En el fondo, la conquista no sólo es el origen, es también el
fin supremo de todos los Estados grandes o pequeños, poderosos o débiles,
despóticos o liberales, monárquicos o aristocráticos, democráticos y socialistas
también, suponiendo que el ideal de los socialistas alemanes, el de un gran
Estado comunista, se realice alguna vez.
Que ella fue el punto de partida de todos los Estados,
antiguos y modernos, no podrá ser puesto en duda por nadie, puesto que cada
página de la historia universal lo prueba suficientemente. Nadie negará tampoco
que los grandes Estados actuales tienen por objeto, más o menos confesado, la
conquista. Pero los Estados medianos y sobre todo los pequeños, se dirá, no
piensan más que en defenderse y sería ridículo por su parte soñar en la
conquista.
Todo lo ridículo que se quiera, pero sin embargo es su sueño,
como el sueño del más pequeño campesino propietario es redondear sus tierras en
detrimento del vecino; redondearse, crecer, conquistar a cualquier precio y
siempre, es una tendencia fatalmente inherente a todo Estado, cualquiera que
sea su extensión, su debilidad o su fuerza, porque es una necesidad de su
naturaleza. ¿Qué es el Estado si no es la organización del poder? Pero está en
la naturaleza de todo poder la imposibilidad de soportar un superior o un
igual, pues el poder no tiene otro objeto que la dominación, y la dominación no
es real más que cuando le está sometido todo lo que la obstaculiza; ningún
poder tolera otro más que cuando está obligado a ello, es decir, cuando se
siente impotente para destruirlo o derribarlo. El solo hecho de un poder igual
es una negación de su principio y una amenaza perpetua contra su existencia;
porque es una manifestación y una prueba de su impotencia. Por consiguiente,
entre todos los Estados que existen uno junto al otro, la guerra es permanente
y su paz no es más que una tregua.
Está en la naturaleza del Estado el presentarse tanto con
relación a sí mismo como frente a sus súbditos, como el objeto absoluto. Servir
a su prosperidad, a su grandeza, a su poder, esa es la virtud suprema del
patriotismo. El Estado no reconoce otra, todo lo que le sirve es bueno, todo lo
que es contrario a sus intereses es declarado criminal; tal es la moral de los
Estados.
Es por eso que la moral política ha sido en todo tiempo, no
sólo extraña, sino absolutamente contraria a la moral humana. Esa contradicción
es una consecuencia inevitable de su principio: no siendo el Estado más que una
parte, se coloca y se impone como el todo; ignora el derecho de todo lo que, no
siendo él mismo, se encuentra fuera de él, y cuando puede, sin peligro, lo
viola. El Estado es la negación de la humanidad.
¿Hay un derecho humano y una moral humana absolutos? En el
tiempo que corre y viendo todo lo que pasa y se hace en Europa hoy , está uno
forzado a plantearse esta cuestión. Primeramente; ¿existe lo absoluto, y no es
todo relativo en este mundo? Respecto de la moral y del derecho: lo que se
llamaba ayer derecho ya no lo es hoy, y lo que parece moral en China puede no
ser considerado tal en Europa. Desde este punto de vista cada país, cada época
no deberían ser juzgados más que desde el punto de vista de las opiniones
contemporáneas y locales, y entonces no habría ni derecho humano universal ni moral
humana absoluta.
De este modo, después de haber soñado lo uno y lo otro,
después de haber sido metafísicos o cristianos, vueltos hoy positivistas,
deberíamos renunciar a ese sueño magnífico para volver a caer en las
estrecheces morales de la antigüedad, que ignoran el nombre mismo de la
humanidad, hasta el punto de que todos los dioses no fueron más que dioses
exclusivamente nacionales y accesibles sólo a los cultos privilegiados.
Pero hoy que el cielo se ha vuelto un desierto y que todos
los dioses, incluso naturalmente, el Jehová de los judíos, se hallan
destronados, hoy sería eso poco todavía: volveríamos a caer en el materialismo
craso y brutal de Bismarck, de Thiers y de Federico II, de acuerdo a los cuales
dios está siempre de parte de los grandes batallones, como dijo
excelentemente este último; el único objeto digno de culto, el principio de
toda moral, de todo derecho, sería la fuerza; esa es la verdadera religión del
Estado.
¡Y bien, no! Por ateos que seamos y precisamente porque somos
ateos, reconocemos una moral humana y un derecho humano absolutos. Sólo que se
trata de entenderse sobre la significación de esa palabra absoluto. Lo
absoluto universal, que abarca la totalidad infinita de los mundos y de los
seres, no lo concebimos, porque no sólo somos incapaces de percibirlo con
nuestros sentidos, sino que no podemos siquiera imaginarlo. Toda tentativa de
este género nos volvería a llevar al vacío, tan amado de los metafísicos, de la
abstracción absoluta.
Lo absoluto de que nosotros hablamos es un absoluto muy
relativo y en particular relativo exclusivamente para la especie humana. Esta
última está lejos de ser eterna; nacida sobre la tierra, morirá en ella, quizás
antes que ella, dejando el puesto, según el sistema de Darwin, a una especie
más poderosa, más completa, más perfecta. Pero en tanto que existe, tiene un
principio que le es inherente y que hace que sea precisamente lo que es: es ese
principio el que constituye, en relación a ella, lo absoluto. Veamos cuál es
ese principio.
De todos los seres vivos sobre esta tierra, el hombre es a la
vez el más social y el mas individualista. Es sin contradicción
también el mas inteligente. Hay tal vez animales que son más sociales
que él, por ejemplo las abejas, las hormigas; pero al contrario, son tan poco
individualistas que los individuos que pertenecen a esas especies están
absolutamente absorbidos por ellas y como aniquilados en su sociedad: son todo
para la colectividad, nada o casi nada par sí mismos. Parece que existe una ley
natural, conforme a la cual cuanto más elevada es una especie de animales en la
escala de los seres, por su organización más completa, tanto más latitud,
libertad e individualidad deja a cada uno. Los animales feroces, que ocupan
incontestablemente el rango más elevado, son individualistas en un grado
supremo.
El hombre, animal feroz por excelencia, es el más
individualista de todos. Pero al mismo tiempo –y este es uno de sus rasgos
distintivos- es eminente, instintiva y fatalmente socialista. Esto es de tal
modo verdadero que su inteligencia misma, que lo hace tan superior a todos los
seres vivos y que lo constituye en cierto modo en el amo de todos, no puede
desarrollarse y llegar a la conciencia de sí mismo más que en sociedad y por el
concurso de la colectividad eterna.
Y en efecto, sabemos bien que es imposible pensar sin
palabras: al margen o antes de la palabra pudo muy bien haber representaciones
o imágenes de las cosas, pero no hubo pensamientos. El pensamiento vive y se
desarrolla solamente con la palabra. Pensar es, pues, hablar mentalmente
consigo mismo. Pero toda conversación supone al menos dos personas, la una sois
vosotros, ¿quién es la otra? Es todo el mundo humano que conocéis.
El hombre, en tanto que individuo animal, como los animales
de todas las otras especies, desde el principio y desde que comienza a
respirar, tiene el sentimiento inmediato de su existencia individual; pero no
adquiere la conciencia reflexiva de si, conciencia que constituye propiamente
su personalidad, más que por medio de la inteligencia, y por consiguiente sólo
en la sociedad. Vuestra personalidad más íntima, la conciencia que tenéis de
vosotros mismos en vuestro fuero interno, no es en cierto modo más que el
reflejo de vuestra propia imagen, repercutida y enviada de nuevo como por otros
tantos espejos por la conciencia tanto colectiva como individual de todos los
seres humanos que componen vuestro mundo social. Cada hombre que conocéis y con
el cual os halláis en relaciones, sean directas sean indirectas, determina más
o menos vuestro ser más íntimo, contribuye a haceros lo que sois, a constituir
vuestra personalidad. Por consiguiente, si estáis rodeados de esclavos, aunque
seáis su amo, no dejáis de ser un esclavo, pues la conciencia de los esclavos
no puede enviaros sino vuestra imagen envilecida. La imbecilidad de todos os
imbeciliza, mientras que la inteligencia de todos os ilumina, os eleva; los
vicios de vuestro medio social son vuestros vicios y no podríais ser hombres
realmente libres sin estar rodeados de hombres igualmente libres, pues la
existencia de un solo esclavo basta para aminorar vuestra libertad. En la
inmortal declaración de los derechos del hombre, hecha por la Convención
nacional, encontramos expresada claramente esa verdad sublime, que la
esclavitud de un solo ser humano es la esclavitud de todos.
Contienen toda la moral humana, precisamente lo que hemos
llamado la moral absoluta, absoluta sin duda en relación sólo a la
humanidad, no en relación al resto de los seres, no menos aún en relación a la
totalidad infinita de los mundos, que nos es eternamente desconocida. La
encontramos en germen más o menos en todos los sistemas de moral que se han
producido en la historia y de los cuales fue en cierto modo como la luz
latente, luz que por lo demás no se ha manifestado, con mucha frecuencia, más
que por reflejos tan inciertos como imperfectos. Todo lo que vemos de
absolutamente verdadero, es decir, de humano, no es debido más que a ella.
¿Y cómo habría de ser de otra manera, si todos los sistemas
de moral que se desarrollaron sucesivamente en el pasado, lo mismo que todos
los demás desenvolvimientos del hombre, incluso los desenvolvimientos
teológicos y metafísicos, no tuvieron jamás otra fuente que la naturaleza
humana, no han sido sus manifestaciones más o menos imperfectas? Pero esta ley
moral que llamamos absoluta, ¿qué es sino la expresión más pura, la más
completa, la más adecuada, como dirían los metafísicos, de esa misma naturaleza
humana, esencialmente socialista e individualista a la vez?
El defecto principal de los sistemas de moral enseñados en el
pasado, es haber sido exclusivamente socialistas o exclusivamente
individualistas. Así, la moral cívica, tal como nos ha sido transmitida por los
griegos y los romanos, fue una moral exclusivamente socialista, en el sentido
que sacrifica siempre la individualidad a la colectividad: sin hablar de las
miríadas de esclavos que constituyen la base de la civilización antigua, que no
eran tenidos en cuenta más que como cosas, la individualidad del ciudadano
griego o romano mismo fue siempre patrióticamente inmolada en beneficio de la
colectividad constituida en Estado. Cuando los ciudadanos, cansados de esa
inmolación permanente, se rehusaron al sacrificio, las repúblicas griegas
primero, después romanas, se derrumbaron. El despertar del individualismo causó
la muerte de la antigüedad.
Ese individualismo encontró su más pura y completa expresión
en las religiones monoteístas, en el judaísmo, en el mahometanismo y en el
cristianismo sobre todo. El Jehová de los judíos se dirige aún a la
colectividad, al menos bajo ciertas relaciones, puesto que tiene un pueblo
elegido, pero contiene ya todos los gérmenes de la moral exclusivamente
individualista.
Debería ser así: los dioses de la antigüedad griega y romana
no fueron en último análisis más que los símbolos, los representantes supremos
de la colectividad dividida, del Estado. Al adorarlos, se adoraba al Estado, y
toda la moral que fue enseñada en su nombre no pudo por consiguiente tener otro
objeto que la salvación, la grandeza y la gloria del Estado.
El dios de los judíos, déspota envidioso, egoísta y vanidoso
si los hay, se cuidó bien, no de identificar, sino sólo de mezclar su terrible
persona con la colectividad de su pueblo elegido, elegido para servirle de
alfombra predilecta a lo sumo, pero no para que se atreviera a levantarse hasta
él. entre él y su pueblo hubo siempre un abismo. Por otra parte, no admitiendo
otro objeto de adoración que él mismo, no podía soportar el culto al Estado.
Por consiguiente, de los judíos, tanto colectiva como individualmente, no
exigió nunca más que sacrificios para sí, jamás para la colectividad o para la
grandeza y la gloria del Estado.
Por lo demás, los mandamientos de Jehová, tal como nos han
sido transmitidos por el decálogo, no se dirigen casi exclusivamente más que al
individuo: no constituyen excepción más que aquellos cuya ejecución supera las
fuerzas del individuo y exige el concurso de todos; por ejemplo: la orden tan
singularmente humana que incita a los judíos a extirpar hasta el último, incluso
las mujeres y niños, a todos los paganos que encuentren en la tierra prometida,
orden verdaderamente digna del padre de nuestra santa trinidad cristiana, que
se distingue, como se sabe, por su amor exuberante hacia esta pobre especie
humana.
Todos los otros mandamientos no se dirigen más que al
individuo; no matarás (exceptuados los casos muy frecuentes en que te lo ordene
yo mismo, habría debido añadir); no robarás ni la propiedad ni la mujer ajenas
(siendo considerada esta última como una propiedad también); respetarás a tus
padres. Pero sobre todo me adorarás a mí, el dios envidioso, egoísta, vanidoso
y terrible, y si no quieres incurrir en mi cólera, me cantarás alabanzas y te
prosternarás eternamente ante mí.
En el mahometismo no existe ni la sombra del colectivismo
nacional y restringido que domina en las religiones antiguas y del que se
encuentran siempre algunos débiles restos hasta en el culto judaico. El Corán
no conoce pueblo elegido; todos los creyentes, a cualquier nación o comunidad
que pertenezcan, son individualmente, no colectivamente, elegidos de dios. Así,
los califas, sucesores de Mahoma, no se llamarán nunca Sión, jefes de los
creyentes.
Pero ninguna religión impulsó tan lejos el culto del
individualismo como la religión cristiana. Ante las amenazas del infierno y las
promesas absolutamente individuales del paraíso, acompañadas de esta terrible
declaración que sobre muchos llamados habrá sino muy pocos elegidos, la
religión cristiana provocó un desorden, un general sálvese el que pueda; una
especie de carrera de apuesta en que cada cual era estimulado sólo por una
preocupación única, la de salvar su propia almita. Se concibe que una tal
religión haya podido y debido dar el golpe de gracia a la civilización antigua,
fundada exclusivamente en el culto a la colectividad, a la patria, al Estado y
disolver todos sus organismos, sobre todo en una época en que moría ya de
vejez. ¡El individualismo es un disolvente tan poderoso! Vemos la prueba de
ello en el mundo burgués actual.
A nuestro modo de ver, es decir según nuestro punto de vista
de la moral humana, todas las religiones monoteístas, pero sobre todo la
religión cristiana, como la más completa y la más consecuente de todas, son
profunda, esencial, principalmente inmorales: al crear su dios, han proclamado
la decadencia de todos los hombres, de los cuales no admitieron la solidaridad
más que en el pecado; y al plantear el principio de la salvación exclusivamente
individual, han renegado y destruido, tanto como les fue posible hacerlo, la colectividad
humana, es decir el principio mismo de la humanidad.
No es extraño que se haya atribuido al cristianismo el honor
de haber creado la idea de la humanidad, de la que, al contrario, fue el
negador más completo y más absoluto. Bajo un aspecto pudo reivindicar este
honor, pero solamente bajo uno: ha contribuido de una manera negativa,
cooperando potentemente a la destrucción de las colectividades restringidas y
parciales de la antigüedad, apresurando la decadencia natural de las patrias y
de las ciudades que, habiéndose divinizado en sus dioses, formaban un obstáculo
a la constitución de la humanidad; pero es absolutamente falso decir que el
cristianismo haya tenido jamás el pensamiento de constituir esta última, o que
haya comprendido o siquiera presentido lo que llamamos hoy la solidaridad de
los hombres, ni la humanidad, que es una idea completamente moderna, entrevista
por el Renacimiento, pero concebida y enunciada de una manera clara y precisa
sólo en el siglo XVIII.
El cristianismo no tiene absolutamente nada que hacer con la
humanidad, por la simple razón de que tiene por objeto único la divinidad, pues
una excluye a la otra. La idea de la humanidad reposa en la solidaridad fatal,
natural, de todos los hombres. Pero el cristianismo, hemos dicho, no reconoce
esa solidaridad más que en el pecado, y la rechaza absolutamente en la
salvación, en el reino de ese dios que sobre muchos llamados no hace gracia más
que a muy pocos elegidos, y que en su justicia adorable, impulsado sin
duda por ese amor infinito que lo distingue, antes mismo de que los hombres
hubiesen nacido sobre esta tierra, había condenado a la inmensa mayoría a los
sufrimientos eternos del infierno, y eso para castigarlos por un pecado
cometido, no por ellos mismos, sino por sus antepasados primeros, que
estuvieron obligados a cometerlo: el pecado de infligir una desmentida a la
presciencia divina.
Tal es la lógica sana y la base de toda moral cristiana ¿Qué
tienen que hacer con la lógica y la moral humanas?
En vano se esforzarán por probarnos que el cristianismo
reconoce la solidaridad de los hombres, citándonos fórmulas del evangelio que
parecen predecir el advenimiento de un día en que no habrá más que un solo
pastor y un solo rebaño; en que se nos mostrará la iglesia católica romana, que
tiende incesantemente a la realización de ese fin por la sumisión del mundo
entero al gobierno del Papa. La transformación de la humanidad entera en un
rebaño, así como la realización, felizmente imposible, de esa monarquía
universal y divina no tiene absolutamente nada que ver con el principio de la
solidaridad humana, que es lo único que constituye lo que llamamos humanidad.
No hay ni la sombra de esa solidaridad en la sociedad tal como la sueñan los
cristianos y en la cual no se es nada por la gracia de los hombres, sino todo
por la gracia de dios, verdadero rebaño de carneros disgregados y que no tienen
ni deben tener ninguna relación inmediata y natural entre si, hasta el punto
que les es prohibido unirse para la reproducción de la especie sin el permiso o
la bendición de su pastor, pues sólo el sacerdote tiene derecho a casarlos en
nombre de ese dios que forma el único rasgo de una unión legítima entre ellos:
separados fuera de él, los cristianos no se unen ni pueden unirse más que en
él. Fuera de esa sanción divina, todas las relaciones humanas, aun los lazos de
la familia, son alcanzados por la maldición general que afecta a la creación;
son reprobados la ternura de los padres, de los esposos, de los hijos, la
amistad fundada en la simpatía y en la estima recíprocas, el amor y el respeto
de los hombres, la pasión de lo verdadero, de lo justo y de lo bueno, la de la
libertad, y la más grande de todas, la que implica todas las demás, la pasión
de la humanidad; todo eso es maldito y no podría ser rehabilitado más que por
la gracia de dios. todas las relaciones de hombre a hombre deben ser
santificadas por la intervención divina; pero esa intervención las
desnaturaliza, loas desmoraliza, las destruye. Lo divino mata lo humano y todo
el culto cristiano no consiste propiamente más que en esa inmolación perpetua
de lo humano en honor de la divinidad.
Que no se objete que el cristianismo ordena a los niños a
amar a sus padres, a los padres a amar a sus hijos, a los esposos a feccionarse
mutuamente. Sí, les manda eso, pero no les permite amarlo inmediata,
naturalmente y por sí mismos, sino sólo en dios y por dios; no admite todas
esas relaciones actuales más que a condición de que dios se encuentre como
tercero, y ese terrible tercero mata las uniones. El amor divino aniquila el
amor humano. El cristianismo ordena, es verdad, amar a nuestro prójimo tanto
como a nosotros mismos, pero nos ordena al mismo tiempo amar a dios más que a
nosotros mismos y por consiguiente también más que al prójimo, es decir sacrificarle
el prójimo por nuestra salvación, porque al fin de cuentas el cristiano no
adora a dios más que por la salvación de su alma.
Aceptando a dios, todo eso es rigurosamente consecuente: dios
es lo infinito, lo absoluto, lo eterno, lo omnipotente; el hombre es lo finito,
lo impotente. En comparación con dios, bajo todos los aspectos, no es nada.
Sólo lo divino es justo, verdadero, dichoso y bueno, y todo lo que es humano en
el hombre debe ser por eso mismo declarado falso, inicuo, detestable y
miserable. El contacto de la divinidad con esa pobre humanidad debe devorar,
pues, necesariamente, consumir, aniquilar todo lo que queda de humano en los
hombres.
La intervención divina en los asuntos humanos no ha dejado
nunca de producir efectos excesivamente desastrosos. Pervierte todas las
relaciones de los hombres entre sí y reemplaza su solidaridad natural por la
práctica hipócrita y malsana de las comunidades religiosas, en las que bajo las
apariencias de la caridad, cada cual piensa sólo en la salvación de su alma,
haciendo así, bajo el pretexto del amor divino, egoísmo humano excesivamente
refinado, lleno de ternura para sí y de indiferencia, de malevolencia y hasta
de crueldad para el prójimo. Eso explica la alianza íntima que ha existido
siempre entre el verdugo y el sacerdote, alianza francamente confesada por el
célebre campeón del ultramontanismo, Joseph de Maistre, cuya pluma elocuente,
después de haber divinizado al papa, no dejó de rehabilitar al verdugo; uno era
en efecto el complemento del otro.
Pero no es sólo en la iglesia católica donde existe y se
produce esa ternura excesiva hacia el verdugo. Los ministros sinceramente
religiosos y creyentes de los diferentes cultos protestantes, ¿no han
protestado unánimemente en nuestros días contra la abolición de la pena de
muerte? No cabe duda que el amor divino mata el amor de los hombres en los
corazones que están penetrados de él; tampoco cabe duda que todos los cultos
religiosos en general, pero entre ellos el cristianismo sobre todo, no han
tenido jamás otro objeto que el sacrificio de los hombres a los dioses. Y entre
todas las divinidades de que nos habla la historia, ¿hay una sola que haya
hecho verter tantas lágrimas y sangre como ese buen dios de los cristianos o
que haya pervertido hasta tal punto las inteligencias, los corazones y todas
las relaciones de los hombres entre sí?
Bajo esta influencia malsana, el espíritu se eclipsó y la
investigación ardiente de la verdad se transformó en un culto complaciente a la
mentira; la dignidad humana se envilecía, el hombre (una palabra ilegible en
el original) se convertía en traidor, la bondad cruel, la justicia inicua y
el respeto humano se transformaron en un desprecio creyente para los hombres;
el instinto de la libertad terminó en el establecimiento de la servidumbre, y
el de la igualdad en la sanción de los privilegios más monstruosos. La caridad,
al volverse delatora y persecutora, ordenó la masacre de los heréticos y las
orgías sangrientas de la Inquisición; el hombre religioso se llamó jesuita,
devoto o pietista ‘renunciando a la humanidad se encaminó a la santidad’ y el
santo, bajo las apariencias de una humanidad más (una palabra ilegible en el
original), se volvió hipócrita, y con la caridad ocultó el orgullo y el
egoísmo inmensos de un yo humano absolutamente aislado que se ama a sí mismo en
su dios. Porque no hay que engañarse: lo que el hombre religioso busca sobre
todo y lo cree encontrar en la divinidad que ama, es a sí mismo, pero
glorificado, investido por la omnipotencia e inmortalizado. También sacó de él
muy a menudo pretextos e instrumentos para someter y para explotar el mundo
humano.
He ahí, pues la primera palabra del culto cristiano: es la
exaltación del egoísmo que, al romper toda solidaridad social, se ama a sí
mismo en su dios y se impone a la masa ignorante de los hombres en nombre de
ese dios, es decir en nombre de su yo humano, consciente e inconscientemente
exaltado y divinizado por sí mismo. Es por eso también que los hombres
religiosos son ordinariamente tan feroces: al defender a su dios, toman partido
por su egoísmo, por su orgullo y por su vanidad.
De todo esto resulta que el cristianismo es la negación más
decisiva y la más completa de toda solidaridad entre los hombres, es decir de
la sociedad, y por consiguiente también de la moral, puesto que fuera de la
sociedad, creo haberlo demostrado, no quedan más que relaciones religiosas del
hombre aislado con su dios, es decir consigo mismo.
Los metafísicos modernos, a partir del siglo XVII, han
tratado de restablecer la moral, fundándola, no en dios, sino en el hombre. Por
desgracia, obedeciendo a las tendencias de su siglo, tomaron por punto de
partida, no al hombre social, vivo y real, que es el doble producto de la
naturaleza y de la sociedad, sino el yo abstracto del individuo, al margen de
todos sus lazos naturales y sociales, aquel mismo a quien divinizó el egoísmo
cristiano y a quien todas las iglesias, tanto católicas como protestantes,
adoran como su dios.
¿Cómo nació el dios único de los monoteístas? Por la
eliminación necesaria de todos los seres reales y vivos.
Para explicar lo que entendemos por eso, es necesario decir
algunas cosas sobre la religión. No quisiéramos hablar de ella, pero en el
tiempo que corre es imposible tratar cuestiones políticas y sociales sin tocar
la cuestión religiosa.
Se pretendió erróneamente que el sentimiento religioso no es
propio más que de los hombres; se encuentran perfectamente todos los elementos
constitutivos en el reino animal, y entre esos elementos el principal es el
miedo. “El temor de dios ‘dicen los teólogos’ es el comienzo de la sabiduría”.
Y bien, ¿no se encuentra ese temor excesivamente desarrollado en todos los
animales, y no están todos los animales constantemente amedrentados? Todos
experimentan un terror instintivo ante la omnipotencia que los produce, los
cría, los nutre, es verdad, pero al mismo tiempo loas aplasta, los envuelve por
todas partes, que amenaza su existencia a cada hora y que acaba siempre por
matarlos.
Como los animales de todas las demás especies no tienen ese
poder de abstracción y de generalización de que sólo el hombre está dotado, no
se representan la totalidad de los seres que nosotros llamamos naturaleza, pero
la sienten y la temen. Ese es el verdadero comienzo del sentimiento religioso.
No falta en ellos siquiera la adoración. Sin hablar del
estremecimiento de alegría que experimentan todos los seres vivos al levantarse
el sol, ni de sus gemidos a la aproximación de una de esas catástrofes
naturales terribles que los destruyen por millares; no se tiene más que
considerar, por ejemplo, la actitud del perro en presencia de su amo. ¿No está
por completo en ella la del hombre ante dios?
Tampoco ha comenzado el hombre por la generalización de los
fenómenos naturales, y no ha llegado a la concepción de la naturaleza como ser
único más que después de muchos siglos de desenvolvimiento moral. El hombre
primitivo, el salvaje, poco diferente del gorila, compartió sin duda largo
tiempo todas las sensaciones y las representaciones instintivas del gorila; no
fue sino a la larga como comenzó a hacerlas objeto de sus reflexiones, primero
necesariamente infantiles, darles un nombre y por eso mismo a fijarlas en su
espíritu naciente.
Fue así cómo tomó cuerpo el sentimiento religioso que tenía
en común con los animales de las otras especies, cómo se transformó en una
representación permanente y en el comienzo de una idea, la de la existencia
oculta de un ser superior y mucho más poderoso que él y generalmente muy cruel
y muy malhechor, del ser que le ha causado miedo, en una palabra, de su dios.
Tal fue el primer dios, de tal modo rudimentario, es verdad,
que, el salvaje que lo busca por todas partes para conjurarlo, cree encontrarlo
a veces en un trozo de madera, en un trapo, en un hueso o en una piedra: esa
fue la época del fetichismo de que encontramos aún vestigios en el
catolicismo.
Fueron precisos aún siglos, sin duda para que el hombre
salvaje pasase del culto de los fetiches inanimados al de los fetiches vivos,
al de los brujos. Llega a él por una larga serie de experiencias y por
el procedimiento de la eliminación: no encontrando la potencia temible que
quería conjurar en los fetiches, la busca en el hombre-dios, el brujo.
Más tarde y siempre por ese mismo procedimiento de
eliminación y haciendo abstracción del brujo, de quien por fin la experiencia
le demostró la impotencia, el salvaje adoró sucesivamente todos los fenómenos
más grandiosos y terribles de la naturaleza: la tempestad, el trueno, el viento
y, continuando así, de eliminación en eliminación, ascendió finalmente al culto
del sol y de los planetas. Parece que el honor de haber creado ese culto
pertenece a los pueblos paganos.
Eso era ya un gran progreso. Cuanto más se alejaba del hombre
la divinidad, es decir la potencia que causa miedo, más respetable y grandiosa
parecía. No había que dar más que un solo gran paso para el establecimiento
definitivo del mundo religioso, y ese fue el de la adoración de una divinidad
invisible.
Hasta ese salto mortal de la adoración de lo visible a
la adoración de lo invisible, los animales de las otras especies habían podido,
con rigor, acompañar a su hermano menor, el hombre, en todas sus experiencias
teológicas. Porque ellos también adoran a su manera los fenómenos de la
naturaleza. No sabemos lo que pueden experimentar hacia otros planetas; pero
estamos seguros de que la Luna y sobre todo el Sol ejercen sobre ellos una
influencia muy sensible. Pero la divinidad invisible no pudo ser inventada más
que por el hombre.
Pero el hombre mismo, ¿por qué procedimiento ha podido
descubrir ese ser invisible, del que ninguno de sus sentidos, ni su vista han
podido ayudarle a comprobar la existencia real, y por medio de qué artificio ha
podido reconocer su naturaleza y sus cualidades? ¿Cuál es, en fin, ese ser
supuesto absoluto y que el hombre ha creído encontrar por encima y fuera de
todas las cosas?
El procedimiento no fue otro que esa operación bien conocida
del espíritu que llamamos abstracción o eliminación, y el resultado final de
esa operación no puede ser más que el abstracto absoluto, la nada. Y es
precisamente esa nada a la cual el hombre adora como su dios.
Elevándose por su espíritu sobre todas las cosas reales,
incluso su propio cuerpo, haciendo abstracción de todo lo que es sensible o
siquiera visible, inclusive el firmamento con todas las estrellas, el hombre se
encuentra frente al vacío absoluto, a la nada indeterminada, infinita, sin
ningún contenido, sin ningún límite.
En ese vacío, el espíritu del hombre que lo produjo por medio
de la eliminación de todas las cosas, no pudo encontrar necesariamente más que
a sí mismo en estado de potencia abstracta; viéndolo todo destruido y no
teniendo ya nada que eliminar, vuelve a caer sobre sí en una inacción absoluta;
y considerándose en esa completa inacción un ser diferente de sí, se presenta como
su propio dios y se adora.
Dios no es, pues, otra cosa que el yo humano absolutamente
vacío a fuerza de abstracción o de eliminación de todo lo que es real y vivo.
Precisamente de ese modo lo concibió Buda, que, de todos los reveladores
religiosos, fue ciertamente el más profundo, el más sincero, el más verdadero.
Sólo que Buda no sabía y no podía saber que era el espíritu
humano mismo el que había creado ese dios-nada. Apenas hacia el fin del siglo
último comenzó la humanidad a percatarse de ello, y sólo en nuestro siglo,
gracias a los estudios mucho más profundos sobre la naturaleza y sobre las
operaciones del espíritu humano, se ha llegado a dar cuenta completa de ello.
Cuando el espíritu humano creó a dios, procedió con la más
completa ingenuidad; y sin saberlo, pudo adorarse en su dios-nada.
Sin embargo, no podía detenerse ante esa nada que había hecho
él mismo, debía llenarla a cualquier precio y hacerla volver a la tierra, a la
realidad viviente. Llegó a ese fin siempre con la misma ingenuidad y por el
procedimiento más natural, más sencillo. Después de haber divinizado su propio
yo en ese estado de abstracción o de vacío absoluto, se arrodilló ante él, lo
adoró y lo proclamó la causa y el autor de todas las cosas; ese fue el comienzo
de la teología.
Dios, la nada absoluta, fue proclamado el único ser vivo,
poderoso y real, y el mundo viviente y por consecuencia necesaria la
naturaleza, todas las cosas efectivamente reales y vivientes, al ser comparadas
con ese dios fueron declaradas nulas. Es propio de la teología hacer de la nada
lo real y de lo real la nada.
Procediendo siempre con la misma ingenuidad y sin tener la
menor conciencia de lo que hacía, el hombre usó de un medio muy ingenioso y muy
natural a la vez para llenar el vacío espantoso de su divinidad: le atribuyó
simplemente, exagerándolas siempre hasta proporciones monstruosas, todas las
acciones, todas las fuerzas, todas las cualidades y propiedades, buenas o
malas, benéficas o maléficas, que encontró tanto en la naturaleza como en la
sociedad. Fue así como la tierra, entregada al saqueo, se empobreció en
provecho del cielo, que se enriqueció con sus despojos.
Resultó de esto que cuanto más se enriqueció el cielo –la
habitación de la divinidad-, más miserable se volvió la tierra; y bastaba que
una cosa fuese adorada en el cielo, para que todo lo contrario de esa cosa se
encontrase realizada en este bajo mundo. Eso es lo que se llama ficciones
religiosas; a cada una de esas ficciones corresponde, se sabe perfectamente,
alguna realidad monstruosa; así, el amor celeste no ha tenido nunca otro efecto
que el odio terrestre, la bondad divina no ha producido sino el mal, y la
libertad de dios significa la esclavitud aquí abajo. Veremos pronto que lo
mismo sucede con todas las ficciones políticas y jurídicas, pues unas y otras
son por lo demás consecuencias o transformaciones de la ficción religiosa.
La divinidad asumió de repente ese carácter absolutamente
maléfico. En las religiones panteístas de Oriente, en el culto de los brahmanes
y en el de los sacerdotes de Egipto, tanto como en las creencias fenicias y
siríacas, se presenta ya bajo un aspecto bien terrible. El Oriente fue en todo
tiempo y es aún hoy, en cierta medida al menos, la patria de la divinidad
despótica, aplastadora y feroz, negación del espíritu de la humanidad. Esa es
también la patria de los esclavos, de los monarcas absolutos y de las castas.
En Grecia la divinidad se humaniza –su unidad misteriosa,
reconocida en Oriente sólo por los sacerdotes, su carácter atroz y sombrío son
relegados en el fondo de la mitología helénica-, al panteísmo sucede el
politeísmo. El Olimpo, imagen de la federación de las ciudades griegas, es una
especie de república muy débilmente gobernada por el padre de los dioses,
Júpiter, que obedece él mismo los decretos del destino.
El destino es impersonal; es la fatalidad misma, la fuerza
irresistible de las cosas, ante la cual debe plegarse todo, hombres y dioses.
Por lo demás, entre esos dioses, creados por los poetas, ninguno es absoluto;
cada uno representa sólo un aspecto, una parte, sea del hombre, sea de la
naturaleza en general, sin cesar sin embargo de ser por eso seres concretos y
vivos. Se completan mutuamente y forman un conjunto muy vivo, muy gracioso y
sobre todo muy humano.
Nada de sombrío en esa religión, cuya teología fue inventada
por los poetas, añadiendo cada cual libremente algún dios o alguna diosa
nuevos, según las necesidades de las ciudades griegas, cada una de las cuales
se honraba con su divinidad tutelar, representante de su espíritu colectivo.
Esa fue la religión, no de los individuos, sino de la colectividad de los
ciudadanos de tantas patrias restringidas y (la primera parte de una palabra
ilegible)...mente libres, asociadas por otra parte entre sí más o menos por
una especie de federación imperfectamente organizada y muy (una palabra
ilegible).
De todos los cultos religiosos que nos muestra la historia,
ese fue ciertamente el menos teológico, el menos serio, el menos divino y a
causa de eso mismo el menos malhechor, el que obstaculizó menos el libre
desenvolvimiento de la sociedad humana. La sola pluralidad de los dioses más o
menos iguales en potencia era una garantía contra el absolutismo; perseguido
por unos, se podía buscar la protección de los otros y el mal causado por un
dios encontraba su compensación en el bien producido por otro. No existía,
pues, en la mitología griega esa contradicción lógica y moralmente monstruosa,
del bien y del mal, de la belleza y la fealdad, de la bondad y la maldad, del
amor y el odio concentrados en una sola y misma persona, como sucede fatalmente
en el dios del monoteísmo.
Esa monstruosidad la encontramos por completo activa en el
dios de los judíos y de los cristianos. Era una consecuencia necesaria de la
unidad divina; y, en efecto, una vez admitida esa unidad, ¿cómo explicar la
coexistencia del bien y del mal? Los antiguos persas habían imaginado al menos
dos dioses: uno, el de la luz y del bien, Ormuzd; el otro, el del mal y de las
tinieblas, Ahriman; entonces era natural que se combatieran, como se combaten
el bien y el mal y triunfan sucesivamente en la naturaleza y en la sociedad.
Pero, ¿cómo explicar que un solo y mismo dios, omnipotente, todo verdad, amor,
belleza, haya podido dar nacimiento al mal, al odio, a la fealdad, a la
mentira?
Para resolver esta contradicción, los teólogos judíos y
cristianos han recurrido a las invenciones más repulsivas y más insensatas.
Primeramente atribuyeron todo el mal a Satanás. Pero Satanás, ¿de dónde
procede? ¿Es, como Ahriman, el igual de dios? De ningún modo; como el resto de
la creación, es obra de dios. Por consiguiente, ese dios fue el que engendró el
mal. No, responden los teólogos; Satanás fue primero un ángel de luz y desde su
rebelión contra dios se volvió ángel de las tinieblas. Pero si la rebelión es un
mal –lo que está muy sujeto a caución, y nosotros creemos al contrario que es
un bien, puesto que sin ella no habría habido nunca emancipación social-, si
constituye un crimen, ¿quién ha creado la posibilidad de ese mal? Dios, sin
duda, os responderán aun los mismos teólogos, pero no hizo posible el mal más
que para dejar a los ángeles y a los hombres el libre arbitrio. ¿Y qué es el
libre arbitrio? Es la facultad de elegir entre el bien y el mal, y decidir
espontáneamente sea por uno sea por otro. Pero para que los ángeles y los
hombres hayan podido elegir el mal, para que hayan podido decidirse por el mal,
es preciso que el mal haya existido independientemente de ellos, ¿y quién ha
podido darle esa existencia, sino dios?
También pretenden los teólogos que, después de la caída de
Satanás, que precedió a la del hombre, dios, sin duda esclarecido por esa
experiencia, no queriendo que otros ángeles siguieran el ejemplo de Satanás les
privó del libre arbitrio, no dejándoles mas que la facultad del bien, de suerte
que en lo sucesivo son forzosamente virtuosos y no se imaginan otra felicidad
que la de servir eternamente como criados a ese terrible señor.
Pero parece que dios no ha sido suficientemente esclarecido
por su primera experiencia, puesto que, después de la caída de Satanás, creó al
hombre y, por ceguera o maldad, no dejó de concederle ese don fatal del libre
arbitrio que perdió a Satanás y que debía perderlo también a él.
La caída del hombre, tanto como la de Satanás, era fatal,
puesto que había sido determinada desde la eternidad en la presciencia divina.
Por lo demás, sin remontar tan alto, nos permitiremos observar que la simple
experiencia de un honesto padre de familia habría debido impedir al buen dios
someter a esos desgraciados primeros hombres a la famosa tentación. El más
simple padre de familia sabe muy bien que basta que se impida a los niños tocar
una cosa para que un instinto de curiosidad invencible los fuerce absolutamente
a tocarla. Por tanto, si ama a los hijos y si es realmente justo y bueno, les
ahorrará esa prueba tan inútil como cruel.
Dios no tuvo ni esa razón ni esa bondad, ni esa (una
palabra ilegible) y aunque supiese de antemano que Adán y Eva debían
sucumbir a la tentación, en cuanto se cometió ese pecado, helo ahí que se deja
llevar por un furor verdaderamente divino. No se contenta con maldecir a los
desgraciados desobedientes, maldice a toda su descendencia hasta el fin de los
siglos, condenando a los tormentos del infierno a millares de hombres que eran
evidentemente inocentes, puesto que ni siquiera habían nacido cuando se cometió
el pecado. No se contentó con maldecir a los hombres, maldijo con ellos a toda
la naturaleza, su propia creación, que había encontrado él mismo tan bien
hecha.
Si un padre de familia hubiese obrado de ese modo, ¿no se le
habría declarado loco de atar? ¿Cómo se han atrevido los teólogos a atribuir a
su dios lo que habrían considerado absurdo, cruel (una palabra ilegible),
anormal de parte de un hombre? ¡Ah, es que han tenido necesidad de ese absurdo!
¿Cómo, si no, habrían podido explicar la existencia del mal en este mundo que
debía haber salido perfecto de manos de un obrero tan perfecto, de este mundo
creado por dios mismo?
Pero, una vez admitida la caída, todas las dificultades se
allanan y se explican. Lo pretenden al menos. La naturaleza, primero perfecta,
se vuelve de repente imperfecta, toda la máquina se descompone; a la armonía
primitiva sucede el choque desordenado de las fuerzas; la paz que reinaba al
principio entre todas las especies de animales, deja el puesto a esa carnicería
espantosa, al devoramiento mutuo; y el hombre, el rey de la naturaleza, la
sobrepasa en ferocidad. La tierra se convierte en el valle de sangre y de
lágrimas, y la ley de Darwin –la lucha despiadada por la existencia- triunfa en
la naturaleza y en la sociedad. El mal desborda sobre el bien, Satanás ahoga a
dios.
Y una inepcia semejante, una fábula tan ridícula, repulsiva,
monstruosa, ha podido ser seriamente repetida por grandes doctores en teologías
durante más de quince siglos, ¿qué digo?, lo es todavía; más que eso, es
oficialmente, obligatoriamente enseñada en todas las escuelas de Europa. ¿Qué
hay que pensar, pues, después de eso de la especie humana? ¿Y no tienen mil
veces razón los que pretenden que traicionamos aun hoy mismo nuestro próximo
parentesco con el gorila?
Pero el espíritu (una palabra ilegible) de los
teólogos cristianos no se detiene en eso. En la caída del hombre y en sus
consecuencias desastrosas, tanto por su naturaleza como por sí mismo, han
adorado la manifestación de la justicia divina. Después han recordado que dios
no sólo era la justicia, sino que era también el amor absoluto y, para
conciliar uno con otro, he aquí lo que inventaron:
Después de haber dejado esa pobre humanidad durante millares de
años bajo el golpe de su terrible maldición, que tuvo por consecuencia la
condena de algunos millares de seres humanos a la tortura eterna, sintió
despertarse el amor en su seno, ¿y que hizo? ¿Retiró del infierno a los
desdichados torturados? No, de ningún modo; eso hubiese sido contrario a su
eterna justicia. Pero tenía un hijo único; cómo y por qué lo tenía, es uno de
esos misterios profundos que los teólogos, que se lo dieron, declaran
impenetrable, lo que es una manera naturalmente cómoda para salir del asunto y
resolver todas las dificultades. Por tanto, ese padre lleno de amor, en su
suprema sabiduría, decide enviar a su hijo único a la tierra, a fin de que se
haga matar por los hombres, para salvar, no las generaciones pasadas, ni
siquiera las del porvenir, sino, entre las últimas, como lo declara el
Evangelio mismo y como lo repiten cada día tanto la iglesia católica como los
protestantes, sólo un número muy pequeño de elegidos.
Y ahora la carrera está abierta; es, como lo dijimos antes,
una especie de carrera de apuesta, un sálvese el que pueda, por la salvación
del alma. Aquí los católicos y los protestantes se dividen: los primeros
pretenden que no se entra en el paraíso más que con el permiso especial del
padre santo, el papa; los protestantes afirman, por su parte, que la gracia
directa e inmediata del buen dios es la única que abre las puertas. Esta grave
disputa continúa aún hoy; nosotros no nos mezclamos en ella.
Resumamos en pocas palabras la doctrina cristiana:
Hay un dios, ser absoluto, eterno, infinito, omnipotente; es
la omnisapiencia, la verdad, la justicia, la belleza y la felicidad, el amor y
el bien absolutos. En él todo es infinitamente grande, fuera de él está la
nada. Es, en fin de cuentas, el ser supremo, el ser único.
Pero he aquí que de la nada –que por eso mismo parece haber
tenido una existencia aparte, fuera de él, lo que implica una contradicción y
un absurdo, puesto que si dios existe en todas partes y llena con su ser el
espacio infinito, nada, ni la misma nada puede existir fuera de él, lo que hace
creer que la nada de que nos habla la Biblia estuviese en dios, es decir que el
ser divino mismo fuese la nada-, dios creó el mundo.
Aquí se plantea por sí misma una cuestión. La creación, ¿fue
realizada desde la eternidad o bien en un momento dado de la eternidad? En el
primer caso, es eterna como dios mismo y no pudo haber sido creada ni por dios
ni por nadie; porque la idea de la creación implica la precedencia del creador
a la criatura. Como todas las ideas teológicas, la idea de la creación es una
idea por completo humana, tomada en la práctica de la humana sociedad. Así, el
relojero crea un reloj, el arquitecto una casa, etc. En todos estos casos el
productor existe al crear (?) el producto; fuera del producto, y es eso lo que
constituye esencialmente la imperfección, el carácter relativo y por decirlo
así dependiente tanto del productor como del producto.
Pero la teología, como hace por lo demás siempre, ha tomado
esa idea y ese hecho completamente humanos de la producción y al aplicarlos a
su dios, al extenderlos hasta el infinito y al hacerlos salir por eso mismo de
sus proporciones naturales, ha formado una fantasía tan monstruosa como
absurda.
Por consiguiente, si la creación es eterna, no es creación.
El mundo no ha sido creado por dios, por tanto tiene una existencia y un
desenvolvimiento independientes de él –la eternidad del mundo es la negación de
dios mismo- pues dios era esencialmente el dios creador.
Por tanto, el mundo no es eterno; hubo una época en la
eternidad en que no existía. En consecuencia, pasó toda una eternidad durante
la cual dios absoluto, omnipotente, infinito, no fue un dios creador, o no lo
fue más que en potencia, no en el hecho.
¿Por qué no lo fue? ¿Es por capricho de su parte, o bien
tenía necesidad de desarrollarse para llegar a la vez a potencia efectiva
creadora?
Esos son misterios insondables, dicen los teólogos. Son
absurdos imaginados por vosotros mismos, les respondemos nosotros. Comenzáis
por inventar el absurdo, después nos lo imponéis como un misterio divino,
insondable y tanto más profundo cuanto más absurdo es.
Es siempre el mismo procedimiento: Credo quia adsurdum.
Otra cuestión: la creación, tal como salió de las manos de
dios, ¿fue perfecta? Si no lo fu, no podía ser creación de dios, porque el
obrero, es el evangelio mismo el que lo dice, se juzga según el grado de
perfección de su obra. Una creación imperfecta supondría necesariamente un
creador imperfecto. Por tanto, la creación fue perfecta.
Pero si lo fue, no pudo haber sido creada por nadie, porque
la idea de la creación absoluta excluye toda idea de dependencia o de relación.
Fuera de ella no podría existir nada. Si el mundo es perfecto, dios no puede
existir.
La creación, responderán los teólogos, fue seguramente
perfecta, pero sólo por relación, a todo lo que la naturaleza o los hombres
pueden producir, no por relación a dios. Fue perfecta, sin duda, pero no
perfecta como dios.
Les responderemos de nuevo que la idea de perfección no
admite grados, como no los admiten ni la idea de infinito ni la de absoluto. No
puede tratarse de más o menos. La perfección es una. Por tanto, si la creación
fue menos perfecta que el creador, fue imperfecta. Y entonces volveremos a
decir que dios, creador de un mundo imperfecto, no es más que un creador
imperfecto, lo que equivaldría a la negación de dios.
Se ve que de todas maneras, la existencia de dios es
incompatible con la del mundo. Si existe el mundo, dios no puede existir.
Pasemos a otra cosa.
Ese dios perfecto crea un mundo más o menos imperfecto. Lo
crea en un momento dado de la eternidad, por capricho y sin duda para combatir
el hastío de su majestuosa soledad. De otro modo, ¿para qué lo habría creado?
Misterios insondables, nos gritarán los teólogos. Tonterías insoportables, les
responderemos nosotros.
Pero la Biblia misma nos explica los motivos de la creación. Dios es un ser esencialmente vanidoso, ha creado el cielo y la tierra para ser adorado y alabado por ellos. Otros pretenden que la creación fue el efecto de su amor infinito. ¿Hacia quién? ¿Hacia un mundo, hacia seres que no existían, o que no existían al principio más que en su idea, es decir, siempre para él?.
Sacado de la
BIBLIOTECA VIRTUAL "ESPARTACO"
http://www.galeon.com/bvespartaco.