La Crisis del Régimen.

    Con el zarpe de la expedición libertadora del Perú terminó la hegemonía de la Logia Lautarina. Sus miembros, en su mayor parte militares, abandonaron el país y de hecho la sociedad murió por haber cumplido los objetivos políticos que la hablan originado.

    No por eso O'Higgins se liberó de influencias extrañas. Un nuevo personaje entró en escena para ejercerlas.  Fue José Antonio Rodríguez Aldea, cuya designación de Ministro de Hacienda, en mayo de 1822, significó una ingrata sorpresa para la opinión publica, que no podía olvidar sus actuaciones de auditor de guerra de Gainza y fiscal de la Audiencia de Marcó del Pont.   Era un sobresaliente jurista y un hombre de singular astucia y solapados recursos. Con suma habilidad fue apartando al Director de sus viejos amigos, enfriando en algunos, como Zenteno, la cordial relación o produciendo, como en el caso de Freire, la violenta ruptura.

    El Director, carente de intuición, acabó viendo en Rodríguez, su coterráneo, el único amigo fiel capaz de librarlo de las supuestas maniobras que en su contra fraguaban los magnates santiaguinos.   El aislamiento le impidió captar el juicio de la opinión pública y sus oidos recogieron sólo lo que pasó por el filtro del ministro omnipotente.  Este, entre tanto, se halló con carta blanca para actuar en el campo político y hasta para realizar sospechosas especulaciones en unión con el aventurero español Antonio Arcos.

    La sorda resistencia provocada por Rodríguez Aldea venia a sumarse a otros hechos lesivos de la popularidad de O'higgins. Se contó entre ellos el fusilamiento de José Miguel Carrera en Mendoza, en septiembre de 1821.

    Antes que arreciara la persecución a los carrerinos y murieran sus jefes, exacerbando así el odio de un partido de ramificaciones , el destierro del obispo de Santiago, José Santiago Rodríguez-Zorrilla, y de varios eclesiásticos realistas, después de Chacabuco, había ya provocado otro efecto desfavorable en la opinión pública. El Director pretendió entonces tomar sólo una medida de limpieza política, sin tocar para nada el orden propiamente religioso al que se mostró públicamente afecto,  pero los fieles miraron con desagrado el exilio de su pastor y cuando se le repuso en la sede, en agosto de 1822, le tributaron una calurosa bienvenida que importaba una censura al gobernante.

    A lo largo de ese año el malestar general fue cundiendo y O'Higgins y Rodríguez Aldea convinieron en la necesidad de dar la sensación de apertura a las libertades políticas, con el llamado a un Congreso y la dictación de una Constitución definitiva. En efecto, en julio de 1822 se inauguró una "Convención  preparatoria", ante la cual el Director Supremo presentó la renuncia de su cargo, que le fue rechazada. Algo después, en octubre, dicha asamblea prestó aprobación a una nueva Carta Política. Era obra omnipotente y en ella se fijaba el cargo de Director Supremo una duración de seis años, que podía prorrogarse por otros cuatro años,  y se tenía por primera elección la que recién había hecho el congreso al rechazar a O'Higgins su renuncia.

    La opinión pública estuvo lejos de ser ganada con estos nuevos pasos. Muy luego se entero que el gobierno había dirigido la elección de los diputados a través de las autoridades locales y a sus ojos la renuncia y confirmación de O'Higgins en el cargo aparecieron como una mascarada grotesca. El intento, en fin, de extender su mandato por otros diez años, colmó la medida.

    El intendente de Concepción, Ramón Freire, denunció en público el origen espúrio de la asamblea y negó toda autoridad a sus acuerdos. En la provincia de Coquimbo se produjo una reacción análoga. De uno y otro extremo del país confluyeron tropas a Santiago con el visible ánimo de deponer al gobierno. La guerra civil estaba en las puertas.

    Rodríguez Aldea vio las cosas perdidas y elevó su dimisión. O'Higgins, por su parte, comprendió, aunque tarde, toda la gravedad de la hora y en su anhelo de evitar la efusión de sangre y el desborde de la anarquía envió emisarios a Freire, ofreciendo su retiro del mando y la convocatoria libre de un Congreso.

    Un cabildo abierto reunido el 28 de enero de 1823, dió a conocer al Director Supremo la voluntad de la aristocracia de que abandonara el poder, como medio de evitar la guerra civil. Se avino, pues, a abdicar en manos de una Junta que fue elegida de inmediato y que quedó integrada por Agustín de Eyzaguirre, Fernando Errázuriz y José Miguel Infante. Debía ella convocar a un congreso encargado de resolver en definitiva acerca del gobierno del país.

    O'Higgins se estableció en Perú, en la hacienda de Montalván, en el valle de Cañete, que el gobierno peruano le habla donado en reconocimiento de su importante cooperación a la independencia del país. Muere en Lima el 23 de Octubre de 1823.

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