por fin hizo su aparición 
un viejo avionzote que parecía 
haber pertenecido 
a un general de cinco estrellas: 
al general Patton.



Navegación Aérea

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Hace algunos días escuché acerca de la terrible desgracia que le acaeció a un avión que, por encontrarse en malas condiciones, se vino abajo; y esto me hacer recordar que todavía hay en el mundo algunas líneas aéreas a las que poco les importa la seguridad y el bienestar del pasajero. En este espacio, narraré, grosso modo, lo ocurrido en un vuelo de línea particular que nos conduciría a mi abuela, a mi madrina Chata y a mí, hacia el sur de mi querido México.

Como el vuelo salió con una hora de retraso todos los que nos encontrábamos en medio de la pista de despegue tratando de abordar, nos hallábamos atarantados por el sol que nos daba en la mera cabeza sentados en sillas destartaladas, hasta que por fin hizo su aparición un viejo avionzote que parecía haber pertenecido a un general de cinco estrellas: al general Patton.

Mi madrina Chata, quien además de mujer extravagante y escandalosa ha viajado tanto que su pasaporte ya está hecho pedazos (lo han sellado y vuelto a sellar tan reiteradamente, que la fotografía ya ni siquiera se parece a ella: tiene ahora unos bigotes que antes no tenía), nunca le ha puesto freno a su imaginación y aquella vez, tratando de calmar los ánimos, se puso a lanzar conjuros y a contar chistes que a muchos nos ponían los pelos de punta: “No sé cuántos años tendrá este aparato, pero las migajas de una comida que alguna vez ingirió Pancho Villa aún se dejan ver en el asiento”, comento, y casi nos vomitamos.

Ya en el aire, la azafata pasaba a cada rato con una bandeja con una botella y vasos, y con voz plañidera preguntaba: “¿Gusta refresco, cerveza o vino?”, y cuando uno contestaba que quería cerveza o refresco, ella decía: “no hay cerveza ni refresco, sólo vino”.

A pesar de que aquel vino que sabía a aguarrás estaba capacitado para disipar cualquier angustia, el avión aquel se mecía de tal manera que empecé a tener una sensación de vértigo, tanto que se me ocurrió preguntar al piloto si no le parecía que el aparato estaba algo inclinado hacia la cola. El piloto –un chaparrito rechoncho de bigote tieso que usaba peluquín- hizo una resignada señal de asentimiento y dijo: “entre nosotros existe un pasajero que ha cargado con piano, libros, macetas y dos caballos; y si no desembarcamos las macetas, este avión se irá a pique”.

De pronto la sobrecargo me aconsejó: “Si quiere ver un poco mejor el panorama, tire de la palanca que tiene a la derecha y su asiento se levantará un poco. “Alargué la mano y apreté un botón rojo. No sucedió nada. En vista de ello, pregunté: “¿Se refiere a esta palanca que tiene un botón rojo?” A lo que la azafata espantada gritó: “¡Por todos los diablos! ¡Quite la mano de ahí! ¡Ese es el mecanismo que proyecta hacia fuera el asiento en caso de emergencia!”

Todavía me acuerdo del aspecto que ofrecía mi abuela ocupando el asiento cercano a la ventanilla; con su máscara de oxigenó, su casco, su paracaídas- Mi abuela siempre ha sido de ese tipo de pasajeros que se quedan dormidos en cuanto suben a un avión. Duerme tan profundamente que, según mi madre, en algunos viajes la han metido junto con el equipaje sin que ella se de cuenta.

Aunque el viento era favorable, tuve el presentimiento de que poco a poco nos íbamos alejando de la patria; volviéndome hacia el piloto, pregunté: “¿Por dónde está Chiapas?” A lo que él contestó: “¿Chiapas? ¡Sólo dios sabe dónde está Chiapas!” Fue entonces cuando el piloto notó mi expresión de asombro, pero atuzándose los bigotes trató de darme confianza: “No se preocupe”, dijo, “en cuanto sintamos que empiezan a disparar contra nosotros es que nos estamos acercando al Salvador” (lugar que en aquel entonces estaba viviendo su revolución).

El vuelo fue verdaderamente angustiante, y nadie aparte del piloto supo lo cerca que el mundo de las letras estuvo de perder a una profesora de literatura guapa.

Mi madrina Chata decía entre burlas y veras que ha de haber sido la mano del Niño Fidencio la que nos ayudó a descender sin daño de aquellas grandes alturas, porque finalmente aquel avión hizo un aterrizaje sin grandes contratiempos, luego de rebotar violentamente seis veces.

Cuando descendimos de aquel aparato, a todos los pasajeros ya nos habían salido canas; a todos, menos a mi abuela quien, como se quedó dormida, no sospechó siquiera la terrible desgracia que estuvo a punto de sucedernos: bajó tan vigorosa, jovial y entusiasta como si fuese un ángel que acabara de llegar del cielo.

Rosa Carmen Ángeles

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