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Pobres Suegras.

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

“Cuando se muera mis suegra,/que me entierren bocabajo/ por si se quiere salir/que se vaya más pa’bajo”.

Entre la nueva mitología que circula en Occidente está aquella que nos dice que suegra es ese monstruo de ojos ardientes que agobia, critica y sacrifica cuerpo, alma y tiempo en dedicarse a funciones que no le incumben; y quien, a pesar de poseer patas de cabra, no se sabe a ciencia cierta si se trata de una bestia o de una mujer.

Pero sería ingrato mostrar indiferencia ante las suegras bondadosas; es necesario hacer una apología de todas aquellas que tratan bien a las cónyuges de sus hijos; como doña Filo, la suegra que yo tuve en España y que conmigo fue la mar de buena... está bien, el mar de buena.

Doña Filo era una inmensa mujer de abultadas carnes y sonrosadas mejillas, que arreglaba su casa de muy buena gana y confeccionaba con sus propias manecitas apetitosos manjares y por eso nunca tuvo que comprar –como lo hacía yo- comida hecha; a pesar de ser una magnífica persona, todos los de su casa afirmaban que estaba loca y resultaba un personaje impresentable... tal vez porque para vestirse el vestido siempre le quedaba más largo de un lado que de otro, se le asomaba el fondo, el bolso que usaba parecía un costal del mercado y por sus cabellos apenas se pasaba el peine. Cuando la conocí me dio la impresión de ser una mujer bastante extravagante; pero al poco tiempo llegué a darme cuenta de que se trataba de un ser escandalosamente simplísimo.

Sin mostrar la menor compasión, todos en aquella casa la ignoraban o hacían comentarios irónicos sobre lo que ella decía o hacía; la acusaban de tonta, de que su conversación era imprecisa y les encantaba humillarla ante los demás. Un día en que se encontraba comentando no sé qué controversia, toda la familia se impacientó tanto que de pronto uno de los hijos le gritó: “Mamá, ya no hables necedades!” Sentí por doña Filo tal tristeza, que hasta hubo un momento en que tuve ganas de esconderme tras de una mampara.

La madre de mi exmarido se preocupaba tanto por él que, por lo mismo, creo que éste se volvió majadero con ella. Aunque nunca pensé que mi esposo llegaría a tratarme igual, el día que lo intentó, se le secó el bigote.

Mi suegra nunca jamás, mientras yo me encontrara cerca de ella, dejaba de ofrecerme una sopita; era esa clase de mujer que no se quedaba tranquila sino hasta que me acabara todo lo que guisaba. Aunque a veces –después de que ya me había comido siete paellas, varios platos de vieyras y tres platos de cocido gallego-, me iba levantando poco a poquito de la mesa, porque ya no sentía ganas de seguir con las empanadillas, ella se ofendía porque trotaba yo de escapármele.

A pesar de que la familia criticaba a doña Filo, le pedía favores, que iban desde que les remendase calcetines, les preparara una sopita o les reparase las llaves del fregadero. Ahí sí que no le veían como tonta y consideraban que estaba muy capacitada para hacer eso. Ella se acordaba de todos; no obstante, a su familia se les olvidasen ciertas fechas importantes, como, por ejemplo, su cumpleaños, o el Día de las Madres.

Por lo mismo, aunque las fábulas nos presenten a las suegras como seres terribles que tienen por costumbre danzar a media noche con el rey de las tinieblas y que, con semejantes bigototes, no pueden ser otra cosa más que la misma encarnación del mal, creo que es necesario que se les vaya haciendo justicia.

“Cuando se muera mis suegra,/que me entierren bocabajo/ por si se quiere salir/que se vaya más pa’bajo”.

Rosa Carmen Ángeles

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