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DIVORCIOS

_______________________________Rosa Carmen Angeles.

No sé si esté yo en lo cierto, pero según mis propios cálculos un porcentaje amplio de la población que conforma mi circulo de amistades está divorciada, se ha divorciado alguna vez, está en vías de divorciarse, o, por lo menos, ganas no le faltan. Quién sabe a qué se deberá, pero el fantasma del divorcio recorre el mundo.

Después de que uno se divorcia, la vida jamás vuelve a ser la misma. Ya no hay, por ejemplo, quien te cargue los bultos a la salida del supermercado, ni quien a las once de la noche te despierte para recordarte que se te olvidó cenar porque te ganó el sueño y te quedaste dormida desde muy temprano; ni quien te ayude a poner una tachuela, o le eche agua a las macetas (snif). Pero tampoco hay quien te reclame porque llegaste tarde a la casa, o porque tus amigas ya fastidian de tanto que te buscan por teléfono, o porque tu comida es un asco y tú como cocinera te mueres de hambre. Para divorciarse, no es necesario que la pareja haya dejado de quererse: con estar aburrida es más que suficiente.

Una amiga mía que es psicóloga y quien, también, es divorciada, mientras estuvo casada con un hombre que se llamaba Hércules siempre andaba histérica y con cara de sepulturero. Hércules la hacía renegar mucho: se dedicaba a la pintura y siempre andaba a la quinta pregunta. Mi amiga lo mantenía.

-Pero lo malo no es que yo le de dinero --exclamaba la mujer procurando dominarse--, sino que todo el día me la pase trabajando, y cuando llegue a la casa, además de lavar los platos del desayuno, los de la comida y los de la cena, Hércules quiera encontrarme como narcótica lechuga y muy de humor para que yo acepte sus desplantes de artista incomprendido.

La relación entre Hércules y la psicóloga acabó en forma trágica: en una ocasión en la que mi amiga cargaba hasta la coronilla todas las leyendas sórdidas de sus pacientes, Hércules comenzó a quejarse de su destino y a contar una historia de perro apaleado que sacó a la psicóloga de sus cabales. La mujer, en ese momento tan fuera de sí, torció los puños a manera de sparring y entre cachetadas y arañazos, se sonó a Hércules.

A veces, el amor nos llega como una ráfaga; como un amigo que cuando saluda aprieta fuerte, y de tan fuerte nos quiebra todo.

A mí, antes, me gustaban los españoles de pelo en pecho y barba de candado; me gustaban tanto que me casé‚ con uno; por algo yo también soy hija de la Malinche. Según yo, me enamoré del hispano por esa su amable facilidad de maneras, por ese su don incomparable para lanzar requiebros: -"Maja, que si yo fuera Rober Rerfor (sic), me amabas"-; y porque me fascinaban los cocidos, los mazapanes y las castañuelas. Me acuerdo muy bien que antes de casarnos, el gallego se iba al restaurante El Correo Español, contrataba a una estudiantina (tuna) que tocaba en el lugar, y me llevaba serenata: "Abre pronto tu balcón,/ para que mi corazón/ entre por tu habitación/ con la Luna..." y otra que decía "...olé/ y olé,/ los ojos de la chilanga que yo amé..."...Todavía recuerdo que en el brindis nupcial le dije: "Porque vivamos juntos muchos años." A lo que él respondí: "Está bien: brindemos por la eternidad..." Y as, hasta la eternidad pensábamos que iba a ser, cuando a los tres meses ya me andaba reclamando que de comer yo hacía puras guarradas (porquerías), y que de desayunar a mí solamente se me ocurría servir Corn Flakes. Con el tiempo no nos quedó de otra y, también, nos divorciamos.

Casi siempre, en los primeros días de matrimonio, uno se pone muy contenta: Alicia en el País de las Maravillas con tanta felicidad; pero con el paso de los días, cuando las obligaciones y los nuevos roles a seguir se sienten como una despiadada loza muy pesada, es cuando la gente naturalmente responsable descubre que, en realidad, lo que más le gusta es ser irresponsable.

-El fracaso sentimental que he sufrido en esta ocasión con mi divorcio --me decía con dejo de tristeza un artista resentido-- es por haber confundido mi trabajo de poeta con mi trabajo de patriota: la vena artística me impulsaba a enamorarme, en tanto que el deber cívico y el evitar una infracción escandalosa de las leyes, al matrimonio; ahí es donde la regué. Ahora el artista vive en un faro junto al mar, rindiéndoles culto a las tortugas y a las gaviotas.

Antes, una mujer que abandonaba a un hombre por fastidio, porque ya no lo amaba, o simplemente porque los dramas conyugales resultaban verdaderamente insufribles, era muy criticada. Mi madre cuenta que una tía mía que vivía en Tepic y había casado con un hombre muy rico apodado El Buitre, cuando tomó la heroica decisión de terminar con las tormentas de pareja y abandonar la relación sentimental, además de perder una buena lana perdí el saludo de mucha gente: casi casi una apestada; ni sus padres querían dirigirle la palabra. "Me has dejado con la cara ardiendo", fue lo único que mi abuelo argumentó cuando supo que su hija haba llevado a cabo aquel designio tan "malvado". Mi tía, audaz mujer de inteligencia ardorosa, y de una sed infinita de aventuras, se recuperó rápidamente de la nefasta superstición que, a veces, resulta el divorcio. El Buitre parece que, más que de sus heridas de amor, murió de la rabieta que cogió al no poderse desquitar.

Yo conozco gente que cuando se divorcia llora, grita, se rasga las vestiduras y hasta pierde su natural alegría de ser mexicano. Cuando yo me separé‚ del hombre con el cual un día se me ocurrió casarme, mucha gente vaticinaba que mi vida quedara despostillada y mis rumbos resultarían tan confusos como los tortuosos pasillos de un laberinto. La verdad, no sé si yo estoy mal, o si en mi cabeza las cosas funcionan raras, pero desde que me divorcié, a la hora en la que Dios me amanece, siento que la vida es bella, que la cama es amplia, que puedo darme el lujo de decidir: "me levanto, no me levanto, sí, no, sí..."; y no sé por qué razones, pero me entran unas ganas inexplicables de gritar: "¡Viva México!".

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