Por Dania Chávez-Valdés

              Si observamos a nuestro alrededor, cada detalle concebido por el creador, cualquiera que sea el concepto que se tenga de el, es un vivo ejemplo del perfecto balance que debe haber en la existencia.  Porque la creación divina es sinónimo de equilibrio en cada una de sus manifestaciones; y los seres humanos, como parte dinámica de ese todo armónico, no fuimos concebidos de manera diferente.
              Las evidencias nos demuestran a través del tiempo, con elocuente veracidad, que en la medida en que se rompe ese equilibrio establecido al principio de la creación, nuestro mundo se torna cada vez más hostil, por consiguiente mucho más difícil de vivir de una forma enriquecedora.  Tenemos conciencia de que el hombre ha sido a través de la historia, un gran depredador; y que ese daño causado a nuestro entorno, rebota como un bumerang, siendo nosotros mismos los más afectados por sus efectos.  Pero contamos con esa parte divina de nuestro ser, que nos permite tomar conciencia del mal que hacemos, así como de todo el potencial que poseemos para enmendar ese daño.  Para ello deberíamos hacer del balance armónico en nuestras vidas, la piedra angular de nuestra existencia.  Aunque parezca tarea difícil, en realidad es tan solo una cuestión de re plantear nuestra escala de prioridades.
              Obviamente no existe una escala mágica para tal propósito, ya que nuestra existencia está en constante cambio y cada persona es un universo en si misma, de una complejidad imposible de describir.  Pero lo que si está claramente definido es el hecho de que, si no trazamos la meta de preservar ese equilibrio, asumiéndolo como un modo de vida, paulatinamente observaríamos cambios positivos dentro de nuestro ser y en consecuencia, en todo lo que nos rodea.  Quizás en este empeño el peor enemigo que tengamos que afrontar sea el desorientado o escaso sentido de nuestro propio ser.  Existe una tendencia casi generalizada, a querer darle a todas nuestras necesidades, no importa la naturaleza que estas tengan, el mismo tipo de solución.  Como si tales apetencias conformaran una estructura monolítica.  Debemos tener presente que contamos con la capacidad de saber discernir entre las necesidades de carácter material y espiritual, y el suplir tales apetencias de una manera sabia está solamente en nuestras manos.
              Conocemos perfectamente las nefastas consecuencias de intentar ignorar nuestras necesidades de índole espiritual o lo que es peor aún, querer suplirlas con cosas materiales sin tener en cuenta que las necesidades intangibles son tan reales como aquellas palpables o visibles, pero que por su misma naturaleza, requieren de soluciones acordes a ellas, congruentes con el carácter no visible de tales necesidades.  Si nos empeñamos en querer saciar nuestra sed espiritual, abasteciéndonos con lo material, jamás nos sentiremos plenamente satisfechos; viviríamos en un perenne estado de vacío espiritual.
              No permitamos que el materialismo que nos circunda se convierta en el verdugo de nuestra existencia.  El ser humano viene a este mundo con carácter de triunfador, desde el preciso instante de su concepción.  No hagamos de nuestra experiencia de crecimiento espiritual una agotadora carrera de velocidad venciendo obstáculos en el camino, sino un apacible andar por este sendero al que llamamos vida terrenal, donde cada paso que avanzamos debe servirnos para acercarnos más a ese pletórico estado de equilibrio armonioso para el que originalmente fuimos creados.

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