LAS
BIBLIOTECAS PERDIDAS DE JORGE ABELARDO RAMOS.
El 15 de Noviembre de 1996 se realizó un acto en la Biblioteca Nacional en el
que se rindió homenaje póstumo a Jorge Abelardo Ramos con motivo de la donación de su
biblioteca de Historia. En aquella oportunidad, entre otros oradores que recordaron al
político y al pensador, su hija, la escritora y periodista Laura Ramos, leyó el
siguiente texto.
Si me permiten, creo que mi papá se hubiera muerto de risa en
este acto. Porque él, como el Scaramouche de Rafael Sabattini, "nació con el don de
la risa, y con la sensación de que el mundo estaba chiflado. Y ese fue todo su
patrimonio".
Me parece que mi padre se hubiera muerto de risa con toda esta pompa: él era capaz de
hacer cosas brutales con los libros. Partía un libro para prestarle la mitad que ya
había leído a un amigo; regalaba o tiraba bibliotecas enteras, cuando ya no le servían;
polemizaba con los autores desde los márgenes, con una pluma azul y en su estilo
furibundo y pasional, orlado de irónicos signos de admiración.
Quiero decir que él tenía una relación muy entrañable con los libros, casi doméstica.
En una especie de principio zen creo que iba al fondo del asunto, que despojaba a los
libros de cualquier categoría que lo apartara de una relación intrínsecamente
utilitaria con ellos.
Creo que formaba parte de cierto tipo de determinado desprecio que sentía por la
intelligentzia y el saber académico que le hacía repetir el adagio de que él, en vez de
ser un hombre de letras, había preferido escribir letras para los hombres.Y tenía
bibliotecas enormes que se iban renovando todo el tiempo, un circuito de libros que
compraba, regalaba y perdía; eran bibliotecas circulantes en las que sólo los clásicos
permanecían.
Quería hablarles de esos clásicos. Allí permanecían Balzac, Dickens, el Rojo y Negro
de Stendhal en una edición que él había traducido, Borges y "Los tres
mosqueteros" (y también "Veinte años después" y "El vizconde
Bragelone").
Y quería hablarle de los libros que me fue regalando desde que aprendí a leer. De
"Los diez días que conmovieron al mundo" de John Reed, un libro sobre la
revolución rusa bastante gordo para los nueve años de edad que yo tenía en ese momento.
(Creo que lo decepcioné: me aburrió espantosamente y lo dejé por
"Mujercitas".) Con el siguiente libro ya no se equivocó: fue "La escuela
de las hadas" de Conrado Nalé Roxlo. Nunca mas volvió a equivocarse, excepto con
los volúmenes de poesía de Vallejo, que me regaló varias veces. Él pobló mi infancia
con héroes heroicos. Me decía que yo había sido amamantada con sopa de letras.
Y no era una metáfora. Casi. La idea del alimento bajo la forma de libros viene de cuando
vivíamos en Montevideo, en un barrio hermoso llamado Malvín. Mi padre viajaba cada
veinte o treinta días de Buenos Aires a Montevideo en el vapor de la carrera, con varias
valijas cargadas de libros. Eran libros editados por él mismo o dados en consignación
por un librero de la calle Corrientes llamado Hernández, un tipo sensacional al que mi
hermano y yo debemos , por lo bajo, varios kilos de pan y fiambre alemán, miles de
bananas y cajas y cajas de puré instantáneo.
De modo que mi padre traía estos cargamentos de montones de libros: sólo restaba
venderlos. Hasta entonces, hasta ese momento en que termináramos de venderlos, debían
esperar en algún sitio, pero nuestros padres no contaban con local para guardar esos
libros temporariamente. Por entonces vivíamos en un departamento de dos ambientes, frente
a la playa. Era un poco pequeño para nosotros, pero muy pronto los dos ambientes dejaron
de ser un problema, porque empezaron a alzarse unas paredes divisorias hechas,
imagínense, de libros.
Así que teníamos el living y el comedor, y cuantas más valijas cargadas de libros
llegaban, más bibliotecas, es decir, más dormitorios o estudios se fueron alzando.
Las bibliotecas habían sido instaladas por nuestros propios padres. Clavos en el piso,
alambres anudados. Una noche volvimos a casa un poco tarde y nos encontramos con nuestro
living, comedor y estudio convertidos en un loft: se había venido abajo una enorme
biblioteca.
Muchos de esos libros que decoraban nuestro departamento mientras aguardaban para darnos
de comer eran unos ejemplares de colores, muy finitos, de la colección Coyoacán que
había fundado mi padre (había tomado el nombre de la casa de Trotsky en México.) Con mi
hermano Víctor hacíamos juegos de memoria: uno citaba el nombre de un libro y el otro
tenía que adivinar el color, el número de la colección y el autor. "La cuestión
judía", decía él. Amarillo, 14, Juan Bautista Alberdi, arriesgaba yo. No,
perdiste, es verde, 23, Carlos Marx, me decía él.
Fabi, nuestra mamá, los vendía a las distribuidoras, a las librerías y, en las épocas
duras, también de puerta en puerta. Pero mi hermano y yo no tenemos malos recuerdos de
esas épocas duras. Nos acordamos, mas bien, de los fuegos artificiales que tirábamos en
la playa, de las tertulias de música, poesía y cigarrillos, de la voz de nuestro padre
cantando, para despertarnos, La Internacional.
Yo no sé por qué, pero quienes lo conocieron van a entenderme porque ésa era su
cualidad, él nos hacía sentir que éramos los millonarios numero uno del barrio de
Malvín. Y en realidad de eso era de lo que quería hablarles.
Creo que mi padre tenía algunos rasgos de sus personajes favoritos de la literatura. La
pasión, y la ambición, de Julián Sorel y de Luciano de Rubempré, el optimismo a toda
prueba de Micabwer. Micabwer era un entrañable personaje de Dickens que siempre estaba a
un paso de acometer una grandiosa empresa que lo sacaría definitivamente de la miseria y
lo llevaría hasta la cima. Entretanto, gastaba a cuenta. A Micabwer y a mi papá, los
acreedores los persiguieron toda la vida.
Sólo no tuvo deudas cuando era joven y vivía con Fabi en La Farnesina, un palacio
italiano que cobijaba a los artistas argentinos en los años cincuenta; dormían allí
mientras recorrían Roma en una motoneta con side-car. Pero las deudas comenzaron a
morderle los pies al tiempo de las primeras luchas revolucionarias y la edición de
periódicos, la impresión de libros y folletos y el alquiler de oficinas para los grupos
políticos. Por entonces aparecieron los contratos apócrifos, los falsos garantes y los
avenegras truhanes. Cierta vez unos acreedores contrataron a unos sujetos vestidos con
frac y galera con el propósito de cobrarle una vieja cuenta. No fuimos a la prisión por
deudas, como Micabwer, porque afortunadamente no vivíamos en el Londres del siglo XIX.
Como David Séchard, otro personaje, pero de Balzac, atesoraba la obsesión de tener una
imprenta. Me acuerdo de varias imprentas que iba fundando, y fundiendo. Yo trabajé en
todas: me enseñó a corregir pruebas a los doce años y me pagaba por pagina. Todavía me
debe algunas.
Llegó a tener, con Fabi, la Librería del Mar Dulce, de la que Jauretche, su viejo amigo,
era parroquiano asiduo. El negocio no era muy próspero, pero el cenáculo de amigos y
camaradas se reunió en su estrecho corredor a charlar, fumar y tomar café casi todas las
noches, hasta que la bomba de un grupo derechista incendió hasta el último libro.
Alquilaba locales para el partido con un entusiasmo irrefrenable y contagioso. Aquí vamos
a hacer un palacio, decía, extendiendo los brazos sobre los caños rotos de un cuartucho
húmedo y oscuro. Allí pondremos las máquinas más modernas, y señalaba el paso furtivo
de un ratón por un agujero en el piso. Él tenía el poder de convertir las calabazas en
carruajes cargados de joyas. Podemos tener este salón veneciano por un alquiler
insignificante, decía.
Bueno, merced a esos alquileres insignificantes nos embargaron varias veces. Y así yo
pude obtener muchísimo material para mis historias.
También hubo persistentes emprendimientos agropecuarios, como la crianza de cerdos, un
tambo y un corto período de soja. Ninguno resultó un éxito económico. Estoy orgullosa
de esos resultados. Un éxito de ese orden sería políticamente sospechoso. "Tengo
lo suficiente para vivir el resto de mis días. A condición de que me muera mañana
mismo", citaba a Groucho Marx. Pero el no creía en la muerte. Él vivía como un
joven inmortal. Era muchísimo mas joven que yo. Cuando tenía dinero era dispendioso como
un rey, como un bandolero generoso. Nombraba al dinero, como Yrigoyen, "las
patéticas miserabilidades". ¿Tenés patéticas?, me preguntaba en un susurro,
llevando la mano a su bolsillo, cuando yo lo iba a ver en medio de una conferencia o una
reunión política.
En simultáneo a las catástrofes económicas surgieron las grandes realizaciones:
dirigió decenas de periódicos y revistas, fundó varios movimientos y partidos y editó
a Manuel Ugarte y a muchos de los ensayistas latinoamericanos que no encontraban editor.
Nunca dejó de hacer política. Mientras eludía a los señores de la galera viajaba por
América Latina dando conferencias en las universidades, tuvo una columna en el diario
"Democracia" que hizo temblar a los políticos de derechas e izquierdas, y,
durante largos períodos, se dedicó a escribir y repensar la historia de América Latina.
Su lucha continental fundó una corriente de pensamiento que hizo un sesgo en el marxismo
y abarcó a toda la Patria Grande.
Cierta vez, cuando yo tenía 13 o 14 años, nos explicó a una amiga y a mí el proceso
revolucionario por el cual el mundo marchaba inexorablemente hacia el socialismo.
Desgranó diáfanamente los procesos de descomposición del capitalismo, del excedente y
la planificación, el problema de las semicolonias, el proletariado y las clases medias,
el arribo del gobierno popular con hegemonía obrera, la cibernética, el ocio creativo,
la realización de la Utopía. Era una historia tan simple y tan bella. Quiero decirles
que él creía realmente en ella. Mi amiga y yo nos fuimos con estrellas y planetas
girando alrededor de la cabeza.
En cierto modo el se reía de todo, y en algún sentido se reía de su condición de
embajador, del protocolo y la fastuosidad. Una noche, en México, después de una
recepción con unos diplomáticos muy clasistas, de espíritu pedestre, horteras, a los
que escuchamos silenciosamente desplegar su estupidez, nos quedamos tentados de risa, nos
quedamos riendo en el living de la embajada hasta las tres de la mañana. Con él podías
reírte. Podías zambullirte en la risa y dejarla crecer. Al llegar a la embajada lo
primero que hizo fue sacar los gobelinos ingleses de las paredes y llenarlas de tapices
aztecas. Y nunca dejó de usar su poncho salteño. Detestaba la TV, la estrechez de miras
de la pequeño burguesía y ciertas convenciones burguesas. Él nadaba contra la
corriente. "Contre la courant", así se llamaba un periódico trotskista
europeo. Solía decir: si nací zurdo, judío, pelirrojo y usaba anteojos: ¿cómo no iba
a ser trotskista?.
Creo que en una especie de exorcismo del lujo cuando volvió de México se fue a pasar el
invierno a una tierra que tenía en Colonia, en un rancho de dos metros por dos con techo
de chapa, primus y una luz eléctrica, que, como decía citando a un paisano, "es una
comodidad".
Fabi, que ahora está con él en el cielo impío de los librepensadores, observaba que
cuando mi padre describía alguna nueva idea encendía las luces de un gran teatro
victorioso: sonaban las trompetas en una escenografía azul y oro, los bailarines surcaban
el aire envueltos en capas luminosas; cuando él se retiraba de la escena las luces se
apagaban, las trompetas comenzaban a desafinar y los bailarines se convertían en unos
tipejos torpes y opacos. Me parece que (citando a J.D.Salinger) desde que él se retiró
definitivamente de la escena no conocí a nadie que pudiera encender las luces en su
lugar.
Me gustaría despedirme como en los funerales de Nueva Orleáns, en los que los invitados
se van caminando despacio, bailando, tocando melodías y cantando canciones. Creo que a mi
viejo le gustaría una despedida así.
LAURA RAMOS
BS.AS. 15 de noviembre de 1996