"Un viaje inolvidable  -  2da. Parte"
Autor: Nelson Dávila Barrantes
          Como suponíamos, la preocupación de la familia era evidente. Apenas detenido el viejo camión nos abordaron haciéndonos infinidad de preguntas, indagaban por el motivo de nuestro retrazo. Mi tía estaba acompañada de su hija Rosita y algunos sobrinos, se había formado un alboroto innecesario, todos levantaban la voz y querían hablar al mismo tiempo. Don Gastón les explicaba los inconvenientes de la travesía, la torrencial lluvia, el estado calamitoso de la carretera. Alejandro sonreía y nos dijo: “Seguro que omitirá la tremenda borrachera que se dio”. “Será sonso" le contestó Víctor. Yo miraba a todos. Se me habían acercado dos muchachos para preguntarme: “¿Tú eres nuestro primo? Nosotros somos Ramiro y Julio hijos de Vicente el hermano de mi tía Ofelia ¿ Dónde están tus maletas y el resto de tu equipaje?". “Ya las bajaron", les contesté, "son esas valijas y cajas que están en el suelo. Tengan mucho cuidado que hay algunos regalos que envía mi madre".
Mi tía nos abrazaba uno por uno. Al tocarme mi turno se quedó contemplándome un instante y exclamó: “¿También te dejaron venir? pensé que te quedarías. Con lo chocha que es Graciela, ¿ Pero que te va a pasar? ya verá que cuando  regresen se irán gordos y buenos mozos. Miren como vienen paliduchos y flacuchentos, les hará bien este clima, corretear por el campo, tomar buena leche ¿Ya conociste a tus primos?". "Si tía", le contesté, "¿Son ellos verdad?".
"¡Vamos que esperan! ¡ lleven todo a la casa!", les ordenó, "yo voy a la oficina de telégrafos a avisarle a su papá que ya llegaron. Estará preocupado como es lógico, tu madre no sabe nada, así que vayan avanzando que ya les doy alcance".
              Por el lado de nuestras compañeras de viaje, el silencio de las personas que acudieron a recibirlas contrastaba con la nuestra. Habían llegado demasiado tarde para encontrar con vida a su familiar. Todos vestían riguroso luto. Ambas arrancaron en un angustioso y lastimero llanto. Los abrazos no eran de alegría si no de pésame. Me acerqué a la mas joven y la jalé del vestido: “Lo siento señora", le dije, "la acompaño en su sentimiento y su pesar”. Igual hice con la de más edad. “Gracias jovencito", me contestaron, "es usted muy amable, ojalá nos acompañen en el velorio y los funerales”.  Mi hermano les prometió que así sería y les pidió la dirección. “Todos saben donde queda", le respondieron, "pregunten nomás por la familia Espelucín, acá todos nos conocemos. Es un pueblo chico. Pero gracias de nuevo. Ustedes son testigos que hicimos lo imposible por llegar a tiempo".  Agradecimos al chofer y enrumbamos a casa. Las miradas curiosas de los vecinos. Las preguntas a mi prima quien se encargaba de ponerlos al tanto de que éramos los hijos de su tío Alejandro de Cajamarca. Las presentaciones interrumpían a cada rato nuestra marcha.  “Ella es tu tía Margarita, estas  son tus primas, te presento a tu tía Juana, él es tu tío Tarcisio, y este es cual y el otro tal cual, etc, etc”.
          Nos sentíamos importantes. Era un pueblo tan chico que la llegada de unos forasteros llamaba la atención. Más al comprobar que casi la mitad de la población era nuestra familia. Al llegar a nuestro destino y disponernos a ingresar por el viejo portón, reparé en una persona mayor que estaba sentada en un sillón de mimbre, tenía en la mano una pequeña calabaza donde introducía un alambre para sacar una sustancia blanquecina y llevársela a la boca. Nos miró, noté sus azulados ojos y su larga y blanca barba, lo comparé con la imagen de un santito que mi madre tenía en su alcoba, lucía una mirada tierna y dulce que nunca olvidaré. "Es su tío José", nos dijo mi prima. Vestía un poncho largo que casi le tapaba los llanques. Sus desnudos pies estaban muy trajinados por las labores del campo. Nos sonrío dejando mostrar una dentadura verdusca por los efectos de la coca. A la vez nos extendió la mano con caballerosidad pero todos lo abrazamos. Lo sentí emocionado. Como que no esperaba ese saludo de nuestra parte.
Después me enteraría que nunca se casó. Amaba mucho a sus sobrinos. Acompañaba a su hermana Ofelia y la ayudaba en los quehaceres de la casa y las labores agrícolas. Para cualquier cosa lo llamaban “José anda a la chacra a traer la leche”, “José ya no hay leña. Tienes que cortar un poco”, “José ya no hay afrecho para los chanchos. Coge la mula y corre al molino a comprarla”. Todo el bendito día trabajaba. Se despertaba a las 5 de la mañana para regar y arrancar la mala hierba de la chacra y no paraba hasta las 6 de la tarde en que mi tía y su hija se despedían para ir a descansar.
Entonces se ubicaba en un rincón del patio y en la oscuridad se sentaba en su viejo sillón, prendía su cigarrillo “Inca”. De rato en rato empinaba un largo sorbo de cañazo y se ponía a escoger y desmembrar las hojas del alcaloide para comenzar el rito milenario del "chaccheo".
Permanecía así horas y horas. Muchas veces en nuestras escapadas de la casa por las noches con mis primos, veíamos la lumbre de su cigarrillo. Él, solo tosía como señal que nos había visto, pero nunca nos llamó la atención.
             El día de nuestra llegada, mi tía nos llevó de frente a la cocina. “Siéntense sobrinos", nos dijo, "Les prepararé algo de comer. Cenan, y si desean se retiran a descansar, sus camas están preparadas, deben de estar agotados". A mi hermano mayor le habían asignado un cuarto pequeño con cama de una plaza. En el contiguo, que era mas amplia, habían dos. “Acá dormirán ustedes", nos explicaba,"en este baúl guardarán su ropa”.
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