia de tu vida.

Yo también te veía guapísimo. Y si te sacaba la vuelta, era porque te tenía miedo: tu fama era de que estabas totalmente desposeído de humildad y de ser un calavera. Además, aunque no me hubieras dado miedo, tenías tantas admiradoras que de ninguna manera te hubieras fijado en mí.

Me acuerdo muy bien, Arturo, que la mayoría de los muchachos del barrio, junto a ti, tenían el desalentador aspecto de insignificantes renacuajos.

Casi te veo exhibiendo tu habitual sonrisa entre cínica y triunfante, glamoroso, con tus pantalones entallados, luciendo aquellas pompis que volvían locas a todas las que, como yo, éramos parte de tu club de fans. Siempre tuve la impresión de que cada día que pasaba tenías mejor aspecto que el día anterior.

Por Dios, Arturo, ¿qué te pasó? Yo estaba convencida de que triunfarías porque parecía que el fracaso no tenía sitio en tu vida. Cuando te encontré en aquella escuela –sin oficio ni beneficio, con una escoba en la mano, hecho una ruina-, sentí que un frío helado me recorría la espalda. Y no es que le quite méritos al trabajo de conserje, pero, caray, Arturo, cualquiera podía haber sido limpiapisos menos tú, porque eras presumidísimo. Supongo que alguna desgracia, que a mí no me atañe, te habrá abatido.

Aquel día no quería creer que fueras tú; no quise hablarte y temí que fueras a llamarme por mi nombre. Pero en cuanto me reconociste, exactamente eso fue lo que se te ocurrió hacer: lo pronunciaste con la rapidez de un rayo, con todas sus letras de modo que no se me ocurrió otra cosa que sonreír y decir, también el tuyo... sin el rayo, claro.

Echamos mano de las fórmulas que suelen emplearse en estos casos, pero me sentía invadida de una leve sensación de terror y, por lo mismo, estaba deseando alejarme de ti lo más pronto posible. Adoptabas timidez al hablar y me mirabas con inquietud, temiendo decir algo pueril o inapropiado. Era hora de clases y me acompañaste hasta la oficina del director.

Aquel día en la escuela, después de aquella entrevista, donde se me informó a cuántos grupos podía darles clase y a cómo pagaban la hora, me fui. Salí de la oficina y, al acercarme al vestíbulo, me di cuenta que tú te encontrabas parado en la puerta principal; sentí, entonces, que ya no me interesaba aquel empleo y, sobre todo, que en ese momento yo no quería salir por esa puerta; fue cuando me las arreglé para huir por la puerta trasera. Eso es todo, Arturo. ¿Qué historia tan terrible te marcó con ese aspecto de deterioro? ¿Qué fue exactamente lo que no te dejó crecer?

Rosa Carmen Ángeles

Separator Bar





Regresar al IndiceSiguiente

Separator Bar