"Un viaje inolvidable"
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Plaza Armas de Llacanora
          Los tres la abrazamos y cubrimos de besos, gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Pero en señal de vencer su tristeza sacó desde lo mas profundo de su ser una dulce sonrisa y exclamó: “No me hagan caso, soy una loca. Que les va a pasar si ya son unos hombrecitos hechos y derechos. Ya, vayan a dormir, pongan el despertador, que Dios los bendiga y tengan buenas noches”. En la penumbra de mi habitación escuchaba el tic tac del reloj. Su compás  martillaba mi cerebro.  ¿Estarían despiertos mis hermanos? ¿mis padres podrían dormir sabiendo que sus hijos se marcharían dentro de unas horas? No pegué los ojos. Escuché el ruido de un motor que se acercaba, vi que en el cuarto de mis padres se había prendido la luz y la voz de mi padre retumbó en la casa: “Muchachos, ya llegó el camión, levántense inmediatamente, no hagan esperar a mi compadre”. Me sorprendí al ver que mis hermanos ya estaban vestidos. Sólo faltaba yo. Comencé a abrigarme pues el frío calaba los huesos.
Cuando salí ya subían las maletas, mi padre conversaba con su amigo y le hacía algunas preguntas, mis hermanos trepados en la caseta arreglaban el colchón, miré dentro de la cabina y noté dos siluetas femeninas que estaban cubiertas con sus pañolones. No pude divisar sus rostros, uno por que la prenda les cubría casi  toda la cabeza y por la oscuridad de esas horas.
             Mi madre me abrazó. Sentí el contacto cálido de su cuerpo “Me preocupas más tú como el menor de todos", me dijo, "¿verdad que te comportarás bien? Hazlo por mí, hijito ¿me lo prometes?"
"Si mamita", le respondí, "te lo prometo, nada me pasará ya lo verás, quédate tranquila, ¿O deseas que me quede? Si quieres lo hago para que no estés preocupada".
Se quedó callada, luego exclamó: “No hijo, tienes todo el derecho de ir con tus hermanos, nada te pasará, la virgen los protegerá con su manto bendito".
Recuerdo a mis padres, ambos agitando las manos, dándonos el adiós mientras el vehículo avanzaba lentamente. Sentí una mezcla de tristeza y felicidad. Miré la ventana de doña Lucha, una vecina chismosa que husmeaba todos los movimientos del barrio, con el dedo índice levantado hice un gesto para que me viera y me recosté en el colchón mirando el cielo. Que hermoso me pareció. Nunca había reparado en la cantidad de estrellas que brillaban y tintineaban en él. Una estrella fugaz pasó raudamente dejando un halo luminoso y uno de mis hermanos nos dijo que pidiéramos un deseo. En realidad yo pedí dos. Uno que la tristeza se aleje de mi madre y la otra que me vaya bien en esta aventura que empezaba a vivir.
                Lentamente íbamos dejando la ciudad. Ya estábamos por el cementerio. Nos persignamos en señal de respeto. El viejo camión no daba más. Sentíamos su tosco vaivén por la mala situación del terreno. Los faros iluminaban el oscuro camino. De pronto vi unas pequeñas lucecitas que brillaban delante, en medio de la carretera, pregunté intrigado a mis hermanos si también las veían. Cuando la luz potente del carro iluminó esa parte del terreno comprobamos que eran el reflejo de  los ojos de una familia de zorros, dos adultos y un cachorro. Uno de ellos llevaba una gallina en el hocico. Huyeron perdiéndose entre los arbustos. Pensé en la gallina, en su triste final. Pero así era la naturaleza donde predominaba la ley del más fuerte, el apetito voraz de los depredadores.
                 Mi hermano mayor llevaba su inseparable guitarra.Templaba sus cuerdas de acero mientras tarareaba una canción que seguro entonaría dentro de un momento. Así fue. Se trataba de un bolero muy triste cuya letra decía: “Muy buenas noches señorita luna, hoy he venido a conversar yo con usted, a preguntarle si es cierto que ha visto, en brazos de otro, anteayer a mi querer. Si usted me dice que si, que todo es verdad, pues yo más nunca podré querer; si usted me dice que no, que todo es falsedad, con miles de besos la cubriré”. Nunca había escuchado esa canción. Me pareció bonita. Y  hasta ahora la recuerdo. Siguió cantando con una melancolía infinita y noté que sus ojos estaban húmedos. No había duda, estaba enamorado. Sufría seguro por la separación, pero dentro de algunas horas se reencontrarían, se amarían. Juntos vivirían intensamente esos días.
                    Desde la altura de la caseta divisábamos el tedioso camino. Vimos a lo lejos las luces de los faroles de la plaza de un pueblo. Se trataba seguro, de Llacanora, el lugar  más cercano. Así fue. El pesado camión hizo su ingreso por la calle principal casi a las 6 am. Ya había clareado. Las campesinas sentadas alrededor ofrecían sus productos: canastas de oloroso pan recién horneado, inmensas chirimoyas, alfajores rellenos con miel, gigantescos pacaes, quesos frescos envueltos en hojas de achira y otros manjares. El vehículo se estacionó a un costado, cerca de la glorieta. Que alivio. Bajaríamos a estirar las piernas y a tomar desayuno. Me encontraba mareado. No tenía apetito. Pero a muchas exigencias de mis hermanos tuve que hacerlo. Don Gastón nos preguntó si viajábamos cómodos. Le mentimos que sí. En realidad la postura del viaje era agobiante, pero el espíritu de la aventura nos animaba a soportar cualquier esfuerzo. Nos sentamos en una mesa de un pequeño local. Recién pude observar los rostros de las damas que nos acompañaban, se trataba de una mujer de aproximadamente 35 años, su madre bordeaba las 60, se acomodaron en otra mesa junto con el chofer y secreteaban dirigiendo sus miradas hacia nosotros. Nosotros les hicimos una reverencia. Ellas contestaron el saludo.  ¿Quienes serían? ¿Qué motivo las llevaría en esa dirección? Probablemente con el transcurrir de las horas encontraríamos la respuesta.
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