"Un viaje inolvidable"
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             Un soñoliento jovenzuelo que hacía de mozo se acercó y preguntó que comeríamos. El plato fuerte era el caldo de gallina y de cabeza de carnero, también había el chupe verde con quesillo, huevo y chicharrones. Pedí esto ultimo. Me gustaba mucho. Serviría además para recuperarme del cansancio y el malestar. Terminamos de ingerir nuestros alimentos y salimos a pasear, compramos algunas chirimoyas y  riquísimos alfajores para el camino. Un viejo y gordo policía con los ojos enrojecidos por el alcohol estaba en la puerta de un local que por el escudo seguro que era el puesto de la guardia civil. Reprendía a un borrachín -sabe Dios por que motivo-, nos percatamos que don Gastón nos hacía señas que deberíamos continuar con la travesía.
                Cuando nos encontrábamos fuera del pueblo los rayos solares caían implacables sobre nosotros. Mi hermano mayor nos indicó que nos cubriéramos con la gruesa carpa para evitar una insolación, pero la cosa empeoró ya que no la soportamos ni media hora. “Entonces colóquense sus sombreros ordenó. En la galonera hay agua, échense en la cabeza” Así lo hicimos, cada cierto tiempo. Pero la mañana estaba preciosa y el estar encima del vehículo, al aire libre, ventilaba nuestros rostros agradablemente. Pasó como hora y media. Yo recorría con la mirada los cerros plagados de cactus, parecían  gigantescos humanoides con los brazos abiertos. Alejandro nos explicaba que de estas plantas sacaban la lana de "sango", las abrían con un cuchillo para vaciar su contenido, luego la secaban y vareaban para que caigan las pequeñas espinas, lo metían en costales para bajar al pueblo a venderla a los fabricantes de colchones.
                 El camino era terroso. Delante nuestro iba una camioneta particular levantando mucho polvo el cual ingresaba por nuestras bocas y fosas nasales. Miraba a mis hermanos que tenían las cejas y pestañas blancas, me reía con ganas al ver su estado, pero ellos también lo hacían al mirarme. Golpeamos el techo de la cabina del chofer para indicarle que trate de pasar al otro vehículo, pero el camino era estrecho y lleno de precipicios, por lo que el otro conductor al escuchar el insistente claxon se pegó al cerro para darnos pase, miré las llantas del lado derecho que estaban mordiendo el abismo, tuvimos que acomodarnos en el lado opuesto para equilibrar el peso,  pero más fue por miedo. Ya habíamos pasado por otro pequeño poblado. Mi hermano nos dijo que se llamaba Namora donde elaboraban las famosas guitarras para el carnaval. De pronto el cielo se oscureció. Las nubes se pusieron grises. Esto era señal de aguacero, gruesas gotas  anunciaron que lo que se venía era una lluvia torrencial y así sucedió. No se podía divisar nada, ni a un metro delante de la carretera. Los rayos caían cerca. Estábamos cubiertos con la carpa pero no se por donde se filtraba el líquido mojándonos la ropa. La temperatura había bajado y el chocar de nuestros dientes parecía el sonido de castañuelas. “Hay que juntar nuestros cuerpos para darnos calor",  indicó uno de mis hermanos, "de lo contrario nos congelaremos” . Como yo era el menor me colocaron al centro y cogí de las manos a mi hermano Víctor. Noté que las tenía heladas y moradas al igual que sus labios.
Cuando el vehículo paró, nos extrañamos, lo hizo al frente de una vieja casa. Seguro que Gastón pediría posada para todos nosotros hasta que calme la tempestad, luego de unos minutos nos llamó para que bajemos.
                    Miré al dueño de casa. No pasaba de unos 40 años. Estaba cubierto con un poncho y el sombrero lo tenía puesto a la pedrada. Un lado de su cara lucía inflada como un globo, era por el bolo de coca que masticaba. Había aceptado brindarnos un ambiente de su casa hasta que pase la tormenta, “Acomódense en el pajar, allí se abrigarán", indicó. Ingresamos por el marco de un portón sin hojas y notamos que ese cuarto era un depósito de cebada. Los costales estaban apilados uno sobre otros, a un costado estaba acumulada la paja, seguramente la habían trillado hace poco, todos nos recostamos y don Gastón nos alcanzó un poncho para cubrirnos. “Esto es todo lo que puedo ofrecerles muchachos", nos dijo, "de algo les servirá, pero al menos acá estamos bajo techo y protegidos”. No se que tiempo pasó. Parecía un diluvio. Escuchábamos el retumbar de los truenos a lo lejos y el sonido insistente de la lluvia en el techo de la casa. “Traten de dormir un poco. Descansen que esto tiene para rato” nos manifestó el chofer. Las dos mujeres estaban en un rincón cubiertas con sus mantos. Don Gastón desapareció por la puerta, salió a buscar al dueño de casa, seguramente para entrarle a la "cochamba" y al aguardiente. Mi hermano nos preguntaba que como estábamos, “Con esto no contábamos, estamos salados, la tía nos esperará por gusto, no llegaremos a la hora prevista”. Me quedé profundamente dormido. Desperté sobresaltado. Había soñado con unos pájaros negros. Parecían gallinazos que  picoteaban el cuerpo hinchado de un asno muerto que se encontraba a orillas del seco río. Miré a uno de los pajarracos y noté que había extraído un ojo del animal, cogí una piedra y se la lance, pero él regresaba inmediatamente, tercamente a desgarrar al animal.
Sentí alivio al comprobar que solo era un sueño. Teníamos hambre. Abrimos nuestras bolsas y sacamos las chirimoyas y alfajores. Quedamos satisfechos. Don Gastón no regresaba. La lluvia ya había pasado, pero calculando la hora supusimos que serían las 5 ó 6 p.m. Había empezado a oscurecer.  ¿Tanto tiempo había transcurrido? Fue entonces que recién pudimos escuchar la voz de una de las mujeres, “Jovencito", le dijo a mi hermano, "¿por qué no va a pasarle la voz a Gastón, dígale que estamos apuradas en llegar. Tenemos urgencia, mi abuelita está grave. Queremos verla con vida todavía”
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