Manifiesto del teatro-danza ceremonial de la máscara mítica

 

EL TEATRO-DANZA CEREMONIAL DE LA MÁSCARA MÍTICA, UNA MORADA DE LOS DIOSES DE LA ENSOÑACIÓN

El teatro-danza ceremonial de la máscara mítica es el alimento de las fuentes secretas, el alimento mágico de la antigua tradición precolombina. Su lengua perdida y olvidada se manifiesta en un grito inmanente, en una palabra de otoño donde la danza sagrada desgaja las hojas de envejecido dolor, las hojas de donde se inclina la gota de agua que hace reminiscencia a la tragedia del árbol tendido. En el escenario se vislumbran los dioses que siguen la trama de la creación, no aceptan el destino de la destrucción ni el destino funesto que desvela a la humanidad.

El teatro-danza ceremonial nace del caos y del orden que confina la materia del tiempo, crece en las pasiones de los dioses; en la intemperie de la soledad, recobra su color de sol. Su magia simboliza el universo de la tierra y el fuego. Su belleza semeja al tiempo mítico forjado en la intemporalidad del ser. En sus gestos renace el canto de la emplumada serpiente, entrañable ensoñación de la madre tierra.

Surge en el instante poético, los rostros de los dioses, rostros invisibles de peculiares hazañas y soledades ermitañas. Los dioses transeúntes de la bruma del incienso velan la máscara de los primeros tiempos. Allí nos dejó su pensamiento y su rostro que retumbó en la montaña, donde olorosa se yergue la miel del sol. En la epopeya mítica renace la máscara de los dioses de la naturaleza, su paradoja enigmática es el equilibrio dador de esperanzas. Más que insistente olvido, en sus luminosos rostros se advierte el advenimiento de su verdadero ser. Éste ha de ser un regalo al hombre-arcilla para que contemple el crisol del infinito, allí donde se culmina la danza del fuego del gran jaguar azul.

La música de la naturaleza oscila en su germinar. En el hilo de la mariposa reposa el milagro de la creación. La espuma del viejo mar despliega su bravura al narrar el instante de la danza en flor. La brisa esfuma las tinieblas perpetuas y despierta al enfurecido océano en un infinito resplandor fecundo. En su huella desnuda realiza la trama de los dioses, dadores del secreto del rayo y del arte para que el soñador se vista de antiguo pensamiento y desentrañe el tiempo sagrado de mágicos tiempos. El inseparable aliento provoca el vértigo de la música divina o propone interiorizar el paisaje de la poesía de origen. Aquel mito donde los legendarios dioses danzaron el drama del equilibrio.

Se escuchan las flautas emplumadas que vibran en las orejas de los dioses. Su tonada aviva la sagrada piedra que exuda las aguas donde se ha extinguido la vida de raíz, donde fue desolada y humillada la música de la naturaleza, ese éxtasis de lo ignoto que penetró en tiempos pasados la ensoñación de la madre tierra. Las cañas de viento, los tambores del trueno despiertan a su tiempo sueños que siembran espíritus cantores alfareros del sol. Rememorados los dioses se preparan para la danza del fuego y de la lluvia; ataviada la lluvia, cae en un encantamiento a la orilla del mar, en el océano primigenio que tras su primer aliento ve parir la flor.

La danza de los dioses desata combates invisibles en la tierra de cielos de cuarzos y plumajes. Son dioses ataviados de jaguares suspendidos en el éxtasis de la madre tierra. Sus brazos y sus pies de arcilla primigenia son ríos en rebosante danza refrescando el canto del frenesí inagotable de la vida. La tierra que danza es una fuerza que fecunda la soledad de la montaña. Dioses y hacedores de sueños se unen para apaciguar la sórdida indiferencia al equilibrio mágico del tiempo, del tiempo memorable que sopla las cañas, costumbre ésta de soñarse soñado por el gran árbol de las flautas de orígenes sonoros del Yurupary.

La palabra de origen en el teatro-danza ceremonial se realiza en un nexo creador, se vuelve pasión que dibuja y preña la vida de magia, de férrea soledad y vital energía, de ilusión verdadera que deja entrever la aventura de la creación. En la garganta de la memoria se alza su canto para congregar a los dioses del viento y del agua. Tal como surge en la palabra de origen la tierra negra poblada de vida, así respiran las diosas del maíz rojo, del maíz negro en flores tostadas por el rostro del sol. Instruido por la sangre nutricia el guerrero del sagrado lenguaje esgrime al viento la palabra de nuestros orígenes.

La inclinación del artista del teatro-danza ceremonial es evaporarse en el espíritu de lo sagrado, es inmolar su ego, ese maldito yo que huye por el laberinto de los espejos para producir, de esta suerte de anónimo, la grandeza divina del arte. Ese sentirse en el abismo, al filo de la montaña; abismo donde es morada la poesía, donde en sus rústicos pinceles nace el paisaje de sus alas y esculpe la leyenda de los dioses. El artista hurga en el sentimiento creador de la poesía, penetra en la virtud de la ensoñación, es un contemplador por naturaleza y recorre la senda de lo invisible: la permeable esencia de la creación poética; traspasa las ruinas de la mísera historia y en medio del artificio se atavía de guerrero para rehacer el mundo del trueno y aplacar la ira de los dioses.

El color de lo inevitable es el trazo viceral de la memoria. Desde las entrañas del silencio, el teatro-danza ceremonial es intensidad que aflora a la superficie, es un arte que matiza la sensualidad de lo invisible, que imagina lo que aguarda lo impensado y sugiere lo inesperado, que penetra en la imagen que anida lo sagrado; es un rayo que ahonda el silencio, que medita el asombro de la aventura y el riesgo, que vela las utopías de los dioses de la tierra en la adversidad, así no halle salida en el laberinto de la vacuidad. Es en su trazo poético, una invención de dioses para recordarle al hombre que hubo un gran milagro de la vida que nunca nadie pudo ver en éste aplastante mundo del consumo, donde nada mágico sucede, sólo se abortan memorias y sueños por doquier.

El teatro-danza ceremonial surge de la soledad, de la marginalidad, no pertenece al tiempo de la ceguera y del miedo. Es una poesía innominada, sin público, sin lugar, sin reconocido origen ni memoria. No concibe espacio en éste mundo muerto y baldío. Su lucha incansable no se detiene en lo mundano ni espera nada del afuera. Los dioses de la ensoñación le protegen de los maleficios, de las maldiciones que las sombras terrenales hacen de la necedad. Es un teatro que crece en lo íntimo de su soledad. Sobre el desprecio que se le imprime no tiene tiempo para el reclamo, vive en pleno batallar, danza para no morir. Los pájaros, los grillos, el rayo, el árbol y el agua acarician y agitan la sonaja de los sueños de los dioses tejedores de la muerte y de la vida. El tiempo mítico, hacedor de las máscaras de los dioses y de los cantares libertarios, fluye con su misterio al escenario, evoca el asombro de una realidad invisible, morada imaginaria de la creación. Los dioses cósmicos por quienes toda memoria es viento en su húmedo movimiento de fuego vagabundo, vienen hilando los misterios en palabras que dibujan el canto y el éxtasis de sus nacimientos. Allí en el holgado refugio del conocimiento de la memoria precolombina se vive un alimento fecundo en poesía, un instante del despertar en el preludio de la vida.

El teatro-danza ceremonial de la máscara mítica es un teatro de tierras olorosas preñadas de indio soñador de utopías. Se sostiene al filo de la ventana del olvido por una ceguera mezquina que rompe en mil pedazos la jícara del yajé de la poesía divina. La indiferencia perfora la huella de la memoria de un teatro de la vida, detiene y paraliza el vuelo del jaguar de la montaña. El teatro-danza ceremonial se niega a una muerte brutal y despiadada, se niega a no elevar a las estrellas el sueño que se viene a morir intacto. Es un infortunio que no se le permita despertar la vida en una sacudida mágica donde los dioses lleguen a defender el frenesí de éste canto del sol de los venados. La conquista persiste en sangrar los sueños con la vil usura del dinero, recinto de la cultura servil y agónica en que flota su soberbia, desprestigia la palabra de origen y eleva su necedad.

¡Te desmemoria el tiempo de la traición! ¡Te desmemoria el tiempo de la codicia! Narrados fueron los sucesos de la invasión. De gran entendimiento fueron los antiguos que con su palabra de corolas preñadas iluminaba la poesía a la orilla del río. Los dioses ahuyentan las grietas de la soledad mortal huérfana de la montaña, dioses de sueños colosales que han acariciado la palabra, por fortuna, para la poesía, morada dónde proseguir su viaje enmendando el murmullo de la memoria antigua. Se desliza los hilillos de las ramas de los árboles del viento, en su telaraña se ablanda el cielo rebozado de estrellas. La máscara soñada por los dioses en sus brazos febriles se desmorona sus esperanzas, en ella, se anudan los caminos de la trama que empuja la vida.

Astillado el sueño, iracundo suena el estrépito del viento, lanza su último grito en la travesía del firmamento vomitando la luna en la huella de arena. El viento avivó el plumaje de la tierra, cargó de maíz la ceremonia de los soles y agitó el tiempo de los grandes mitos. Preparado para la danza del vuelo primigenio, el viento divino atraviesa el silencio en un desgarrador y total olvido.

 

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