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AMOR MIO, ¿TE ESTAS MURIENDO?

_______________________________Rosa Carmen Angeles.

El Domingo de Pascua regresaba de correr cuando me voy encontrando a Lucero (la que no canta por TV), mi vecina, toda apurada: "¿No sabes dónde habrá una farmacia abierta el día de hoy?" Me preguntó muy alarmada, "mi marido no se siente bien y tengo miedo que a estas horas me haya convertido en viuda", comentó con cara trágica. Pero me di cuenta de que estaba exagerando, porque el marido de Lucero tiene como deporte inventarse enfermedades y declarar que todo le duele. Yo ya lo he visto. Siempre que pasa por la farmacia no puede aguantar la tentación de entrar a comprar una caja de alkaseltzers, otra de aspirinas, un frasco grande de vaporub, jarabe para la tos, perlas de éter y una buena dotación de laxantes. Estoy segura que más que farmacia este hombre piensa que aquello es dulcería.

Pero si alguien tiene la culpa de que esa persona sea así es la misma Lucero; nada más ve que el marido está poniendo cara siniestra, y ya lo está apapachando y lista para escuchar su última enfermedad: "Me duelen las anginas, me están saliendo ronchas y además no puedo ir al baño", todo esto lo dice en tono de muerte. Lucero lo escucha horrorizada, lanza un !Dios bendito! y, por si las moscas, lo acuesta en un sofá que tiene tipo de ataúd.

La acompaño a la cocina a lavar un cerro de trastes tiesos que tiene allí quién sabe desde qué fecha, cuando de repente se escucha un "! aaaaay!", y con el sustote Lucero lanza un plato al piso, corre como si se tratase de un incendio y encuentra a su marido "moribundo" y con los brazos en cruz. "¿Qué te pasa, mi vidita?" Le pregunta con voz muy cariñosa, a lo que él responde: "Mi malestar se agrava, no puedo aliviarme", y pone cara de que se está muriendo; grita y vuelve a gritar para que no quede duda de que está enfermo. "¿Qué tendrá?" Se pregunta Lucero tronándose los dedos. Se pone a esponjar un cojín que acomoda bajo la cabeza de su esposo y posteriormente le sirve un té de limón al que agrega una pastilla de vitamina C; pero como al cuate ése le encanta dar la contra y le fascina el trago, él mismo se autorreceta: "¿No te parece que un tequilita me sentaría mejor?" Como Lucero ya conoce que ese hombre es de los que se pican cuando prueban alcohol, le dice que a lo mejor se pone peor, pero él hace mil alabanzas al tequila. Y por sí o por no, se lo toma.

Lucero hace hasta lo imposible por curar las enfermedades apócrifas de su marido, aunque todo mundo -incluyéndola a ella- sabe perfectamente que lo único que quiere es verla preocupada. Lucero tiene la culpa porque nada más escucha que se queja y corre inmediatamente hacia él: "Amor mío, ¿te estás muriendo?, ¿Te preparo un atolito?" No sé. Por qué, pero me da la impresión que este tipo en su infancia ha de haber sido un niño bien repugnante.

Para calmar los nervios, Lucero y yo nos disponemos a ver en el televisor -como cada año en Semana Santa- El Mártir del Calvario; cuando de repente volvemos a escuchar el eco de otro espasmo doloroso: "! Aaaaay!" Y dejamos de ver tele para correr hacia donde se encuentra el hombre que está a punto de estirar la pata, y Lucero, ya con la cara verdaderamente alterada, le pregunta: "¿Pues qué tienes?" Y él le contesta con actitud como de quien se está muriendo de parto. "Se me olvidaba que por la calle donde vive mi tía Ester va a haber una kermesse y van a vender cosas riquísimas. ¿No crees que me caería bien comerme un pambazo?" Y aunque Lucero, de coraje, casi gruñe, de todos modos, su instinto maternal reacciona positivamente, me pide que la acompañe y ahí vamos las dos por los pambazos.

En el camino a mí se me ocurre comentar, "no sé qué consigue este hombre con tanto grito". A lo que Lucero replica: "Consigue que yo misma y mi angustia tomemos parte de su juego demoniaco".

Regresamos; el marido de Lucero se come el pambazo y, cuando ya parecía estar todo tranquilo, se escucha otro "!aaaaay!" Que a mis oídos suena molestísimo, pero de cualquier manera Lucero corre a verlo mientras que él se queja: "Es que ahora me está doliendo la panza". No me sorprende, porque aparte de sus pambazos se ha comido también los que nos correspondían a Lucero y a mí.

Como he descubierto que este hombre se divierte fastidiando a todo mundo con sus enfermedades, me dan ganas de sugerirle a Lucero que lo lleve a algún hospital para que de una vez la autopsia diga cuál es la causa de todos sus males.

Mientras mi amiga está empezando a hartarse, me viene a la mente que algo he de tener yo de hipocondríaca porque sucede que cada vez que leo los síntomas de alguna enfermedad siento que los padezco: con la intención de comprobar mi sospecha, tomo uno de los libros de medicina que mi amiga tiene y empiezo a leer en voz alta las señales de diversos padecimientos. El esposo de mi amiga, tal como lo pensé, empieza enseguida a decir que eso mismo siente él: "!Sí, sí, qué acertado, así me siento yo! ¿Qué tengo?" Pregunta, y entonces yo le digo: "Cáncer. Tienes cáncer, cáncer en el páncreas." Captando la broma en el aire, el marido de mi amiga agrega: "¿Cáncer en el páncreas? No. Estoy seguro que si me doy unos estironcitos, me sentiré perfectamente", y se levanta de un salto, parece resucitado, mientras comenta con un aire bravucón mediante el cual se le nota que me está queriendo correr: "Se nos había olvidado a Lucero y a mí que tenemos que hacer una visita a mi prima Agueda". Punto final.

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