El anarquismo ha sido mucho tiempo víctima de un descreimiento que no merecía. De una injusticia que se manifestó bajo tres formas:
En primer lugar, sus difamadores sostienen que el anarquismo habría muerto. No habría resistido las grandes pruebas revolucionarias de nuestro tiempo: la Revolución rusa, la Revolución española. Ya no tendría sitio en el mundo moderno, caracterizado por la centralización, las
grandes unidades políticas y económicas, el concepto totalitario. Según la expresión de Víctor Serfe, a los anarquistas no les quedaría más que “retomar por la fuerza de las cosas el marxismo revolucionario”. Además, su detractores nos proponen, para desacreditarlo mejor, una visión
absolutamente tendenciosa de su doctrina. El anarquismo sería esencialmente individualista, particularista, rebelde a toda forma de organización. Apuntaría al fraccionamiento, al desmenuzamiento, al repliegue sobre sí mismas de las unidades locales de administración y de producción. No sería apto para la unidad, para la centralización, para la planificación. Tendría nostalgia de la “edad de oro”. Tendería a resucitar formas periclitadas de la sociedad. Pecaría de un optimismo infantil; su “idealismo” no tendría en cuenta las sólidas realidades de la infraestructura material.
Finalmente algunos de sus comentaristas se toman el cuidado de dejar en el olvido, de no dar muy sonora publicidad sino a sus desviaciones más discutibles y, en todo caso, menos actuales, tales como el terrorismo, el atentado individual, la propaganda con explosivos. Al revisar ese proceso no intento únicamente reparar retrospectivamente una triple injusticia, ni hacer gala de erudición. Me parece que, efectivamente las ideas constructivas de la “anarquía” siguen vivas,
que pueden, a condición de ser reexaminadas y filtradas, ayudar al pensamiento socialista contemporáneo a tomar nuevo impulso.
El anarquismo del siglo XIX se distingue netamente del anarquismo del siglo XX. El anarquismo del siglo XX es esencialmente doctrinario. Aunque Proudhon haya estado más o menos integrado a la revolución de 1848, y los discípulos de Bakunin no hayan sido totalmente extraños a la Comuna de
París, estas dos revoluciones del siglo XIX no fueron en su esencia revoluciones libertarias, sino más bien, en cierto modo, revoluciones “jacobinas”. El siglo XX, por el contrario es, para los anarquistas, el de la práctica revolucionaria. Desempeñaron un papel activo en las dos revoluciones rusas y más aún en la Revolución española.
El estudio de la doctrina anarquista auténtica, tal y como se formó en el siglo XIX, pone al descubierto que la Anarquía no es ni desorganización, ni desorden, ni desmenuzamiento, sino la búsqueda de la verdadera organización, de la verdadera unidad, del verdadero orden, de la verdadera centralización, que no puede residir ni en la autoridad, ni en la coerción, ni en un impulso ejercido de arriba abajo, sino en la asociación libre, espontánea, federalista, que asciende de lo bajo hacia lo alto. En cuanto al estudio de las revoluciones de Rusia y España y del papel que en ellas tuvieron los anarquistas, demuestra que, a la inversa de la leyenda
inexacta acreditada por algunos, aquellas grandes y trágicas experiencias dan la razón en gran parte al socialismo libertario en contra del socialismo que yo llamaría “autoritario”. En la cincuentena de años que sigue a la Revolución rusa y la treintena de años que sigue a la Revolución española, el pensamiento socialista de todo el mundo ha permanecido más o menos obnubilado por una caricatura del marxismo, atiborrado de sus dogmas. En particular, aunque la
querella intestina entre Trotski y Stalin, hoy conocida mejor por el lector de vanguardia, contribuyó a sacar al marxismo-leninismo de un conformismo esterilizante no hizo, sin embargo, toda luz sobre la Revolución rusa, porque no apuntó -porque no podía apuntar- al fondo del problema.
Para Volin, historiador libertario de la Revolución rusa, hablar de una “traición” a la Revolución, como hace Trotski es una explicación insuficiente: ¿Cómo pudo ser posible esa traición tras una victoria revolucionaria tan hermosa como completa? Esta es la verdadera pregunta (...). Lo que Trotski llama traición es, en realidad, el efecto inevitable de una lenta degeneración debida a métodos falsos (...). La degeneración de la Revolución (...) fue la que
trajo a Stalin y no fue Stalin el que hizo degenerar la Revolución. ¿Acaso Trotski -pregunta Volin- no hubiera podido “explicar” el verdadero drama, puesto que él mismo junto con Lenin había contribuido a desarmar a las masas?.
Es discutible la afirmación del malogrado Isaac Deutscher, según la cual la controversia Trotski-Stalin va a “proseguir y repercutir durante todo el siglo”. El debate a abrir y a proseguir no es el de los sucesores de Lenin, ya superado, sino el que enfrenta socialismo autoritario y socialismo libertario. El anarquismo salió hace poco del cono de sombra al que lo relegaban sus adversarios. El ejemplo de Yugoslavia, particularmente, en su intento de levantar
el cerco de hierro de un sistema económico demasiado centralizado y burocrático, al redescubrir los escritos de Proudhon, es un síntoma, entre otros, de esta resurrección.
En la búsqueda de sus formas más eficientes se ofrecen a los hombres de hoy, apasionados por la emancipación social, los materiales de un nuevo examen. Y quizá de una síntesis, a la vez posible y necesaria entre dos pensamientos igualmente fecundos: el de Marx y Engels y el de Proudhon y Bakunin. Pensamientos, por otra parte, contemporáneos en su floración, y menos distantes entre sí de lo que podría creerse: Errico Malatesta, el gran teórico y luchador anarquista italiano, observó que casi toda la literatura anarquista del siglo XIX estaba impregnada de marxismo. Y a la inversa, el pensamiento de Proudhon y Bakunin contribuyó en no poca medida a enriquecer el marxismo.