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Marxismo
desde el Estado español,
la
web de Izquierda Revolucionaria
El origen de la familia,
la propiedad privada y el estado
por Federico Engels
Prefacio a la primera edición (1884)
Las siguientes páginas vienen a ser, en cierto sentido, la ejecución
de un testamento. Carlos Marx se disponía a exponer personalmente
los resultados de las investigaciones de Morgan en relación con
las conclusiones de su (hasta cierto punto, puedo decir nuestro) análisis
materialista de la historia, para esclarecer así, y sólo
así, todo su alcance. En América, Morgan descubrió
de nuevo, y a su modo, la teoría materialista de la historia, descubierta
por Marx cuarenta años antes, y, guiándose de ella, llegó,
al contraponer la barbarie y la civilización, a los mismos resultados
esenciales que Marx. Señalaré que los maestros de la ciencia
"prehistórica" en Inglaterra procedieron con el "Ancient Society"
de Morgan del mismo modo que se comportaron con "El Capital" de Marx los
economistas gremiales de Alemania, que estuvieron durante largos años
plagiando a Marx con tanto celo como empeño ponían en silenciarlo.
Mi trabajo sólo medianamente puede remplazar al que mi difunto amigo
no logró escribir. Sin embargo, tengo a la vista, junto con extractos
detallados que hizo de la obra de Morgan, glosas críticas que reproduzco
aquí, siempre que cabe.
Según la teoría materialista, el factor decisivo
en la historia es, en fin de cuentas, la producción y la reproducción
de la vida inmediata. Pero esta producción y reproducción
son de dos clases. De una parte, la producción de medios de existencia,
de productos alimenticios, de ropa, de vivienda y de los instrumentos que
para producir todo eso se necesitan; de otra parte, la producción
del hombre mismo, la continuación de la especie. El orden social
en que viven los hombres en una época o en un país dados,
está condicionado por esas dos especies de producción: por
el grado de desarrollo del trabajo, de una parte, y de la familia, de la
otra. Cuanto menos desarrollado está el trabajo, más restringida
es la cantidad de sus productos y, por consiguiente, la riqueza de la sociedad,
con tanta mayor fuerza se manifiesta la influencia dominante de los lazos
de parentesco sobre el régimen social. Sin embargo, en el marco
de este desmembramiento de la sociedad basada en los lazos de parentesco,
la productividad del trabajo aumenta sin cesar, y con ella se desarrollan
la propiedad privada y el cambio, la diferencia de fortuna, la posibilidad
de emplear fuerza de trabajo ajena y, con ello, la base de los antagonismos
de clase: los nuevos elementos sociales, que en el transcurso de generaciones
tratan de adaptar el viejo régimen social a las nuevas condiciones
hasta que, por fin, la incompatibilidad entre uno y otras no lleva a una
revolución completa. La sociedad antigua, basada en las uniones
gentilicias, salta al aire a consecuencia del choque de las clases sociales
recien formadas; y su lugar lo ocupa una sociedad organizada en Estado
y cuyas unidades inferiores no son ya gentilicias, sino unidades territoriales;
se trata de una sociedad en la que el régimen familiar está
completamente sometido a las relaciones de propiedad y en la que se desarrollan
libremente las contradicciones de clase y la lucha de clases, que constituyen
el contenido de toda la historia escrita hasta nuestros dias.
El gran mérito de Morgan consiste en haber encontrado en
las uniones gentilicias de los indios norteamericanos la clave para descifrar
importantísimos enigmas, no resueltos aún, de la historia
antigua de Grecia, Roma y Alemania. Su obra no ha sido trabajo de un día.
Estuvo cerca de cuarenta años elaborando sus datos hasta que consiguió
dominar por completo la materia. Y su esfuerzo no ha sido vano, pues su
libro es uno de los pocos de nuestros días que hacen época.
En lo que a continuación expongo, el lector distinguirá
fácilmente lo que pertenece a Morgan y lo que he agregado yo. En
los capítulos históricos consagrados a Grecia y a Roma no
me he limitado a reproducir la documentación de Morgan y he añadido
todos los datos de que yo disponía. La parte que trata de los celtas
y de los germanos es mía, esencialmente, pues los documentos de
que Morgan disponía al respecto eran de segunda mano y en cuanto
a los germanos, aparte de lo que dice Tácito, únicamente
conocía las pésimas falsificaciones liberales del señor
Freeman. La argumentación económica he tenido que rehacerla
por completo, pues si bien era suficiente para los fines que se proponía
Morgan, no bastaba en absoluto para los que perseguía yo. Finalmente,
de por sí se desprende que respondo de todas las conclusiones hechas
sin citar a Morgan.
Prefacio a la cuarta edición (1891)
Las ediciones precedentes, de las que se hicieron grandes tiradas, agotáronse
hará cosa de unos seis meses, por lo que el editor venía
dese hace tiempo rogándome que preparase una nueva. Trabajos más
urgentes me han impedido hacerlo hasta ahora. Desde que apareció
la primera edición han trasncurrido ya siete años, en los
que el estudio de las formas primitivas de la familia ha logrado grandes
progresos. Por ello ha sido necesario corregir y aumentar minuciosamente
mi obra, con mayor razón porque se piensa estereotipar el libro
y ello me privará, por algún tiempo, de toda posibilidad
de corregirlo.
Como digo, he revisado atentamente todo el texto y he introducido
en él adiciones en las que confío haber tenido en cuenta,
debidamente, el actual estado de la ciencia. Además, hago en este
prólogo una breve exposición del desarrollo de la historia
de la familia desde Bachofen hasta Morgan; he procedido a ello, ante todo,
porque la escuela prehistórica inglesa, que tiene un marcado matiz
chovinista, continúa haciendo todo lo posible para silenciar la
revolución que los descubrimientos de Morgan han producido en las
nociones de la historia primitiva, aunque no siente el menor escrúpulo
cuando se apropia los resultados obtenidos por Morgan. Por cierto, también
en otros países se sigue con excesivo celo, en algunos casos, este
ejemplo dado por los ingleses.
Mi obra ha sido traducida a varios idiomas. En primer lugar, al
italiano: "L'origine della famiglia, della propietá privata e dello
stato, versione riveduta dall'autore, di Pasquale Martignetti, Benevento,
1855. Luego apareció la traducción rumana: "Origina familei,
propietatei private si a statului, traducere de Joan Nadejde", publicada
en la revista de Jassi Contemporanul desde septiembre de 1885 hasta mayo
de 1886. Luego al dinamarqués: "Familjens, privatejendommens og
Statens Oprindelse, Dansk, af Forffatteren gennemgaet Udgave, besörget
of Gerson Tier, Köbenhavn, 1888. Está imprimiéndose
una traducción francesa de Henri Ravé según esta edición
alemana.
* * *
Hasta 1860 ni siquiera se podía pensar en una historia
de la familia. Las ciencias históricas hallábanse aún,
en este dominio, bajo la influencia de los cinco libros de Moisés.
La forma patriarcal de la familia, pintada en esos cinco libros con mayor
detalle que en ninguna otra parte, no sólo era admitida sin reservas
como la más antigua, sino que se la identificaba -descontando la
poligamia- con la familia burguesa de nuestros días, de modo que
parecía como si la familia no hubiera tenido ningún desarrollo
histórico; a lo sumo se admitía que en los tiempos primitivos
podía haber habido un período de promiscuidad sexual. Es
cierto que aparte de la monogamia se conocía la poligamia en Oriente
y la poliandría en la India y en el Tíbet; pero estas tres
formas no podían ser ordenadas históricamente de modo sucesivo,
sino que figuraban unas junto a otras sin guardar ninguna relación.
También es verdad que en algunos pueblos del mundo antiguo y entre
algunas tribus salvajes aun existentes la descendencia se cuenta por línea
materna, y no paterna, siendo aquélla la única válida,
y que en muchos pueblos contemporáneos se prohibe el matrimonio
dentro de determinados grupos más o menos grandes -por aquel entonces
aún no estudiados de cerca-, dándose este fenómeno
en todas las partes del mundo; estos hechos, ciertamente, eran conocidos
y cada día se agregaban a ellos nuevos ejemplos. Pero nadie sabía
cómo abordarlos e incluso en la obra de E. B. Tylor "Investigaciones
de la Historia primitiva de la Humanidad, etc" (1865) figuran como "costumbres
raras", al lado de la prohibición vigente en algunas tribus salvajes
de tocar la leña ardiendo con cualquier instrumento de hierro y
otras futilezas religiosas semejantes.
El estudio de la historia de la familia comienza en 1861, con
el "Derecho materno" de Bachofen. El autor formula allí las siguientes
tesis: 1) primitivamente los seres humanos vivieron en promiscuidad sexual,
a la que Bachofen da, impropiamente, el nombre de heterismo; 2) tales relaciones
excluyen toda posibilidad de establecer con certeza la paternidad, por
lo que la filiación sólo podía contarse por línea
femenina, según el derecho materno; esto se dio entre todos los
pueblos antiguos; 3) a consecuencia de este hecho, las mujeres, como madres,
como únicos progenitores conocidos de la joven generación,
gozaban de un gran aprecio y respeto, que llegaba, según Bachofen,
hasta el dominio femenino absoluto (ginecocracia); 4) el paso a la monogamia,
en la que la mujer pertenece a un solo hombre, encerraba la transgresión
de una antiquísima ley religiosa (es decir, el derecho inmemorial
que los demás hombres tenían sobre aquella mujer), transgresión
que debía ser castigada o cuya tolerancia se resarcía con
la posesión de la mujer por otros durante determinado período.
Bachofen halló las pruebas de estas tesis en numerosas
citas de la literatura clásica antigua, reunidas por él con
singular celo. El paso del "heterismo" a la monogamia y del derecho materno
al paterno se produce, según Bachofen -concretamente entre los griegos-,
a consecuencia del desarrollo de las concepciones religiosas, a consecuencia
de la introducción de nuevas divinidades, que representan ideas
nuevas, en el grupo de los dioses tradicionales, encarnación de
las viejas ideas; poco a poco los viejos dioses van siendo relegados a
segundo plano por los primeros. Así, pues, según Bachofen
no fue el desarrollo de las condiciones reales de existencia de los hombres,
sino el reflejo religioso de esas condiciones en el cerebro de ellos, lo
que determinó los cambios históricos en la situación
social recíproca del hombre y de la mujer. En correspondencia con
esta idea, Bachofen interpreta la "Orestiada" de Esquilo como un cuadro
dramático de la lucha entre el derecho materno agonizante y el derecho
paterno, que nació y logró la victoria sobre el primero en
la época de las epopeyas. Llevada de su pasión por su amante
Egisto, Clitemnestra mata a Agamenón, su marido, al regresar éste
de la guerra de Troya; pero Orestes, hijo de ella y de Agamenón,
venga al padre quitando la vida a su madre. ello hace que se vea perseguido
por las Erinias, seres demoníacos que protegen el derecho materno,
según el cual el matridicio es el más grave e imperdonable
de los crímenes. Pero Apolo, que por mediación de su oráculo
ha incitado a Orestes a matar a su madre, y Atenea, que interviene como
juez (ambas divinidades representan aquí el nuevo derecho paterno),
defienden a Orestes. Atenea escucha a ambas partes. Todo el litigio está
resumido en la discusión que sostienen Orestes y las Erinias. Orestes
dice que Clitemnestra ha cometido un crimen doble por haber matado a su
marido y padre de su hijo. ¿Por qué las Erinias le persiguen
a él, cuando ella es mucho más culpable? La respuesta es
sorprendente:
"No estaba unida por los vínculos de la sangre al hombre
a quien ha matado".
El asesinato de una persona con la que no se está ligado
por lazos de sangre, incluso si es el marido de la asesina, puede expiarse
y no concierne en lo más mínimo a las Erinias. La misión
que a ellas corresponde es perseguir el homicidio entre consanguíneos,
y el peor de estos crímenes, el único imperdonable, según
el derecho materno, es el matricidio. Pero aquí interviene Apolo,
el defensor de Orestes. Atenea somete el caso al areópago, el tribunal
jurado de Atenas; hay el mismo número de votos en pro de la absolución
y en pro de la condena; entonces Atenea, en calidad de presidente del Tribunal,
vota en favor de Orestes y lo absuelve. El derecho paterno obtiene la victoria
sobre el materno, los "dioses de la nueva generación", según
se expresan las propias Erinias, vencen a éstas, que, al fin y a
la postre, se resignan a ocupar un puesto diferente al que han venido ocupando
y se ponen al servicio del nuevo orden de cosas.
Esta nueva y muy acertada interpretación de la "Orestiada"
es uno de los más bellos y mejores pasajes del libro de Bachofen,
pero al mismo tiempo es la prueba de que Bachofen cree, como en su tiempo
Esquilo, en las Erinias, en Apolo y en Atenea, es decir, cree que estas
divinidades realizaron en la época heroica griega el milagro de
echar abajo el derecho materno y de sustituirlo por el paterno. Es evidente
que tal concepción, que estima la religión como la palanca
decisiva de la historia mundial, se reduce, en fin de cuentas, al más
puro misticismo. Por ello, estudiar a fondo el voluminoso tomo de Bachofen
es una labor ardua y, en muchos casos, poco provechosa. Sin embargo, lo
dicho no disminuye su mérito como investigador que ha abierto una
nueva senda, ya que ha sido el primero en sustituir las frases acerca de
aquel ignoto estadio primitivo con promiscuidad sexual por la demostración
de que en la literatura clásica griega hay muchas huellas de que
entre los griegos y entre los pueblos asiáticos existió,
en efecto, antes de la monogamia, un estado social en el que no solamente
el hombre mantenía relaciones sexuales con varias mujeres, sino
que también la mujer mantenía relaciones sexuales con varios
hombres, sin faltar por ello a los hábitos establecidos. Bachofen
probó que este uso no desapareció sin dejar huellas bajo
la forma de la necesidad, para la mujer, de entregarse por un período
determinado a otros hombres, entrega que era el precio de su derecho al
matrimonio único; que, por tanto, primitivamente no podía
contarse la descendencia sino en línea femenina, de madre a madre;
que esta validez exclusiva de la filiación femenina se mantuvo largo
tiempo, incluso en el período de la monogamia con la paternidad
establecida, o por lo menos, reconocida; y, por último, que esta
situación primitiva de las madres, como únicos genitores
ciertos de sus hijos, aseguró a aquéllas y, al mismo tiempo,
a las mujeres en general, una posición social más elevada
de la que desde entonces acá nunca han tenido. Es cierto que Bachofen
no emitió esos principios con tanta claridad, por impedírselo
el misticismo de sus concepciones; pero los demostró, y ello, en
1861, fue toda una revolución.
El voluminoso tomo de Bachofen estaba escrito en alemán,
es decir, en la lengua de la nación que menos se interesaba entonces
por la prehistoria de la familia contemporánea. Por eso permaneció
casi ignorado. El más inmediato sucesor de Bachofen en este terreno
entró en escena en 1865, sin haber oído hablar de él
nunca jamás.
Este sucesor fue J. F. MacLennan, el polo opuesto de su precedesor.
En lugar de místico genial, tenemos aquí a un árido
jurisconsulto; en vez de una exultante y poética fantasía,
las plausibles combinaciones de un alegato de abogado. MacLennan encuentra
en muchos pueblos salvajes, bárbaros y hasta civilizados de los
tiempos antiguos y modernos, una forma de matrimonio en que el novio, solo
o asistido por sus amigos, está obligado a arrebatar su futura esposa
a sus padres, simulando un rapto por violencia. Esta usanza debe ser vestigio
de una costumbre anterior, por la cual los hombres de una tribu adquirían
mujeres tomándolas realmente por la fuerza en el exterior, en otras
tribus. Pero ¿cómo nació ese "matrimonio por rapto"?.
Mientras los hombres pudieron hallar en su propia tribu suficientes mujeres,
no había ningún motivo para semejante procedimiento. Por
otra parte, con frecuencia no menor encontramos en pueblos no civilizados
ciertos grupos (que en 1865 aún solían identificarse con
las tribus mismas) en el seno de los cuales estaba prohibido el matrimonio,
viéndose obligados los hombres a buscar esposas y las mujeres esposos
fuera del grupo; mientras tanto, en otros pueblos existe una costumbre
en virtud de la cual los hombres de cierto grupo vienen obligados a tomar
mujeres sólo en el seno de su mismo grupo. MacLennan llama "tribus"
exógamas a los primeros, endógamas a los segundos, y a renglón
seguido y sin más circunloquios señala que existe una antítesis
bien marcada entre las "tribus" exógamas y endógamas. Y aún
cuando sus propias investigaciones acerca de la exogamia le meten por los
ojos el hecho de que esa antítesis en muchos, si no en la mayoría
o incluso en todos los casos, existe solamente en su imaginación,
no por eso deja de tomarla como base de toda su teoría. Según
esta, las tribus exógamas no pueden tomar mujeres sino de otras
tribus, cosa que, dada la guerra permanente entre las tribus, tan propia
del estado salvaje, sólo puede hacerse mediante el rapto.
MacLennan plantea más adelante: ¿De dónde
proviene esa costumbre de la exogamia? A su parecer, nada tienen que ver
con ella las ideas de la consanguinidad y del incesto, nacidas mucho más
tarde. La causa de tal usanza pudiera ser la costumbre muy difundida entre
los salvajes, de matar a las niñas enseguida que nacen. De eso resultaría
un excedente de hombres en cada tribu tomada por separado, siendo la inmediata
consecuencia de ello que varios hombres tendrían en común
una misma mujer, es decir, la poliandría. De aquí se desprende,
a su vez, que se sabía quien era la madre del niño, pero
no quién era su padrea; por ello la ascendencia sólo se contaba
en línea materna, y no paterna (derecho materno). Y otra consecuencia
de la escasez de mujeres en el seno de la tribu, escasez atenuada, pero
no suprimida, por la poliandría, era precisamente el rapto sistemático
de mujeres de tribus extrañas. "Desde el momento en que la exogamia
y la poliandria proceden de una sola causa, del desequilibrio numérico
entre los sexos, debemos considerar que entre todas las razas exogámicas
ha existido primitivamente la poliandría... Y por esto debemos teber
por indiscutible que entre las razas exógamas el primer sistema
de parentesco era aquel que sólo reconocía el vínculo
de la sangre por el lado materno". (MacLennan, "Estudios de Historia Antigua,
1886; matrimonio primitivo", pág. 124).
El mérito de MacLennan consiste en haber indicado la difusión
general y la gran importancia de lo que él llama exogamia. En cuanto
al hecho de la existencia de grupos exógamos, no lo ha descubierto,
y menos todavía lo ha comprendido. Sin hablar ya de las noticias
anteriores y sueltas de numerosos observadores -precisamente las fuentes
donde ha bebido MacLennan-, Latham había descrito con mucha exactitud
y precisión ("Etnología descriptiva", 1859) ese fenómeno
entre los magars de la India y había dicho que estaba universalmente
difundido y se encontraba en todas las partes del mundo. Este pasaje lo
cita el propio MacLennan. Además, también nuestro Morgan
había observado y descrito perfectamente en 1847, en sus cartas
acerca de los iroqueses ("American Review"), y en 1851, en su "La Liga
de los Iroqueses", este mismo fenómeno, mientras que el ingenio
triquiñuelista de MacLennan ha introducido aquí una confusión
mucho mayor que la aportada por la fantasía mística de Bachofen
en el terreno del derecho materno. Otro mérito de MacLennan consiste
en haber reconocido como primario el orden de descendencia con arreglo
al derecho materno, aunque también aquí se le adelantó
Bachofen, según lo confiesa aquél más tarde. Pero
tampoco aquí ve claras las cosas, pues habla sin cesar de "parentesco
en línea femenina solamente" ("kinship through females only"), empleando
continuamente esta expresión, exacta para un período anterior,
en el análisis de fases del desarrollo más tardías
en que, si bien es cierto que la filiación y el derecho de herencia
siguen contándose exclusivamente según la línea materna,
el parentesco por línea paterna está ya reconocido y fijado.
Observamos aquí la estrechez de criterio del jurisconsulto, que
se forja un término jurídico fijo y continúa aplicándolo,
sin modificarlo, a circunstancias para las que es ya inservible.
Parece ser que, a pesar de su verosimilitud, la teoría
de MacLennan pareciole a su autor no muy bien asentada. Por lo menos, le
llama la atención el "hecho, digno de ser notado, de que la forma
de rapto (simulado) de las mujeres se observe marcada y nítidamente
entre los pueblos en que predomina el parentesco masculino (es decir, la
descendencia en línea paterna)" (pág. 140). Más adelante
dice: "Es muy extraño que, según las noticias que poseemos,
el infanticidio no se practique por sistema allí donde coexisten
la exogamia y la más antigua forma de parentesco" (pág. 146).
Estos dos hechos rebaten directamente su manera de explicar las cosas,
y MacLennan no puede oponerle sino nuevas hipótesis más embrolladas
aún.
Sin embargo, su teoría fue acogida en Inglaterra con gran
aprobación y simpatía. MacLennan fue considerado aquí
por todo el mundo como el fundador de la historia de la familia y como
la primera autoridad en la materia. Su antítesis entre las "tribus"
exógamas y endógamas continuó siendo, a pesar de ciertas
excepciones y modificaciones comprobadas, la base reconocida de las opiniones
dominantes y se trocó en las anteojeras que impedían ver
libremente el terreno explorado y, por consiguiente, todo progreso decisivo.
Ante la exageración de los méritos de MacLennan, hoy costumbre
en Inglaterra y, siguiendo a ésta, fuera de ella, debemos señalar
que con su antítesis de "tribus" exógamas y endógamas,
basada en la más pura confusión, ha causado más daño
que servicios ha prestado con sus investigaciones.
Entretanto, pronto empezaron a ser conocidos hechos que ya no
cabían en el frágil molde de su teoría. MacLennan
sólo conocía tres formas de matrimonio: la poligamia, la
poliandría y la monogamia. Pero así que se centró
la atención en este punto, se hallaron pruebas, cada vez más
numerosas, de que entre los pueblos no desarrollados existían otras
formas de matrimonio, en las que varios hombres tenían en común
varias mujeres; y Lubbock ("El origen de la civilización", 1870
reconoció como un hecho histórico este matrimonio por grupos
(Communal marriage).
Poco después (en 1871) apareció en escena Morgan,
con documentos nuevos y decisivos desde muchos puntos de vista. Habíase
convencido de que el sistema de parentesco propio de los iroqueses, y vigente
aún entre ellos, era común a todos los aborígenes
de los Estados Unidos, es decir, que estaba difundido en un continente
entero, aun cuando se encuentra en contradicción formal con los
grados de parentesco que resultan del sistema conyugal allí imperante.
Incitó entonces al gobierno federal americano a que recogiese informes
acerca del sistema de parentesco de los demás pueblos, según
un formulario y unos cuadros confeccionados por él mismo. Y de las
respuestas dedujo: 1) que el sistema de parentesco indoamericano estaba
igualmente en vigor en Asia y, bajo una forma poco modificada, en muchas
tribus de Africa y Australia; 2) que este sistema tenía su más
completa explicación en una forma de matrimonio por grupos que se
hallaba en proceso de extinción en Hawaí y en otras islas
australianas, 3) que en estas mismas islas existía, junto a esa
forma de matrimonio, un sistema de parentesco que sólo podía
explicarse mediante una forma, desaparecida hoy, de matrimonio por grupos
más primitivo aún.
Morgan publicó las noticias reunidas y las conclusiones
deducidas de ellas en su "Sistemas de consanguinidad y afinidad", en 1871,
y llevó así la discusión a un terreno infinitamente
más amplio. Tomando como punto de partida los sistemas de parentesco
y reconstituyendo las formas de familia a ellos correspondientes, abrió
nuevos caminos a la investigación y dio la posibilidad de ver mucho
más lejos en la prehistoria de la humanidad. De haber sido aceptado
este método, las frágiles construcciones de MacLennan hubieran
quedado reducidas a polvo.
MacLennan salió en defensa de su teoría con una
nueva edición del "Matrimonio primitivo (Estudios de Historia Antigua,
1876)". Aunque él mismo construye la historia de la familia basándose
en simples hipótesis y de una manera artificial en extremo, exige
a Lubbock y a Morgan, no sólo la prueba de cada una de sus aseveraciones,
sino pruebas irrefutables, las únicas admitidas en los tribunales
de justicia escoceses. ¡Y eso lo hace un hombre quien, apoyándose
en el íntimo parentesco entre el tio materno y el sobrino en los
germanos (Tácito: Germania, cap. XX), en el relato de César
de que los bretones tienen sus mujeres en común por grupos de diez
o doce, y en todas las demás relaciones que los autores antiguos
hacen de las mujeres entre los bárbaros, deduce sin vacilación
que la poliandría ha reinado en todos esos pueblos! Parece que se
está oyendo a un fiscal que se toma entera libertad para amañar
sus conclusiones y exige, en cambio, al defensor la prueba más formal
y más jurídicamente valedera de cada palabra que éste
pronuncie.
Afirma que el matrimonio por grupos es pura invención,
y queda, así, muy por debajo de Bachofen. Según él,
los sistemas de parentesco de Morgan no son sino simplemente fórmulas
de cortesía social, demostradas por el hecho de que al dirigir los
indios la palabra hasta a un extranjero, a un blanco, lo tratan de hermano
o de padre. Esto es lo mismo que si se quisiera asegurar que las palabras
padre, madre, hermano y hermana son puras fórmulas de apóstrofe
sin significación, porque a los sacerdotes y a las abadesas católicas
se los saluda igualmente con los nombres de padre y madre, y porque los
frailes y las monjas, lo mismo que los masones y los miembros de los sindicatos
ingleses, se tratan entre sí de hermanos y hermanas en sus reuniones
solemnes. En una palabra, la defensa de MacLennan no pudo ser más
floja.
Pero quedaba un punto en el que era invulnerable. Su antítesis
de las "tribus" exógamas y endógamas, base de su sistema,
lejos de vacilar, se reconocía universalmente como el fundamento
de toda la historia de la familia. Se admitía que el intento de
demostrar esta antítesis hecho por MacLennan era insuficiente y
estaba en contradicción con los datos por él mismo aportados.
Pero se consideraba como un evangelio indiscutible la antítesis
misma, la existencia de dos tipos, exclusivos entre sí, de tribus
autónomas e independientes, de los cuales uno tomaba sus mujeres
en la misma tribu, mientras que al otro le estaba eso terminantemente prohibido.
Consúltese, por ejemplo, "Orígenes de la familia", de Giraud-Teulon
(1874), y aun la obra de Lubbock "El origen de la civilización"
(4ª edición, 1882).
Aparece luego el trabajo fundamental de Morgan, "La Sociedad Antigua"
(1877), que forma la base de la obra que ofrezco al lector. Aquí
Morgan desarrolla con plena nitidez lo que en 1871 conjeturaba vágamente.
La endogamia y la exogamia no forman ninguna antítesis; la existencia
de "tribus" exógamas no está demostrada hasta ahora en ninguna
parte. Pero, en la época en que aún dominaba el matrimonio
por grupos -que, según toda verosimilitud, ha existido en tiempos
en todas partes-, la tribu se escindió en cierto número de
grupos, de gens consanguíneas por línea materna, en el seno
de las cuales estaba rigurosamente prohibido el matrimonio, de tal suerte
que los hombres de una gens, si bien es verdad que podían tomar
mujeres en la tribu, y las tomaban efectivamente en ella, venían
obligados a tomarlas fuera de su propia gens. De este modo, si la gens
era estrictamente exógama, la tribu que comprendía la totalidad
de las gens era endógama en la misma medida. Esta circunstancia
dio al traste con los restos de las sutilezas de MacLennan.
Pero Morgan no se limitó a esto. La gens de los indios
americanos le sirvió, además, para dar un segundo y decisivo
paso en la esfera de sus investigaciones. En esa gens, organizada según
el derecho materno, descubrió la forma primitiva de donde salió
la gens ulterior, basada en el derecho paterno, la gens tal como la encontramos
en los pueblos civilizados de la antiguedad. La gens griega y romana, que
había sido hasta entonces un enigma para todos los historiadores,
quedó explicada partiendo de la gens india, y con ello se dio una
base nueva para el estudio de toda la historia primitiva.
El descubrimiento de la primitiva gens de derecho materno, como
etapa anterior a la gens de derecho paterno de los pueblos civilizados,
tiene para la historia primitiva la misma importancia que la teoría
de la evolución de Darwin para la biología, y que la teoría
de la plusvalía, enunciada por Marx, para la Economía política.
Este descubrimiento permitió a Morgan bosquejar por vez primera
una historia de la familia, donde, por lo menos en líneas generales,
quedaron asentados previamente, en cuanto lo permiten los datos actuales,
los estadios clásicos de la evolución. Para todo el mundo
está claro que con ello se inicia una nueva época en el estudio
de la prehistoria. La gens de derecho materno es hoy el eje alrededor del
cual gira toda esta ciencia; desde su descubrimiento, se sabe en qué
dirección encaminar las investigaciones y qué estudiar, así
como de qué manera de debe agrupar los resultados obtenidos. Por
eso hoy se hacen en este terreno progresos mucho más rápidos
que antes de aparecer el libro de Morgan.
También en Inglaterra todos los investigadores de la prehistoria
admiten hoy los descubrimientos de Morgan, aunque sería más
exacto decir que se han apropiado de ellos. Pero casi ninguno de estos
investigadores declara francamente que es a Morgan a quien debemos esa
revolución en las ideas. En Inglaterra se pasa en silencio su libro
siempre que es posible; en cuanto al propio autor, se limitan a condescendientes
elogios de sus trabajos anteriores; escarban con celo en pequeños
detalles de su exposición, pero silencian, contumaces, sus descubrimientos,
verdaderamente importantes. La primera edición de "Ancient Society"
se agotó; en América las publicaciones de este tipo se venden
mal; en Inglaterra parece que la publicación de este libro ha sido
saboteada sistemáticamente, y la única edición en
venta de esta obra, que forma época, es la traducción alemana.
¿Por qué esa reserva, en la cual es difícil
no advertir una conspiración del silencio, sobre todo si se toma
en cuenta las numerosas citas hechas por simple cortesía, y otras
pruebas de camaradería en que abundan las obras de nuestros reconocidos
investigadores de la prehistoria? ¿Quizá porque Morgan es
americano, y resulta muy duro para los historiadores ingleses, a pesar
del muy meritorio celo que ponen en acopiar documentos, tener que depender
en cuanto a los puntos de vista generales necesarios para ordenar y agrupar
los datos, en una palabra, en cuanto a sus ideas, de dos extranjeros de
genio, de Bachofen y de Morgan?. Aun pudiera pasar el alemán, pero
¡el americano!. En presencia de un americano vuélvese patriota
todo inglés; he visto en los Estados Unidos ejemplos graciosísimos.
Agrégese a esto que MacLennan fue, en cierto modo, proclamado oficialmente
el fundador y el jefe de la escuela prehistórica inglesa; que, hasta
cierto punto, en prehistoria se consideraba de buen tono no hablar sino
con el más profundo respeto de su alambicada construcción
histórica, que conducía desde el infanticidio a la familia
de derecho materno, pasando por la poliandría y el matrimonio por
rapto. Teníase como grave sacrilegio manifestar la menor duda acerca
de la existencia de "tribus" endógamas y exógamas que se
excluían absolutamente unas a otras; por tanto, Morgan, al disipar
como humo todos estos dogmas consagrados, cometió una especie de
sacrilegio. Además, los hacía desvanecerse con argumentos
cuya sola exposición bastaba para que todo el mundo los admitiese
como evidentes. Y los adoradores de MacLennan, que hasta entonces vacilaban,
perplejos, entre la exogamia y la endogamia, sin saber qué camino
tomar, casi se vieron obligados a darse de puñadas en la frente,
y exclamar: "¿Cómo hemos podido ser tan pazguatos para no
haber descubierto todo esto nosotros mismos hace mucho tiempo?".
Y como si tantos crímenes no fuesen aún suficientes
para que la escuela oficial diese fríamente la espalda a Morgan,
éste hizo desbordarse la copa, no sólo criticando, de un
modo que recuerda a Fourier, la civilización y la sociedad de la
producción mercantil, forma fundamental de nuestra sociedad presente,
sino hablando ademas de una transformación de esta sociedad en términos
que hubieran podido salir de labios de Carlos Marx. Por eso Morgan se llevó
su merecido cuando MacLennan le espetó indignado que el "método
histórico le es absolutamente antipático" y cuando el profesor
Giraud-Teulon se lo repitió en Ginebra, en 1884. Y, sin embargo,
el mismo señor Giraud-Teulon erraba impotentemente en 1874 ("Orígenes
de la familia") por el laberinto de la exogamia maclennanesca, ¡de
donde sólo Morgan había de sacarlo!.
Huelga detallar aquí los demás progresos que debe
a Morgan la prehistoria; en el curso de mi trabajo se hallará lo
que es preciso decir acerca de este asunto. Los catorce años transcurridos
desde que apareció su obra capital, han aumentado mucho el acervo
de nuestros datos históricos acerca de las sociedades humanas primitivas.
En adición a los antropólogos, viajeros e investigadores
profesionales de la prehistoria, han salido al palenque los representantes
de la jurisprudencia comparada, que han aportado nuevos datos y nuevos
puntos de vista. Algunas hipótesis de Morgan han llegado a bambolearse
y hasta a caducar. Pero los nuevos datos no han sustituido en parte alguna
por otras sus muy importantes ideas principales. El orden introducido por
él en la historia primitiva subsiste aún en lo fundamental.
Incluso puede afirmarse que este orden va siendo reconocido generalmente
en la misma medida en que se intenta ocultar quién es el autor de
este gran avance.
I. Estudios prehistóricos de la cultura
Morgan fue el primero que con conocimiento de causa trató de introducir
un orden preciso en la prehistoria de la humanidad, y su clasificación
permanecerá sin duda en vigor hasta que una riqueza de datos mucho
más considerable no obligue a modificarla.
De las tres épocas principales -salvajismo, barbarie, civilización-
sólo se ocupa, naturalmente, de las dos primeras y del paso a la
tercera. Subdivide cada una de estas dos estapas en los estadios inferior,
medio y superior, según los progresos obtenidos en la producción
de los medios de existencia, porque, dice: "La habilidad en esa producción
desempeña un papel decisivo en el grado de superioridad y de dominio
del hombre sobre la naturaleza: el hombre es, entre todos los seres, el
único que ha logrado un dominio casi absoluto de la producción
de alimentos. Todas las grandes épocas del progreso de la humanidad
coinciden, de manera más o menos directa, con las épocas
en que se extienden las fuentes de existencia". El desarrollo de la familia
se opera paralelamente, pero sin ofrecer indicios tan acusados para la
delimitación de los periodos.
I. SALVAJISMO
1. Estadio inferior. Infancia del género humano. Los hombres
permanecían aún en los bosques tropicales o subtropicales
y vivían, por lo menos parcialmente, en los árboles; esta
es la única explicación de que pudieran continuar existiendo
entre grandes fieras salvajes. Los frutos, las nueces y las raíces
servían de alimento; el principal progreso de esta época
es la formación del lenguaje articulado. Ninguno de los pueblos
conocidos en el período histórico se encontraba ya en tal
estado primitivo. Y aunque este periodo duró, probablemente, muchos
milenios, no podemos demostrar su existencia basándonos en testimonios
directos; pero si admitimos que el hombre procede del reino animal, debemos
aceptar, necesariamente, ese estado transitorio.
2. Estadio medio. Comienza con el empleo del pescado (incluimos
aquí también los crustaceos, los moluscos y otros animales
acuáticos) como alimento con el uso del fuego. Ambos fenómenos
van juntos, porque el pescado sólo puede ser empleado plenamente
como alimento gracias al fuego. Pero con este nuevo alimento los hombres
se hicieron independientes del clima y de los lugares; siguiendo el curso
de los ríos y las costas de los mares pudieron, aun en estado salvaje,
extenderse sobre la mayor parte de la Tierra. Los toscos instrumentos de
piedra sin pulimentar de la primitiva Edad de Piedra, conocidos con el
nombre de paleolíticos, pertenecen todos o la mayoría de
ellos a este período y se encuentran desparramados por todos los
continentes, siendo una prueba de esas emigraciones. La población
de nuevos lugares y el incansable y activo afán de nuevos descubrimientos,
vinculado a la posesión del fuego, que se obtenía por frotamiento,
condujeron al empleo de nuevos elementos, como las raíces y los
tubérculos farináceos, cocidos en ceniza caliente o en hornos
excavados en el suelo, y también la caza, que, con la invención
de las primeras armas -la maza y la lanza-, llegó a ser un alimento
suplementario ocasional. Jamás hubo pueblos exclusivamente cazadores,
como se dice en los libros, es decir, que vivieran sólo de la caza,
porque sus frutos son harto problemáticos. Por efecto de la constante
incertidumbre respecto a las fuentes de alimentación, parece ser
que la antropofagia nace en ese estadio para subsistir durante largo tiempo.
Los australianos y muchos polinesios se hallan hoy aún en ese estadio
medio del salvajismo.
3. Estadio superior. Comienza con la invención del arco
y la flecha, gracias a los cuales llega la caza a ser un alimento regular,
y el cazar, una de las ocupaciones normales. El arco, la cuerda y la flecha
forman ya un instrumento muy complejo, cuya invención supone larga
experiencia acumulada y facultades mentales desarrolladas, así como
el conocimiento simultáneo de otros muchos inventos. Si comparamos
los pueblos que conocen el arco y la flecha, pero no el arte de la alfarería
(con el que empieza, según Morgan, el tránsito a la barbarie),
encontramos ya algunos indicios de residencia fija en aldeas, cierta maestría
en la producción de medios de subsistencia: vasijas y trebejos de
madera, el tejido a mano (sin telar) con fibras de albura, cestos trenzados
con albura o con juncos, instrumentos de piedra pulimentada (neolíticos).
En la mayoría de los casos, el fuego y el hacha de piedra han producido
ya la piragua formada de un solo tronco de árbol y en ciertos lugares
las vigas y las tablas necesarias para construir viviendas. Todos estos
progresos los encontramos, por ejemplo, entre los indios del noroeste de
América, que conocen el arco y la flecha, pero no la alfarería.
El arco y la flecha fueron para el estadio salvaje lo que la espada de
hierro para la barbarie y el arma de fuego para la civilización:
el arma decisiva.
II. LA BARBARIE
1. Estadio inferior. Empieza con la introducción de la
alfarería. Puede demostrarse que en muchos casos y probablemente
en todas partes, nació de la costumbre de recubrir con arcilla las
vasijas de cestería o de madera para hacerlas retractarias al fuego;
y pronto se descubrió que la arcilla moldeada servía para
el caso sin necesidad de la vasija interior.
Hasta aquí hemos podido considerar el curso del desarrollo
como un fenómeno absolutamente general, válido en un período
determinado para todos los pueblos, sin distinción de lugar. Pero
con el advenimiento de la barbarie llegamos a un estadio en que empieza
a hacerse sentir la diferencia de condiciones naturales entre los
dos grandes continentes. El rasgo característico del período
de la barbarie es la domesticación y cría de animales y el
cultivo de las plantas. Pues bien; el continente oriental, el llamado mundo
antiguo, poseía casi todos los animales domesticables y todos los
cereales propios para el cultivo, menos uno; el continente occidental,
América, no tenía más mamíferos domesticables
que la llama -y aún así, nada más que en la parte
del Sur-, y uno sólo de los cereales cultivables, pero el mejor,
el maíz. En virtud de estas condiciones naturales diferentes, desde
este momento la población de cada hemisferio se desarrolla de una
manera particular, y los mojones que señalen los límites
de los estadios particulares son diferentes para cada uno de los hemisferios.
2. Estadio medio. En el Este, comienza con la domesticación
de animales y en el Oeste, con el cultivo de las hortalizas por medio del
riego y con el empleo de adobes (ladrillos secados al sol) y de la piedra
para la construcción.
Comenzamos por el Oeste, porque aquí este estadio no fue
superado en ninguna parte hasta la conquista de América por los
europeos.
Entre los indios del estadio inferior de la barbarie (figuran
aquí todos los que viven al este del Misisipí) existía
ya en la época de su descubrimiento cierto cultivo hortense del
maíz y quizá de la calabaza, del melón y otras plantas
de huerta que les suministraban una parte muy esencial de su alimentación;
vivían en casas de madera, en aldeas protegidas por empalizadas.
Las tribus del Noroeste, principalmente las del valle del Columbia, hallábanse
aún en el estadio superior del estado salvaje y no conocían
la alfarería ni el más simple cultivo de las plantas. Por
el contrario, los indios de los llamados pueblos de Nuevo México,
los mexicanos, los centroamericanos y los peruanos de la época de
la conquista, hallábanse en el estadio medio de la barbarie; vivían
en casas de adobes y de piedra en forma de fortalezas; cultivaban en huertos
de riego artificial el maíz y otras plantas comestibles, diferentes
según el lugar y el clima, que eran su principal fuente de alimentación,
y hasta habían reducido a la domesticidad algunos animales: los
mexicanos, el pavo y otras aves; los peruanos, la llama. Además,
sabían labrar los metales, excepto el hierro; por eso no podían
aún prescindir de sus armas a instrumentos de piedra. La conquista
española cortó en redondo todo ulterior desenvolvimiento
independiente.
En el Este, el estado medio de la barbarie acomenzó con
la domesticación de animales para el suministro de leche y carne,
mientras que, al parecer, el cultivo de las plantas permaneció desconocido
allí hasta muy avanzado este período. La domesticación
de animales, la cría de ganado y la formación de grandes
rebaños parecen ser la causa de que los arios y los semitas se apartasen
del resto de la masa de los bárbaros. Los nombres con que los arios
de Europa y Asia designan a los animales son aún comunes, pero los
de las plantas cultivadas son casi siempre distintos.
La formación de rebaños llevó, en los lugares
adecuados, a la vida pastoril; los semitas, en las praderas del Eufrates
y del Tigris; los arios, en las de la India, del Oxus y el Jaxartes; del
Don y el Dniépér. Fue por lo visto en estas tierras ricas
en pastizales donde primero se consiguió domesticar animales. Por
ello a las generaciones posteriores les parece que los pueblos pastores
proceden de comarcas que, en realidad, lejos de ser la cuna del género
humano, eran casi inhabitables para sus salvajes abuelos y hasta para los
hombres del estadio inferior de la barbarie. Y, a la inversa, en cuanto
esos bárbaros del estadio medio se habituaron a la vida pastoril,
nunca se les hubiera podido ocurrir la idea de abandonar voluntariamente
las praderas situadas en los valles de los rios para volver a los territorios
selváticos donde habitaran sus antepasados. Y ni aun cuando fueron
empujados hacia el Norte y el Oeste les fue posible a los semitas y a los
arios retirarse a las regiones forestales del Oeste de Asia y de Europa
antes de que el cultivo de los cereales les permitiera en este suelo menos
favorable alimentar sus ganados, sobre todo en invierno. Es más
que probable que el cultivo de los cereales naciese aquí, en primer
término, de la necesidad de proporcionar forrajes a las bestias,
y que hasta más tarde no cobrase importancia para la alimentación
del hombre.
Quizá la evolución superior de los arios y los semitas
se deba a la abundancia de carne y de leche en su alimentación y,
particularmente, a la benéfica influencia de estos alimentos en
el desarrollo de los niños. En efecto, los indios de los pueblos
de Nuevo México, que se ven reducidos a una alimentación
casi exclusivamente vegetal, tienen el cerebro mucho más pequeño
que los indios del estadio inferior de la barbarie, que comen más
carne y pescado. En todo caso, en este estadio desaparece poco a poco la
antropofagia, que ya no sobrevive sino como rito religioso o como un sortilegio,
lo cual viene a ser casi lo mismo.
3. Estadio superior. Comienza con la fundición del mineral
de hierro, y pasa al estadio de la civilización con el invento de
la escritura alfabética y su empleo para la notación literaria.
Este estadio, que, como hemos dicho, no ha existido de una manera independiente
sino en el hemisferio oriental, supera a todos los anteriores juntos en
cuanto a los progresos de la producción. A este estadio pertenecen
los griegos de la época heroica, las tribus italas poco antes de
la fundación de Roma, los germanos de Tácito, los normandos
del tiempo de los vikingos.
Ante todo, encontramos aquí por primera vez el arado de
hierro tirado por animales domésticos, lo que hace posible la roturación
de la tierra en gran escala -la agricultura- y produce, en las condiciones
de entonces, un aumento prácticamente casi ilimitado de los medios
de existencia; en relación con esto, observamos también la
tala de los bosques y su transformación en tierras de labor y en
praderas, cosa imposible en gran escala sin el hacha y la pala de hierro.
Todo ello motivó un rápido aumento de la población,
que se instala densamente en pequeñas áreas. Antes del cultivo
de los campos sólo circunstancias excepcionales hubieran podido
reunir medio millón de hombres bajo una dirección central;
es de creer que esto no aconteció nunca.
En los poemas homéricos, principalmente en la "Iliada",
aparece ante nosotros la época más floreciente del estadio
superior de la barbarie. La principal herencia que los griegos llevaron
de la barbarie a la civilización la constituyen instrumentos de
hierro perfeccionados, los fuelles de fragua, el molino de brazo, la rueda
de alfarero, la preparación del aceite y del vino, el labrado de
los metales elevado a la categoría de arte, la carreta y el carro
de guerra, la construcción de barcos con tablones y vigas, los comienzos
de la arquitectura como arte, las ciudades amuralladas con torres y almenas,
las epopeyas homéricas y toda la mitología. Si comparamos
con esto las descripciones hechas por César, y hasta por Tácito,
de los germanos, que se hallaban en el unbral del estadio de cultura del
que los griegos de Homero se disponían a pasar a un grado más
alto, veremos cuán espléndido fue el desarrollo de la producción
en el estadio superior de la barbarie.
El cuadro del desarrollo de la humanidad a través del salvajismo
y de la barbarie hasta los comienzos de la civilización, cuadro
que acabo de bosquejar siguiendo a Morgan, es bastante rico ya en rasgos
nuevos y, sobre todo, indiscutibles, por cuanto están tomados directamente
de la producción. Y, sin embargo, parecerá empañado
e incompleto si se compara con el que se ha de desplegar ante nosotros
al final de nuestro viaje; sólo entonces será posible presentar
con toda claridad el tránsito de la barbarie a la civilización
y el pasmoso contraste entre ambas. Por el momento, podemos generalizar
la clasificación de Morgan como sigue: Salvajismo. -Período
en que predomina la apropiación de productos que la naturaleza da
ya hechos; las producciones artificiales del hombre están destinadas,
sobre todo, a facilitar esa apropiación. Barbarie. -Período
en que aparecen la ganadería y la agricultura y se aprende a incrementar
la producción de la naturaleza por medio del género humano.
Civilización. -Período en el que el hombre sigue aprendiendo
a elaborar los productos naturales, período de la industria, propiamente
dicha, y del arte.
II. La familia
Morgan, que pasó la mayor parte de su vida entre los iroqueses -establecidos
aún actualmente en el Estado de Nueva York- y fue adoptado por una
de sus tribus (la de los senekas), encontró vigente entre ellos
un sistema de parentesco en contradicción con sus verdaderos vínculos
de familia. Reinaba allí esa especie de matrimonio, fácilmente
disoluble por ambas partes, llamado por Morgan "familia sindiásmica".
La descendencia de una pareja conyugal de esta especie era patente y reconocida
por todo el mundo; ninguna duda podía quedar acerca de a quién
debían aplicarse los apelativos de padre, madre, hijo, hija, hermano,
hermana. Pero el empleo de estas expresiones estaba en completa contradicción
con lo antecedente. El iroqués no sólo llama hijos o hijas
a los suyos propios, sino también a los de sus hermanos, que, a
su vez, también le llaman a él padre. Por el contrario, llama
sobrinos y sobrinas a los hijos de sus hermanas, los cuales le llaman tío.
Inversamente, la iroquesa, a la vez que a los propios, llama hijos e hijas
a los de sus hermanas, quienes le dan el nombre de madre. Pero llama sobrinos
y sobrinas a los hijos de sus hermanos, que la llaman tía. Del mismo
modo, los hijos de hermanos se llaman entre sí hermanos y hermanas,
y lo mismo hacen los hijos de hermanas. Los hijos de una mujer y los del
hermano de ésta se llaman mutuamente primos y primas. Y no son simples
nombres, sino expresión de las ideas que se tiene de lo próximo
o lo lejano, de lo igual o lo desigual en el parentesco consanguíneo;
ideas que sirven de base a un parentesco completamente elaborado y capaz
de expresar muchos centenares de diferentes relaciones de parentesco de
un sólo individuo. Más aún: este sistema no sólo
se halla en pleno vigor entre todos los indios de América (hasta
ahora no se han encontrado excepciones), sino que existe también,
casi sin cambio ninguno, entre los aborígenes de la India, las tribus
dravidianas del Decán y las tribus gauras del Indostán. Los
nombres de parentesco de las familias del Sur de la India y los de los
senekas iroqueses del Estado de Nueva York aun hoy coinciden en más
de doscientas relaciones de parentesco diferentes. Y en estas tribus de
la India, como entre los indios de América, las relaciones de parentesco
resultantes de la vigente forma de la familia están en contradicción
con el sistema de parentesco.
¿A qué se debe este fenómeno?. Si tomamos
en consideración el papel decisivo que la consanguinidad desempeña
en el régimen social entre todos los pueblos salvajes y bárbaros,
la importancia de un sistema tan difundido no puede ser explicada con mera
palabrería. Un sistema que prevalece en toda América, que
existe en Asia entre pueblos de raza completamente distinta, y que en formas
más o menos modificadas suele encontrarse por todas partes en Africa
y en Australia, requiere ser explicado históricamente y no con frases
hueras como quiso hacerlo, por ejemplo, MacLennan. Los apelativos de padre,
hijo, hermano, hermana, no son simples títulos honoríficos,
sino que, por el contrario, traen consigo serios deberes recíprocos
perfectamente definidos y cuyo conjunto forma una parte esencial del régimen
social de esos pueblos. Y se encontró la explicación del
hecho. En las islas Sandwich (Hawaí) había aún en
la primera mitad de este siglo una forma de familia en la que existían
los mismos padres y madres, hermanos y hermanas, hijos e hijas, tios y
tias, sobrinos y sobrinas que requiere el sistema de parentesco de los
indios americanos y de los aborígenes de la India. Pero -¡cosa
extraña!- el sistema de parentesco vigente en Hawaí tampoco
respondía a la forma de familia allí existente. Concretamente:
en este país todos los hijos de hermanos y hermanas, sin excepción,
son hermanos y hermanas entre sí y se reputan como hijos comunes,
no solo de su madre y de las hermanas de ésta o de su padre y de
los hermanos de éste, sino que también de todos sus hermanos
y hermanas de dus padres y madres sin distinción. Por tanto, si
el sistema de parentesco presupone una forma más primitiva de la
familia, que ya no existe en América, pero que encontramos aún
en Hawaí, el sistema hawaiano, por su parte, nos apunta otra forma
aún más rudimentaria de la familia, que si bien no hallamos
hoy en ninguna parte, ha debido existir, pues de lo contrario no hubiera
podido nacer el sistema de parentesco que le corresponde. "La familia,
dice Morgan, es el elemento activo; nunca permanece estacionada, sino que
pasa de una forma inferior a una forma superior a medida que la sociedad
evoluciona de un grado más bajo a otro más alto. Los sistemas
de parentesco, por el contrario, son pasivos; sólo después
de largos intervalos registran los progresos hechos por la familia y no
sufren una modificación radical sino cuando se ha modificado radicalmente
la familia". "Lo mismo -añade Carlos Marx- sucede en general con
los sistemas políticos, jurídicos, religiosos y filosóficos".
Al paso que la familia sigue viviendo, el sistema de parentesco se osifica;
y mientras éste continúa en pie por la fuerza de la costumbre,
la familia rebasa su marco. Pero, por el sistema de parentesco legado históricamente
hasta nuestros dias, podemos concluir que existió una forma de familia
a él correspondiente y hoy extinta, y lo podemos concluir con la
misma certidumbre con que dedujo Cuvier por los huesos de un didelfo hallado
cerca de París que le esqueleto pertenecía a un didelfo y
que allí existieron en un tiempo didelfos, hoy extintos.
Los sistemas de parentesco y las normas de familia a que acabamos
de referirnos difieren de los reinantes hoy en que cada hijo tenía
varios padres y madres. En el sistema americano de parentesco, al cual
corresponde la familia hawaiana, un hermano y una hermana no pueden ser
padre y madre de un mismo hijo; el sistema de parentesco hawaiano presupone
una familia en la que, por el contrario, esto es la regla. Tenemos aquí
una serie de formas de familia que están en contradicción
directa con las admitidas hasta ahora como únicas valederas. La
concepción tradicional no conoce más que la monogamia, al
lado de la poligamia del hombre, y, quizá, la poliandría
de la mujer, pasando en silencio -como corresponde al filisteo moralizante-
que en la práctica se salta tácitamente y sin escrúpulos
por encima de las barreras impuestas por la sociedad oficial. En cambio,
el estudio de la historia primitiva nos revela un estado de cosas en que
los hombres practican la poligamia y sus mujeres la poliandría y
en que, por consiguiente, los hijos de unos y otros se consideran comunes.
A su vez, ese mismo estado de cosas pasa por toda una serie de cambios
hasta que se resuelve en la monogamia. Estas modificaciones son de tal
especie, que el círculo comprendido en la unión conyugal
común, y que era muy amplio en su origen, se estrecha poco a poco
hasta que, por último, ya no comprende sino la pareja aislada que
predomina hoy.
Reconstituyendo retrospectivamente la historia de la familia,
Morgan llega, de acuerdo con la mayor parte de sus colegas, a la conclusión
de que existió un estadio primitivo en el cual imperaba en el seno
de la tribu el comercio sexual promiscuo, de modo que cada mujer pertenecía
igualmente a todos los hombres y cada hombre a todas las mujeres. En el
siglo pasado habíase ya hablado de tal estado primitivo, pero sólo
de una manera general; Bachofen fue el primero -y éste es uno de
sus mayores méritos- que lo tomó en serio y buscó
sus huellas en las tradiciones históricas y religiosas. Sabemos
hoy que las huellas descubiertas por él no conducen a ningún
estado social de promiscuidad de los sexos, sino a una forma muy posterior;
al matrimonio por grupos. Aquel estadio social primitivo, aun admitiendo
que haya existido realmente, pertenece a una época tan remota, que
de ningún modo podemos prometernos encontrar pruebas directas de
su existencia, ni aun en los fósiles sociales, entre los salvajes
más atrasados. Corresponde precisamente a Bachofen el mérito
de haber llevado a primer plano el estudio de esta cuestión.
En estos últimos tiempos se ha hecho moda negar ese período
inicial en la vida sexual del hombre. Se quiere ahorrar esa "vergüenza"
a la humanidad. Y para ello apóyanse, no sólo en la falta
de pruebas directas, sino, sobre todo, en el ejemplo del resto del reino
animal. De éste ha sacado Letourneau ("La evolución del matrimonio
y de la familia, 1888) numerosos hechos, con arreglo a los cuales la promiscuidad
sexual completa no es propia sino de las especies más inferiores.
Pero de todos estos hechos yo no puedo inducir más conclusión
que ésta: no prueban absolutamnte nada respecto al hombre y a sus
primitivas condiciones de existencia. El emparejamiento por largo plazo
entre los vertebrados puede ser plenamente explicado por razones fisiológicas;
en las aves, por ejemplo, se debe a la necesidad de asistir a la hembra
mientras incuba los huevos; los ejemplos de fiel monogamia que se encuentran
en las aves no prueban nada respecto al hombre, puesto que éste
no desciende precisamente del ave. Y si la estricta monogamia es la cumbre
de la virtud, hay que ceder la palma a la tenia solitaria, que en cada
uno de sus cincuenta a doscientos anillos posee un aparato sexual masculino
y femenino completo, y se pasa la existencia entera cohabitando consigo
misma en cada uno de esos anillos reproductores. Pero si nos limitamos
a los mamíferos, encontramos en ellos todas las formas de la vida
sexual: la promiscuidad, la unión por grupos, la poligamia, la monogamia;
sólo falta la poliandría, a la cual nada más que seres
humanos podían llegar. Hasta nuestros parientes más próximos,
los cuadrumanos, presentan todas las variedades posibles de agrupamiento
entre machos y hembras; y si nos encerramos en límites aún
más estrechos y no ponemos mientes sino en las cuatro especies de
monos antropomorfos, Letourneau sólo puede decirnos de ellos que
viven cuándo en la monogamia cuándo en la poligamia; mientras
que Saussure, según Giraud-Teulon, declara que son monógamos.
También distan mucho de probar nada los recientes asertos de Westermarck
("La historia del matrimonio humano", 1891) acerca de la monogamia del
mono antropomorfo. En resumen, los datos son de tal naturaleza, que el
honrado Letourneau conviene en que "no hay en los mamíferos ninguna
relación entre el grado de desarrollo intelectual y la forma ed
la unión sexual". Y Espinas dice con franqueza ("Las sociedades
animales", 1877): "La horda es el más elevado de los grupos sociales
que hemos podido observar en los animales. Parece compuesto de familias,
pero ya en su origen la familia y el rebaño son antagónicos;
se desarrollan en razón inversa una y otro".
Según acabamos de ver, no sabemos nada positivo acerca
de la familia y otras agrupaciones sociales de los monos antropomorfos;
los datos que poseemos se contradicen diametralmente, y no hay que extrañarlo.
¡Cuán contradictorias son y cuán necesitadas están
de ser examinadas y comprobadas cíticamente incluso las noticias
que poseemos respecto a las tribus humanas en estado salvaje!. Pues bien,
las sociedades de los monos son mucho más difíciles de observar
que las de los hombres. Por tanto, hasta tener una información amplia
debemos rechazar toda conclusión sacada de datos que no merecen
ningún crédito.
Por el contrario, el pasaje de Espinas que hemos citado nos da
mejor punto de apoyo. La horda y la familia, en los animales superiores,
no son complementos recíprocos, sino fenómenos antagónicos.
Espinas describe muy bien cómo la rivalidad de los machos durante
el período de celo relaja o suprime momentáneamente los lazos
sociales de la horda' "Allí donde está íntimamente
unida la familia no vemos formarse hordas, salvo raras excepciones. Por
el contrario, las hordas se constituyen casi de un modo natural donde reinan
la promiscuidad o la poligamia... Para que se produzca la horda se precisa
que los lazos familiares se hayan relajado y que el individuo haya recobrado
su libertad. Por eso tan rara vez observamos entre las aves bandadas organizadas...
En cambio, entre los mamíferos es donde encontramos sociedades más
o menos organizadas precisamente porque en este caso el individuo no es
absorvido por la familia... Así, pues, la conciencia colectiva de
la horda no puede tener en su origen enemigo mayor que la conciencia colectiva
de la familia. No titubeemos en decirlo: si se ha desarrollado una sociedad
superior a la familia, ha podido deberse únicamente a que se han
incorporado a ella familias profundamente alteradas, aunque ello no excluye
que, precisamente por esta razón, dichas familias puedan más
adelante reconstituirse bajo condiciones infinítamente más
favorables". (Espinas, cap. I, citado por Giraud-Teulon: "Origen del matrimonio
y de la familia, 1884 págs. 518-520).
Como vemos, las sociedades animales tienen cierto valor para sacar
conclusiones respecto a las sociedades humanas, pero sólo en un
sentido negativo. Por todo lo que sabemos, el vertebrado superior no conoce
sino dos formas de familia: la poligamia y la monogamia. En ambos casos
sólo se admite un macho adulto, un marido. Los celos del macho,
a la vez lazo y límite de la familia, oponen ésta a la horda;
la horda, la forma social más elevada, se hace imposible en unas
ocasiones, y en otras, se relaja o se disuelve durante el período
del celo; en el mejor de los casos, su desarrollo se ve frenado por los
celos de los machos. Esto basta para probar que la familia animal y la
sociedad humana primitiva son cosas incompatibles; que los hombres primitivos,
en la época en que pugnaban por salir de la animalidad, o no tenía
ninguna nocióni de la familia o, a lo sumo, conocían una
forma que no se da en los animales. Un animal tan inerme como la criatura
que se estaba convirtiendo en hombre pudo sobrevivir en pequeño
número incluso en una situación de aislamiento, en la que
la forma de sociabilidad más elevada es la pareja, forma que, basándose
en relatos de cazadores, atribuye Westermarck al gorila y al chimpancé.
Mas, para salir de la animalidad, para realizar el mayor progreso que conoce
la naturaleza, se precisaba un elemento más; remplazar la carencia
de poder defensivo del hombre aislado por la unión de fuerzas y
la acción común de la horda. Partiendo de las condiciones
en que viven hoy los monos antropomorfos, sería sencillamente inexplicable
el tránsito a la humanidad; estos monos producen más bien
el efectos de líneas colaterales desviadas en vías de extinción
y que, en todo caso, se encuentran en un proceso de decadencia. Con esto
basta para rechazar todo paralelo entre sus formas de familia y las del
hombre primitivo. La tolerancia recíproca entre los machos adultos
y la ausencia de celos constituyeron la primera condición para que
pudieran formarse esos grupos extensos y duraderos en cuyo seno únicamente
podía operarse la transformación del animal en hombre. Y,
en efecto, ¿qué encontramos como forma más antigua
y primitiva de la familia, cuya existencia indudablemente nos demuestra
la historia y que aun podemos estudiar hoy en algunas partes?. El matrimonio
por grupos, la forma de matrimonio en que grupos enteros de hombres y grupos
enteros de mujeres se pertenecen recíprocamente y que deja muy poco
margen para los celos. Además, en un estadio posterior de desarrollo
encontramos la poliandria, forma excepcional, que excluye en mayor medida
aún los celos y que, por ello, es desconocida entre los animales.
Pero, como las formas de matrimonio por grupos que conocemos van acompañadas
por condiciones tan peculiarmente complicadas que nos indican necesariamente
la existencia de formas anteriores más sencillas de relaciones sexuales,
y con ello, en último término, un período de promiscuidad
correspondiente al tránsito de la animalidad a la humanidad, las
referencias a los matrimonios animales nos llevan de nuevo al mismo punto
del que debíamos haber partido de una vez para siempre.
¿Qué significa lo de comercio sexual sin trabas?
Es significa que no existían los límites prohibitivos de
ese comercio vigentes hoy o en una época anterior. Ya hemos visto
caer las barreras de los celos. Si algo se ha podido establecer irrefutablemente,
es que los celos son un sentimiento que se ha desarrollado relativamente
tarde. Lo mismo sucede con la idea del incesto. No sól en la época
primitiva eran marido y mujer el hermano y la hermana, sino que aun hoy
es lícito en muchos pueblos un comercio sexual entre padres e hijos.
Bancroft ("Las razas indígenas de los Estados de la costa del Pacífico
de América del Norte, 1885, tomo I) atestigua la existencia de tales
relaciones entre los kaviatos del Estrecho de Behring, los kadiakos de
cerca de Alaska y los tinnehs, en el interior de la América del
Norte británica; Letourneau ha reunido numerosos hechos idénticos
entre los indios chippewas, los cucús de Chile, los caribes, los
karens de la Indochina; y esto, dejando a un lado los relatos de los antiguos
griegos y romanos acerca de los partos, los persas, los escitas, los hunos,
etc.. Antes de la invención del incesto (porque es una invención,
y hasta de las más preciosas), el comercio sexual entre padres e
hijos no podía ser más repugnante que entre otras personas
de generaciones diferentes, cosa que ocurre en nuestros días, hasta
en los países más mojigatos, sin producir gran horror. Viejas
"doncellas" que pasan de los sesenta se casan, si son lo bastante ricas,
con hombres jóvenes de unos treinta años. Pero si despojamos
a las formas de la familia más primitivas que conocemos de las ideas
de incesto que les corresponden (ideas que difieren en absoluto de las
nuestras y que a menudo las contradicen por completo), vendremos a parar
a una forma de relaciones carnales que sólo puede llamarse promiscuidad
sexual, en el sentido de que aún no existían las restricciones
impuestas más tarde por la costumbre. Pero de esto no se deduce,
en ningún modo, que en la práctica cotidiana dominase inevitablemente
la promiscuidad. De ningún modo queda excluida la unión de
parejas por un tiempo determinado, y así ocurre, en la mayoría
de los casos, aun en el matrimonio por grupos. Y si Westermarck, el último
en negar este estado primitivo, da el nombre de matrimonio a todo caso
en que ambos sexos conviven hasta el nacimiento de un vástago, puede
decirse que este matrimonio podía muy bien tener lugar en las condiciones
de la promiscuidad sexual sin contradecir en nada a ésta, es decir,
a la carencia de barreras impuestas por la costumbre al comercio sexual.
Verdad es que Westermarck parte del punto de vista de que "la promiscuidad
supone la supresión de las inclinaciones individuales", de tal suerte,
que "su forma por excelencia es la prostitución". Paréceme
más bien que es imposible formarse la menor idea de las condiciones
primitivas, mientras se las mire por la ventana de un lupanar. Cuadno hablemos
del matrimonio por grupos volveremos a tratar de este asunto.
Según Morgan, salieron de este estado primitivo de promiscuidad,
probablemente en época muy temprana:
1. La familia consanguínea, la primera etapa de la familia.
Aquí los grupos conyugales se clasifican por generaciones: todos
los abuelos y abuelas, en los límites de la familia, son maridos
y mujeres entre sí; lo mismo sucede con sus hijos, es decir, con
los padres y las madres; los hijos de éstos forman, a su vez, el
tercer círculo de cónyuges comunes; y sus hijos, es decir,
los biznietos de los primeros, el cuarto. En esta forma de la familia,
los ascendientes y los descendientes, los padres y los hijos, son los únicos
que están excluídos entre sí de los derechos y de
los deberes (pudiéramos decir) del matrimonio. Hermanos y hermanas,
primos y primas en primero, segundo y restantes grados, son todos ellos
entre sí hermanos y hermanas, y por eso mismo todos ellos maridos
y mujeres unos de otros. El vínculo de hermano y hermana presupone
de por sí en este período el comercio carnal recíproco
Un francés amigo mío, gran adorador
de Wagner, no está de acuerdo con la nota anterior, y advierte que
ya en el Ögisdrecka, uno de los "Eddas" antiguos que sirvió
de base a Wagner, Locki dirige a Freya esta reconvención: "Has abrazado
a tu propio hermano delante de los dioses". De aquí parece desprenderse
que en aquella época estaba ya prohibido el matrimonio entre hermano
y hermana. El Ögisdrecka es la expresión de una época
en que estaba completamente destruida la fe en los antiguos mitos; constituye
una simple sátira, por el estido de la de Luciano, contra los dioses.
Si Loki, representando el papel de Mefistófeles, dirige allí
semejante reconvención a Freya, esto constituye más bien
un argumento contra Wagner. Unos versos más adelante, Loki dice
también a Niördhr: "Tal es el hijo que has procreado con tu
hermana" ("vidh systur thinni gaztu slikan mög"). Pues bien, Niördhr
no es un Ase, sino un Vane, y en la saga de los Inglinga dice que los matrimonios
entre hermano y hermana estaba en uso en el país de los Vanes, lo
cual no sucedía entre los Ases. Esto tendería a probar que
los Vanes eran dioses más antiguos que los Ases. Niördhr vive
entre los Ases en un pie de igualdad en todo caso, y de esta suerte la
Ögisdrecka es más bien una prueba de que en la época
de la formación de las sagas noruegas el matrimonio entre hermano
y hermana no producía horror ninguno, por lo menos entre los dioses.
Si se quiere disculpar a Wagner en vez de acudir al "Edda", quizá
fuese mejor invocar a Goethe, quien en la balada "El Dios y la bayadera"
comete una falta análoga en lo relativo al deber religioso de la
mujer de entregarse en los templos, rito que Goethe hace asemejarse demasiado
a la prostitución moderna. (Nota de Engels a la cuarta edición).
.
Ejemplo típico de tal familia serían los descendientes
de una pareja en cada una de cuyas generaciones sucesivas todos fuesen
entre sí hermanos y hermanas y, por ello mismo, maridos y mujeres
unos de otros.
La família consanguínea ha desaparecido. Ni aun
los pueblos más salvajes de que habla la historia presentan algún
ejemplo indudable de ella. Pero lo que nos obliga a reconocer que debió
existir, es el sistema de parentesco hawaiano que aún reina hoy
en toda la Polinesia y que expresa grados de parentesco consanguíneo
que sólo han podido nacer con esa forma de familia; nos obliga también
a reconocerlo todo el desarrollo ulterior de la familia, que presupone
esa forma como estadio preliminar necesario.
2. La familia punalúa. Si el primer progreso en la organización
de la familia consistió en excluir a los padres y los hijos del
comercio sexual recíproco, el segundo fue en la exclusión
de los hermanos. Por la mayor igualdad de edades de los participantes,
este progreso fue infinitamente más importante, pero también
más difícil que el primero. Se realizó poco a poco,
comenzando, probablemente, por la exclusión de los hermanos uterinos
(es decir, por parte de madre), al principio en casos aislados, luego,
gradualmente, como regla general (en Hawaí aún había
excepciones en el presente siglo), y acabando por la prohibición
del matrimonio hasta entre hermanos colaterales (es decir, según
nuestros actuales nombres de parentesco, los primos carnales, primos segundos
y primos terceros). Este progreso constituye, según Morgan, "una
magnífica ilustración de cómo actúa el principio
de la selección natural". Sin duda, las tribus donde ese progreso
limitó la reproducción consanguínea, debieron desarrollarse
de una manera más rápida y más completa que aquéllas
donde el matrimonio entre hermanos y hermanas continuó siendo una
regla y una obligación. Hasta qué punto se hizo sentir la
acción de ese progreso lo demuestra la institución de la
gens, nacida directamente de él y que rebasó, con mucho,
su fin inicial. La gens formó la base del orden social de la mayoría,
si no de todos los pueblos bárbaros de la Tierra, y de ella pasamos
en Grecia y en Roma, sin transiciones, a la civilización.
Cada familia primitiva tuvo que escindirse, a lo sumo después
de algunas generaciones. La economía doméstica del comunismo
primitivo, que domina exclusivamente hasta muy entrado el estadio medio
de la barbarie, prescribía una extensión máxima de
la comunidad familiar, variable según las circunstancias, pero más
o menos determinada en cada localidad. Pero, apenas nacida, la idea de
la impropiedad de la unión sexual entre hijos de la misma madre
debió ejercer su influencia en la escisión de las viejas
comunidades domésticas (Hausgemeinden) y en la formación
de otras nuevas que no coincidían necesariamente con el grupo de
familias. Uno o más grupos de hermanas convertíanse en el
núcleo de una comunidad, y sus hermanos carnales, en el núcleo
de otra. De la familia consanguínea salió, así o de
una manera análoga, la forma de familia a la que Morgan da el nombre
de familia punalúa. Según la costumbre hawaiana, cierto número
de hermanas carnales o más lejanas (es decir, primas en primero,
segundo y otros grados), eran mujeres comunes de sus maridos comunes, de
los cuales quedaban excluidos, sin embargo, sus propios hermanos. Esos
maridos, por su parte, no se llamaban entre sí hermanos, pues ya
no tenían necesidad de serlo, sino "punalúa", es decir, compañero
íntimo, como quien dice associé. De igual modo, una serie
de hermanos uterinos o más lejanos tenían en matrimonio común
cierto número de mujeres, con exclusión de sus propias hermanas,
y esas mujeres se llamaban entre sí "punalúa". Este es el
tipo clásico de una formación de la familia (Familienformation)
que sufrió más tarde una serie de variaciones y cuyo rasgo
característico esencial era la comunidad recíproca de maridos
y mujeres en el seno de un determinado círculo familiar, del cual
fueron excluidos, sin embargo, al principio los hermanos carnales y, más
tarde, también los hermanos más lejanos de las mujeres, ocurriendo
lo mismo con las hermanas de los maridos.
Esta forma de la familia nos indica ahora con la más perfecta
exactitud los grados de parentesco, tal como los expresa el sistema americano.
Los hijos de las hermanas de mi madre son también hijos de ésta,
como los hijos de los hermanos de mi padre lo son también de éste;
y todos ellos son hermanas y hermanos míos. Pero los hijos de los
hermanos de mi madre son sobrinos y sobrinas de ésta, como los hijos
de las hermanas de mi padre son sobrinos y sobrinas de éste; y todos
ellos son primos y primas míos. En efecto, al paso que los maridos
de las hermanas de mi madre son también maridos de ésta,
y de igual modo las mujeres de los hermanos de mi padre son también
mujeres de éste -de derecho, si no siempre de hecho-, la prohibición
por la sociedad del comercio sexual entre hermanos y hermanas ha conducido
a la división de los hijos de hermanos y de hermanas, considerados
indistintamente hasta entonces como hermanos y hermanas, en dos clases:
unos siguen siendo como lo eran antes, hermanos y hermanas (colaterales);
otros -los hijos de los hermanos en un caso, y en otro los hijos de las
hermanas- no pueden seguir siendo ya hermanos y hermanas, ya no pueden
tener progenitores comunes, ni el padre, ni la madre, ni ambos juntos;
y por eso se hace necesaria, por primera vez, la clase de los sobrinos
y sobrinas, de los primos y primas, clase que no hubiera tenido ningún
sentido en el sistema familiar anterior. El sistema de parentesco americano,
que parece sencillamente absurdo en toda forma de familia que descanse,
de esta o la otra forma, en la monogamia, se explica de una manera racional
y está justificado naturalmente hasta en sus más íntimos
detalles por la familia punalúa. La familia punalúa, o cualquier
otra forma análoga, debió existir, por lo menos en la misma
medida en que prevaleció este sistema de consanguinidad.
Esta forma de la familia, cuya existencia en Hawaí está
demostrada, habría sido también probablemente demostrada
en toda la Polinesia si los piadosos misioneros, como antaño los
frailes españoles en América, hubiesen podido ver en estas
relaciones anticristianas algo más que una simple "abominación".
Cuadno César nos dice que los bretones, que se hallaban por aquel
entonces en el estadio medio de la barbarie, que "cada diez o doce hombres
tienen mujeres comunes, con la particularidad de que en la mayoría
de los casos son hermanos y hermanas y padres e hijos", la mejor explicación
que se puede dar es el matrimonio por grupos. Las madres bárbaras
no tienen diez o doce hijos en edad de poder sostener mujeres comunes;
pero el sistema americano de parentesco, que corresponde a la familia punalúa,
suministra gran número de hermanos, puesto que todos los primos
carnales o remotos de un hombre son hermanos, puesto que todos los primos
carnales o remotos de un hombre son hermanos suyos. Es posible que lo de
"padres con sus hijos" sea un concepto erróneo de César;
sin embargo, este sistema no excluye absolutamente que puedan encontrarse
en el mismo grupo conyugal padre e hijo, madre e hija, pero sí que
se encuentren en él padre e hija, madre e hijo. Esta forma de la
familia suministra también la más fácil explicación
de los relatos de Heródoto y de otros escritores antiguos acerca
de la comunidad de mujeres en los pueblos salvajes y bárbaros. Lo
mismo puede decirse de lo que Watson y Kaye cuentan de los tikurs del Audh,
al norte del Ganges, en su libro "La población de la India". "Cohabitan
(es decir, hacen vida sexual) casi sin distinción, en grandes comunidades;
y cuando dos individuos se consideran como marido y mujer, el vínculo
que les une es puramente nominal".
En la inmensa mayoría de los casos, la institución
de la gens parece haber salido directamente de la familia punalúa.
Cierto es que el sistema de clases australiano también representa
un punto de partida para la gens; los australianos tienen la gens, pero
aún no tienen familia punalúa, sino una forma más
primitiva de grupo conyugal.
En ninguna forma de familia por grupos puede saberse con certeza
quién es el padre de la criatura, pero sí se sabe quién
es la madre. Aun cuando ésta llama hijos suyos a todos los de la
familia común y tiene deberes maternales para con ellos, no por
eso deja de distinguir a sus propios hijos entre los demás. Por
tanto, es claro que en todas partes donde existe el matrimonio por grupos,
la descendencia sólo puede establecerse por la línea materna,
y por consiguiente, sólo se reconoce la línea femenina. En
ese caso se encuentran, en efecto, todos los pueblos salvajes y todos los
que se hallan en el estadio inferior de la barbarie; y haberlo descubierto
antes que nadie es el segundo mérito de Bachofen. Este designa el
reconocimiento exclusivo de la filiación maternal y las relaciones
de herencia que después se han deducido de él con el nombre
de derecho materno; conservo esta expresión en aras de la brevedad.
Sin embargo, es inexacta, porque en ese estadio de la sociedad no existe
aún derecho en el sentido jurídico de la palabra.
Tomemos ahora en la familia punalúa uno de los dos grupos
típicos, concretamente el de una especie de hermanas carnales y
más o menos lejanas (es decir, descendientes de hermanas carnales
en primero, segundo y otros grados), con sus hijos y sus hermanos carnales
y más o menos lejanos por línea materna (los cuales, con
arreglo a nuestra premisa, no son sus maridos), obtendremos exáctamente
el círculo de los individuos que más adelante aparecerán
como miembros de una gens en la primitiva forma de esta institución.
Todos ellos tienen por tronco común una madre, y en virtud de este
origen, los descendientes femeninos forman generaciones de hermanas. Pero
los maridos de estas hermanas ya no pueden ser sus hermanos; por tanto,
no pueden descender de aquel tronco materno y no pertenecen a este grupo
consanguíneo, que más adelante llega a ser la gens, mientras
que sus hijos pertenecen a este grupo, pues la descendencia por línea
materna es la única decisiva, por ser la única cierta. En
cuanto queda prohibido el comercio sexual entre todos los hermanos y hermanas
-incluso los colaterales más lejanos- por línea materna,
el grupo antedicho se transforma en una gens, es decir, se constituye como
un círculo cerrado de parientes consanguíneos por línea
femenina, que no pueden casarse unos con otros; círculo oque desde
ese momento se consolida cada vez más por medio de instituciones
comunes, de orden social y religioso, que lo distinguen de las otras gens
de la misma tribu. Más adelante volveremos a ocuparnos de esta cuestión
con mayor detalle. Pero si estimamos que la gens surge en la familia punalúa
no sólo necesariamente, sino incluso como cosa natural, tendremos
fundamento para estimar casi indudable la existencia anterior de esta forma
de familia en todos los pueblos en que se puede comprobar instituciones
gentilicias, es decir, en casi todos los pueblos bárbaros y civilizados.
Cuando Morgan escribió su libro, nuestros conocimientos
acerca del matrimonio por grupos eran muy limitados. Se sabía alguna
cosa del matrimonio por grupos entre los australianos organizados en clases,
y, además, Morgan había publicado ya en 1871 todos los datos
que poseía sobre la familia punalúa en Hawaí. La familia
punalúa, por un lado, suministraba la explicación completa
del sistema de parentesco vigente entre los indios americanos y que había
sido el punto de partida de todas las investigaciones de Morgan; por otro
lado, constituía el punto de arranque para deducir la gens de derecho
materno; por último, era un grado de desarrollo mucho más
alto que las clases australianas. Se comprende, por tanto, que Morgan la
concibiese como el estadio de desarrollo inmediatamente anterior al matrimonio
sindiásmico y le atribuyese una difusión general en los tiempos
primitivos. De entonces acá, hemos llegado a conocer otra serie
de formas de matrimonio por grupos, y ahora sabemos que Morgan fue demasiado
lejos en este punto. Sin embargo, en su familia punalúa tuvo la
suerte de encontrar la forma más elevada, la forma clásica
del matrimonio por grupos, la forma que explica de la manera más
sencilla el paso a una forma superior.
Si las nociones que tenemos del matrimonio por grupos se han enriquecido,
lo debemos sobre todo al misionero inglés Lorimer Fison, que durante
años ha estudiado esta forma de la familia en su tierra clásica,
Australia. Entre los negros australianos del monte Gambier, en el Sur de
Australia, es donde encontró el grado más bajo de desarrollo.
La tribu entera se divide allí en dos grandes clases: los krokis
y los kumites. Está terminantemente prohibido el comercio sexual
en el seno de cada una de estas dos clases; en cambio, todo hombre de una
de ellas es marido nato de toda mujer de la otra, y recíprocamente.
No son los individuos, sino grupos enteros, quienes están casados
unos con otros, clase con clase. Y nótese que allí no hay
en ninguna parte restricciones por diferencia de edades o de consanguinidad
especial, salvo la que se desprende de la división en dos clases
exógamas. Un kroki tiene de derecho por esposa a toda mujer kumite;
y como su propia hija, como hija de una mujer kumite, es también
kumite en virtud del derecho materno, es, por ello, esposa nata de todo
kroki, incluído su padre. En todo caso, la organización por
clases, tal como se nos presenta, no opone a esto ningún obstáculo.
Así, pues, o esta organización apareció en una época
en que, a pesar de la tendencia instintiva de limitar el incesto, no se
veía aún nada malo en las relaciones sexuales entre hijos
y padres, y entonces el sistema de clases debió nacer directamente
de las condiciones del comercio sexual sin restricciones, o, por el contrario,
cuando se crearon las clases estaban ya prohibidas por la costumbre las
relaciones sexuales entre padres e hijos, y entonces la situación
actual señala la existencia anterior de la familia consanguínea
y constituye el primer paso dado para salir de ella. Esta última
hipótesis es la más verosimil. Que yo sepa, no se dan ejemplos
de unión conyugal entre padres e hijos en Australia; y, aparte de
eso, la forma posterior de la exogamia, la gens basada en el derecho materno,
presupone tácitamente la prohibición de este comercio, como
una cosa que había encontrado ya establecida antes de su surgimiento.
Además de la región del monte Gambier, en el Sur
de Australia, el sistema de las clases se encuentra a orillas del río
Darling, más al este, y en Queensland, en el nordeste; de modo que
está muy difundido. Este sistema sólo excluye el matrimonio
entre hermanos y hermanas, entre hijos de hermanos y entre hijos de hermanas
por línea materna, porque éstos pertenecen a la misma clase;
por el contrario, los hijos de hermano y de hermana pueden casarse unos
con otros. Un nuevo paso hacia la prohibición del matrimonio entre
consanguíneos lo observamos entre los kamilarois, en las márgenes
del Darling, en la Nueva Gales del Sur, donde las dos clases originarias
se han escindido en cuatro, y donde cada una de estas cuatro clases se
casa, entera, con otra determinada. Las dos primeras clases son esposos
natos una de otra; pero según pertenezca la madre a la primera o
a la segunda, pasan los hijos a la tercera o a la cuarta. Los hijos de
estas dos últimas clases, igualmente casadas una con otra, pertenecen
de nuevo a la primera y a la segunda. De suerte que siempre una generación
pertenece a la primera y a la segunda clase, la siguiente a la tercera
y a la cuarta, y la que viene inmediatamente después, de nuevo a
la primera y a la segunda. Dedúcese de aquí que hijos de
hermano y hermana (por línea materna) no pueden ser marido y mujer,
pero sí pueden serlo los nietos de hermano y hermana. Este complicado
orden se enreda aún más porque se injerta en él más
tarde la gens basada en el derecho materno; pero aquí no podemos
entrar en detalle. Observamos, pues, que la tendencia a impedir el matrimonio
entre consanguíneos se manifiesta una y otra vez, pero de modo espontáneo,
a tientas, sin conciencia clara del fin que se persigue.
El matrimonio por grupos, que en Australia es además un
matrimonio por clases, la unión conyugal en masa de toda una clase
de hombres, a menudo esparcida por todo el continente, con una clase entera
de mujeres no menos diseminada; este matrimonio por grupos, visto de cerca,
no es tan monstruoso como se lo representa la fantasía de los filisteos,
influenciada por la prostitución. Por el contrario, transcurrieron
muchísimos años antes de que se tuviese ni siquiera noción
de su existencia, la cual, por cierto, se ha puesto de nuevo en duda hace
muy poco. A los ojos del observador superficial, se presenta como una monogamia
de vínculos muy flojos y, en algunos lugares, como una poligamia
acompañada de una infidelidad ocasional. Hay que consagrarle años
de estudio, como lo han hecho Fison y Howitt, para descubrir en esas relaciones
conyugales (que, en la práctica, recuerdan más bien a la
generalidad de los europeos las costumbres de su patria), la ley en virtud
de la cual el negro australiano, a miles de kilómetros de sus lares,
entre gente cuyo lenguaje no comprende -y a menudo en cada campamento,
en cada tribu-, mujeres que se le entregan voluntariamente, sin resistencia;
ley en virtud de la cual, quien tiene varias mujeres, cede una de ellas
a su huésped para la noche. Allí donde el europeo ve inmoralidad
y falta de toda ley, reina de hecho una ley muy rigurosa. Las mujeres pertenecen
a la clase conyugal del forastero y, por consiguiente, son sus esposas
natas; la misma ley moral que destina el uno a al otra, prohibe, so pena
de infamia, todo comercio sexual fuera de las clases conyugales que se
pertenecen recíprocamente. Aun allí donde se practica el
rapto de las mujeres, que ocurre a menudo y en parte de Australia es regla
general, se mantiene escrupulosamente la ley de las clases.
En el rapto de las mujeres se encuentra ya indicios del tránsito
a la monogamia, por lo menos en la forma del matrimonio sindiásmico;
cuando un joven, con ayuda de sus amigos, se ha llevado de grado o por
fuerza a una joven, ésta es gozada por todos, uno tras otro, pero
después se considera como esposa del promotor del rapto. Y a la
inversa, si la mujer robada huye de casa de su marido y la recoge otro,
se hace esposa de este último y el primero pierde sus prerrogativas.
Al lado y en el seno del matrimonio por grupos, que, en general, continúa
existiendo, se encuentran, pues, relaciones exclusivistas, uniones por
parejas, a plazo más o menos largo, y también la poligamia;
de suerte que también aquí el matrimonio por grupos se va
extingiendo, quedando reducida la cuestión a saber quién,
bajo la influencia europea, desaparecerá antes de la escena: el
matrimonio por grupos o los negros australianos que lo practican.
El matrimonio por clases enteras, tal como existe en Australia,
es, en todo caso, una forma muy atrasada y muy primitiva del matrimonio
por grupos, mientras que la familia punalúa constituye, en cuanto
no es dado conocer, su grado superior de desarrollo. El primero parece
ser la forma correspondiente al estado social de los salvajes errantes;
la segunda supone ya el establecimiento fijo de comunidades comunistas,
y conduce directamente al grado inmediato superior de desarrollo. Entre
estas dos formas de matrimonio hallaremos aún, sin duda alguna,
grados intermedios; éste es un terreno de investigaciones que acaba
de descubrirse, y en el cual no se han dado todavía sino los primeros
pasos.
3. La familia sindiásmica. En el régimen de matrimonio
por grupos, o quizás antes, formábanse ya parejas conyugales
para un tiempo más o menos largo; el hombre tenía una mujer
principal (no puede aún decirse que una favorita) entre sus numerosas,
y era para ella el esposo principal entre todos los demás. Esta
circunstancia ha contribuído no poco a la confusión producida
en la mente de los misioneros, quienes en el matrimonio por grupos ven
ora una comunidad promiscua de la mujeres, ora un adulterio arbitrario.
Pero conforme se desarrollaba la gens e iban haciéndose más
numerosas las clases de "hermanos" y "hermanas", entre quienes ahora era
imposible el matrimonio, esta unión conyugal por parejas, basada
en la costumbre, debió ir consolidándose. Aún llevó
las cosas más lejos el impulso dado por la gens a la prohibición
del matrimonio entre parientes consanguíneos. Así vemo que
entre los iroqueses y entre la mayoría de los demás indios
del estadio inferior de la barbarie, está prohibido el matrimonio
entre todos los parientes que cuenta su sistema, y en éste hay algunos
centenares de parentescos diferentes. Con esta creciente complicación
de las prohibiciones del matrimonio, hiciéronse cada vez más
imposibles las uniones por grupos, que fueron sustituidas por la familia
sindiásmica. En esta etapa un hombre vive con una mujer, pero de
tal suerte que la poligamia y la infidelidad ocasional siguen siendo un
derecho para los hombres, aunque por causas económicas la poligamia
se observa raramente; al mismo tiempo, se exige la más estricta
fidelidad a las mujeres mientras dure la vida común, y su adulterio
se castiga cruelmente. Sin embargo, el vínculo conyugal se disuelve
con facilidad por una y otra parte, y después, como antes, los hijos
sólo pertenecen a la madre.
La selección natural continúa obrando en esta exclusión
cada vez más extendida de los parientes consanguíneos del
lazo conyugal. Según Morgan, "el matrimonio entre gens no consanguíneas
engendra una raza más fuerte, tanto en el aspecto físico
como en el mental; mezclábanse dos tribus avanzadas, y los nuevos
cráneos y cerebros crecían naturalmente hasta que comprendían
las capacidades de ambas tribus. Las tribus que habían adoptado
el régimen de la gens, estaban llamadas, pues, a predominar sobre
las atrasadas do a arrastrarlas tras de sí con su ejemplo.
Por tanto, la evolución de la familia en los tiempos prehistóricos
consiste en una constante reducción del círculo en cuyo seno
prevalece la comunidad conyugal entre los dos sexos, círculo que
en su origen abarcaba la tribu entera. La exclusión progresiva,
primero de los parientes cercanos, después de los lejanosd y, finalmente,
de las personas meramente vinculadas por alianza, hace imposible en la
práctica todo matrimonio por grupos; en último término
no queda sino la pareja, unida por vínculos frágiles aún,
esa molécula con cuya disociación concluye el matrimonio
en general. Esto prueba cuán poco tiene que ver el origen de la
monogamia con el amor sexual individual, en la actual concepción
de la palabra. Aun prueba mejor lo dicho la práctica de todos los
pueblos que se hallan en este estado de desarrollo. Mientras que en las
anteriores formas de la familia los hombres nunca pasaban apuros para encontrar
mujeres, antes bien tenían más de las que les hacían
falta, ahora las mujeres escaseaban y había que buscarlas. Por eso,
con el matrimonio sindiásmico empiezan el rapto y la compra de las
mujeres, síntomas muy difundidos, pero nada más que síntomas,
de un cambio mucho más profundo que se había efectuado; MacLennan,
ese escocés pedante, ha transformado por arte de su fantasía
esos síntomas, que no son sino simples métodos de adquirir
mujeres, en distintas clases de familias, bajo la forma de "matrimonio
por rapto" y "matrimonio por compra". Además, entre los indios de
América y en otras partes (en el mismo estadío), el convenir
en un matrimonio no incumbe a los interesados, a quienes a menudo ni aun
se les consulta, sino a sus madres. Muchas veces quedan prometidos así
dos seres que no se conocen el uno al otro, y a quienes no se comunica
el cierre del trato hasta que no llega el momento del enlace matrimonial.
Antes de la boda, el futuro hace regalos a los parientes gentiles de la
prometida (es decir, a los parientes por parte de la madre de ésta,
y no al padre ni a los parientes de éste). Estos regalos se consideran
como el precio por el que el hombre compra a la joven núbil que
le ceden. El matrimonio es disoluble a voluntad de cada uno de los dos
cónyuges; sin embargo, en numerosas tribus, por ejemplo, entre los
iroqueses, se ha formado poco a poco una opinión pública
hostil a esas rupturas; en caso de haber disputas entre los cónyuges,
median los parientes gentiles de cada carte, y sólo si esta mediación
no surte efecto, se lleva a cabo la separación, en virtud de la
cual se queda la mujer con los hijos y cada una de las partes es libre
de casarse de nuevo.
La familia sindiásmica, demasiado débil e inestable
por sí misma para hacer sentir la necesidad o, aunque sólo
sea, el deseo de un hogar particular, no suprime de ningún modo
el hogar comunista que nos presenta la época anterior. Pero el hogar
comunista significa predominio de la mujer en la casa, lo mismo que el
reconocimiento exclusivo de una madre propia, en la imposibilidad de conocer
con certidumbre al verdadero padre, significa profunda estimación
de las mujeres, es decir, de las madres. Una de las ideas más absurdas
que nos ha transmitido la filosofía del siglo XVIII es la opinión
de que en el origen de la sociedad la mujer fue la esclava del hombre.
Entre todos los salvajes y en todas las tribus que se encuentran en los
estadios inferior, medio y, en parte, hasta superior de la barbarie, la
mujer no sólo es libre, sino que está muy considerada. Arthur
Wright, que fue durante muchos años misionero entre los iroqueses-senekas,
puede atestiguar cual es aún esta situación de la mujer en
el matrimonio sindiásmico. Wright dice: "Respecto a sus familias,
en la época en que aún vivían en las antiguas casas
grandes (domicilios comunistas de muchas familias)... predominaba siempre
allí un clan (una gens), y las mujeres tomaban sus maridos en otros
clanes (gens)... Habitualmente, las mujeres gobernaban en la casa; las
provisiones eran comunes, pero ¡desdichado del pobre marido o amante
que era demasiado holgazán o torpe para aportar su parte al fondo
de provisiones de la comunidad!. Por más hijos o enseres personales
que tuviese en la casa, podía a cada instante verse conminado a
liar los bártulos y tomar el portante. Y era inútil que intentase
oponer resistencia, porque la casa se convertía para él en
un infierno; no le quedaba más remedio sino volverse a su propio
clan (gens) o, lo que solía suceder más a menudo, contraer
un nuevo matrimonio en otro. Las mujeres constituían una gran fuerza
dentro de los clanes (gens), lo mismo que en todas partes. Llegado el caso,
no vacilaban en destituir a un jefe y rebajarle a simple guerrero". La
economía doméstica comunista, donde la mayoría, si
no la totalidad de las mujeres, son de una misma gens, mientras que los
hombres pertenecen a otras distintas, es la base efectiva de aquella preponderancia
de las mujeres, que en los tiempos primitivos estuvo difundida por todas
partes y el descubrimiento de la cual es el tercer mérito de Bachofen.
Puedo añadir que los relatos de los viajeros y de los misioneros
a cerca del excesivo trabajo con que se abruma a las mujeres entre los
salvajes y los bárbaros, no están en ninguna manera en contradicción
con lo que acabo de decir. La división del trabajo entre los dos
sexos depende de otras causas que nada tienen que ver con la posición
de la mujer en la sociedad. Pueblos en los cuales las mujeres se ven obligadas
mucho más de lo que, según nuestras ideas, les corresponde,
tienen a menudo mucha más consideración real hacia ellas
que nuestros europeos. La señora de la civilización, rodeada
de aparentes homenajes, extraña a todo trabajo efectivo, tiene una
posición social muy inferior a la de la mujer de la barbarie, que
trabaja de firme, se ve en su pueblo conceptuada como una verdadera dama
(lady, frowa, frau = señora) y lo es efectivamente por su propia
disposición.
Nuevas investigaciones acerca de los pueblos del Noroeste y, sobre
todo, del Sur de América, que aún se hallan en el estadio
superior del salvajismo, deberán decirnos si el matrimonio sindiásmico
ha remplazado o no por completo hoy en América al matrimonio por
grupos. Respecto a los sudamericanos, se refieren tan variados ejemplos
de licencia sexual, que se hace difícil admitir la desaparición
completa del antiguo matrimonio por grupos. En todo caso, aún no
han desaparecido todos sus vestigios. Por lo menos, en cuarenta tribus
de América del Norte el hombre que se casa con la hermana mayor
tiene derecho a tomar igualmente por mujeres a todas las hermanas de ella,
en cuanto llegan a la edad requerida. Esto es un vestigio de la comunidad
de maridos para todo un grupo de hermanas. De los habitantes de la península
de California (estadio superior del salvajismo) cuenta Bancroft que tienen
ciertas festividades en que se reunen varias "tribus" para practicar el
comercio sexual más promiscuo. Con toda evidencia, son gens que
en estas fiestas conservan un oscuro recuerdo del tiempo en que las mujeres
de una gens tenían por maridos comunes a todos los hombres de otra,
y recíprocamente. La misma costumbre impera aún en Australia.
En algunos pueblos acontece que los ancianos, los jefes y los hechiceros
sacerdotes practican en provecho propio la comunidad de mujeres y monopolizan
la mayor parte de éstas; pero, en cambio, durante ciertas fiestas
y grandes asambleas populares están obligados a admitir la antigua
posesión común y a permitir a sus mujeres que se solacen
con los hombres jóvenes. Westermarck (páginas 28-29) aporta
una serie de ejemplos de saturnales de este género, en las que recobra
vigor por corto tiempo la antigua libertad del comercio sexual: entre los
hos, los santalas, los pandchas, y los cotaros de la India, en algunos
pueblos africanos, etc. Westermarck deduce de un modo extraño que
estos hechos constituyen restos, no del matrimonio por grupos, que él
niega, sino del período del celo, que los hombres primitivos tuvieron
en común con los animales.
Llegamos al cuarto gran descubrimiento de Bachofen: el de la gran
difusión de la forma del tránsito del matrimonio por grupos
al matrimonio sindiásmico. Lo que Bachofen representa como una penitencia
por la transgresión de los antiguos mandamientos de los dioses,
como una penitencia impuesta a la mujer para comprar su derecho a la castidad,
no es, en resumen, sino la expresión mística del rescate
por medio del cual se libra la mujer de la antigua comunidad de maridos
y adquiere el derecho de no entregarse más que a uno solo. Ese rescate
consiste en dejarse poseer en determinado periodo: las mujeres babilónicas
estaban obligadas a entregarse una vez al año en el templo de Mylitta;
otros pueblos del Asia Menor enviaban a sus hijas al templo de Anaitis,
donde, durante años enteros, debían entregarse al amor libre
con favoritos elegidos por ellas antes de que se les permitiera casarse;
en casi todos los pueblos asiáticos entre el Mediterráneo
y el Ganges hay análogas usanzas, disfrazadas de costumbres religiosas.
El sacrificio expiatorio que desempeña el papel de rescate se hace
cada vez más ligero con el tiempo, como lo ha hecho notar Bachofen:
"La ofrenda, repetida cada año, cede el puesto a un sacrificio hecho
sólo una vez; al heterismo de las matronas sigue el de las jóvenes
solteras; se practica antes del matrimonio, en vez de ejercitarlo durante
éste; en lugar de abandonarse a todos, sin tener derecho de elegir,
la mujer ya no se entrega sino a ciertas personas". ("Derecho materno",
pág. XIX). En otros pueblos no existe ese disfraz religioso; en
algunos -los tracios, los celtas, etc., en la antigüedad, en gran
número de aborígenes de la India, en los pueblos malayos,
en los insulares de Oceanía y entre muchos indios americanos hoy
día -las jóvenes gozan de la mayor libertad sexual hasta
que contraen matrimonio. Así sucede, sobre todo, en la América
del Sur, como pueden atestiguarlo cuantos han penetrado algo en el interior.
De una rica familia de origen indio refiere Agassiz ("Viaje por el Brasil,
Boston y Nueba York" 1886, pág. 266) que, habiendo conocido a la
hija de la casa, preguntó por su padre, suponiendo que lo sería
el marido de la madre, oficial del ejército en campaña contra
el Paraguay; pero la madre le respondió sonriéndose: "Naod
tem pai, he filha da fortuna" (no tiene padre, es hija del acaso). "Las
mujeres indias o mestizas hablan siempre en este tono, sin vergüenza
ni censura, de sus hijos ilegítimos; y esto es la regla, mientras
que lo contrario parece ser la excepción. Los hijos... a menudo
sólo conocen a su madre, porque todos los cuidados y toda la responsabilidad
recaen sobre ella; nada saben acerca de su padre, y tampoco parece que
la mujer tuviese nunca la idea de que ella o sus hijos pudieran reclamarle
la menor cosa". Lo que aquí parece pasmoso al hombre civilizado,
es sencillamente la regla en el matriarcado y en el matrimonio por grupos.
En otros pueblos, los amigos y parientes del novio o los convidados
a la boda ejercen con la novia, durante la boda misma, el derecho adquirido
por usanza inmemorial, y al novio no le llega el turno sino el último
de todos: así sucedía en las islas Baleares y entre los augilas
africanos en la antigüedad, y así sucede aún entre los
bareas en Abisinia. En otros, un personaje oficial, sea jefe de la tribu
o de la gens, cacique, shamán, sacerdote o príncipe, es quien
representa a la colectividad y quien ejerce en la desposada el derecho
de la primera noche ("jus primae noctis"). A pesar de todos los esfuerzos
neorrománticos de cohonestarlo, ese "jus primae noctis" existe hoy
aún como una reliquia del matrimonio por grupos entre la mayoría
de los habitantes del territorio de Alaska (Bancroft: "Tribus Nativas",
1, 81), entre los tahus del Norte de México (ibid, pág. 584)
y entre otros pueblos; y ha existido durante toda la Edad Media, por lo
menos en los países de origen céltico, donde nació
directamente del matrimonio por grupos; en Aragón, por ejemplo.
Al paso que en Castilla el campesino nunca fue siervo, la servidumbre más
abyecta reinó en Aragón hasta la sentencia o bando arbitral
de Fernando el Católico de 1486, documento donde se dice: "Juzgamos
y fallamos que los señores (senyors, barones) susodichos no podrán
tampoco pasar la primera noche con la mujer que haya tomado un campesino,
ni tampoco podrán durante la noche de boda, después que se
hubiere acostado en la cama la mujer, pasar la pierna encima de la cama
ni de la mujer, en señal de su soberanía; tampoco podrán
los susodichos señores servirse ade las hijas o lo hijos de los
campesinos contra su voluntad, con y sin pago". (Citado, según el
texto original en catalán, por Sugenheim, "La servidumbre", San
Petersburgo 1861, pág. 35).
Aparte de esto, Bachofen tiene razón evidente cuando afirma
que el paso de lo que él llama "heterismo" o "Sumpfzeugung" a la
monogamia se realizó esencialmente gracias a las mujeres. Cuanto
más perdían las antiguas relaciones sexuales su candoroso
carácter primitivo selvático a causa del desarrollo de las
condiciones económicas y, por consiguiente, a causa de la descomposición
del antiguo comunismo y de la densidad, cada vez mayor, de la población,
más envilecedoras y opresivas debieran parecer esas relaciones a
las mujeres y con mayor fuerza debieron de anhelar, como liberación,
el derecho a la castidad, el derecho al matrimonio temporal o definitivo
con un solo hombre. Este progreso no podía salir del hombre, por
la sencilla razón, sin buscar otras, de que nunca, ni aun en nuestra
época, le ha pasado por las mientes la idea de renunciar a los goces
del matrimonio efectivo por grupos. Sólo después de efectuado
por la mujer el tránsito al matrimonio sindiásmico, es cuando
los hombres pudieron introducir la monogamia estricta, por supuesto, sólo
para las mujeres.
La familia sindiásmica aparece en el límite entre
el salvajismo y la barbarie, las más de las veces en el estadio
superior del primero, y sólo en algunas partes en el estadio inferior
de la segunda. Es la forma de familia característica de la barbarie,
como el matrimonio por grupos lo es del salvajismo, y la monogamia lo es
de la civilización. Para que la familia sindiásmica evolucione
hasta llegar a una monogamia estable fueron menester causas diversas de
aquéllas cuya acción hemos estudiado hasta aquí. En
la familia sindiásmica el grupo había quedado ya reducido
a su última unidad, a su molécula biatómica: a un
hombre y una mujer. La selección natural había realizado
su obra reduciendo cada vez más la comunidad de los matrimonios,
nada le quedaba ya que hacer en este sentido. Por tanto, si no hubieran
entrado en juego nuevas fuerzas impulsivas de "orden social", no hubiese
habido ninguna razón para que de la familia sindiásmica naciera
otra nueva forma de familia. Pero entraron en juego esas fuerzas impulsivas.
Abandonemos ahora América, tierra clásica de la
familia sindiásmica. Ningún indicio permite afirmar que en
ella se halla desarrollado una forma de familia más perfecta, que
haya existido allí una monogamia estable en ningún tiempo
antes del descubrimiento y de la conquista. Lo contrario sucedió
en el viejo mundo.
Aquí la domesticación de los animales y la cría
de ganado habían abierto manantiales de riqueza desconocidos hasta
entonces, creando relaciones sociales enteramente nuevas. Hasta el estadio
inferior de la barbarie, la riqueza duradera se limitaba poco más
o menos a la habitación, los vestidos, adornos primitivos y los
enseres necesarios para obtener y preparar los alimentos: la barca, las
armas, los utensilios caseros más sencillos. El alimento debía
ser conseguido cada día nuevamente. Ahora, con sus manadas de caballos,
camellos, asnos, bueyes, carneros, cabras y cerdos, los pueblos pastores,
que iban ganando terreno (los arios en el País de los Cinco Ríos
y en el valle del Ganges, así como en las estepas del Oxus y el
Jaxartes, a la sazón mucho más espléndidamente irrigadas,
y los semitas en el Eufrates y el Tigris), habían adquirido riquezas
que sólo necesitaban vigilancia y los cuidados más primitivos
para reproducirse en una proporción cada vez mayor y suministrar
abundantísima alimentación en carne y leche. Desde entonces
fueron relegados a segundo plano todos los medios con anterioridad empleados;
la caza que en otros tiempos era una necesidad, se trocó en un lujo.
Pero, ¿a quién pertenecía aquella nueva riqueza?.
No cabe duda alguna de que, en su origen, a la gens. Pero muy pronto debió
de desarrollarse la propiedad privada de los rebaños. Es difícil
decir si el autor de lo que se llama el primer libro de Moisés consideraba
al patriarca Abraham propietario de sus rebaños por derecho propio,
como jefe de una comunidad familiar, o en virtud de su carácter
de jefe hereditario de una gens. Sea como fuere, lo cierto es que no debemos
imaginárnoslo como propietario, en el sentido moderno de la palabra.
También es indudable que en los unbrales de la historia auténtica
encontramos ya en todas partes los rebaños como propiedad particular
de los jefes de familia, con el mismo título que los productos del
arte de la barbarie, los enseres de metal, los objetos de lujo y, finalmente,
el ganado humano, los esclavos.
La esclavitud había sido ya inventada. El esclavo no tenía
valor ninguno para los bárbaros del estadio inferior. Por eso los
indios americanos obraban con sus enemigos vencidos de una manera muy diferente
de como se hizo en el estadio superior. Los hombres eran muertos o los
adoptaba como hermanos la tribu vencedora; las mujeres eran tomadas como
esposas o adoptadas, con sus hijos supervivientes, de cualquier otra forma.
En este estadio, la fuerza de trabajo del hombre no produce aún
excedente apreciable sobre sus gastos de mantenimiento. Pero al introducirse
la cria de ganado, la elaboración de los metales, el arte del tejido,
y, por último, la agricultura, las cosas tomaron otro aspecto. Sobre
todo desde que los rebaños pasaron definitivamente a ser propiedad
de la familia, con la fuerza de trabajo pasó lo mismo que había
pasado con las mujeres, tan fáciles antes de adquirir y que ahora
tenían ya su valor de cambio y se compraban. La familia no se multiplicaba
con tanta rapidez como el ganado. Ahora se necesitaban más personas
para la custodia de éste; podía utilizarse para ello el prisionero
de guerra, que además podía multiplicarse, lo mismo que el
ganado.
Convertidas todas estas riquezas en propiedad particular de las
familias, y aumentadas después rápidamente, asestaron un
duro golpe a la sociedad fundada en el matrimonio sindiásmico y
en la gens basada en el matriarcado. El matrimonio sindiásmico había
introducido en la fmailia un elemento nuevo. Junto a la verdadera madre
había puesto le verdadero padre, probablemente mucho más
auténtico que muchos "padres" de nuestros días. Con arreglo
a la división del trabajo en la familia de entonces, correspondía
al hombre procurar la alimentación y los instrumentos de trabajo
necesarios para ello; consiguientemente, era, por derecho, el propietario
de dichos instrumentos y en caso de separación se los llevaba consigo,
de igual manera que la mujer conservaba sus enseres domésticos.
Por tanto, según las costumbres de aquella sociedad, el hombre era
igualmente propietario del nuevo manantial de alimentación, el ganado,
y más adelante, del nuevo instrumento de trabajo, el esclavo. Pero
según la usanza de aquella misma sociedad, sus hijos no podían
heredar de él, proque, en cuanto a este punto, las cosas eran como
sigue.
Con arreglo al derecho materno, es decir, mientras la descendencia
sólo se contaba por línea femenina, y según la primitiva
ley de herencia imperante en la gens, los miembros de ésta heredaban
al principio de su pariente gentil fenecido. Sus bienes debían quedar,
pues, en la gens. Por efecto de su poca importancia, estos bienes pasaban
en la práctica, desde los tiempos más remotos, a los parientes
más próximos, es decir, a los consanguíneos por línea
materna. Pero los hijos del difunto no pertenecían a su gens, sino
a la de la madre; al principio heredaban de la madre, con los demás
consanguíneos de ésta; luego, probablemente fueran sus primeros
herederos, pero no podían serlo de su padre, porque no pertenecían
a su gens, en la cual debían quedar sus bienes. Así, a la
muerte del propietario de rebaños, estos pasaban en primer término
a sus hermanos y hermanas y a los hijos de estos últimos o a los
descendientes de las hermanas de su madre; en cuanto a sus propios hijos,
se veían desheredados.
Así, pues, las riquezas, a medida que iban en aumento,
daban, por una parte, al hombre una posición más importante
que a la mujer en la familia y, por otra parte, hacían que naciera
en él la idea de valerse de esta ventaja para modificar en provecho
de sus hijos el orden de herencia establecido. Pero esto no podía
hacerse mientras permaneciera vigente la filiación según
el derecho materno. Este tenía que ser abolido, y lo fue. Ello no
resultó tan difícil como hoy nos parece. Aquella revolución
-una de las más profundas que la humanidad ha conocido- no tuvo
necesidad de tocar ni a uno solo de los miembros vivos de la gens. Todos
los miembros de ésta pudieron seguir siendo lo que hasta entonces
habían sido. Bastó decidir sencillamente que en lo venidero
los descendientes de un miembro masculino permanecerían en la gens,
pero los de un miembro femenino saldrían de ella, pasando a la gens
de su padre. Así quedaron abolidos al filiación femenina
y el derecho hereditario materno, sustituyéndolos la filiación
masculina y el derecho hereditario paterno. Nada sabemos respecto a cómo
y cuando se produjo esta revolución en los pueblos cultos, pues
se remonta a los tiempos prehistóricos. Pero los datos reunidos,
sobre todo por Bachofen, acerca de los numerosos vestigios del derecho
materno, demuestran plenamente que esa revolución se produjo; y
con qué facilidad se verifica, lo vemos en muchas tribus indias
donde acaba de efectuarse o se está efectuando, en parte por influjo
del incremento de las riquezas y el cambio de género de vida (emigración
desde los bosques a las praderas), y en parte por la influencia moral de
la civilización y de los misioneros. De ocho tribus del Misurí,
en seis rigen la filiación y el orden de herencia masculinos, y
en otras dos, los femeninos. Entre los schawnees, los miamíes y
los delawares se ha introducido la costumbre de dar a los hijos un nombre
perteneciente a la gens paterna, para hacerlos pasar a ésta con
el fin de que puedan heredar de su padre. "Casuística innata en
los hombres la de cambiar las cosas cambiando sus nombres y hallar salidas
para romper con la tradición, sin salirse de ella, en todas partes
donde un interés directo da el impulso suficiente para ello" (Marx).
Resultó de ahí una espantosa confusión, la cual sólo
podía remediarse y fue en parte remediada con el paso al patriarcado.
"Esta parece ser la transición más natural" (Marx). Acerca
de lo que los especialistas en Derecho comparado pueden decirnos sobre
el modo en que se operó esta transición en los pueblos civilizados
del Mundo Antiguo -casi todo son hipótesis-, véase Kovalevski,
"Cuadro de los orígenes y de la evolución de la familia y
de la propiedad", Estocolmo 1890.
El derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica
del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empuñó también
las riendas en la casa; la mujer se vio degradada, convertida en la servidora,
en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción.
Esta baja condición de la mujer, que se manifiesta sobre todo entre
los griegos de los tiempos heroicos, y más aún en los de
los tiempos clásicos, ha sido gradualmente retocada, disimulada
y, en ciertos sitios, hasta revestida de formas más suaves, pero
no, ni mucho menos, abolida.
El primer efecto del poder exclusivo de los hombres, desde el
punto y hora en que se fundó, lo observamos en la forma intermedia
de la familia patriarcal, que surgió en aquel momento. Lo que caracteriza,
sobre todo, a esta familia no es la poligamia, de la cual hablaremos luego,
sino la "organización de cierto número de individuos, libres
y no libres, en una familia sometida al poder paterno del jefe de ésta.
En la forma semítica, ese jefe de familia vive en plena poligamia,
los esclavos tienen una mujer e hijos, y el objetivo de la organización
entera es cuidar del ganado en un área determinada". Los rasgos
esenciales son la incorporación de los esclavos y la potestad paterna;
por eso, la familia romana es el tipo perfecto de esta forma de familia.
En su origen, la palabra familia no significa el ideal, mezcla de sentimentalismos
y de disensiones domésticas, del filisteo de nuestra época;
al principio, entre los romanos, ni siquiera se aplica a la pareja conyugal
y a sus hijos, sino tan sólo a los esclavos. Famulus quiere decir
esclavo doméstico, y familia es el conjunto de los esclavos pertenecientes
a un mismo hombre. En tiempos de Gayo la "familia, id es patrimonium" (es
decir, herencia), se transmitía aun por testamento. Esta expresión
la inventaron los romanos para designar un nuevo organismo social, cuyo
jefe tenía bajo su poder a la mujer, a los hijos y a cierto número
de esclavos, con la patria potestad romana y el derecho de vida y muerte
sobre todos ellos. "La palabra no es, pues, más antigua que el férreo
sistema de familia de las tribus latinas, que nació al introducirse
la agricultura y la esclavitud legal y después de la escisión
entre los itálicos arios y los griegos". Y añade Marx: "La
familia moderna contiene en germen, no sólo la esclavitud (servitus),
sino también la servidumbre, y desde el comienzo mismo guarda relación
con las cargas en la agricultura. Encierra, in miniature, todos los antagonismos
que se desarrollan más adelante en la sociedad y en su Estado".
Esta forma de familia señala el tránsito del matrimonio
sindiásmico a la monogamia. Para asegurar la fidelidad de la mujer
y, por consiguiente, la paternidad de los hijos, aquélla es entregada
sin reservas al poder del hombre: cuando éste la mata, no hace más
que ejercer su derecho.
Con la familia patriarcal entramos en los dominios de la historia
escrita, donde la ciencia del Derecho comparado nos puede prestar gran
auxilio. Y en efecto, esta ciencia nos ha permitido aquí hacer importantes
progresos. A Máximo Kovalevski ("Cuadro de los orígenes y
de la evolución de la familia y de la propiedad", págs. 60-100,
Estocolmo 1890) debemos la idea de que la comunidad familiar patriarcal
(patriarchalische Hausgenossenschaft), según existe aún entre
los servios y los búlgaros con el nombre de zádruga (que
puede traducirse poco más o menos como confraternidad! o bratstwo
(fraternidad)), y bajo una forma modificada entre los orientales, ha constituido
el estadio de transición entre la familia de derecho materno, fruto
del matrimonio por grupos, y la monogamia moderna. Esto parece probado,
por lo menos respecto a los pueblos civilizados del Mundo Antiguo, los
arios y los semitas.
La zádruga de los sudeslavos constituye el mejor ejemplo,
existente aún, de una comunidad familiar de esta clase. Abarca muchas
generaciones de descendientes de un mismo padre, los cuales viven juntos,
con sus mujeres, bajo el mismo techo; cultivan sus tierras en común,
se alimentan y se visten de un fondo común y poseen en común
el sobrante de los productos. La comunidad está sujeta a la administración
superior del dueño de la casa (domàcin), quien la representa
ante el mundo exterior, tiene el derecho de enajenar las cosas de valor
mínimo, lleva la caja y es responsable de ésta, lo mismo
que de la buena marcha de toda la hacienda. Es elegido, y no necesita para
ello ser el de más edad. Las mujeres y su trabajo están bajo
la dirección de la dueña de la casa (domàcica), que
suele ser la mujer del domàcin. Esta tiene también voz, a
menudo decisiva, cuando se trata de elegir marido para las mujeres solteras.
Pero el poder supremo pertenece al consejo de familia, a la asamblea de
todos los adultos de la comunidad, hombres y mujeres. Ante esa asamblea
rinde cuentas el domàcin, ella es quien resuelve las cuestiones
de importancia, administra justicia entre todos los miembros de la comunidad,
decide las compras o ventas más importantes, sobre todo de tierras,
etc.
No hace más de diez años que se ha probado la existencia
en Rusia de grandes comunidades familiares de esta especie; hoy todo el
mundo reconoce que tienen en las costumbres populares rusas raíces
tan ondas como la obschina, o comunidad rural. Figuran en el más
antiguo código ruso -la "Pravda" de Yaroslav-, con el mismo nombre
(verv) que en las leyes de Damacia; en las fuentes históricas polacas
y checas también podemos encontrar referencias al respecto.
También entre los germanos, según Heusler ("Instituciones
del Derecho alemán"), la unidad económica primitiva no es
la familia aislada en el sentido moderno de la palabra, sino una comunidad
familiar (Hausgenossenschaft) que se compone de muchas generaciones con
sus respectivas familias y que además encierra muy a menudo individuos
no libres. La familia romana se refiere igualmente a este tipo, y, debido
a ello, el poder absoluto del padre sobre los demás miembros de
la familia, por supuesto privados enteramente de derechos respecto a él,
se ha puesto muy en duda recientemente. Comunidades familiares del mismo
género han debido de existir entre los celtas de Irlanda; en Francia,
se han mantenido en el Nivernesado con el nombre de parçonneries
hasta la Revolución, y no se han extinguido aún en el Franco-Condado.
En los alrededores de Louans (Saona y Loira) se ven grandes caserones de
labriegos, con una sala común central muy alta, que llega hasta
el caballete del tejado; alrededor se encuentran los dormitorios, a los
cuales se sube por unas escalerillas de seis u ocho peldaños; habitan
en esas casas varias generaciones de la misma familia.
La comunidad familiar, con cultivo del suelo en común,
se menciona ya en la India por Nearco, en tiempo de Alejandro Magno, y
aún subsiste en el Penyab y en todo el noroeste del país.
El mismo Kovalevsky ha podido encontrarla en el Cáucaso. En Argelia
existe aún en las cábilas. Ha debido hallarse hasta en América,
donde se cree descubrirla en las "calpullis" descritas por Zurita en el
antiguo México; por el contrario, Cunow ("Ausland", 1890, números
42-44) ha demostrado de una manera bastante clara que en la época
de la conquista existía en el Perú una especie de marca (que,
cosa extraña, también se llamaba allí "marca"), con
reparto periódico de las tierras cultivadas y, por consiguiente,
con cultivo individual.
En todo caso, la comunidad familiar patriarcal, con posesión
y cultivo del suelo en común, adquiere ahora una significación
muy diferente de la que tenía antes. Ya no podemos dudar del gran
papel transicional que desempeñó entre los civilizados y
otros pueblos de la antigüedad en el período entre la familia
de derecho materno y la familia monógama. Más adelante hablaremos
de otra cuestión sacada por Kovalevski, a saber: que la comunidad
familiar fue igualmente el estadio transitorio de donde salió la
comunidad rural o la marca, con cultivo individual del suelo y reparto
al principio periódico y después defintivo de los campos
y pastos.
Respecto a la vida de familia en el seno de estas comunidades
familiares, debe hacerse notar que, por lo menos en Rusia, los amos de
casa tienen la fama de abusar mucho de su situación en lo que respecta
a las mujeres más jóvenes de la comunidad, principalmente
a sus nueras, con las que forman a menudo un harén; las canciones
populares rusas son harto elocuentes a este respecto.
Antes de pasar a la monogamia, a la cual da rápido desarrollo
el derrumbamiento del matriarcado, digamos algunas palabras de la poligamia
y de la poliandria. Estas dos formas de matrimonio sólo pueden ser
excepciones, artículos de lujo de la historia, digámoslo
así, de no ser que se presenten simultáneamente en un mismo
país, lo cual, como sabemos, no se produce. Pues bien; como los
hombres excluidos de la poligamia no podían consolarse con las mujeres
dejadas en libertad por la poliandria, y como el número de hombres
y mujeres, independientemente de las instituciones sociales, ha seguido
siendo casi igual hasta ahora, ninguna de estas formas de matrimonio fue
generalmente admitida. De hecho, la poligamia de un hombre era, evidentemente,
un producto de la esclavitud, y se limitaba a las gentes de posición
elevada. En la familia patriarcal semítica, el patriarca mismo y,
a lo sumo, algunos de sus hijos viven como polígamos; los demás,
se ven obligados a contentarse con una mujer. Así sucede hoy aún
en todo el Oriente: la poligamia se un privilegio de los ricos y de los
grandes, y las mujeres son reclutadas, sobre todo, por la compra de esclavas;
la masa del pueblo es monógama. Una excepción parecida es
la poliandria en la India y en el Tibet, nacida del matrimonio por grupos,
y cuyo interesante origen queda dpor estudiar más a fondo. En la
práctica, parece mucho más tolerante que el celoso régimen
del harén musulmán.
Entre los naires de la India, por lo menos, tres, cuatro o más
hombres, tienen una mujer común; pero cada uno de ellos puede tener,
en unión con otros hombres, una segunda, una tercera, una cuarta
mujer, y así sucesivamente. Asombra que MacLennan, al describirlos,
no haya descubierto una nueva categoría de matrimonio -el matrimonio
en club- en estos clubs conyugales, de varios de los cuales puede formar
parte el hombre. Por supuesto, el sistema de clubs conyugales no tiene
que ver con la poliandria efectiva; por el contrario, según lo ha
hecho notar ya Giraud-Teulon, es una forma particular (spezialisierte)
del matrimonio por grupos: los hombres viven en la poligamia, y las mujeres
en la poliandria.
4. La familia monogámica. Nace de la familia sindiásmica,
según hemos indicado, en el período de la transición
entre el estadio medio y el estadio superior de la barbarie; su triunfo
definitivo es uno de los síntomas de la civilización naciente.
Se funda en el predominio del hombre; su fin expreso es el de procrear
hijos cuya paternidad sea indiscutible; y esta paternidad indiscutible
se exige porque los hijos, en calidad de herederos directos, han de entrar
un día en posesión de los bienes de su padre. La familia
monogámica se diferencia del matrimonio sindiásmico por una
solidez mucho más grande de los lazos conyugales, que ya no pueden
ser disueltos por deseo de cualquiera de las partes. Ahora, sólo
el hombre, como regla, puede romper estos lazos y repudiar a su mujer.
También se le otorga el derecho de infidelidad conyugal, sancionado,
al menos, por la costumbre (el Código de Napoleón se lo concede
expresamente, mientras no tenga la concubina en el domicilio conyugal),
y este derecho se ejerce cada vez más ampliamente, a medida que
progresa la evolución social. Si la mujer se acuerda de las antiguas
prácticas sexuales y quiere renovarlas, es castigada más
rigurosamente que en ninguna época anterior.
Entre los griegos encontramos en toda su severidad la nueva forma
de la familia. Mientras que, como señala Marx, la situación
de las diosas en la mitología nos habla de un período anterior,
en que las mujeres ocupaban todavía una posición más
libre y más estimada, en los tiempos heroicos vemos ya a la mujer
humillada por el predominio del hombre y la competencia de las esclavas.
Léase en la "Odisea" cómo Telémaco interrumpe a su
madre y le impone silencio. En Homero, los vencedores aplacan sus apetitos
sexuales en las jóvenes capturadas; los jefes elegían para
sí, por turno y conforme a su categoría, las más hermosas;
sabido es que la "Iliada" entera gira en torno a la disputa sostenida entre
Aquiles y Agamenón a causa de una esclava. Junto a cada héroe,
más o menos importante, Homero habla de la joven cautiva con la
cual comparte su tienda y su lecho. Esas mujeres eran también conducidas
al país nativo de los héroes, a la casa conyugal, como hizo
Agamenón con Casandra, en Esquilo; los hijos nacidos de esas esclavas
reciben una pequeña parte de la herencia paterna y son considerados
como hombres libres; así, Teucro es hijo natural de Telamón,
y tiene derecho a llevar el nombre de su padre. En cuanto a la mujer legítima,
se exige de ella que tolere todo esto y, a la vez, guarde una castidad
y una fidelidad conyugal rigurosas. Cierto es que la mujer griega de la
época heroica es más respetada que la del período
civilizado; sin embargo, para el hombre no es, en fin de cuentas, más
que la madre de sus hijos legítimos, sus herederos, la que gobierna
la casa y vigila a las esclavas, de quienes él tiene derecho a hacer,
y hace, concubinas siempre que se le antoje. La existencia de la esclavitud
junto a la monogamia, la presencia de jóvenes y bellas cautivas
que pertenecen en cuerpo y alma al hombre, es lo que imprime desde su origen
un carácter específico a la monogamia, que sólo es
monogamia para la mujer, y no para el hombre. En la actualidad, conserva
todavía este carácter.
En cuanto a los griegos de una época más reciente,
debemos distinguir entre los dorios y los jonios. Los primeros, de los
cuales Esparta es el ejemplo clásico, se encuentran desde muchos
puntos de vista en relaciones conyugales mucho más primtivas que
las printadas de Homero. En Esparta existe un matrimonio sindiásmico
modificado por el Estado conforme a las concepciones dominantes allí
y que conserva muchos vestigios del matrimonio por grupos. Las uniones
estériles se rompen: el rey Anaxándrides (hacia el año
650 antes de nuestra era) tomó una segunda mujer, sin dejar a la
primerad, que era estéril, y sostenía dos domicilios conyugales;
hacia la misma época, teniendo el rey Aristón dos mujeres
sin hijos, tomó otra, pero despidió a una de las dos primeras.
Además, varios hermanos podían tener una mujer común;
el hombre que prefería la mujer de su amigo podía participar
de ella con éste; y se estimaba decoroso poner la mujer propia a
disposición de "un buen semental" (como diría Bismarck),
aun cuando no fuese un conciudadano. De un pasaje de Plutarco en que una
espartana envía a su marido un pretendiente que la persigue con
sus proposiciones, puede incluso deducirse, según Schömann,
una libertad de costumbres aún más grande. Por esta razón,
era cosa inaudita el adulterio efectivo, la infidelidad de la mujer a espaldas
de su marido. Por otra parte, la esclavitud doméstica era desconocida
en Esparta, por lo menos en su mejor época; los ilotas siervos vivían
aparte, en las tierras de sus señores, y, por consiguiente, entre
los espartanos era menor la tentación de solazarse con sus mujeres.
Por todas estas razones, las mujeres tenían en Esparta una posición
mucho más respetada que entre los otros griegos. Las casadas espartanas
y la flor y nata de las hetairas atenienses son las únicas mujeres
de quienes hablan con respeto los antiguos, y de las cuales se tomaron
el trabajo de recoger los dichos.
Otra cosa muy diferente era lo que pasaba entre los jonios, para
los cuales es característico el régimen de Atenas. Las doncellas
no aprendían sino a hilar, tejer y coser, a lo sumo a leer y escribir.
Prácticamente eran cautivas y sólo tenían trato con
otras mujeres. Su habitación era un aposento separado, sito en el
piso alto o detrás de la casa; los hombres, sobre todo los extraños,
no entraban fácilmente allí, adonde las mujeres se retiraban
en cuanto llegaba algún visitante. Las mujeres no salían
sin que las acompañase una esclava; dentro de la casa se veían,
literalmente, sometidas a vigilancia; Aristófanes habla de perros
molosos para espantar a los adúlteros, y en las ciudades asiáticas
para vigilar a las mujeres había eunucos, que desde los tiempos
de Herodoto se fabricaban en Quios para comerciar con ellos y que no sólo
servían a los bárbaros, si hemos de creer a Wachsmuth. En
Eurípides se designa a la mujer como un oikurema, como algo destinado
a cuidar del hogar doméstico (la palabra es neutra), y, fuera de
la procreación de los hijos, no era para el ateniense sino la criada
principal. El hombre tenía sus ejercicios gimnásticos y sus
discusiones públicas, cosas de las que estaba excluida la mujer;
además solía tener esclavas a su disposición, y, en
la época floreciente de Atenas, una prostitución muy extensa
y protegida, en todo caso, por el Estado. Precisamente, sobre la base de
esa prostitución se desarrollaron las mujeres griegas que sobresalen
del nivel general de la mujer del mundo antiguo por su ingenio y su gusto
artístico, lo mismo que las espartanas sobresalen por su carácter.
Pero el hecho de que para convertirse en mujer fuese preciso ser antes
hetaira, es la condenación más severa de la familia ateniense.
Con el transcurso del tiempo, esa familia ateniense llegó
a ser el tipo por el cual modelaron sus relaciones domésticas, no
sólo el resto de los jonios, sino también todos los griegos
de la metrópoli y de las colonias. Sin embargo, a pesar del secuestro
y de la vigilancia, las griegas hallaban harto a menudo ocasiones para
engañar a sus maridos. Estos, que se hubieran ruborizado de mostrar
el más pequeño amor a sus mujeres, se recreaban con las hetairas
en toda clase de galanterías; pero el envilecimiento de las mujeres
se vengó en los hombres y los envileció a su vez, llevándoles
hasta las repugnantes prácticas de la pederastia y a deshonrar a
sus dioses y a sí mismos, con el mito de Ganímedes.
Tal fue el origen de la monogamia, según hemos podido seguirla
en el pueblo más culto y más desarrollado de la antigüedad.
De ninguna manera fue fruto del amor sexual individual, con el que no tenía
nada en común, siendo el cálculo, ahora como antes, el móvl
ade los matrimonios. Fue la primera forma de familia que no se basaba en
condiciones naturales, sino económicas, y concretamente en el triunfo
de la propiedad privada sobre la propiedad común primitiva, originada
espontáneamente. Preponderancia del hombre en la familia y procreación
de hijos que sólo pudieran ser de él y destinados a heredarle:
tales fueron, abiertamente proclamados por los griegos, los únicos
objetivos de la monogamia. Por lo demás, el matrimonio era para
ellos una carga, un deber para con los dioses, el Estado y sus propios
antecesores, deber que se veían obligados a cumplir. En Atenas,
la ley no sólo imponía el matrimonio, sino que, además,
obligaba al marido a cumplir un mínimum determinado de lo que se
llama deberes conyugales.
Por tanto, la monogamia no aparece de ninguna manera en la historia
como una reconciliación entre el hombre y la mujer, y menos aún
como la forma más elevada de matrimonio. Por el contrario, entra
en escena bajo la forma del esclavizamiento de un sexo por el otro, como
la proclamación de un conflicto entre los sexos, desconocido hasta
entonces en la prehistoria. En un viejo manuscrito inédito, redactado
en 1846 por Marx y por mí, encuentro esta frase: "La primera división
del trabajo es la que se hizo entre el hombre y la mujer para la procreación
de hijos". Y hoy puedo añadir: el primer antagonismo de clases que
apareció en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo
entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión
de clases, con la del sexo femenino por el masculino. La monogamia fue
un gran progreso histórico, pero al mismo tiempo inaugura, juntamente
con la esclavitud y con las riquezas privadas, aquella época que
dura hasta nuestros días y en la cual cda progreso es al mismo tiempo
un regreso relativo y el bienestar y el desarrollo de unos verifícanse
a expensas del dolor y de la represión de otros. La monogamia es
la forma celular de la sociedad civilizada, en la cual podemos estudiar
ya la naturaleza de las contradicciones y de los antagonismos que alcanzan
su pleno desarrollo en esta sociedad.
La antigua libertad relativa de comercio sexual no desapareció
del todo con el triunfo del matrimonio sindiásmico, ni aún
con el de la monogamia. "El antiguo sistema conyugal, reducido a más
estrechos límites por la gradual desaparición de los grupos
punalúas, seguía siendo el medio en que se desenvolvía
la familia, cuyo desarrollo frenó hasta los albores de la civilización...;
desapareció, pro fin, con la nueva forma del heterismo, que sigue
al género humano hasta en plena civilización como una negra
sombra que se cierne sobre la familia". Morgan entiende por heterismo el
comercio extraconyugal, existente junto a la monogamia, de los hombres
con mujeres no casadas, comercio carnal que, como se sabe, florece junto
a las formas más diversas durante todo el período de la civilización
y se transforma cada vez más en descarada prostitución. Este
heterismo desciende en línea recta del matrimonio por grupos, del
sacrificio de su persona, mediante el cual adquirían las mujeres
para sí el derecho a la castidad. La entrega por dinero fue al principio
un acto religioso; practicábase en el templo de la diosa del amor,
y primitivamente el dinero ingresaba en las arcas del templo. Las hieródulas
de Anaitis en Armenia, de Afrodita en Corinto, lo mismo que las bailarinas
religiosas agregadas a los templos de la India, que se conocen con el nombre
de bayaderas (la palabra es una corrupción del portugués
"bailaderia"), fueron las primeras prostitutas. El sacrificio de entregarse,
deber de todas las mujeres en un principio, no fue ejercido más
tarde sino por éstas sacerdotisas, en remplazo de todas las demás.
En otros pueblos, el heterismo proviene de la libertad sexual concedida
a las jóvenes antes del matrimonio; así, pues, es también
un resto del matrimonio por grupos, pero que ha llegado hasta nosotros
por otro camino. Con la diferenciación en la propiedad, es decir,
ya en el estadio superior de la barbarie, aparece esporádicamente
el trabaja asalariado junto al trabajo de los esclavos; y al mismo tiempo,
como un correlativo necesario de aquél, la prostitución profesional
de las mujeres libres aparece junto a la entrega forzada de las esclavas.
Así, pues, la herencia que el matrimonio por grupos legó
a la civilización es doble, y todo lo que la civilización
produce es también doble, ambiguo, equívoco, contradictorio;
por un lado, la monogamia, y por el otro, el heterismo, comprendida su
forma extremada, la prostitución. El heterismo es una institución
social como otra cualquiera y mantiene la antigua libertad sexual... en
provecho de los hombres. De hecho no sólo tolerado, sino practicado
libremente, sobre todo por las clases dominantes, repruébase la
palabra. Pero en realidad, esta reprobación nunca va dirigida contra
los hombres que lo practican, sino solamente contra las mujeres; a éstas
se las desprecia y se las rechaza, para proclamar con eso una vez más,
como ley fundamental de la sociedad, la supremacía absoluta del
hombre sobre el sexo femenino.
Pero, en la monogamia misma se desenvuelve una segunda contradicción.
Junto al marido, que ameniza su existencia con el heterismo, se encuentra
la mujer abandonada. Y no puede existir un término de una contradicción
sin que exista el otro, como no se puede tener en la mano una manzana entera
después de haberse comido la mitad. Sin embargo, ésta parece
haber sido la opinión de los hombres hasta que la mujeres les pusieron
otra cosa en la cabeza. Con la monogamia aparecieron dos figuras sociales,
constantes y características, desconocidas hasta entonces: el inevitable
amante de la mujer y el marido cornudo. Los hombres habían logrado
la victoria sobre las mujeres, pero las vencidas se encargaron generosamente
de coronar a los vencedores. El adulterio, prohibido y castigado rigurosamente,
pero indestructible, llegó a ser una institución social irremediable,
junto a la monogamia y al heterismo. En el mejor de los casos, la certeza
de la paternidad de los hijos se basaba ahora, como antes, en el convencimiento
moral, y para resolver la indisoluble contradicción, el Código
de Napoleón dispuso en su Artículo 312: "L'enfant conçu
pendant le mariage a pour père le mari" ("El hijo concebido durante
el matrimonio tiene por padre al marido"). Este es el resultado final de
tres mil años de monogamia.
Así, pues, en los casos en que la familia monogámica
refleja fielmente su origen histórico y manifiesta con claridad
el conflicto entre el hombre y la mujer, originado por el dominio exclusivo
del primero, tenemos un cuadro en miniatura de las contradicciones y de
los antagonismos en medio de los cuales se mueve la sociedad, dividida
en clases desde la civilización, sin poder resolverlos ni vencerlos.
Naturalmente, sólo hablo aquí de los casos de monogamia en
que la vida conyugal transcurre con arreglo a las prescripciones del carácter
original de esta institución, pero en que la mujer se rebela contra
el dominio del hombre. Que no en todos los matrimonios ocurre así
lo sabe mejor que nadie el filisteo alemán, que no sabe mandar ni
en su casa ni en el Estado, y cuya mujer lleva con pleno derecho los pantalones
de que él no es digno. Mas no por eso deja de creerse muy superior
a su compañero de infortunios francés, a quien con mayor
frecuencia que a él mismo le suceden cosas mucho más desagradables.
Por supuesto, la familia monogámica no ha revestido en
todos los lugares y tiempos la forma clásica y dura que tuvo entre
los griegos. La mujer era más libre y más considerada entre
los romanos, quienes en su calidad de futuros conquistadores del mundo
tenían de las cosas un concepto más amplio, aunque menos
refinado que los griegos. El romano creía suficientemente garantizada
la fidelidad de su mujer por el derecho de vida y muerte que sobre ella
tenía. Además, la mujer podía allí romper el
vínculo matrimonial a su arbitrio, lo mismo que el hombre. Pero
el mayor progreso en el desenvolvimiento de la monogamia se realizó,
indudablemente, con la entrada de los germanos en la historia, y fue así
porque, dada su pobreza, parece que por el entonces la monogamia aún
no se había desarrollado plenamente entre ellos a partir del matrimonio
sindiásmico. Sacamos esta conclusión basándonos en
tres circunstancias mencionadas por Tácito: en primer lugar, junto
con la santidad del matrimonio ("se contentan con una sola mujer, y las
mujeres viven cercadas por su pudor"), la poligamia estaba en vigor para
los grandes y los jefes de la tribu. Es ésta una situación
análoga a la de los americanos, entre quienes existía el
matrimonio sindiásmico. En segundo término, la transición
del derecho materno al derecho paterno no había debido de realizarse
sino poco antes, puesto que el hermano de la madre -el pariente gentil
más próximo, según el matriarcado- casi era tenido
como un pariente más próximo que el propio padre, lo que
también corresponde al punto de vista de los indios americanos,
entre los cuales Marx, como solía decir, había encontrado
la clave para comprender nuestro propio pasado. Y en tercer lugar, entre
los germanos las mujeres gozaban de suma consideración y ejercían
una gran influencia hasta en los asuntos públicos, lo cual es diametralmente
opuesto a la supremacía masculina de la monogamia. Todos éstos
son puntos en los cuales los germanos están casi por completo de
acuerdo con los espartanos, entre quienes tampoco había desaparecido
del todo el matriarcado sindiásmico, según hemos visto. Así,
pues, también desde este punto de vista llegaba con los germanos
un elemento enteramente nuevo que dominó en todo el mundo. La nueva
monogamia que entre las ruinas del mundo romano salió de la mezcla
de los pueblos, revistió la supremacía maculina de formas
más suaves y dio a las mujeres una posición mucho más
considerada y más libre, por lo menos aparentemente, de lo que nunca
había conocido la edad clásica. Gracias a eso fue posible,
partiendo de la monogamia -en su seno, junto a ella y contra ella, según
las circunstancias-, el progreso moral más grande que le debemos:
el amor sexual individual moderno, desconocido anteriormente en el mundo.
Pues bien; este progreso se debía con toda seguridad a
la circunstancia de que los germanos vivían aún bajo el régimen
de la familia sindiásmica, y de que llevaron a la monogamia, en
cuanto les fue posible, la posición de la mujer correspondiente
a la familia sindiásmica; pero no se debía de ningún
modo este progreso a la legendaria y maravillosa pureza de costumbres ingénita
en los germanos, que en realidad se reduce a que en el matrimonio sindiásmico
no se observan las agudas contradicciones morales propias de la monogamia.
Por el contrario, en sus emigraciones, particularmente al Sudeste, hacia
las estepas del Mar Negro, pobladas por nómadas, los germanos decayeron
profundamente desde el punto de vista moral y tomaron de los nómadas,
además del arte de la equitación, feos vicios contranaturales,
acerca de lo cual tenemos los expresos testimonios de Amiano acerca de
los taifalienses y el Procopio respecto a los hérulos.
Pero si la monogamia fue, de todas las formas de familia conocidas,
la única en que pudo desarrollarse el amor sexual moderno, eso no
quiere decir de ningún modo que se desarrollase exclusivamente,
y ni aún de una manera preponderante, como amor mutuo de los cónyuges.
Lo excluye la propia naturaleza de la monogamia sólida, basada en
la supremacía del hombre. En todas las clases históricas
activas, es decir, en todas las clases dominantes, el matrimonio siguió
siendo lo que había sido desde el matrimonio sindiásmico:
un trato cerrado por los padres. La primera forma del amor sexual aparecida
en la historia, el amor sexual como pasión, y por cierto como pasión
posible para cualquier hombre (por lo menos, de las clases dominantes),
como pasión que es la forma superior de la atracción sexual
(lo que constituye precisamente su carácter específico),
esa primera forma, el amor caballeresco de la Edad Media, no fue, de ningún
modo, amor conyugal. Muy por el contrario, en su forma clásica,
entre los provenzales, marcha a toda vela hacia el adulterio, que es cantado
por sus poetas. La flor de la poesía amorosa provenzal son las "Albas",
en alemán "Tagelieder" (cantos de la alborada). Pintan con encendidos
ardores cómo el caballero comparte el lecho de su amada, la mujer
de otro, mientras en la calle está apostado un vigilante que lo
llama apenas clarea el alba, para que pueda escapar sin ser visto; la escena
de la separación es el punto culminante del poema. Los franceses
del Norte y nuestros valientes alemanes adoptaron este género de
poesías, al mismo tiempo que la manera caballeresca de amor correspondiente
a él, y nuestro antiguo Wolfram von Echenbach dejó sobre
este sugestivo tema tres encantadores "Tagelieder", que prefiero a sus
tres largos poemas épicos.
El matrimonio de la burguesía es de dos modos, en nuestros
días. En los países católicos, ahora, como antes,
los padres son quienes proporcionan al joven burgués la mujer que
le conviene, de lo cual resulta naturalmente el más amplio desarrollo
de la contradicción que encierra la monogamia; heterismo exuberante
por parte del hombre y adulterio exuberante por parte de la mujer. Y si
la Iglesia católica ha abolido el divorcio, es probable que sea
porque habrá reconocido que para el adulterio, como contra la muerte,
no hay remedio que valga. Por el contrario, en los países protestantes
la regla general es conceder al hijo del burgués más o menos
libertad para buscar mujer dentro de su clase; por ello el amor puede ser
hasta cierto punto la base del matrimonio, y se supone siempre, para guardar
las apariencias, que así es, lo que está muy en correspondencia
con la hipocresía protestante. Aquí el marido no practica
el heterismo tan enérgicamente, y la infidelidad de la mujer se
da con menos frecuencia, pero como en todas clases de matrimonios los seres
humanos siguen siendo lo que antes eran, y como los burgueses de los países
protestantes son en su mayoría filisteos, esa monogamia protestante
viene a parar, aun tomando el término medio de los mejores casos,
en un aburrimiento mortal sufrido en común y que se llama felicidad
doméstica. El mejor espejo de estos dos tipos de matrimonio es la
novela: la novela francesa, para la manera católica; la novela alemana,
para la protestante. En los dos casos, el hombre "consigue lo suyo": en
la novela alemana, el mozo logra a la joven; en la novela francesa, el
marido obtiene su cornamenta. ¿Cuál de los dos sale peor
librado?. No siempre es posible decirlo. Por eso el aburrimiento de la
novela alemana inspira a los lectores de la burguesía francesa el
mismo horror que la "inmoralidad" de la novela francesa inspira al filisteo
alemán. Sin embargo, en estos últimos tiempos, desde que
"Berlín se está haciendo una gran capital", la novela alemana
comienza a tratar algo menos tímidamente el heterismo y el adulterio,
bien conocidos allí desde hace largo tiempo.
Pero, en ambos casos, el matrimonio se funda en la posición
social de los contrayentes y, por tanto, siempre es un matrimonio de conveniencia.
También en los dos casos, este matrimonio de conveniencia se convierte
a menudo en la más vil de las prostituciones, a veces por ambas
partes, pero mucho más habitualmente en la mujer; ésta sólo
se diferencia de la cortesana ordinaria en que no alquila su cuerpo a ratos
como una asalariada, sino que lo vende de una vez para siempre, como una
esclava. Y a todos los matrimonios de conveniencia les viene de molde la
frase de Fourier: "Así como en gramática dos negaciones equivalen
a una afirmación, de igual manera en la moral conyugal dos prostituciones
equivalen a una virtud". En las relaciones con la mujer, el amor sexual
no es ni puede ser, de hecho, una regla más que en las clases oprimidas,
es decir, en nuestros días en el proletariado, estén o no
estén autorizadas oficialmente esas relaciones. Pero también
desaparecen en estos casos todos los fundamentos de la monogamia clásica.
Aquí faltan por completo los bienes de fortuna, para cuya conservación
y transmisión por herencia fueron instituidos precisamente la monogamia
y el dominio del hombre; y, por ello, aquí también falta
todo motivo para establecer la supremacía masculina. Más
aún, faltan hasta los medios de conseguirlo: El Derecho burgués,
que protege esta supremacía, sólo existe para las clases
poseedoras y para regular las relaciones de estas clases con los proletarios.
Eso cuesta dinero, y a causa de la pobreza del obrero, no desempeña
ningún papel en la actitud de éste hacia su mujer. En este
caso, el papel decisivo lo desempeñan otras relaciones personales
y sociales. Además, sobre todo desde que la gran industria ha arrancado
del hogar a la mujer para arrojarla al mercado del trabajo y a la fábrica,
convirtiéndola bastante a menudo en el sostén de la casa,
han quedado desprovistos de toda base los últimos restos de la supremacía
del hombre en el hogar del proletario, excepto, quizás, cierta brutalidad
para con sus mujeres, muy arraigada desde el establecimiento de la monogamia.
Así, pues, la familia del proletario ya no es monogámica
en el sentido estricto de la palabra, ni aun con el amor más apasionado
y la más absoluta fidelidad de los cónyuges y a pesar de
todas las bendiciones espirituales y temporales posibles. Por eso, el heterismo
y el adulterio, los eternos compañeros de la monogamia, desempeñan
aquí un papel casi nulo; la mujer ha reconquistado prácticamente
el derecho de divorcio; y cuando ya no pueden entenderse, los esposos prefieren
separarse. En resumen; el matrimonio proletario es monógamo en el
sentido etimológico de la palabra, pero de ningún modo lo
es en su sentido histórico.
Por cierto, nuestros jurisconsultos estiman que el progreso de
la legislación va quitando cada vez más a las mujeres todo
motivo de queja. Los sistemas legislativos de los países civilizados
modernos van reconociendo más y más, en primer lugar, que
el matrimonio, para tener validez, debe ser un contrato libremente consentido
por ambas partes, y en segundo lugar, que durante el período de
convivencia matrimonial ambas partes deben tener los mismos derechos y
los mismos deberes. Si estas dos condiciones se aplicaran con un espíritu
de consecuencia, las mujeres gozarían de todo lo que pudieran apetecer.
Esta argumentación típicamente jurídica es
exactamente la misma de que se valen los republicanos radicales burgueses
para disipar los recelos de los proletarios. El contrato de trabajo se
supone contrato consentido libremente por ambas partes. Pero se considera
libremente consentido desde el momento en que la ley estatuye en el papel
la igualdad de ambas partes. La fuerza que la diferente situación
de clase da a una de las partes, la presión que esta fuerza ejerce
sobre la otra, la situación económica real de ambas; todo
esto no le importa a la ley. Y mientras dura el contrato de trabajo, se
sigue suponiendo que las dos partes disfrutan de iguales derechos, en tanto
que una u otra no renuncien a ellos expresamente. Y si su situación
económica concreta obliga al obrero a renunciar hasta a la última
apariencia de igualdad de derechos, la ley de nuevo no tiene nada que ver
con ello.
Respecto al matrimonio, hasta la hey más progresiva se
da enteramente por satisfecha desd el punto y hora en que los interesados
han hecho inscribir formalmente en el acta su libre consentimiento. En
cuanto a lo que pasa fuera de las bambalinas jurídicas, en la vida
real, y a cómo se expresa ese consentimiento, no es ello cosa que
pueda inquietar a la ley ni al legista. Y sin embargo, la más sencilla
comparación del derecho de los distintos países debiera mostrar
al jurisconsulto lo que representa ese libre consentimiento. En los países
donde la ley asegura a los hijos la herencia de una parte de la fortuna
paterna, y donde, por consiguiente, no pueden ser desheredados -en Alemania,
en los países que siguen el Derecho francés, etc.-, los hijos
necesitan el consentimiento de los padres para contraer matrimonio. En
los países donde se practica el derecho inglés, donde el
consentimiento paterno no es la condición legal del matrimonio,
los padres gozan también de absoluta libertad de testar, y pueden
desheredar a su antojo a los hijos. Claro es que, a pesar de ello, y aun
por ello mismo, entre las clases que tienen algo que heredar, la libertad
para contraer matrimonio no es, de hecho, ni un ápice mayor en Inglaterra
y en América que en Francia y en Alemania.
No es mejor el Estado de cosas en cuanto a igualdad jurídica
del hombre y de la mujer en el matrimonio. Su desigualdad legal, que hemos
heredado de condiciones sociales anteriores, no es causa, sino efecto,
de la opresión económica de la mujer. En el antiguo hogar
comunista, que comprendía numerosas parejas conyugales con sus hijos,
la dirección del hogar, confiada a las mujeres, era también
una industria socialmente tan necesaria como el cuidado de proporcionar
los víveres, cuidado que se confió a los hombres. Las cosas
cambiaron con la familia patriarcal y aún más con la familia
individual monogámica. El gobierno del hogar perdió su carácter
social. La sociedad ya no tuvo nada que ver con ello. El gobierno del hogar
se transformó en servicio privado; la mujer se convirtió
en la criada principal, sin tomar ya parte en la producción social.
Sólo la gran industria de nuestros días le ha abierto de
nuevo -aunque sólo a la proletaria- el camino de la producción
social. Pero esto se ha hecho de tal suerte, que si la mujer cumple con
sus deberes en el servicio privado de la familia, queda excluida del trabajo
social y no puede ganar nada; y si quiere tomar parte en la gran industria
social y ganar por su cuenta, le es imposible cumplir con los deberes de
la familia. Lo mismo que en la fábrica, le acontece a la mujer en
todas las ramas del trabajo, incluidas la medicina y la abogacía.
La familia individual moderna se funda en la esclavitud doméstica
franca o más o menos disimulada de la mujer, y la sociedad moderna
es una masa cuyas moléculas son las familias individuales. Hoy,
en la mayoría de los casos, el hombre tiene que ganar los medios
de vida, que alimentar a la familia, por lo menos en las clases poseedoras;
y esto le da una posición preponderante que no necesita ser privilegiada
de un modo especial por la ley. El hombre es en la familia el burgués;
la mujer representa en ella al proletario. Pero en el mundo industrial
el carácter específico de la opresión económica
que pesa sobre el proletariado no se manifiesta en todo su rigor sino una
vez suprimidos todos los privilegios legales de la clase de los capitalistas
y jurídicamente establecida la plena igualdad de las dos clases.
La república democrática no suprime el antagonismo entre
las dos clases; por el contrario, no hace más que suministrar el
terreno en que se lleva a su término la lucha por resolver este
antagonismo. Y, de igual modo, el carácter particular del predominio
del hombre sobre la mujer en la familia moderna, así como la necesidad
y la manera de establecer una igualdad social efectiva de ambos, no se
manifestarán con toda nitidez sino cuando el hombre y la mujer tengan,
según la ley, derechos absolutamente iguales. Entonces se verá
que la manumisión de la mujer exige, como condición primera,
la reincorporación de todo el sexo femenino a la industria social,
lo que a su vez requiere que se suprima la familia individual como unidad
económica de la sociedad.
* * *
Como hemos visto, hay tres formas principales de matrimonio, que
corresponden aproximadamente a los tres estadios fundamentales de la evolución
humana. Al salvajismo corresponde el matrimonio por grupos; a la barbarie,
el matrimonio sindiásmico; a la civilización, la monogamia
con sus complementos, el adulterio y la prostitución. Entre el matrimonio
sindiásmico y la monogamia se intercalan, en el sentido superior
de la barbarie, la sujeción de las mujeres esclavas a los hombres
y la poligamia.
Según lo ha demostrado todo lo antes expuesto, la peculiaridad
del progreso que se manifiesta en esta sucesión consecutiva de formas
de matrimonio consiste en que se ha ido quitando más y más
a las mujeres, pero no a los hombres, la libertad sexual del matrimonio
por grupos. En efecto, el matrimonio por grupos sigue existiendo hoy para
los hombres. Lo que es para la mujer un crimen de graves consecuencias
legales y sociales, se considera muy honroso para el hombre, o a lo sumo
como una ligera mancha moral que se lleva con gusto. Pero cuanto más
se modifica en nuestra época el heterismo antiguo por la producción
capitalista de mercancías, a la cual se adapta, más se transforma
en prostitución descocada y más desmoralizadora se hace su
influencia. Y, a decir verdad, desmoraliza mucho más a los hombres
que a las mujeres. La prostitución, entre las mujeres, no degrada
sino a las infelices que cae en sus garras y aun a éstas en grado
mucho menor de lo que suele creerse. En cambio, envilece el carácter
del sexo masculino entero. Y así es de advertir que el noventa por
ciento de las veces el noviazgo prolongado es una verdadera escuela preparatoria
para la infidelidad conyugal.
Caminamos en estos momentos hacia una revolución social
en que las bases económicas actuales de la monogamia desaparecerán
tan seguramente como las de la prostitución, complemento de aquélla.
La monogamia nació de la concentración de grandes riquezas
en las mismas manos -las de un hombre- y del deseo de transmitir esas riquezas
por herencia a los hijos de este hombre, excluyendo a los de cualquier
otro. Por eso era necesaria la monogamia de la mujer, pero no la del hombre;
tanto es así, que la monogamia de la primera no ha sido el menor
óbice para la poligamia descarada u oculta del segundo. Pero la
revolución social inminente, transformando por lo menos la inmensa
mayoría de las riquezas duraderas hereditarias -los medios de producción-
en propiedad social, reducirá al mínimum todas esas preocupaciones
de transmisión hereditaria. Y ahora cabe hacer esta pregunta: habiendo
nacido de causas económicas la monogmia, ¿desaparecerá
cuando desaparezcan esas causas?.
Podría responderse no sin fundamento: lejos de desaparecer,
más bien se realizará plenamente a partir de ese momento.
Porque con la transformación de los medios de producción
en propiedad social desaparecen el trabajo asalariado, el proletariado,
y, por consiguiente, la necesidad de que se prostituyan cierto número
de mujeres que la estadística puede calcular. Desaparece la prostitución,
y en vez de decaer, la monogamia llega por fin a ser una realidad, hasta
para los hombres.
En todo caso, se modificará mucho la posición de
los hombres. Pero también sufrirá profundos cambios la de
las mujeres, la de todas ellas. En cuanto los medios de producción
pasen a ser propiedad común, la familia individual dejará
de ser la unidad económica de la sociedad. La economía doméstica
se convertirá en un asunto social; el cuidado y la educación
de los hijos, también. La sociedad cuidará con el mismo esmero
de todos los hijos, sean legítimos o naturales. Así desaparecerá
el temor a "las consecuencias", que es hoy el más importante motivo
social -tanto desde el punto de vista moral como desde el punto de vista
económico- que impide a una joven soltera entregarse libremente
al hombre a quien ama. ¿No bastará eso para que se
desarrollen progresivamente unas relaciones sexuales más libres
y también para hacer a la opinión pública menos rigorista
acerca de la honra de las vírgenes y la deshonra de las mujeres?.
Y, por último, ¿no hemos visto que en el mundo moderno la
prostitución y la monogamia, aunque antagónicas, son inseparables,
como polos de un mismo orden social?. ¿Puede desaparecer la prostitución
sin arrastrar consigo al abismo a la monogamia?.
Ahora interviene un elemento nuevo, un elemento que en la época
en que nació la monogamia existía a lo sumo en germen: el
amor sexual individual.
Antes de la Edad Media no puede hablarse de que existiese amor
sexual individual. Es obvio que la belleza personal, la intimidad, las
inclinaciones comunes, etc., han debido despertar en los individuos de
sexo diferente el deseo de relaciones sexuales; que tanto para los hombres
como para las mujeres no era por completo indiferente con quién
entablar las relaciones más íntimas. Pero de eso a nuestro
amor sexual individual aún media muchísima distancia. En
toda la antigüedad son los padres quienes conciertan las bodas en
vez de los interesados; y éstos se conforman tranquilamente. El
poco amor conyugal que la antigüedad conoce no es una inclinación
subjetiva, sino más bien un deber objetivo; no es la base, sino
el complemento del matrimonio. El amor, en el sentido moderno de la palabra,
no se presenta en la antigüedad sino fuera de la sociedad oficial.
Los pastores cuyas alegrías y penas de amor nos cantan Teócrito
y Moscos o Longo en su "Dafnis y Cloe" son simples esclavos que no tienen
participación en el Estado, esfera en que se mueve el ciudadano
libre. Pero fuera de los esclavos no encontramos relaciones amorosas sino
como un producto de la descomposición del mundo antiguo al declinar
éste; por cierto, son relaciones mantenidas con mujeres que también
viven fuera de la sociedad oficial, son heteras, es decir, extranjeras
o libertas: en Atenas en vísperas de su caída y en Roma bajo
los emperadores. Si había allí relaciones amorosas entre
ciudadanos y ciudadanas libres, todas ellas eran mero adulterio. Y el amor
sexual, tal como nosotros lo entendemos, era una cosa tan indiferente para
el viejo Anacreonte, el cantor clásico del amor en la antigüedad,
que ni siquiera le importaba el sexo mismo de la persona amada.
Nuestro amor sexual difiere esencialmente del simple deseo sexual,
del "eros" de los antiguos. En primer término, supone la recipropidad
en el ser amado; desde este punto de vista, la mujer es en él igual
que el hombre, al paso que en el "eros" antiguo se está lejos de
consultarla siempre. En segundo término, el amor sexual alcanza
un grado de intensidad y de duración que hace considerar a las dos
partes la falta de relaciones íntimas y la separación como
una gran desventura, si no la mayor de todas; para poder ser el uno del
otro, no se retrocede ante nada y se llega hasta jugarse la vida, lo cual
no sucedía en la antigüedad sino en caso de adulterio. Y, por
último, nace un nuevo criterio moral para juzgar las relaciones
sexuales. Ya no se pregunta solamente: ¿Son legítimas o ilegítimas?,
sino también: ¿Son hijas del amor y de un afecto recíproco?.
Claro es que en la práctica feudal o burguesa este criterio no se
respeta más que cualquier otro criterio moral, pero tampoco menos:
lo mismo que los otros cirterios, está reconocido en teoría,
en el papel. Y por el momento, no puede pedirse más.
La Edad Media arranca del punto en que se detuvo la antigüedad,
con su amor sexual en embrión, es decir, arranca del adulterio.
Ya hemos pintado el amor caballeresco, que engendró los "Tagelieder".
De este amor, que tiende a destruir el matrimonio, hasta aquel que debe
servirle de base, hay un largo trecho que la caballería jamás
cubrió hasta el fin. Incluso cuando pasamos de los frívolos
pueblos latinos a los virtuosos alemanes, vemos en el poema de los "Nibelungos"
que Krimhilda, aunque en silencio está tan enamorada de Sigfrido
como éste de ella, responde sencillamente a Gunther, cuando éste
le anuncia que la ha prometido a un caballero, de quien calla el nombre:
"No tenéis necesidad de suplicarme; haré lo que me ordenáis;
estoy dispuesta de buena voluntad, señor, a unirme con aquel que
me deis por marido". No se le ocurre de ningún modo a Krimhilda
la idea de que su amor pueda ser tenido en cuenta para nada. Gunther pide
en matrimonio a Brunilda y Etzel a Krimhilda, sin haberlas visto nunca.
De igual manera Sigebant de Irlanda busca en "Gudrun" a la noruega Ute,
Hetel de Hegelingen a Hilda de Irlanda, y, en fin, Sigfrido de Morlandia,
Hartmut de Ormania y Herwig de Seelandia piden los tres la mano de Gudrun;
y sólo aquí sucede que ésta se pronuncia libremente
a favor del último. Por lo común, la futura del joven príncipe
es elegida por los padres de éste si aún viven o, en caso
contrario, por él mismo, aconsejado por los grandes feudatarios,
cuya opinión, en estos casos, tiene gran peso. Y no puede ser de
otro modo, por supuesto. Para el caballero o el barón, como para
el mismo príncipe, el matrimonio es un acto político, una
cuestión de aumento de poder mediante nuevas alianzas; el interés
de "la casa" es lo que decide, y no las inclinaciones del individuo. ¿Cómo
podía entonces corresponder al amor la última palabra en
la concertación del matrimonio?.
Lo mismo sucede con los burgueses de los gremios en las ciudades
de la Edad Media. Precisamente sus privilegios protectores, las cláusulas
de los reglamentos gremiales, las complicadas líneas fronterizas
que separaban legalmente al burgués, acá de las otras corporaciones
gremiales, allá de sus propios colegas de gremio o de sus fieles
aprendices, hacían harto estrecho el círculo dentro del cual
podía buscarse una esposa adecualda para él. Y en este complicado
sistema, evidentemente no era su gusto personal, sino el interés
de la familia lo que decidía cuál era la mujer que le convenía
mejor.
Así, en los más de los casos, y hasta el final de
la Edad Media, el matrimonio siguió siendo lo que había sido
desde su origen: un trato que no cerraban las partes interesadas. Al principio,
se venía ya casado al mundo, casado con todo un grupo de seres del
otro sexo. En la forma ulterior del matrimonio por grupos, verosímilmente
existían análogas condiciones, pero con estrechamiento progresivo
del círculo. En el matrimonio sindiásmico es regla que las
madres convengan entre sí el matrimonio de sus hijos; también
aquí, el factor decisivo es el deseo de que los nuevos lazos de
parentesco robustezcan la posición de la joven pareja en la gens
y en la tribu. Y cuando la propiedad individual se sobrepuso a la propiedad
colectiva, cuando los intereses de la transmisión hereditaria hicieron
nacer la preponderancia del derecho paterno y de la monogamia, el matrimonio
comenzó a depender por entero de consideraciones económicas.
Desaparece la forma de matrimonio por compra; pero en esencia continúa
practicándose cada vez más y más, y de modo que no
sólo la mujer tiene su precio, sino también el hombre, aunque
no según sus cualidades personales, sino con arreglo a la cuantía
de sus bienes. En la práctica y desde el principio, si había
alguna cosa inconcebible para las clases dominantes, era que la inclinación
recíproca de los interesados pudiese ser la razón por excelencia
del matrimonio. Esto sólo pasaba en las novelas o en las clases
oprimidas, que no contaban para nada.
Tal era la situación con que se encontró la producción
capitalista cuando, a partir de la era de los descubrimientos geográficos,
se puso a conquistar el imperio del mundo mediante el comercio universal
y la industria manufacturera. Es de suponer que este modo de matrimonio
le convenía excepcionalmente, y así era en verdad. Y, sin
embargo -la ironía de la historia del mundo es insondable-, era
precisamente el capitalismo quien había de abrir en él la
brecha decisiva. Al transformar todas las cosas en mercaderías,
la producción capitalista destruyó todas las relaciones tradicionales
del pasado y reemplazó las costumbres heredadas y los derechos históricos
por la compraventa, por el "libre" contrato. El jurisconsulto inglés
H.S. Maine ha creído haber hecho un descubrimiento extraordinario
al decir que nuestro progreso respecto a las épocas anteriores consiste
en que hemos pasado "from status to contract" (del estatuto al contrato),
es decir, de un orden de cosas heredado a uno libremente consentido, lo
que, en cuanto es así, lo dijo ya el el "Manifiesto Comunista".
Pero para contratar se necesita gentes que puedan disponer libremente
de su persona, de sus acciones y de sus bienes y que gocen de los mismos
derechos. Crear esas personas "libres" e "iguales" fue precisamente una
de las principales tareas de la producción capitalista. Aun cuando
al principio esto no se hizo sino de una manera medio inconsciente y, por
añadidura, bajo el disfraz de la religión, a contar desde
la Reforma luterana y calvinista quedó firmemente asentado el principio
de que el hombre no es completamente responsable de sus acciones sino cuando
las comete en pleno albedrío y que es un deber ético oponerse
a todo lo que constriñe a un acto inmoral. pero, ¿cómo
poder de acuerdo este principio con las prácticas usuales hasta
entonces para concertar el matrimonio? Según el concepto burgués,
el matrimonio era un contrato, una cuestión de Derecho, y, por cierto,
la más importante de todas, pues disponía del cuerpo y del
alma de dos seres humanos para toda su vida. Verdad es que, en aquella
época, el matrimonio era concierto formal de dos voluntades; sin
el "sí" de los interesados no se hacía nada. Pero harto bien
se sabía cómo se obtenía el "sí" y cuáles
eran los verdaderos autores del matrimonio. Sin embargo, puesto que para
todos los demás contratos se exigía la libertad real para
decidirse, ¿por qué no era exigida en éste? Los jóvenes
que debían ser unidos, ¿no tenían también el
derecho de disponer libremente de si mismos, de su cuerpo y de sus órganos?
¿No se había puesto de moda, gracias a la caballería,
el amor sexual? ¿Acaso en contra del amor adúltero de la
caballería, no era el conyugal su verdadera forma burguesa? Pero
si el deber de los esposos era amarse recíprocamente, ¿no
era tan deber de los amantes no casarse sino entre sí y con ninguna
otra persona? Y este derecho de los amantes, ¿no era superior al
derecho del padre y de la madre, de los parientes y demás casamenteros
y apareadores tradicionales? Desde el momento en que el derecho al libre
examen personal penetraba en la Iglesia y en la religión, ¿podía
acaso detenerse ante la intolerable pretensión de la generación
vieja de disponer del cuerpo, del alma, de los bienes de fortuna, de la
ventura y de la desventura de la generación más joven?.
Por fuerza debían de suscitarse estas cuestiones en un
tiempo que relajaba todos los antiguos vínculos sociales y sacudía
los cimientos de todas las concepciones heredadas. De pronto habíase
hecho la Tierra diez veces más grande; en lugar de la cuarta parte
de un hemisferio, el globo entero se extendía ante los ojos de los
europeos occidentales, que se apresuraron a tomar posesión de las
otras siete cuartas partes. Y, al mismo tiempo que las antiguas y estrechas
barreras del país natal, caían las milenarias barreras puestas
al pensamiento en la Edad Media. Un horizonte infinitamente más
extenso se abría ante los ojos y el espíritu del hombre.
¿Qué importancia podían tener la reputación
de honorabilidad y los respetables privilegios corporativos, transmitidos
de generación en generación, para el joven a quien atraían
las riquezas de las Indias, las minas de oro y plata de México y
del Potosí? Aquella fue la época de la caballería
andante de la burguesía; porque también ésta tuvo
su romanticismo y su delirio amoroso, pero sobre un pie burgués
y con miras burguesas al fin y a la postre.
Así sucedió que la burguesía naciente, sobre
todo la de los países protestantes, donde se conmovió de
una manera más profunda el orden de cosas existente, fue reconociendo
cada vez más la libertad del contrato para el matrimonio y puso
en práctica su teoría del modo que hemos descrito. El matrimonio
continuó siendo matrimonio de clase, pero en el seno de la clase
concedióse a los interesados cierta libertad de elección.
Y en el papel, tanto en la teoría moral como en las narraciones
poéticas, nada quedó tan inquebrantablemente asentado como
la inmoralidad de todo matrimonio no fundado en un amor sexual recíproco
y en contrato de los esposos efectivamente libre. En resumen: quedaba proclamado
como un derecho del ser humano el matrimonio por amor; y no sólo
como derecho del hombre (droit de l'homme), sino que también y,
por excepción, como un derecho de la mujer (droit de la femme).
Pero este derecho humano difería en un punto de todos los
demás derechos del hombre. Al paso que éstos en la práctica
se reservaban a la clase dominante, a la burguesía, para la clase
oprimida, para el proletariado, reducíanse directa o indirectamente
a letra muerta, y la ironía de la historia confírmase aquí
una vez más. La clase dominante prosiguió sometida a las
influencias económicas conocidas y sólo por excepción
presenta casos de matrimonios concertados verdaderamente con toda libertad;
mientras que éstos, como ya hemos visto, son la regla en las clases
oprimidas.
Por tanto, el matrimonio no se concertará con toda libertad
sino cuando, suprimiéndose la producción capitalista y las
condiciones de propiedad creadas por ella, se aparten las consideraciones
económicas accesorias que aún ejercen tan poderosa influencia
sobre la elección de los esposos. Entonces el matrimonio ya no tendrá
más causa determinante que la inclinación recíproca.
Pero dado que, por su propia naturaleza, el amor sexual es exclusivista
-aun cuando en nuestros días ese exclusivismo no se realiza nunca
plenamente sino en la mujer-, el matrimonio fundado en el amor sexual es,
por su propia naturaleza, monógamo. Hemos visto cuánta razón
tenía Bachofen cuando consideraba el progreso del matrimonio por
grupos al matrimonio por parejas como obra debida sobre todo a la mujer;
sólo el paso del matrimonio sindiásmico a la monogamia puede
atribuirse al hombre e históricamente ha consistido, sobre todo,
en rebajar la situación de las mujeres y facilitar la infidelidad
de los hombres. Por eso, cuando lleguen a desaparecer las consideraciones
económicas en virtud de las cuales las mujeres han tenido que aceptar
esta infidelidad habitual de los hombres -la preocupación por su
propia existencia y aún más por el porvenir de los hijos-,
la igualdad alcanzada por la mujer, a juzgar por toda nuestra experiencia
anterior, influirá mucho más en el sentido de hacer monógamos
a los hombres que en el de hacer poliandras a las mujeres.
Pero lo que sin duda alguna desaparecerá de la monogamia
son todos los caracteres que le han impreso las relaciones de propiedad
a las cuales debe su origen. Estos caracteres son, en primer término,
la preponderancia del hombre y, luego, la indisolubilidad del matrimonio.
La preponderancia del hombre en el matrimonio es consecuencia, sencillamente,
de su preponderancia económica, y desaparecerá por sí
sola con ésta. La indisolubilidad del matrimonio es consecuencia,
en parte, de las condiciones económicas que engendraron la monogamia
y, en parte, una tradición de la época en que, mal comprendida
aún, la vinculación de esas condiciones económicas
con la monogamia fue exagerada por la religión. Actualmente está
desportillada ya por mil lados. Si el matrimonio fundado en el amor es
el único moral, sólo puede ser moral el matrimonio donde
el amor persiste. Pero la duración del acceso del amor sexual es
muy variable según los individuos, particularmente entre los hombres;
en virtud de ello, cuando el afecto desaparezca o sea reemplazado por un
nuevo amor apasionado, el divorcio será un beneficio lo mismo para
ambas partes que para la sociedad. Sólo que deberá ahorrarse
a la gente el tener que pasar por el barrizal inútil de un pleito
de divorcio.
Así, pues, lo que podemos conjeturar hoy acerca de la regularización
de las relaciones sexuales después de la inminente supresión
de la producción capitalista es, más que nada, de un orden
negativo, y queda limitado, principalmente, a lo que debe desaparecer.
Pero, ¿qué sobrevendrá? Eso se verá cuando
haya crecido una nueva generación: una generación de hombres
que nunca se hayan encontrado en el caso de comprar a costa de dinero,
ni con ayuda de ninguna otra fuerza social, el abandono de una mujer; y
una generación de mujeres que nunca se hayan visto en el caso de
entregarse a un hombre en virtud de otras consideraciones que las de un
amor real, ni de rehusar entregarse a su amante por miedo a las consideraciones
económicas que ello pueda traerles. Y cuando esas generaciones aparezcan,
enviarán al cuerno todo lo que nosotros pensamos que deberían
hacer. Se dictarán a sí mismas su propia conducta, y, en
consonancia, crearán una opinión pública para juzgar
la conducta de cada uno. ¡Y todo quedará hecho!.
Pero volvamos a Morgan, de quien nos hemos alejado mucho. El estudio
histórico de las instituciones sociales que se han desarrollado
durante el período de la civilización excede de los límites
de su libro. Por eso se ocupa muy poco de los destinos de la monogamia
durante este período. También él ve en el desarrollo
de la familia monogámica un progreso, una aproximación de
la plena igualdad de derechos entre ambos sexos, sin que estime, no obstante,
que ese objetivo se ha conseguido aún. Pero -dice-: "Si se reconoce
el hecho de que la familia ha atravesado sucesivamente por cuatro formas
y se encuentra en la quinta actualmente, plantéase la cuestión
de saber si esta forma puede ser duradera en el futuro. Lo único
que puede responderse es que debe progresar a medida que progrese la sociedad,
que debe modificarse a medida que la sociedad se modifique; lo mismo que
ha sucedido antes. Es producto del sistema social y reflejará su
estado de cultura. Habiéndose mejorado la familia monogámica
desde los comienzos de la civilización, y de una manera muy notable
en los tiempos modernos, lícito es, por lo menos, suponerla capaz
de seguir perfeccionándose hasta que se llegue a la igualdad entre
los dos sexos. Si en un porvenir lejano, la familia monogámica no
llegase a satisfacer las exigencias de la sociedad, es imposible predecir
de qué naturaleza sería la que le sucediese".
III. La gens iroquesa
Llegamos ahora a otro descubrimiento de Morgan que es, por lo menos, tan
importante como la reconstrucción de la forma primitiva de la familia
basándose en los sistemas de parentesco. La prueba de que los grupos
de consanguíneos designados por medio de nombres de animales en
el seno de una tribu de indios americanos son esencialmente idénticos
a las "genea" de los griegos, a las "gentes" de los romanos; de que la
forma americana es la forma original de la gens, siendo la forma grecorromana
una forma posterior derivada; de que toda la organización social
de los griegos y romanos de los tiempos primitivos en gens, fatria y tribu,
encuentra su paralelo fiel en la organización indoamericana; de
que la gens (en cuanto podemos juzgar por nuestras fuentes de conocimiento)
es una institución común a todos los bárbaros hasta
su paso a la civilización y después de él; esta prueba
ha esclarecido de golpe las partes más difíciles de la antigua
historia griega y romana y nos ha revelado inesperadamente los rasgos fundamentales
del régimen social de la época primitiva anterior a la aparición
del Estado. Por muy sencilla que parezca la cosa una vez conocida, Morgan
no la descubrió hasta los últimos tiempos. En su anterior
obra, dada a la luz en 1871, no había llegado aún a penetrar
ese secreto, cuyo descubrimiento ha hecho callar por algún tiempo
a los historiadores ingleses de la época primitiva, tan llenos de
seguridad en sí mismos.
La palabra latina gens, que Morgan emplea para este grupo de consanguíneos,
procede, como la palabra griega del mismo significado, genos, de la raíz
aria común gan (en alemán -donde, según la regla,
la g aria debe ser reemplazada por la k- kan), que significa "engendrar".
Las palabras gens en latín, genos en griego, dschanas en sánscrito,
kuni en gótico (según la regla anterior), kyn en antiguo
escandinavo y anglosajón, kin en inglés, y künns en
medio-alto-alemán, significan de igual modo linaje, descendencia.
Pero gens en latín o genos en griego se emplean esencialmente para
designar ese grupo que se jacta de constituir una descendencia común
(del padre común de la tribu, en el presente caso) y que está
unido por ciertas instituciones sociales y religiosas, formando una comunidad
particular, cuyo origen y cuya naturaleza han estado oscuros hasta ahora,
a pesar de todo, para nuestros historiadores. Ya hemos visto anteriormente,
en la familia punalúa, lo que es en su forma primitiva la gens.
Compónese de todas las personas que, por el matrimonio punalúa
y según las concepciones que en él dominan necesariamente,
forman la descendencia reconocida de una antecesora determinada, fundadora
de la gens. Siendo incierta la paternidad en esta forma de familia, sólo
cuenta la filiación femenina. Como los hermanos no se pueden casar
con sus hermanas, sino con mujeres de otro origen, los hijos procreados
con estas mujeres extrañas quedan fuera de la gens, en virtud del
derecho materno. Así, pues, no quedan dentro del grupo sino los
descendientes de las hijas de cada generación; los de los hijos
pasan a las gens de sus respectivas madres. ¿Qué sucede,
pues, con este grupo consanguíneo, así que se construye como
grupo aparte, frente a grupos del mismo género en el seno de una
misma tribu?. Como forma clásica de esa gens primitiva, Morgan toma
la de los iroqueses y especialmente la de la tribu de los senekas. Hay
en ésta ocho gens, que llevan nombres de animales: 1ª, lobo;
2ª, oso; 3ª, tortuga; 4ª, castor; 5ª, ciervo; 6ª,
becada; 7ª, garza y 8ª, halcón. En cada gens hay las costumbres
siguientes.
1. Elige el sachem (representante en tiempo de paz) y el caudillo
(jefe militar). El sachem debe elegirse en la misma gens y sus funciones
son hereditarias en ella, en el sentido de que deben ser ocupadas en seguida
en caso de quedar vacantes. El jefe militar puede elegirse fuera de la
gens, y a veces su puesto puede permanecer vacante. Nunca se elige sachem
al hijo del anterior, por estar vigente entre los iroqueses el derecho
materno y pertenecer, por tanto, el hijo a otra gens, pero con frecuencia
se elige al hermano del sachem anterior o al hijo de su hermana. Todo el
mundo, hombres y mujeres, toman parte en la elección. Pero ésta
debe ratificarse por las otras siete gens, y sólo después
de cumplida esta condición es el electo solemnemente instaurado
en su puesto por el consejo común de toda la generación iroquesa.
Más adelante se verá la importancia de este punto. El poder
del sachem en el seno de la gens es paternal, de naturaleza puramente moral.
No dispone de ningún medio coercitivo. Además, ex oficio
es miembro del consejo de tribu de los senekas, así como del consejo
de toda la federación iroquesa. El jefe militar únicamente
puede dar órdenes en las expediciones militares.
2. Depone a su discreción al sachem y al caudillo. También
en este caso toman parte en la votación hombres y mujeres juntos.
Los dignatarios depuestos pasan a ser enseguida simples guerreros como
los demás, personas privadas. También el consejo de tribu
puede deponer a los sachem, hasta contra la voluntad de la gens.
3. Ningún miembro tiene derecho a casarse en el seno de
la gens. Esta es la regla fundamental de la gens, el vínculo que
la mantiene unida; es la expresión negativa del parentesco consanguíneo,
muy positivo, en virtud del cual constituyen una gens los individuos comprendidos
en ella. Con el descubrimiento de este sencillo hecho, Morgan ha puesto
en claro, por primera vez, la naturaleza de la gens. Cuán poco se
había comprendido ésta hasta entonces nos lo prueban los
relatos que se nos hacían anteriormente respecto a los salvajes
y a los bárbaros, relatos donde la diferentes agrupaciones cuya
reunión forman la organización gentilicia se confunden sin
orden ni concierto dándoles, si hacer diferencia alguna, los nombres
de tribu, clan, thum, etc... y de los cuales dícese de vez en cuando
que el matrimonio está prohibido en el seno de semejantes corporaciones.
Tal es el origen de la irreparable confusión en la que MacLennan,
hecho un Napoleón, ha puesto orden con esta sentencia inapelable.
Todas las tribus se dividen en unas donde está prohibido el matrimonio
entre los miembros de la tribu (exógamas), y otras donde se permite
(endógamas). Y después de haber embrollado definitivamente
las cosas, se ha lanzado a las más hondas disquisiciones para establecer
cuál de esas absurdas categorías creadas por él es
la más antigua, si la exogamia o la endogamia. Este absurdo ha concluído
por sí solo al descubrirse la gens basada en el parentesco consanguíneo
y la resultante imposibilidad del matrimonio entre los miembros. Es evidente
que en el estadio en que hallamos a los iroqueses la prohibición
del matrimonio dentro de la gens se observa inviolablemente.
4. La propiedad de los difuntos pasaba a los demás miembros
de la gens, pues no debía salir de ésta. Dada la poca monta
de lo que un iroqués podía dejar a su muerte, la herencia
se dividía entre los parientes gentiles más próximos,
es decir, entre sus hermanos y hermanas carnales y el hermano de su madre,
si el difunto era varón, y si era hembra, entre sus hijos y hermanas
carnales, quedando excluidos sus hermanos. Por el mismo motivo, el marido
y la mujer no podían ser herederos uno del otro, ni los hijos serlo
del padre.
5. Los miembros de la gens se debían entre sí ayuda
y protección, y sobre todo auxilio mutuo para vengar las injurias
hechas por extraños. Cada individuo confiaba su seguridad a la protección
de la gens, y podía hacerlo; todo el que lo injuriaba, injuriaba
a la gens entera. De ahí, de los lazos de sangre en la gens, nació
la obligación de la venganza, que fue reconocida en absoluto por
los iroqueses. Si un extraño a la gens mataba a uno de sus miembros,
la gens entera de la víctima estaba obligada a vengarlo. Primero
se trataba de arreglar el asunto; la gens del matador celebraba consejo
y hacía proposiciones de arreglo pacífico a la de la víctima,
ofreciendo casi siempre la expresión de su sentimiento por lo acaecido
y regalos de importancia; si se aceptaban éstos, el asunto quedaba
zanjado. En el caso contrario, la gens ofendida designaba a uno o a varios
vengadores obligados a perseguir y matar al matador. Si así sucedía,
la gens de este último no tenía ningún derecho a quejarse;
quedaban saldadas las cuentas.
6. La gens tiene nombres determinados, o una serie de nombres
que sólo ella tiene derecho a llevar en toda la tribu, de suerte
que el nombre de un individuo indica inmediatamente a qué gens pertenece.
Un nombre gentil lleva vinculados, indisolublemente, derechos gentiles.
7. La gens puede adoptar extraños en su seno, admitiéndoles,
así, en la tribu. Los prisioneros de guerra a quienes no se condenaba
a muerte, se hacían de este modo, al ser adoptados por una de las
gens, miembros de la tribu de los senekas, y con ello entraban en posesión
de todos los derechos de la gens y de la tribu. La adopción se hacía
a propuesta individual de algún miembro de la gens, de algún
hombre, que aceptaba al extranjero como hermano o como hermana, o de alguna
mujer que lo aceptaba como hijo; la admisión solemne en la gens
era necesaria en concepto de ratificación. A menudo, gens muy reducidas
en número por causas excepcionales se reforzaban de nuevo así,
adoptando en masa a miembros de otra gens con el consentimiento de esta
última. Entre los iroqueses, la admisión solemne en la gens
verificábase en sesión pública del consejo de tribu,
lo que hacía prácticamente de esta solemnidad una ceremonia
religiosa.
8. Es difícil probar en las gens indias la existencia de
solemnidades religiosas especiales; pero las ceremonias religiosas de los
indios están, más o menos, relacionadas con las gens. En
las seis fiestas anuales de los iroqueses, los sachem y los caudillos,
en atención a sus cargos, contábanse entre los "guardianes
de la fe" y ejercían funciones sacerdotales.
9. La gens tiene un lugar común de inhumación. Este
ha desaparecido ya entre los iroqueses del Estado de Nueva York, que hoy
viven apretados en medio de los blancos, pero ha existido en otros tiempos.
Todavía subsiste entre otros indios, por ejemplo entre los tuscaroras,
próximos parientes de los iroqueses. Aun cuando son cristianos,
los tuscaroras tienen en el cementerio una determinada fila de sepulturas
para cada gens, de tal suerte que la madre está enterrada allí
en la misma hilera que los hijos, pero no el padre. Y entre los iroqueses
también la gens entera asiste al entierro de un muerto, se ocupa
de la tumba, de los discursos fúnebres, etc...
10. La gens tiene un consejo, la asamblea democrática de
los miembros adultos, hombres y mujeres, todos ellos con el mismo derecho
de voto. Este consejo elige y depone a los sachem y a los caudillos, así
como a los demás "guardianes de la fe"; decide el precio de la sangre
("Wergeld") o la venganza por el homicidio de un miembro de la gens; adopta
a los extranjeros en la gens. En resumen, es el poder soberano en la gens.
Tales son las atribuciones de una gens india típica. "Todos
sus miembros son individuos libres, obligados a proteger cada uno la libertad
de los otros; son iguales en derechos personales, ni los sachem ni los
caudillos pretenden tener ninguna especie de preeminencia; todos forman
una comunidad fraternal, unida por los vínculos de la sangre. Libertad,
igualdad y fraternidad; ésos son, aunque nunca formulados, los principios
cardinales de la gens, y esta última es, a su vez, la unidad de
todo un sistema social, la base de la sociedad india organizada. Eso explica
el indomable espíritu de independencia y la dignidad que todo el
mundo nota en los indios".
En la época del descubrimiento, los indios de toda la América
del Norte estaban organizados en gens con arreglo al derecho materno. Sólo
en algunas tribus, como entre los dacotas, la gens estaba en decadencia
y en otras, como entre los ojibwas y los omahas, estaba organizada con
arreglo al derecho paterno.
En numerosísimas tribus indias que comprenden más
de cinco o seis gens encontramos cada tres, cuatro o más de éstas
reunidas en un grupo particular, que Morgan, traduciendo fielmente el nombre
indio, llama fratria (hermandad), como su correspondiente griego. Así,
los senekas tienen dos fratrias: la primera comprende las gens 1-4, y la
segunda las gens 5-8. Un estudio más profundo muestra que estas
fratrias representan casi siempre las gens primitivas en que se escindió
al principio la tribu; porque dada la prohibición del matrimonio
en el seno de la gens, cada tribu debía necesariamente comprender
por lo menos dos gens para tener una existencia independiente. A medida
que la tribu aumentaba en número, cada gens volvía a escindirse
en dos o más, que desde entonces aparecían cada una de ellas
como una gens particualr; al paso que la gens primitiva, que comprende
todas las gens hijas, continúa existiendo como fratria. Entre los
Senekas y la mayor parte de los indios, las gens de una de las fratrias
son hermanas entre sí, al paso que las de la otra son primas suyas,
nombres que, como hemos visto, tienen en el sistema de parentesco americano
un significado muy real y muy expresivo. Originariamente ningún
seneka podía casarse en el seno de su fratria; sin embargo, esta
usanza desapareció muy pronto, quedando limitada a la gens. Según
una tradición que circula entre los senekas, el "oso" y el "ciervo"
fueron las dos gens primitivas, de las que se desprendieron con el tiempo
las demás. Una vez arraigada, esa nueva organización fue
modificándose con arreglo a las necesidades; si se extinguían
las gens de una fratria, hacíase pasar a veces a ella gens enteras
de otras fratrias. Por eso encontramos en diferentes tribus gens del mismo
nombre agrupadas en distintas fratrias.
Las funciones de la fratria entre los iroqueses son en parte sociales,
en parte religiosas. 1) Las fratrias juegan a la pelota una contra otra;
cada una designa a sus mejores jugadores; los demás indios, formando
grupos por fratrias, observan el juego y apuestan por la victoria de los
suyos. 2) En el consejo de tribu se sientan juntos los sachem y los caudillos
de cada fratria, colocándose frente a frente los dos grupos; cada
orador habla a los representantes de cada fratria como a una corporación
particular. 3) Si en la tribu se cometía un homicidio, sin pertenecer
a la misma fratria el matador y la víctima, la gens ofendida apelaba
a menudo a sus gens hermanas, que celebraban un consejo de fratria y se
dirigían a la otra fratria como corporación con el fin de
que ésta convocase igualmente un consejo para arreglar pacíficamente
el asunto. En este caso, la fratria aparece de nuevo como la gens primitiva,
y con muchas más probabilidades de buen éxito que la gens
individual, más débil, hija suya. 4) En caso de defunción
de personajes importantes, la fratria opuesta se encargaba de organizar
y dirigir las ceremonias de los funerales, mientras la fratria de los difuntos
participaba en ellas como parientes en duelo. Si moría un sachem,
la fratria opuesta anunciaba la vacante de su cargo en el consejo de los
iroqueses. 5) Cuando se elegía sachem, intervenía igualmente
el consejo de la fratria. Solía considerarse como casi segura la
ratificación del electo por las gens hermanas; pero las gens de
la otra fratria podían oponerse a ella. En tal caso reuníase
el consejo de esta fratria, si la oposición era mantenida, la elección
se declaraba nula. 6) Al principio, tenían los iroqueses misterios
religiosos particulares, llamados por los blancos "medicine lodges". Celebrábanse
estos misterios entre cada una de las fratrias, que tenían un ritual
especialmente establecido para la iniciación de nuevos miembros.
7) Si, como es casi seguro, los cuatro linajes (gens) que habitaban por
el tiempo de la conquista en los cuatro barrios de Tlaxcala eran cuatro
fratrias, esto prueba que las fratrias constituían también
unidades militares, lo mismo que entre los griegos y en otras uniones gentilicias
análogas entre los germanos; cada uno de esos cuatro linajes iba
a la guerra como ejército independiente, con su uniforme y su bandera
particulares, y al mando de su propio jefe.
Así como varias gens forman una fratria, de igual modo,
en la forma clásica, varias fratrias constituyen una tribu; en algunos
casos, en las tribus muy débiles falta el eslabón intermedio,
la fratria. ¿Qué es, pues, lo que caracteriza a una tribu
india de América?.
1. Un territorio propio y un nombre particular. Fuera del sitio
donde estaba asentada verdaderamente. Cada tribu poseía además
un extenso territorio para la caza y la pesca. Detrás de éste
se extendía una ancha zona neutral, que llegaba hasta el territorio
de la tribu más próxima, zona que era más estrecha
entre las tribus de la misma lengua, y más ancha entre las que no
tenían el mismo idioma. Esta zona venía a ser lo que el bosque
limítrofe de los germanos, el desierto que los suevos César
creaban alrededor de su territorio, el "ísarnholt" (en dinamarqués
"jarnved", limes Danicus") entre daneses y alemanes, el "sachsenwald" y
el "branibor" (eslavo: bosque protector), que dio su nombre al Brandeburgo,
entre alemanes y eslavos. Este territorio, comprendido dentro de fronteras
tan inciertas, era el país común de la tribu, reconocido
como tal por las tribus vecinas y que ella misma defendía contra
los invasores. En la mayoría de los casos, la imprecisión
de las fronteras no suscitó en la práctica inconvenientes,
sino cuando la población hubo crecido de modo considerable. Los
nombres de las tribus parecen debidos a la casualidad más que a
una elección razonada; con el tiempo sucedió a menudo que
una tribu era conocida entre sus vecinas con un nombre distinto del que
ella misma se daba, como ocurrió con los alemanes, a quienes los
celtas llamaron "germanos", siendo éste su primer nombre histórico
colectivo.
2. Un dialecto particular propio de esta sola tribu. De hecho,
la tribu y el dialecto son substancialmente una y la misma cosa. La formación
de nuevas tribus y nuevos dialectos, a consecuencia de una escisión,
acontecía hace aún poco en América, y todavía
no debe haber cesado por completo. Allí donde dos tribus debilitadas
se funden en una sola, ocurre, excepcionalmente, que en la misma tribu
se hallan dos dialectos muy próximos. La fuerza numérica
media de las tribus americanas es de unas dos mil almas; sin embargo, los
cheroquees son veinteséis mil, el mayor número de indios
de los Estados Unidos que hablan un mismo dialecto.
3. El derecho de dar solemnemente posesión a su cargo a
los sachem y los caudillos elegidos por las gens.
4. El derecho de exonerarlos hasta contra la voluntad de sus respectivas
gens. Como los sachem y los jefes militares son miembros del consejo de
tribu, estos derechos de la tribu respecto a ellos se explican de por sí.
Allí donde se ha formado una federación de tribus y donde
el conjunto de éstas se halla representado por un consejo federal,
esos derechos pasan a este último.
5. Ideas religiosas (mitología) y ceremonias del culto
comunes. "Los indios eran, a su manera bárbara, un pueblo religioso".
Su mitología no ha sido aún objeto de investigaciones críticas.
Personificaban ya sus ideas religiosas -espíritus de todas clases-,
pero el estadio inferior de la barbarie en el cual estaban no conoce aún
representaciones plásticas, lo que se llama ídolos. Es el
de ellos un culto de la naturaleza y de los elementos que tiende al politeismo.
Las diferentes tribus tenían sus fiestas regulares, con formas de
culto determinadas, principalmente el baile y los juegos. La danza, sobre
todo, era una parte esencial de todas las solemnidades religiosas. Cada
tribu celebraba en particular sus propias fiestas.
6. Un consejo de tribu para los asuntos comunes. Componíase
de lso sachem y los caudillos de todas las gens, sus representantes reales,
puesto que eran siempre revocables. El consejo deliberaba públicamente,
en medio de los demás miembros de la tribu, quienes tenían
derecho a tomar la palabra y hacer oir su opinión; el consejo decidía.
Por regla general, todo asistente al acto era oído a petición
suya; también las mujeres podían expresar su parecer mediante
un orador elegido por ellas. Entre los iroqueses, las resoluciones definitivas
debían ser tomadas por unanimidad, como se requería para
ciertas decisiones en las comunidades de las marcas alemanas. El consejo
de tribu estaba encargado, particularmente, de regular las relaciones con
las tribus extrañas. Recibía y mandaba las embajadas, declaraba
la guerra y concertaba la paz. Si llegaba a estallar la guerra, solía
hacerse casi siempre valiéndose de voluntarios. En principio, cada
tribu considerábase en estado de guerra con toda otra tribu con
quien expresamente no hubiera convenido un tratado de paz. Las expediciones
contra esta clase de enemigos eran organizadas en la mayoría de
los casos por unos cuantos notables guerreros. Estos ejecutaban una danza
guerrera y todo el que les acompañaba en ella declaraba de ese modo
su deseo de participar en la campaña. Formábase en seguida
un destacamento y se ponía en marcha. De igual manera, grupos de
voluntarios solían encargarse de la defensa del territorio de la
tribu atacada. La salida y el regreso de estos grupos de guerreros daban
siempre lugar a festividades públicas. Para esas expediciones no
era necesaria la aprobación del consejo de tribu, y ni se pedía
ni se daba. Eran éstas exactamente como las expediciones particulares
de las mesnadas germanas según las describe Tácito, con la
sola diferencia de que los grupos de guerreros tienen ya entre los germanos
un carácter más fijo y constituyen un sólido núcleo,
organizado en tiempos de paz, en torno al cual se agrupan los demás
voluntarios en caso de guerra. Los destacamentos de esta especie rara vez
eran numerosos; las más importantes expediciones de los indios,
aun a grandes distancias, realizábanse con fuerzas insignificantes.
Cuando se juntaban varios de estos destacamentos para acometer una gran
empresa, cada uno de ellos obedecía a su propio jefe; la unidad
del plan de campaña asegurábase, bien o mal, por medio de
un consejo de estos jefes. Esta es la manera cómo hacían
la guerra los alemanes del alto Rin en el siglo IV, según la vemos
descrita por Amiano Marcelino.
7. En algunas tribus encontramos un jefe supremo (Oberhäuptling),
cuyas atribuciones son siempre muy escasas. Es uno de los sachem, que,
cuando se requiere una acción rápida, debe tomar medidas
provisionales hasta que pueda reunirse el consejo y tomar las resoluciones
finales. Es un débil germen de poder ejecutivo, germen, que casi
siempre queda estéril en el transcurso de la evolución ulterior;
este poder, como veremos, sale en la mayoría de los casos, si no
en todos, del jefe militar supremo (obersten Heerführer).
La gran mayoría de los indios americanos no fue más
allá de la unión en tribus. Estas, poco numerosas, separadas
unas de otras por vastas zonas fronterizas y debilitadas a causa de continuas
guerras, ocupaban inmensos territorios muy poco poblados. Acá y
allá formábanse alianzas entre tribus consanguíneas
por efecto de necesidades momentáneas, con las cuales tenían
término. Pero en ciertas comarcas, tribus parientes en su origen
y separadas después, se reunieron de nuevo en federaciones permanentes,
dando así el primer paso hacia la formación de naciones.
En los Estados Unidos encontramos la forma más desarrollada de una
federación de esa especie entre los iroqueses. Abandonando sus residencias
del Oeste del Misisipí, donde probablemente habían formado
una rama de la gran familia de los dacotas, se establecieron después
en largas peregrinaciones en el actual Estado de Nueva York, divididos
en cinco tribus: los senekas, los cayugas, los onondagas, los oneidas y
los mohawks. Vivían de la pesca, la caza y una horticultura rudimentaria
y habitaban en aldeas, fortificadas en su mayoría con estacadas.
No excedieron nunca de veinte mil; tenían muchas gens comunales
en las cinco tribus, hablaban dialectos parecidísimos de la misma
lengua y ocupaban a la sazón un territorio compacto repartido entre
las cinco tribus. Siendo de conquista reciente ese territorio, caía
de su propio peso la necesidad de la unión habitual de esas tribus
frente a las que ellas habían desposeído. En los primeros
años del siglo XV, a más tardar, se convirtió en una
"liga eterna", en una confederación que, comprendiendo su nueva
fuerza, no tardó en tomar un carácter agresivo; y al llegar
a su apogeo, hacia 1675, había conquistado en torno suyo vastos
territorios, a cuyos habitantes había en parte expulsado, en parte
hecho tributarios. La confederación iroquesa presenta la organización
social más desarrollada a que llegaron los indios antes de salir
del estadio inferior de la barbarie, excluyendo, por consiguiente, a los
mexicanos, a los neomexicanos y a los peruanos. Los rasgos principales
de la confederación eran los siguientes:
1. Liga eterna de las cinco tribus consanguíneas basada
en su plena igualdad y en la independencia en todos sus asuntos interiores.
Esta consanguinidad formaba el verdadero fundamento de la liga. De las
cinco tribus, tres llevaban el nombre de tribus madres y eran hermanas
entre sí, como lo eran igualmente las otras dos, que se llamaban
tribus hijas. Tres gens -las más antiguas- tenían aún
representantes vivos en todas las cinco tribus, y otras tres gens, en tres
tribus. Los miembros de cada una de estas gens eran hermanos entre sí
en todas las cinco tribus. La lengua común, sin más diferencias
que dialectales, era la expresión y la prueba de la comunidad de
origen.
2. El órgano de la liga era un consejo federal de cincuenta
sachem, todos de igual rango y dignidad; este consejo decidía en
última instancia todos los asuntos de la liga.
3. Estos cincuenta títulos de sachem, cuando se fundó
la liga, se distribuyeron entre las tribus y las gens, y eran sus portadores
los representantes de los nuevos cargos expresamente instituídos
para las necesidades de la confederación. A cada vacante eran elegidos
de nuevo por las gens interesadas y podían ser depuestos por ellas
en todo tiempo, pero el derecho de darles posesión de su cargo correspondía
al consejo federal.
4. Estos sachem federales lo eran también en sus tribus
respectivas, y tenían voz y voto en el consejo de tribu.
5. Todos los acuerdos del consejo federal debían tomarse
por unanimidad.
6. El voto se daba por tribu, de tal suerte que todas las tribus,
y en cada una de ellas todos los miembros del consejo, debían votar
unánimemente para que se pudiese tomar un acuerdo válido.
7. Cada uno de los cinco consejos de tribu podía convocar
al consejo federal, pero éste no podía convocarse a sí
mismo.
8. Las sesiones se celebraban delante del pueblo reunido; cada
iroqués podía tomar la palabra; sólo el consejo decidía.
9. La confederación no tenía ninguna cabeza visible
personal, ningún jefe con poder ejecutivo.
10. Por el contrario, tenía dos jefes de guerra supremos,
con iguales atribuciones y poderes (los dos "reyes" de Esparta, los dos
cónsules de Roma).
Tal es toda la constitución social bajo la que han vivido
y viven aún los iroqueses desde hace más de cuatrocientos
años. La he descrito con detalle, siguiendo a Morgan, porque aquí
podemos estudiar la organización de una sociedad que no conocía
aún el Estado. El Estado presupone un poder público particular,
separado del conjunto de los respectivos ciudadanos que lo componen. Y
Maurer reconoce con fiel con fiel instinto la constitución de la
Marca alemana como una institución puramente social diferente por
esencia del Estado, aun cuando más tarde le sirvió en gran
parte de base. En todos sus trabajos Maurer observa que el poder público
nace gradualmente tanto a partir de las constituciones primitivas de las
marcas, las aldeas, los señoríos y las ciudades, como al
margen de ellas. Entre los indios de la América del Norte vemos
cómo una tribu unida en un principio se extiende poco a poco por
un continente inmenso; cómo, escindiéndose, las tribus se
convierten en pueblos, en grupos enteros de tribus; cómo se modifican
las lenguas, no sólo hasta llegar a ser incomprensibles unas para
otras, sino hasta el punto de desaparecer todo vestigio de la prístina
unidad; cómo en el seno de las tribus se escinden en varias gens
individuales y las viejas gens madres se mantienen bajo la forma de fratrias;
y cómo los nombres de estas gens más antiguas se perpetúan
en las tribus más distantes y separadas más largo tiempo
(el lobo y el oso son aún nombres gentilicios en la mayoría
de las tribus indias). Y a todas estas tribus corresponde, en general,
la constitución antes descrita, con la única excepción
de que muchas de ellas no llegan a la liga entre tribus parientes.
Pero dada la gens como unidad social, vemos también con
qué necesidad casi ineludible, por ser natural, se deduce de esa
unidad toda la constitución de la gens, de la fratria y de la tribu.
Todos los tres grupos son diferentes gradaciones de consanguinidad, encerrado
cada uno en sí mismo y ordenando sus propios asuntos, pero completando
también a los otros. Y el círculo de los asuntos que les
compete abarca el conjunto de los negocios sociales de los bárbaros
del estado inferior. Así, pues, siempre que en un pueblo hallemos
la gens como unidad social, debemos también buscar una organización
de la tribu semejante a la que hemos descrito; y allí donde, como
entre los griegos y los romanos, no faltan las fuentes de conocimiento,
no sólo la encontraremos, sino que además nos convenceremos
de que en todas partes donde esas fuentes son deficientes para nosotros,
la comparación con la institución social americana nos ayuda
a despejar las mayores dudas y a adivinar los más difíciles
enigmas.
¡Admirable constitución ésta de la gens, con
toda su ingenua sencillez! Sin soldados, gendarmes ni policía, sin
nobleza, sin reyes, gobernadores, prefectos o jueces, sin cárceles
ni procesos, todo marcha con regularidad. Todas las querellas y todos los
conflictos los zanja la colectividad a quien conciernen, la gens o la tribu,
o las diversas gens entre sí; sólo como último recurso,
rara vez empleado, aparece la venganza, de la cual no es más que
una forma civilizada nuestra pena de muerte, con todas las ventajas
y todos los inconvenientes de la civilización. No hace falta ni
siquiera una parte mínima del actual aparato administrativo, tan
vasto y complicado, aun cuando son muchos más que en nuestros días
los asuntos comunes, pues la economía doméstica es común
para una serie de familias y es comunista; el suelo es propiedad de la
tribu, y los hogares sólo disponen, con carácter temporal,
de pequeñas huertas. Los propios interesados son quienes resuelven
las cuestiones, y en la mayoría de los casos una usanza secular
lo ha regulado ya todo. No puede haber pobres ni necesitados: la familia
comunista y la gens conocen sus obligaciones para con los ancianos, los
enfermos y los inválidos de guerra. Todos son iguales y libres,
incluídas las mujeres. No hay aún esclavos, y, por regla
general, tampoco se da el sojuzgamiento de tribus extrañas. Cuando
los iroqueses hubieron vencido en 1651 a los erios y a la "nación
neutral", les propusieron entrar en la confederación con iguales
derechos; sólo al rechazar los vencidos esta proposición,
fueron desalojados de su territorio. Qué hombres y qué mujeres
ha producido semejante sociedad, nos lo prueba la admiración de
todos los blancos que han tratado con indios no degenerados ante la dignidad
personal, la rectitud, la energía de carácter y la intrepidez
de estos bárbaros.
Recientemente hemos visto en Africa ejemplos de esa intrepidez.
Los cafres de Zululandia hace algunos años y los nubios hace pocos
meses (dos tribus en las cuales no se han extinguido aún las instituciones
gentiles) han hecho lo que no sabría hacer ninguna tropa europea.
Armados nada más que con lanzas y venablos, sin armas de fuego,
bajo la lluvia de balas de los fusiles de repetición de la infantería
inglesa (reconocida como la primera del mundo para el combate en orden
cerrado), se echaron encima de sus ballonetas, sembraron más de
una vez el pánico entre ella y concluyeron por derrotarla, a pesar
de la colosal desproporción entre las armas y aun cuando no tienen
ninguna especie de servicio militar ni saben lo que es hacer la instrucción.
Lo que pueden hacer y soportar lo sabemos por las lamentaciones de los
ingleses, según los cuales un cafre recorre en veinticuatro horas
más trayecto, y a mayor velocidad, que un caballo: "Hasta su más
pequeño músculo sobresale, acerado, duro, como una tralla
de látigo", decía un pintor inglés.
Tal era el aspecto de los hombres y de la sociedad humana antes
de que se produjese la escisión en clases sociales. Y si comparamos
su situación con la de la inmensa mayoría de los hombres
civilizados de hoy, veremos que la diferencia entre el proletario o el
campesino de nuestros días y el antiguo libre gentilis es enorme.
Este es un aspecto de la cuestión. Pero no olvidemos que
esa organización estaba llamada a perecer. No fue más allá
de la tribu; la federación de las tribus indica ya el comienzo de
su decadencia, como lo veremos y como ya lo hemos visto en las tentativas
hechas por los iroqueses para someter a otras tribus. Lo que estaba fuera
de la tribu, estaba fuera de la ley. Allí donde no existía
expresamente un tratado de paz, la guerra reinaba entre las tribus y se
hacía con la crueldad que distingue al ser humano del resto de los
animales, y que sólo más adelante quedó suavizada
por el interés. El régimen de la gens en pleno florecimiento,
como lo hemos visto en América, suponía una producción
en extremo rudimentaria y, por consiguiente, una población muy diseminada
en un vasto territorio, y, por lo tanto, una sujeción casi completa
del hombre a la naturaleza exterior, incomprensible y ajena para el hombre,
lo que se refleja en sus pueriles ideas religiosas. La tribu era la frontera
del hombre, lo mismo contra los extraños que para sí mismo:
la tribu, la gens, y sus instituciones eran sagradas e inviolables, constituían
un poder superior dado por la naturaleza, al cual cada individuo quedaba
sometido sin reserva en sus sentimientos, ideas y actos. Por más
imponentes que nos parecen los hombres de esta épóca, apenas
si se diferenciaban unos de otros, estaban aún sujetos, como dice
Marx, al cordón umbilical de la comunidad primitiva. El poderío
de esas comunidades primitivas tenía que quebrantarse, y se quebrantó.
Pero se deshizo por influencias que desde un principio se nos parecen como
una degradación , como una caída desde la sencilla altura
moral ade la antigua sociedad de las gens. Los intereses más viles
-la baja codicia, la brutal avidez por los goces, la sórdida
avaricia, el robo egoísta de la propiedad común- inauguran
la nueva sociedad civilizada, la sociedad de clases; los medios más
vergonzosos -el robo, la violencia, la perfidia, la traición-, minana
la antigua sociedad de las gens, sociedad sin clases, y la conducen a su
perdición. Y la misma nueva sociedad, a través de los dos
mil quinientos años de su existencia, no ha sido nunca más
que el desarrollo de una ínfima minoría a expensas de uan
inmensa mayoría de explotados y oprimidos; y esto es hoy más
que nunca.
IV. La gens griega
En los tiempos prehistóricos, los griegos, como los pelasgos y otros
pueblos congéneres, estaban ya constituidos con arreglo a la misma
serie orgánica que los americanos: gens, fratria, tribu, confederación
de tribus. Podía faltar la fratria, como en los dorios; no en todas
partes se formaba la confederación de tribus; pero en todos los
casos, la gens era la unidad orgánica. En la época en que
aparecen en la historia, los griegos se hallan en los umbrales de la civilización;
entre ellos y las tribus americanas de que hemos hablado antes median
casi dos grandes períodos de desarrollo, que los griegos de la época
heroica llevan de ventaja a los iroqueses. Por eso la gens de los griegos
ya no es de ningún modo la gens arcaica de los iroqueses; el sello
del matrimonio por grupos comienza a borrarse notablemente. El derecho
materno ha cedido el puesto al derecho paterno; por eso mismo la riqueza
privada, en proceso de surgimiento, ha abierto la primera brecha en la
constitución gentilicia. Otra brecha es consecuencia natural de
la primera: al introducirse el derecho paterno, la fortuna de una rica
heredera pasa, cuando contrae matrimonio, a su marido, es decir, a otra
gens, con lo que se destruye todo el fundamento del derecho gentil; por
tanto, no sólo se tiene por lícito, sino que hasta es obligatorio
en este caso, que la joven núbil se case dentro de su propia gens
para que los bienes no salgan de ésta.
Según la historia de Grecia debida a Grote, la gens ateniense,
es particular, estaba cohesionada por:
1. Las solemnidades religiosas comunes y el derecho de sacerdocio
en honor a un dios determinado, el pretendido fundador de la gens, designado
en ese concepto con un sobrenombre especial.
2. Los lugares comunes de inhumación (Véase "Contra
Eubúlides", de Demóstenes).
3. El derecho hereditario recíproco.
4. La obligación recíproca de prestarse ayuda, socorro
y apoyo contra la violencia.
5. El derecho y el deber recíprocos de casarse en ciertos
casos dentro de la gens, sobre todo tratándose de huérfanas
o herederas.
6. La posesión, en ciertos casos por lo menos, de una propiedad
común, con un arconte y un tesorero propios.
La fratria agrupaba varias gens, pero menos estrechamente; sin
embargo, también aquí hallamos derechos y deberes recíprocos
de una especie análoga, sobre todo la comunidad de ciertos ritos
religiosos y el derecho a perseguir al homicida en el caso de asesinato
de un frater. El conjunto de las fratrias de una tribu tenía a su
vez ceremonias sagradas periódicas, bajo la presidencia de un "filobasileus"
(jefe de tribu) elegido entre los nobles (eupátridas).
Ahí se detiene Grote. Y Marx añade: "Pero detrás
de la gens griega se reconoce al salvaje (por ejemplo al iroqués)".
Y no hay manera de no reconocerlo, a poco que prosigamos nuestras investigaciones.
En efecto, la gens griega tiene también los siguientes
rasgos:
7. La descendencia según el derecho paterno.
8. La prohibición del matrimonio dentro de la gens, excepción
hecha del matrimonio con las herederas. Esta excepción, erigida
en precepto, indica el rigor de la antigua regla. Esta, a su vez, resulta
del principio generalmente adoptado de que la mujer, por su matrimonio,
renunciaba a los ritos religiosos de su gens y pasaba a los de su marido,
en la fratria del cual era inscrita. Según eso, y con arreglo a
un conocido pasaje de Dicearca, el matrimonio fuera de la gens era la regla.
Becker, en su "Charicles", afirma que nadie tenía derecho a casarse
en el seno de su propia gens.
9. El derecho de adopción en la gens, ejercido mediante
la adopción en la familia, pero con formalidades públicas
y sólo en casos excepcionales.
10. El derecho de elegir y deponer a los jefes. Sabemos que cada
gens tenía su arconte; pero no se dice en ninguna parte que este
cargo fuese hereditario en determinadas familias. Hasta el fin de la barbarie,
las probabilidades están en contra de la herencia de los cargos,
que es de todo punto incompatible con un estado de las cosas donde ricos
y pobres tenían en el seno de la gens derechos absolutamente iguales.
No sólo Grote, sino también Niebuhr, Mommsen y todos
los demás historiadores que se han ocupado hasta aquí de
la antigüedad clásica, se han estrellado contra la gens. Por
más atinadamente que describan muchos de sus rasgos distintivos,
lo cierto es que siempre han visto en ella un "grupo de familias" y no
han podido por ello comprender su naturaleza y su origen. Bajo la constitución
de la gens, la familia nunca pudo ser ni fue una célula orgánica,
porque el marido y la mujer pertenecían por necesidad a dos gens
diferentes. La gens entraba entera en la fratria y ésta, en la tribu;
la familia entraba a medias en la gens del marido, a medias en la de la
mujer. Tampoco el Estado reconoce la familia en el Derecho público;
hasta aquí sólo existe el Derecho civil. Y, sin embargo,
todos los trabajos históricos escritos hasta el presente parte de
la absurda suposición, que ha llegado a ser inviolable, sobre todo
en el siglo XVIII, de que la familia monogámica, apenas más
antigua que la civilización, es el núcleo alrededor del cual
fueron cristalizando poco a poco la sociedad y el Estado.
"Hagamos notar al señor Grote -dice Marx- que aun cuando
los griegos hacen derivar sus gens de la mitología, no por eso dejan
de ser esas gens más antiguas que la mitología, con sus dioses
y semidioses, creada por ellas mismas".
Morgan cita de referencia a Grote, porque es un testigo prominente
y nada sospechoso. Más adelante Grote refiere que cada gens ateniense
tenía un nombre derivado de su fundador presunto; que, antes de
Solón siempre, y después de él en caso de muerte intestada,
los miembros de la gens (gennêtes) del difunto heredaban su fortuna;
y que en caso de muerte violenta el derecho y el deber de perseguir al
matador ante los tribunales correspondía primero a los parientes
más cercanos, después al resto de los gentiles y, por último,
a los fratores de la víctima. "Todo lo que sabemos acerca de las
antiguas leyes atenienses está fundado en la división en
gens y fratrias".
La descendencia de las gens de antepasados comunes ha producido
muchos quebraderos de cabeza a los "sabios filisteos" de quienes habla
Marx. Como proclaman puro mito a dichos antepasados y no pueden explicarse
de ningún modo que las gens se hayan formado de familias distintas,
sin ninguna consanguinidad original, para salir de este atolladero y explicar
la existencia de la gens recurren a un diluvio de palabras que giran en
un círculo vicioso y no van más allá de esta proposición:
la genealogía es puro mito, pero la gens es una realidad. Y, finalmente,
Grote dice (las glosas entre paréntesis son de Marx); "Rara vez
oímos hablar de este árbol genealógico, porque sólo
se exhibe en casos particularmente solemnes. Pero las gens de menor importancia
tenían prácticas religiosas comunes propias de ellas (¡qué
extraño, señor Grote!) y un antepasado sobrenatural, así
como un arbol genealógico común, igual que las más
célebres (¡pero qué extraño es todo esto, señor
Grote, en gens de menor importancia!); el plan fundamental y la base ideal
(¡no ideal, caballero, sino carnal, o dicho en sencillo alemán
fleischlich!) eran iguales para todas ellas".
Marx resume com sigue la respuesta de Morgan a esa argumentación:
"El sistema de consanguinidad que corresponde a la gens en su forma primitiva
-y los griegos la han tenido como los demás mortales- aseguraba
el conocimiento de los grados de parentesco de todos los miembros de la
gens entre sí. Aprendían esto, que tenía para ellos
suma importancia, por práctica, desde la infancia más temprana.
Con la familia monogámica, cayó en el olvido. El nombre de
la gens creó una genealogía junto a la cual parecía
insignificante la de la familia monogámica. Ahora este nombre debía
confirmar el hecho de su descendencia común a quienes lo llevaban;
pero la genealogía de la gens se remontaba a tiempos tan lejanos,
que sus miembros ya no podían demostrar su parentesco recíproco
real, excepto en un pequeño número de casos en que los descendientes
comunes eran más recientes. El nombre mismo era una prueba irrecusable
de la procedencia común, salvo en los casos de adopción.
En cambio, negar de hecho toda consanguinidad entre los gentiles, como
lo hacen Grote y Niebuhr, que han transformado la gens en una creación
puramente imaginaria y poética, es digno de exégetas "ideales",
es decir, de tragalibros encerrados entre cuatro paredes. Porque el encadenamiento
de las generaciones, sobre todo desde la aparición de la monogamia,
se pierde en la lejanía de los tiempos y porque la realidad pasada
aparece reflejada en las imágenes fantásticas de la mitología,
¡los buenazos de los viejos filisteos han deducido y deducen aún
que una genealogía imaginaria creó gens reales!".
La fratria, como entre los americanos, era una gens madre escindida
en varias gens hijas, a las cuales servía de lazo de unión
y que a menudo las hacía también a todas descender de un
antepasado común. Así, según Grote, "todos los coetáneos
de la fratria de Hecateo tenían un solo y mismo dios por abuelo
en decimosexto grado". Por lo tanto, todas las gens de aquella fratria
eran, al pie de la letra, gens hermanas. La fratria aparece ya com unidad
militar en Homero, en el célebre pasaje donde Néstor da este
consejo a Agamenón: "Coloca a los hombres por tribus y por fratrias,
para que la fratria preste auxilio a la fratria y la tribu a la tribu".
La fratria tenía también el derecho y el deber de castigar
el homicidio perpetrado en la persona de un frater, lo que indica que en
tiempos anteriores había tenido el deber de la venganza de sangre.
Además, tenía fiestas y santuarios comunes; en general, el
desarrollo de la mitología griega a partir del culto a la naturaleza,
tradicional en los arios, se debió esencialmente a las gens y las
fratrias y se produjo en el seno de éstas.
Tenía también la fratria un jefe ("fratriarcos"),
y, asimismo, según De Coulanges, asambleas cuyas decisiones eran
obligatorias, un tribuna y una administración. Posteriormente, el
Estado mismo, que pasaba por alto la existencia de las gens, dejó
a la fratria ciertas funciones públicas, de carácter administrativo.
La reunión de varias fratrias emparentadas forma la tribu.
En el Atica había cuatro tribus, cada una de tres fratrias que constaban
a su vez de treinta gens cada una. Una determinación tan precisa
de los grupos supone una intervención consciente y metódica
en el orden espontáneamente nacido. Cómo, cuándo y
por qué sucedió esto, no lo dice ha historia griega, y los
griegos mismos conservan el recuerdo de ello hasta la época heroica
nada más.
Las diferencias de dialecto estaban menos desarrolladas entre
los griegos, aglomerados en un territorio relativamente pequeño,
que en los vastos bosques americanos; sin embargo, también aquí
sólo tribus de la misma lengua madre aparecen reunidas formando
grandes agrupaciones; y hasta la pequeña Atica tiene su propio dialecto,
que más tarde pasó a ser la lengua predominante en toda la
prosa griega.
En los poemas de Homero hallamos ya a la mayor parte de las tribus
griegas reunidas formando pequeños pueblos, en el seno de las cuales,
sin embargo, conservaban aún completa independencia las gens, las
fratrias y las tribus. Estos pueblos vivían ya en ciudades amuralladas;
la población aumentaba a medida que aumentaban los ganados, se desarrollaba
la agricultura e iban naciendo los oficios manuales; al mismo tiempo crecían
las diferencias de fortuna y, con éstas, el elemento aristocrático
en el seno de la antigua democracia primitiva, nacida naturalmente. Los
distintos pueblos sostenían incesantes guerras por la posesión
de los mejores territorios y también, claro está, con la
mira puesta en el botín, pues la esclavitud de los prisioneros de
guerra era una institución reconocida ya.
La constitución de estas tribus y de estos pequeños
pueblos era en aquel momento la siguiente:
1. La autoridad permanente era el consejo ("bulê"), primitivamente
formado quizás por los jefes de las gens y más tarde, cuando
el número de éstas llegó a ser demasiado grande, por
un grupo de individuos electos, lo que dio ocasión para desarrollar
y reforzar el elemento aristocrático. Dionisio dice que el consejo
de la época heroica estaba constituido por aristócratas ("kratistoi").
El consejo decidía los asuntos importantes. En Esquilo, el consejo
de Tebas toma el acuerdo, decisivo en aquella situación, de enterrar
a Etéocles con grandes honores y de arrojar el cadáver de
Polinices para que sirva de pasto a los perros. Con la institución
del Estado, este consejo se convirtió en Senado.
2. La asamblea del pueblo ("ágora"). Entre los iroqueses
hemos visto que el pueblo, hombres y mujeres, rodea a la asamblea del consejo,
toma allí la palabra de una manera ordenada e influye de esta suerte
en sus determinaciones. Entre los griegos homéricos, estos "circunstantes",
para emplear una expresión jurídica del alemán antiguo,
"Umstand", se han convertido ya en una verdadera asamblea general del pueblo,
lo mismo que aconteció entre los germanos de los tiempos primitivos.
Esta asamblea era convocada por el consejo para decidir los asuntos importantes;
cada hombre podía hacer uso de la palabra. El acuerdo se tomaba
levantando las manos (Esquilo, en "Las Suplicantes"), o por aclamación.
La asamblea era soberana en última instancia, porque, como dice
Schömann ("Antiguedades griegas"), "cuando se trata de una cosa que
para ejecutarse exige la cooperación del pueblo, Homero no nos indica
ningún medio por el cual pueda ser constreñido éste
a obrar contra su voluntad". En aquella época, en que todo miembro
masculino adulto de la tribu era guerrero, no había aún una
fuerza pública separada del pueblo y que pudiera oponérsele.
La democracia primitiva se hallaba todavía en plena florescencia,
y esto debe servir de punto de partida para juzgar el poder y la situación
del consejo y del "basileus".
3. El jefe militar ("basileus"). A propósito de esto, Marx
observa: "Los sabios europeos, en su mayoría lacayos natos de los
príncipes, hacen del "basileus" un monarca en el sentido moderno
de la palabra. El republicano yanqui Morgan protesta contra esa idea. Del
untuoso Gladstone, y de su obra "Juventus Mundi" dice con tanta ironía
como verdad: "Mister Gladstone nos presenta a los jefes griegos de los
tiempos heroicos como reyes y príncipes que, por añadidura,
son unos cumplidos gentlemen; pero él mismo se ve obligado a reconocer
que, en general, nos parece encontrar suficiente, pero no rigurosamente
establecida la costumbre o la ley del derecho de primogenitura". Es de
suponer que un derecho de primogenitura con tales reservas debe parecerle
al propio señor Gladstone suficientemente, aunque no con todo rigor,
privado de la más mínima importancia.
Ya hemos visto cuál era el estado de cosas respecto a la
herencia de las funciones superiores entre los iroqueses y los demás
indios. Todos los cargos eran electivos, la mayor parte en el seno mismo
de la gens, y hereditarios en ésta. Gradualmente se llegó
a dar preferencia en caso de vacante al pariente gentil más próximo
-al hermano o al hijo de la hermana-, siempre que no hubiese motivos para
excluirlo. Por tanto, si entre los griegos, bajo el imperio del derecho
paterno, el cargo de "basileus" solía pasar al hijo o a uno de los
hijos, esto demuestra simplemente que los hijos tenían allí
a favor suyo la probabilidad de elección legal por elección
popular, pero no prueba de ningún modo la herencia de derecho sin
elección del pueblo. Aquí vemos, entre los iroqueses y entre
los griegos, el primer germen de familias nobles, con una situación
especial dentro de las gens, y entre los griegos también el primer
germen de la futura jefatura militar hereditaria o de la monarquía.
Por consiguiente, es probable que entre los griegos el "basileus" debiera
ser o electo por el pueblo o confirmado por los órganos reconocidos
de éste, el consejo o el "ágora", como se practica respecto
al "rey" ("rex") romano.
En la "Ilíada", el jefe de los hombres, Agamenón,
aparece no como el rey supremo de los griegos, sino como el general en
jefe de un ejército confederado ante una ciudad sitiada. Y Ulises,
cuando estallan disensiones entre los griegos, apela a esta calidad, en
el famoso pasaje: "No es bueno que muchos manden a la vez, uno solo debe
dar órdenes", etc... (El tan conocido verso en que se trata del
cetro es un postizo intercalado posteriormente.). "Ulises no da aquí
una conferencia acerca de la forma de gobierno, sino que pide que se obedezca
al general en jefe en campaña. Entre los griegos, que no aparecen
antre Troya más que como ejército, el orden imperante en
el "ágora" es bastante democrático. Cuando Aquiles habla
de presentes, es decir, del reparto del botín, no encarga de ese
reparto no a Agamenón ni a ningún otro "basileus", sino a
"los hijos de los Aqueos", es decir, al pueblo. Los atributos "engendrado
por Zeus", "criado por Júpiter", nada prueban, desde el momento
en que cada gens desciende de un dios y la gens del jefe de la tribu de
uno "más alto", en el caso presente, de Zeus. Hasta os individuos
no manumitidos, como el porquero Eumeo y otros, son "divinos" ("dioi" y
"theioi"), y eso en la Odisea, es decir, en una época muy posterior
a la descrita por la Iliada. También en la "Odisea", se llama "heros"
al mensajero Mulios y al cantor ciego Demodoco. En resumen: la palabra
"basileia", que los escritores griegos emplean para la sedicente realeza
homérica, acompañada de un consejo y de una asamblea del
pueblo, significa, sencillamente, democracia militar (porque el mando de
los ejércitos era su distintivo principal" (Marx).
Además de sus atribuciones militares, el "basileus" las
tenía también religiosas y judiciales; estas últimas
eran indeterminadas, pero las primeras le correspondían en concepto
de representante supremo de la tribu o de la federación de tribus.
Nunca se habla de atribuciones civiles, administrativas, aunque el "basileus"
parece haber sido miembro del consejo, en atención a su cargo. Traducir
"basileus" por la palabra alemana "König" es, pues, etimológicamente
muy exacto, puesto que "König" ("Kuning") se deriva de "Kuni", "Künne",
y significa jefe de una gens. Pero el "basileus" de la Grecia antigua no
corresponde de ninguna manera a la significación actual de la palabra
"König" (rey). Tucídides llama expresamente a la antigua "basileia"
una "patriké", es decir, derivada de las gens, y dice que tuvo atribuciones
fijas, y por tanto limitadas. Y Aristóteles dice que la "basileia"
de los tiempos heroicos fue una jefatura militar ejercida sobre hombres
libres, y el "basileus" un jefe militar, juez y gran sacerdote. No tenía,
por consiguiente, ningún poder gubernamental en el sentido ulterior
de la palabra
Morgan ha sido el primero en someter a crítica
histórica los relatos de los españoles, al principio erróneos
y exagerados, más tarde mentirosos a conciencia de que lo eran,
y ha probado que los indios del pueblo de México se hallaban en
el estado medio de la barbarie, en un grado superior, no obstante, al de
los indios de los pueblos del Nuevo México; y que su régimen
social, en cuanto se puede juzgar por relaciones tergiversadas, venía
a ser el siguiente: una confederación de tres tribus, que habían
hecho tributarias suyas a otras, gobernada por un consejo y un jefe militar
federales; los españoles hicieron de este último un "emperador".
(Nota de Engels.).
.
Así, pues, en la constitución griega de la época
heroica vemos aún llena de vigor la antigua organización
de la gens, pero también observamos el comienzo de su decadencia:
el derecho paterno con herencia de la fortuna por los hijos, lo cual facilita
la acumulación de las riquezas en la familia y hace de ésta
un poder contrario a la gens; la repercusión de la diferencia de
fortuna sobre la constitución social mediante la formación
de los gérmenes de una nobleza hereditaria y de una monarquía;
la esclavitud, que al principio sólo comprendió a los prisioneros
de guerra, pero que desbrozó el camino de la esclavitud de los propios
miembros de la tribu, y hasta de la gens; la degeneración de la
antigua de guerra de unas tribus contra otras en correrías sistemáticas
por tierra y por mar para apoderarse de ganados, esclavos y tesoros, lo
que llegó a ser una industria más. En resumen, la fortuna
es apreciada y considerada como el sumo bien, y se abusa de la antigua
organización de la gens para justificar el robo de las riquezas
por medio de la violencia. No faltaba más que una cosa; la institución
que no sólo asegurase las nuevas riquezas de los individuos contra
las tradiciones comunistas de la constitución gentil, que no sólo
consagrase la propiedad privada antes tan poco estimada e hiciese de esta
santificación el fin más elevado de la comunidad humana,
sino que, además, imprimiera el sello del reconocimiento general
de la sociedad a las nuevas formas de adquirir la propiedad, que se desarrollaban
una tras otra, y por tanto a la acumulación, cada vez más
acelerada, de las riquezas; en una palabra, faltaba una institución
que no sólo perpetuase la naciente división de la sociedad
en clases, sino también el derecho de la clase poseedora de explotar
a la no poseedora y el dominio de la primera sobre la segunda.
Y esa institución nació. Se inventó el Estado.
V. La génesis del estado ateniense
En ninguna parte podemos seguir mejor que en la antigua Atenas, por lo
menos en la primera fase de la evolución, de qué modo se
desarrolló el Estado, en parte transformando los órganos
de la constitución gentil, en parte desplazándolos mediante
la intrusión de nuevos órganos y, por último, remplazándolos
pior auténticos organismos de administración del Estado,
mientras que una "fuerza pública" armada al servicio de esa administración
del Estado, y que, por consiguiente, podía ser dirigida contra el
pueblo, usurpaba el lugar del verdadero "pueblo en armas" que había
creado su autodefensa en las gens, las fratrias y las tribus. Morgan expone
mayormente las modificaciones de forma; en cuanto a las condiciones económicas
productoras de ellas, tendré que añadirlas, en parte, yo
mismo.
En la época heroica, las cuatro tribus de los atenienses
aún se hallaban establecidas en distintos territorios de Africa.
Hasta las doce fratrias que las componían parece ser que también
tuvieron su punto de residencia particular en las doce ciudades de Cécrope.
La constitución era la misma de la época heroica: asamblea
del pueblo, consejo del pueblo y "basileus". Hasta donde alcanza la historia
escrita, se ve que el suelo estaba ya repartido y era propiedad privada,
lo que corresponde a la producción mercantil y al comercio de mercancías
relativamente desarrollados que observamos ya hacia el final del estadio
superior de la barbarie. Además de granos, producíase vinos
y aceite. El comercio marítimo en el Mar Egeo iba pasando cada vez
más de los fenicios a los griegos del Atica. A causa de la compraventa
de la tierra y de la creciente división del trabajo entre la agricultura
y los oficios manuales, el comercio y la navegación, muy pronto
tuvieron que mezclarse los miembros de las gens, fratrias y tribus. En
el distrito de la fratria y de la tribu se establecieron habitantes que,
aun siendo del mismo pueblo, no formaban parte de estas corporaciones y,
por consiguiente, eran extraños en su propio lugar de residencia,
ya que cada fratria y cada tribu administraban ellas mismas sus asuntos
en tiempos de paz, sin consultar al consejo del pueblo o al "basileus"
en Atenas, y todo el que residía en el territorio de la fratria
o de la tribu sin pertenecer a ellas no podía, naturalmente, tomar
parte en esa administración.
Esta circunstancia desequilibró hasta tal punto el funcionamiento
de la constitución gentilicia, que en los tiempos heroicos se hizo
ya necesario remediarla y se adoptó la constitución atribuída
a Teseo. El cambio principal fue la institución de una administración
central en Atenas; es decir, parte de los asuntos que hasta entonces resolvían
por su cuenta las tribus fue declarada común y transferida al consejo
general residente en Atenas. Los atenienses fueron, con esto, más
lejos que ninguno de los pueblos indígenas de América: la
simple federación de tribus vecinas fue remplazada por la fusión
en un solo pueblo. De ahí nació un sistema de derecho popular
ateniense general, que estaba por encima de las costumbres legales de las
tribus y de las gens. El ciudadano de Atenas recibió como tal derechos
determinados, así como una nueva protección jurídica
incluso en el territorio que no pertenecía a su propia tribu. Pero
éste fue el primer paso hacia la ruina de la constitución
gentilicia, ya que lo era hacia la admisión, más tarde, de
ciudadanos que no pertenecían a ninguna de las tribus del Atica
y que estaban y siguieron estando completamente fuera de la constitución
gentilicia ateniense. La segunda institución atribuida a Teseo fue
la división de todo el pueblo en tres clases -los eupátridas
o nobles, los geomoros o agricultores y los demiurgos o artesanos-, sin
tener en cuenta la gens, la fratria o la tribu, y la concesión a
la nobleza del derecho exclusivo a ejercer los cargos públicos.
Verdad es que, excepto en lo de ocupar la nobleza los empleos, esta división
quedó sin efecto por cuanto no establecía otras diferencias
de derechos entre las clases. Pero es importante, porque nos indica los
nuevos elementos sociales que habían ido desarrollándose
imperceptiblemente. Demuestra que la costumbre de que los cargos gentiles
los desempeñasen ciertas familias, se había transformado
ya en un derecho apenas disputado de las mismas a los empleos públicos;
que esas familias, poderosas ya por sus riquezas, comenzaron a formar,
fuera de sus gens, una clase privilegiada, particular; y que el Estado
naciente sancionó esta usurpación. Demuestra que la división
del trabajo entre campesinos y artesanos había llegado a ser ya
lo bastante fuerte para disputar el primer puesto en importancia social
a la antigua división en gens y en tribus. Por último, proclama
el irreconciliable antagonismo entre la sociedad gentilicia y el Estado;
el primer intento de formación del Estado consiste en destruir los
lazos gentilicios, dividiendo los miembros de cada gens en privilegiados
y no privilegiados, y a estos últimos, en dos clases, según
su oficio, oponiéndolas, en virtud de esta misma división,
una a la otra.
La historia política ulterior de Atenas, hasta Solón,
se conoce de un modo muy imperfecto. Las funciones del "basileus" cayeron
en desuso; a la cabeza del Estado púsose a arcontes salidos del
seno de la nobleza. La autoridad de la aristocracia aumentó cada
vez más, hasta llegar a hacerse insoportable hacia el año
600 antes de nuestra era. Y los principales medios para estrangular la
libertad común fueron el dinero y la usura. La nobleza solía
residir en Atenas y en los alrededores, donde el comercio marítimo,
así como la piratería practicada en ocasiones, la enriquecían
y concentraban en sus manos el dinero. Desde allí el sistema monetario
en desarrollo penetró, como un ácido corrosivo, en la vida
tradicional de las antiguas comunidades agrícolas, basadas en la
economía natural. La constitución de la gens es en absoluto
incompatible con el sistema monetario; la ruina de los pequeños
agricultores del Atica coincidió con la relajación de los
antiguos lazos de la gens, que los protegían. Las letras de cambio
y la hipoteca (porque los atenienses habían inventado ya la hipoteca)
no respetaron ni a la gens, ni a la fratria. Y la vieja constitución
de gens no conocía el dinero, ni las prendas, ni las deudas de dinero.
Por eso el poder del dinero en manos de la nobleza, poder que se extendía
sin cesar, creó un nuevo derecho consuetudinario para garantía
del acreedor contra el deudor y para consagrar la explotación del
pequeño agricultor por el poseedor del dinero. Todas las campiñas
del Atica estaban erizadas de postes hipotecarios en los cuales estaba
escrito que los fundos donde se veían puestos, hallábanse
empeñados a fulano o mengano por tanto o cuanto dinero. Los campos
que no tenían esos postes, habían sido vendidos en su mayor
parte, por haber vencido la hipoteca o no haber sido pagados los intereses,
y eran ya propiedad del usurero noble; el campesino podía considerarse
feliz cuando lo dejaban establecerse allí como colono y vivir con
un sexto del producto de su trabajo, mientras tenía que pagar a
su nuevo amo los cinco sextos como precio del arrendamiento. Y aún
más: cuando el producto de la venta del lote de tierra no bastaba
para cubrir el importe de la deuda, o cuando se contraía la deuda
sin asegurarla con prenda, el deudor tenía que vender a sus hijos
como esclavos en el extranjero para satisfacer por completo al acreedor.
La venta de los hijos por el padre: ¡éste fue el primer fruto
del derecho paterno y de la monogamia!. Y si el vampiro no quedaba satisfecho
aún, podía vender como esclavo a su mismo deudor. Tal fue
la hermosa aurora de la civilización en el pueblo ateniense.
Semejante revolución hubiera sido imposible en el pasado,
en la época en que las condiciones de existencia del pueblo aún
correspondían a la constitución de la gens; pero ahora se
había producido, sin que nadie supiese cómo. Volvamos por
un momento a nuestros iroqueses. Entre ellos era inconcebible una situación
tal como la impuesta a los atenienses sin, digámoslo así,
su concurso y, con seguridad, a pesar de ellos. Siendo siempre el mismo
el modo de producir las cosas necesarias para la existencia, nunca podían
crearse tales conflictos, al parecer impuestos desde fuera, ni engendrarse
ningún antagonismo entre ricos y pobres, entre explotadores y explotados.
Los iroqueses distaban mucho de domeñar aún la naturaleza,
pero dentro de los límites que ésta les fijaba, eran los
dueños de su propia producción. Si dejamos aparte los casos
de malas cosechas en sus huertecillos, de escasez de pesca en sus lagos
y ríos y de caza en sus bosques, sabían cuál podía
ser el fruto de su modo de proporcionarse los medios de existencia. Sabían
que -unas veces en abundancia, y otras no- obtendrían medios de
subsistencia; pero entonces eran imposibles revoluciones sociales imprevistas,
la ruptura de los vínculos de la gens, la escisión de las
gens y de las tribus en clases opuestas que se combatieran recíprocamente.
La producción se movía dentro de los más estrechos
límites, era la inmensa ventaja de la producción bárbara,
ventaja que se perdió con la llegada de la civilización y
que las generaciones futuras tendrán el deber de reconquistar, pero
dándole por base el poderoso dominio de la naturaleza, conseguido
en la actualidad por el hombre, y la libre asociación, hoy ya posible.
Entre los griegos las cosas eran muy distintas. La aparición
de la propiedad privada sobre los rebaños y los objetos de lujo,
condujo al cambio entre los individuos, a la transformación de los
productos en mercancías. Y éste fue el germen de la revolución
subsiguiente. En cuanto los productores dejaron de consumir directamente
ellos mismos sus productos, deshaciéndose de ellos por medio del
cambio, dejaron de ser dueños de los mismos. Ignoraban ya qué
iba a ser de ellos, y surgió la posibilidad de que el producto llegara
a emplearse contra el productor para explotarlo y oprimirlo. Por eso, ninguna
sociedad puede ser dueña de su propia producción de un modo
duradero ni controlar los efectos sociales de su proceso de producción
si no pone fin al cambio entre individuos.
Pero los atenienses debían aprender pronto con qué
rapidez domina el producto al productor en cuanto nace el cambio entre
individuos y los productos se transforman en mercancías. Con la
producción de mercancías apareció el cultivo individual
de la tierra y, en seguida, la propiedad individual del suelo. Más
tarde vino el dinero, la mercancía universal por la que podían
cambiarse todas las demás; pero, como los hombres inventaron el
dinero, no sospechaban que habían creado un poder social nuevo,
el poder universal único ante el que iba a inclinarse la sociedad
entera. Y este nuevo poder, al surgir súbitamente, sin saberlo sus
propios creadores y a pesar de ellos, hizo sentir a los atenienses su dominio
con toda la brutalidad de su juventud.
¿Qué se podía hacer?. La antigua constitución
de la gens se había mostrado impotente contra la marcha triunfal
del dinero; y, además, era en absoluto incapaz de conceder dentro
de sus límites lugar ninguno para cosas como el dinero, los acreedores,
los deudores, el cobro compulsivo de las deudas. Pero allí estaba
el nuevo poder social; y ni los píos deseos, ni el ardiente afán
por volver a los buenos tiempos antiguos pudieron expulsar ya del mundo
al dinero ni a la usura. Además, en la constitución gentilicia
fueron abiertas otras brechas menos importantes. La mezcla de los gentiles
y de los fraters en todo el territorio ático, particularmente en
la misma ciudad de Atenas, aumenaba de generación en generación,
aun cuando por aquel entonces un ateniense tenía derecho a vender
su fundo fuera de la gens, pero no su vivienda. Con los progresos de la
industria y el comercio habíase desarrollado más y más
la división del trabajo entre las diferentes ramas de la producción:
agricultura y oficios manuales, y entre estos últimos una multitud
de subdivisiones, tales como el comercio, la navegación, etc. La
población se dividía ahora, según sus ocupaciones,
en grupos bastante bien determinados, cada uno de los cuales tenía
una serie de nuevos intereses comunes para los que no había lugar
en la gens o en la fratria y que, por consiguiente, necesitaban nuevos
funcionarios que velasen por ellos. Había aumentado muchísimo
el número de esclavos, y en aquella época debía ya
de exceder con mucho del de los atenienses libres. La constitución
gentil no conocía al principio ninguna esclavitud ni, por consiguiente,
ningún medio de mantener bajo su yugo aquella masa de personas no
libres. Y, por último, el comercio había atraído a
Atenas a multitud de extranjeros que se habían instalado allí
en busca de fácil lucro. Mas, a pesar de las tolerancia tradicional,
estos extranjeros no gozaban de ningún derecho ni protección
legal bajo el viejo régimen, por lo que constituían entre
el pueblo un elemento extraño y un foco de malestar.
En resumen, la constitución gentilicia iba tocando a su
fin. La sociedad rebasaba más y más el marco de la gens,
que no podía atajar ni suprimir los peores males que iban naciendo
ante su vista. Mientras tanto, el Estado se había desarrollado sin
hacerse notar. Los nuevos grupos constituídos por la división
del trabajo, primero entre la ciudad y el campo, después entre las
diferentes ramas de la industria en las ciudades, habían creado
nuevos órganos para la defensa de sus intereses, y se instituyeron
oficios públicos de todas clases. Luego, el joven Estado tuvo, ante
todo, necesidad de una fuerza propia, que en un pueblo navegante, como
eran los atenienses, no pudo ser primeramente sino una fuerza naval, usada
en pequeñas guerras y para proteger los barcos mercantes. En una
época indeterminada, anterior a Solón, se instituyeron las
"naucrarias", pequeñas circunscripciones territoriales a razón
de doce por tribu; cada "naucraria" debía suministrar, armar y tripular
un barco de guerra, y proporcionar además dos jinetes. Esta institución
socavaba por dos conceptos a la gens: en primer término, porque
creaba una fuerza pública que ya no era en nada idéntica
al pueblo armado; y en segundo lugar, porque por primera vez dividía
al pueblo, en los negocios públicos, no con arreglo a los grupos
consanguíneos, sino con arreglo al lugar de residencia común.
Veamos a continuación qué significaba esto.
Como el régimen gentilicio no podía prestarle ningún
auxilio al pueblo explotado, lo único que a éste le quedaba
era el Estado naciente, que le prestó la ayuda de él esperada
mediante la constitución de Solón, si bien la aprovechó
para fortalecerse aún más a expensas del viejo régimen.
No nos incumbe tratar aquí cómo se realizó la reforma
de Solón en el año 594 antes de nuestra era. Solón
inició la serie de lo que se llama revoluciones políticas,
y lo hizo con un ataque a la propiedad. Hasta ahora, todas las revoluciones
han sido en favor de un tipo de propiedad sin lesionar a otro. En la gran
Revolución francesa, la propiedad feudal fue sacrificada para salvar
la propiedad burguesa; en la de Solón, la propiedad de los acreedores
fue la que tuvo que sufrir en provecho de la de los deudores. Las deudas
fueron, sencillamente, declaradas nulas. No conocemos con exactitud los
detalles, pero Solón se jacta en sus poesías de haber hecho
quitar los postes hipotecarios de los campos empeñados en pago de
deudas y de haber repatriado a los hombres que a causa de ellas habían
sido vendidos como esclavos o habían huído al extranjero.
Eso no podía hacerse sino mediante una descarada violación
de la propiedad. Y de hecho, desde la primera hasta la última de
estas pretensas revoluciones políticas, todas ellas se han hecho
en defensa de la propiedad, de un tipo de propiedad, y se han realizado
por medio de la confiscación (dicho de otra manera, del robo) de
otro tipo de propiedad. Tanto es así, que desde hace dos mil quinientos
años no ha podido mantenerse la propiedad privada sino por la violación
de los derechos de propiedad.
Pero tratábase a la sazón de impedir que los atenienses
libres pudieran ser esclavizados nuevamente. Al principio se logró
con medidas generales; por ejemplo, prohibiendo los contratos de préstamo
en los cuales el deudor se hacía prenda del acreedor. Además,
se fijó la extensión máxima de la tierra que podía
poseer un mismo individuo, con el propósito de poner un freno que
moderase la avidez de los nobles por apoderarse de las tierras de los campesinos.
Después hubo cambios en la propia constitución (Verfassung),
siendo para nosotros los principales los siguientes:
El consejo se elevó hasta cuatrocientos miembros, cien
de cada tribu. Hasta aquí, la tribu seguía siendo, pues,
la base del sistema. Pero éste fue el único punto de la constitución
antigua adoptado por el Estado recien nacido. En lo demás, Solón
dividió a los ciudadanos en cuatro clases, con arreglo a su propiedad
territorial y al producto de ésta. Los rendimientos mínimos
que se fijaron para las tres primeras clases fueron de quinientos, trescientos
y ciento cincuenta "medimnos" de grano respectivamente (un "medimno" viene
a equivaler a unos cuarenta y un litros para áridos); formaban la
cuarta clase los que poseían menos tierra o carecían de ella
en absoluto. Sólo podían ocupar todos los oficios públicos
los individuos de las tres primeras clases, y los más importantes
los de la primera nada más; la cuarta no tenía sino el derecho
de tomar la palabra y votar en la asamblea. Pero allí eran donde
se elegían todos los funcionarios, allí era donde éstos
tenían que rendir cuenta de su gestión, allí era donde
se hacían todas las leyes, y allí la mayoría estaba
en manos de la cuarta clase. Los privilegios aristocráticos se renovaron,
en parte, en forma de privilegios de la riqueza, pero el pueblo obtuvo
el poder supremo. Por otra parte, las cuatro clases formaron la base de
una nueva organización militar. Las dos primeras suministraban la
caballería, la tercera debía servir en la infantería
de línea, y la cuarta como tropa ligera (sin coraza) o en la flota;
probablemente, esta clase estaba a sueldo.
Aquí se introducía, pues, un elemento nuevo en la
constitución: la propiedad privada. Los derechos y los deberes de
los ciudadanos del Estado se determinaron con arreglo a la importancia
de sus posesiones territoriales; y conforme iba aumentanto la influencia
de las clases pudientes, iban siendo desplazadas las antiguas corporaciones
consanguíneas. La gens sufrió otra derrota.
Sin embargo, la gradación de los derechos políticos
según los bienes de fortuna no era una de esas instituciones sin
las cuales no puede existir el Estado. Por grande que sea el papel que
ha representado en la historia de las constituciones de los Estados, gran
número de éstos, y precisamente los más desarrollados,
se han pasado sin ella. En Atenas misma no representó sino un papel
transitorio; desde Arístides, todos los empleos eran accesibles
a cada ciudadano.
Durante los ochenta años que siguieron, la sociedad ateniense
tomó gradualmente la dirección en la cual siguió desarrollándose
en los siglos posteriores. Habíase puesto coto a la usura de los
latifundistas anteriores a Solón, y asimismo a la concentración
excesiva de la propiedad territorial. El comercio y los oficios, incluídos
los artísticos, que se practicaban cada vez más en grande,
basándose en el trabajo de los esclavos, llegaron a ser las preocupaciones
principales. La gente adquirió más luces. En vez de explotar
a sus propios conciudadanos de una manera inicua, como al principio, se
explotó sobre todo a los esclavos y a los clientes no atenienses.
Los bienes muebles, la riqueza en forma de dinero, el número de
los esclavos y de las naves aumentaban sin cesar; pero ya no eran un simple
medio de adquirir tierras, como en el primer período, con sus cortos
alcances, sino que se convirtieron en un fin de por sí. De una parte,
la nobleza antigua en el Poder encontró asi unos competidores victoriosos
en las nuevas clases de ricos industriales y comerciantes; pero, de otra
parte, quedó destruída también la última base
de los restos de la constitución gentilicia. Las gens, las fratrias
y las tribus, cuyos miembros andaban ya a la sazón dispersos por
toda el Atica y vivían completamente entremezclados, eran ya del
todo inútiles como corporaciones políticas. Muchísimos
ciudadanos atenienses no pertenecían ya a ninguna gens; eran inmigrantes
a quienes se había concedido el derecho de ciudadanía, pero
que no habían sido admitidos en ninguna de las antiguas uniones
gentilicias. Además, cada día era mayor el número
de inmigrantes extranjeros que sólo gozaban del derecho de protección
[metecos].
Mientras tanto, proseguía la lucha entre los partidos;
la nobleza trataba de reconquistar sus viejos privilegios y volvió
a tener, por un tiempo, vara alta; hasta que la revolución de Clistenes
(año 509 antes de nuestra era) la abatió definitivamente,
derribando también, con ella, el último vestigio de la constitución
gentilicia.
En su nueva constitución, Clistenes pasó por alto
las cuatro tribus antiguas basadas en las gens y en las fratrias. Su lugar
lo ocupó una organización nueva, cuya base, ensayada ya en
las "naucrarias", era la división de los ciudadanos según
el lugar de residencia. Ya no decidió para nada el hecho de pertenecer
a los grupos consanguíneos, sino tan sólo el domicilio. No
fue el pueblo, sino el suelo, lo que se subdividió; los habitantes
hiciéronse, políticamente, un simple apéndice del
territorio.
Toda el Atica quedó dividida en cien municipios (demos).
Los ciudadanos (demotas) habitantes en cada demos elegían su jefe
(demarca) y su tesorero, así como también treinta jueces
con jurisdicción para resolver los asuntos de poca importancia.
Tenían igualmente un templo propio y un dios protector o héroe,
cuyos sacerdotes elegían. El poder supremo en el demos pertenecía
a la asamblea de los demotas. Según advierte Morgan con mucho acierto,
éste es el prototipo de las comunidades urbanas de América,
que se gobiernan por sí mismas. El Estado naciente tuvo por punto
de partida en Atenas la misma unidad que distingue al Estado moderno en
su más alto grado de desarrollo.
Diez de estas unidades (demos) formaban una tribu; pero ésta,
al contrario de la antigua tribu gentilicia ["geschlechtstamm"], llamóse
ahora tribu local ["Ortsstamm"]. La tribu local no sólo era un cuerpo
político que se administraba a sí mismo, sino también
un cuerpo militar. Elegía su filarca o jefe de tribu, que mandaba
la caballería, el taxiarca para la infantería, y el estratega,
que tenía a sus órdenes a todas las tropas reclutadas en
el territorio de la tribu. Además armaba cinco naves de guerra con
sus tripulantes y comandantes, y recibía como patrón un héroe
del Atica, cuyo nombre llevaba. Por último, elegía cincuenta
miembros del consejo de Atenas.
Coronaba este edificio el Estado ateniense, gobernado por un consejo
compuesto de los quinientos representantes elegidos por las diez tribus
y, en última instancia, por la asamblea del pueblo, en la cual tenía
entrada y voto cada ciudadano ateniense. Junto con esto, velaban por las
diversas ramas de la administración y de la justicia los arcontes
y otros funcionarios. En Atenas no había un depositario supremo
del Poder ejecutivo.
Debido a esta nueva constitución y a la admisión
de un gran número de clientes (unos inmigrantes, otros libertos),
los órganos de la gens quedaron al margen de la gestión de
los asuntos públicos, degenerando en asociaciones privadas y en
sociedades religiosas. Pero la influencia moral, las concepciones e ideas
tradicionales de la vieja época gentilicia vivieron largo tiempo
y sólo fueron desapareciendo paulatinamente. Esto se hizo evidente
en otra institución posterior del Estado.
Hemos visto que uno de las caracteres esenciales del Estado consiste
en una fuerza pública aparte de la masa del pueblo. Atenas no tenía
entonces más que un ejército popular y una flota equipada
directamente por el pueblo, que la protegían contra los enemigos
del exterior y manteníana en la obediencia a los esclavos, que en
aquella época formaban ya la mayor parte de la población.
Para los ciudadanos, esa fuerza pública sólo existía,
al principio, en forma de policía; ésta es tan vieja como
el Estado, y, por eso, los ingenuos franceses del siglo XVIII no hablaban
de naciones civilizadas, sino de naciones con policía ("nations
polisées"). Los atenienses instituyeron, pues, una policía,
un verdadero cuerpo de gendarmería de a pie y de a caballo formado
por sagitarios, "Landjäger", como se dice en el Sur de Alemania y
en Suiza. Pero esa gendarmería se formó de esclavos. Este
oficio parecía tan indigno al libre ateniense, que prefería
se detenido por un esclavo armado a cumplir él mismo tan viles funciones.
Era una manifestación del antiguo modo de ver de las gens. El Estado
no podía existir sin la policía; pero todavía era
joven y no tenía suficiente autoridad moral para hacer respetable
un oficio que los antiguos gentiles no podían por menos de considerar
infame.
El rápido vuelo que tomaron la riqueza, el comercio y la
industria nos prueba cuán adecuado era a la nueva condición
social de los atenienses el Estado, cuajado ya entonces en sus rasgos principales.
El antagonismo de clases en el que se basaban ahora las instituciones sociales
y políticas ya no era el existente entre los nobles y el pueblo
sencillo, sino el antagonismo entre esclavos y hombres libres, entre clientes
y ciudadanos. En tiempos del mayor florecimiento de Atenas, sus ciudadanos
libres (comprendidos las mujeres y los niños), eran unos 90.000
individuos; los esclavos de ambos sexos sumaban 365.000 personas y los
metecos (inmigrantes y libertos) ascendían a 45.000. Por cada ciudadano
adulto contábanse, por lo menos, dieciocho esclavos y más
de dos metecos. La causa de la existencia de un número tan grande
de esclavos era que muchos de ellos trabajaban juntos, a las órdenes
de capataces, en grandes talleres manufactureros. Pero el acrecentamiento
del comercio y de la industria trajo la acumulación y la concentración
de las riquezas en unas cuantas manos y, con ello, el empobrecimiento de
la masa de los ciudadanos libres, a los cuales no les quedaba otro recurso
que el de elegir entre hacer competencia al trabajo de los esclavos con
su propio trabajo manual (lo que se consideraba como deshonroso, bajo y,
por añadidura, no producía sino escaso provecho), o convertirse
en mendigos. En vista de las circunstancias, tomaron este último
partido; y como formaban la masa del pueblo, llevaron a la ruina todo el
Estado ateniense. No fue la democracia la que condujo a Atenas a la ruina,
como lo pretenden los pedantescos lacayos de los monarcas entre el profesorado
europeo, sino la esclavitud, que proscribía el trabajo del ciudadano
libre.
La formación del Estado entre los atenienses es un modelo
notablemente típico de la formación del Estado en general,
pues, por una parte, se realiza sin que intervengan violencias exteriores
o interiores (la usurpación de Pisístrato no dejó
en pos de sí la menor huella de su breve paso); por otra parte,
hace brotar directamente de la gens un Estado de una forma muy perfeccionada,
la república democrática; y, en último término,
porque conocemos suficientemente sus particularidades esenciales.
VI. La gens y el estado de Roma
Según la leyenda de la fundación de Roma, el primer asentamiento
en el territorio se efectuó por cierto número de gens latinas
(cien, dice la leyenda), reunidas formando una tribu. Pronto se unió
a ella una tribu sabelia, que se dice tenía cien gens, y, por último,
otra tribu compuesta de elementos diversos, que constaba asimismo de cien
gens. El relato entero deja ver que allí no había casi nada
formado espontáneamente, excepción hecha de la gens, y que,
en muchos casos, ésta misma sólo era una rama de la vieja
gens madre, que continuaba habitando en su antiguo territorio. Las tribus
llevan el sello de su composición artificial, aunque están
formadas, en su mayoría, de elementos consanguíneos y según
el modelo de la antigua tribu, cuya formación había sido
natural y no artificial; por cierto, no queda excluída la posibilidad
de que el núcleo de cada una de las tres tribus mencionadas pudiera
ser una auténtica tribu antigua. El eslabón intermedio, la
fratria, constaba de diez gens y se llamaba curia. Había treinta
curias.
Está reconocido que la gens romana era una institución
idéntica a la gens griega; si la gens griega es una forma más
desarrollada de aquella unidad social cuya forma primitiva observamos entre
los pieles rojas americanos, cabe decir lo mismo de la gens romana. Por
esta razón, podemos ser más breves en su análisis.
Por lo menos en los primeros tiempos de la ciudad, la gens romanta
tenía la constitución siguiente:
1. El derecho hereditario recíproco de los gentiles; los
bienes quedaban siempre dentro de la gens. Como el derecho paterno imperaba
ya en la gens romana, lo mismo que en la griega, estaban excluídos
de la herencia los descendientes por línea femenina. Según
la ley de las Doce Tablas -el monumento del Derecho romano más antiguo
que conocemos-, los hijos heredaban en primer término, en calidad
de herederos directos; de no haber hijos, heredaban los agnados (parientes
por línea masculina); y faltando éstos, los gentiles. Los
bienes no salían de la gens en ningún caso. Aquí vemos
la gradual introducción de disposiciones legales nuevas en las costumbres
de la gens, disposiciones engendradas por el acrecentamiento de la riqueza
y por la monogamia; el derecho hereditario, primitivamente igual entre
los miembros de una gens, limítase al principio (y en un período
muy temprano, como hemos dicho más arriba) a los agnados y, por
último, a los hijos y a sus descendientes por línea masculina.
En las Doce Tablas, como es natural, este orden parece invertido.
2. La posesión de un lugar de sepultura común. La
gens patricia Claudia, al emigrar de Regilo a Roma, recibió en la
ciudad misma, además del área de tierra que le fue señalada,
un lugar de sepultura común. Incluso en tiempos de Augusto, la cabeza
de Varo, muerto en la selva de Teutoburgo, fue llevada a Roma y enterrada
en el túmulo gentilicio; por tanto, su gens (la Quintilia) aún
tenía una sepultura particular.
3. Las solemnidades religiosas comunes. Estas llevaban el nombre
de "sacra gentilitia" y son bien conocidas.
4. La obligación de no casarse dentro de la gens. Aun cuando
esto no parece haberse transformado nunca en Roma en una ley escrita, sin
embargo, persistió la costumbre. Entre el inmenso número
de parejas conyugales romanas cuyos nombres han llegado hasta nosotros,
ni una sola tiene el mismo nombre gentilicio para el hombre y para la mujer.
Esta regla es ve también demostrada por el derecho hereditario.
La mujer pierde sus derechos agnaticios al casarse, sale fuera de su gens;
ni ella ni sus hijos pueden heredar de su padre o de los hermanos de éste,
puesto que de otro modo la gens paterna perdería esa parte de la
herencia. Esta regla no tiene sentido sino en el supuesto de que la mujer
no pueda casarse con ningún gentil suyo.
5. La posesión de la tierra en común. Esta existió
siempre en los tiempos primitivos, desde que se comenzó a repartir
el territorio de la tribu. En las tribus latinas encontramos el suelo poseído
parte por la tribu, parte por la gens, parte por casas que en aquella época
difícilmente podían ser aún familias individuales.
Se atribuye a Rómulo el primer reparto de tierra entre los individuos,
a razón de dos "jugera" (como una hectárea). Sin embargo,
más tarde encontramos aún tierra en manos de las gens, sin
hablar de las tierras del Estado, en torno a las cuales gira toda la historia
interior de la república.
6. La obligación de los miembros de la gens de prestarse
mutuamente socorro y asistencia. La historia escrita sólo nos ofrece
vestigio de esto; el Estado romano apareció en la escena desde el
principio como una fuerza tan preponderante, que se atribuyó el
derecho de protección contra las injurias. Cuando fue apresado Apio
Claudio, llevó luto toda su gens, hasta sus enemigos personales.
En tiempos de la segunda guerra púnica, las gens se asociaron para
rescatar a sus miembros hechos prisioneros; el Senado se lo prohibió.
7. El derecho de llevar el nombre de la gens. Se mantuvo hasta
los tiempos de los emperadores. Permitíase a los libertos tomar
el nombre de la gens de su antiguo señor, sin otorgarles, sin embargo,
los derechos de miembros de la misma.
8. El derecho a adoptar a extraños en la gens. Practicábase
por la adopción en una familia (como entre los indios), lo cual
traía consigo la admisión en la gens.
9. El derecho de elegir y deponer al jefe no se menciona en ninguna
parte. Pero como en los primeros tiempos de Roma todos los puestos, comenzando
por el rey, sólo se obtenían por elección o por aclamación,
y como los mismos sacerdotes de las curias eran elegidos por éstas,
podemos admitir que el mismo orden regía en cuanto a los jefes ("príncipes")
de las gens, aun cuando pudiera ser regla elegirlos de una misma familia.
Tales eran los derechos de una gens romana. Excepto el paso al
derecho paterno, realizado ya, son la imagen fiel de los derechos y deberes
de una gens iroquesa; también aquí "se reconoce al iroqués".
No pondremos más que un ejemplo de la confusión
que aún reina hoy en lo relativo a la organización de la
gens romana entre nuestros más famosos historiadores. En el trabajo
de Mommsen acerca de los nombres propios romanos de la época republicana
y de los tiempos de Augusto ("Investigaciones Romanas", Berlín 1864,
tomo I) se lee: "Aparte de los miembros masculinos de la familia, excluídos
naturalmente los esclavos, pero no los adoptados y los clientes, el nombre
gentilicio se concedía también a las mujeres... La tribu
("Stamm", como traduce Mommsen aquí la palabra gens) es... una comunidad
nacida de la comunidad de origen (real, o probable, o hasta ficticia),
mantenida en un haz compacto por fiestas religiosas, sepulturas y herencia
comunes y a la cual pueden y deben pertenecer todos los individuos personalmente
libres, y por tanto las mujeres también. Lo difícil es establecer
el nombre gentilicio de las mujeres casadas. Cierto es que esta dificultad
no existió mientras la mujer sólo pudo casarse con un miembro
de su gens; y es cosa probada que durante mucho tiempo les fue difícil
casarse fuera que dentro de la gens. En el siglo VI concedíase aún
como un privilegio especial y como una recompensa este derecho, el "gentis
enuptio". Pero cuando estos matrimonios fuera de la gens se producían,
la mujer, por lo visto, debía pasar, en los primeros tiempos, a
la tribu de su marido. Es indudable en absoluto que en el antiguo matrimonio
religioso la mujer entraba de lleno en la comunidad legal y religiosa de
su marido y se salía de la propia. Todo el mundo sabe que la mujer
casada pierde su derecho de herencia, tanto activo como pasivo, respecto
a los miembros de su gens, y entra en asociación de herencia con
su marido, con sus hijos y con los gentiles de éstos. Y si su marido
la adopta como a una hija y le da entrada en su familia, ¿cómo
puede ella quedar fuera de la gens de él?" (págs. 9 - 11).
Mommsen afirma, pues, que las mujeres romanas pertenecienets
a una gens no podían al principio casarse sino dentro de ésta
y que, por consiguiente, la gens romana fue endógama y no exógama.
Ese parecer, que está en contradicción con todo lo que sabemos
acerca de otros pueblos, se funda sobre todo, si no de una manera exclusiva,
en un solo pasaje (muy discutido) de Tito Livio (lib. XXXIX, cap. 19),
según el cual el Senado decidió en el año de Roma
568, o sea, el año 186 antes de nuestra era, lo siguiente: "uti
Feceniae Hispallae datio, deminutio, gentis enuptio, tutoris optio item
esset quasi ei vir testamento dedisset; utique ei ingenuo nubere liceret,
neu quid ei qui eam duxisset, ob id fraudi ignominiaeve esset"; es decir,
que Fecenia Hispalla sería libre de disponer de sus bienes, de disminuirlos,
de casarse fuera de la gens, de elegirse un tutor para ella como si su
(difunto) marido le hubiese concedido este derecho por testamento; así
como le sería lícito contraer nupcias con un hombre libre
(ingenuo), sin que hubiese fraude ni ignominia para quien se casase con
ella.
Es indudable que a Fenecia, una liberta, se le da aquí
el derecho de casarse fuera de la gens. Y es no menos evidente, por lo
que antecede, que el marido tenía derecho de permitir por testamento
a su mujer que se casase fuera de la gens, después de muerto él.
Pero, ¿fuera de qué gens?.
Si, como supone Mommsen, la mujer debía casarse en el seno
de su gens, quedaba en la misma gens después de su matrimonio. Pero,
ante todo, precisamente lo que hay que probar es esa pretendida endogamia
de la gens. En segundo lugar, si la mujer debía casarse dentro de
su gens, naturalmente tenía que acontecerle lo mismo al hombre,
puesto que sin eso no hubiera podido encontrar mujer. Y en ese caso venimos
a para en que el marido podía transmitir testamentariamente a su
mujer un derecho que él mismo no poseía para sí; es
decir, venimos a parar a un absurdo jurídico. Así lo comprende
también Mommsen, y supone entonces que "para el matrimonio fuera
de la gens se necesitaba, jurídicamente, no sólo el consentimiento
de la persona autorizada, sino además el de todos los miembros de
la gens" (pág. 10, nota). En primer lugar, esta es una suposición
muy atrevida; en segundo lugar, la contradice el texto mismo del pasaje
citado. En efecto, el Senado da este derecho a Fecenia en lugar de su marido;
le confiere expresamente lo mismo, ni más ni menos, que el marido
le hubiera podido conferir; pero el Senado da aquí a la mujer un
derecho absoluto, sin traba alguna, de suerte que si hace uso de él
no pueda sobrevenirle por ello ningún perjuicio a su nuevo marido.
El Senado hasta encarga a los cónsules y pretores presentes y futuros
que velen porque Fecenia no tenga que sufrir ningún agravio respecto
a ese particular. Así, pues, la hipótesis de Mommsen parece
inaceptable en absoluto.
Supongamos ahora que la mujer se casaba con un hombre de otra
gens, pero permanecía ella misma en su gens originaria. En ese caso,
según el pasaje citado, su marido hubiera tenido el derecho de permitir
a la mujer casarse fuera de la propia gens de ésta; es decir, hubiera
tenido el derecho de tomar disposiciones en asuntos de una gens a la cual
él no pertenecía. Es tan absurda la cosa, que no se puede
perder el tiempo en hablar una palabra más acerca de ello.
No queda, pues, sino la siguiente hipótesis: la mujer se
casaba en primeras nupcias con un hombre de otra gens, y por efecto de
este enlace matrimonial pasaba incondicionalmente a la gens del marido,
como lo admite Mommsen en casos de esta especie. Entonces, todo el asunto
se explica inmediatamente. La mujer, arrancada de su propia gens por el
matrimonio y adoptada en la gens de su marido, tiene en ésta una
situación muy particular. Es en verdad miembro de la gens, pero
no está enlazada con ella por ningún vínculo consanguíneo;
el propio carácter de su adopción la exime de toda prohibición
de casarse dentro de la gens donde ha entrado precisamente por el matrimonio;
además, admitida en el grupo matrimonial de la gens, hereda cuando
su marido muere los bienes de éste, es decir, los bienes de un miembro
de la gens. ¿Hay, pues, algo más natural que, para conservar
en la gens estos bienes, la viuda esté obligada a casarse con un
gentil de su primer marido, y no con una persona de otra gens?. Y si tiene
que hacerse una excepción, ¿quién es tan competente
para autorizarla como el mismo que le legó esos bienes, su primer
marido?. En el momento en que le cede una parte de sus bienes, y al mismo
tiempo permite que la lleve por matrimonio o a consecuencia del matrimonio
a una gens extraña, esos bienes aún le pertenecen; por tanto,
sólo dispone, literalmente, de una propiedad suya. En lo que atañe
a la mujer misma y a su situación respecto a la gens de su marido,
éste fue quien la introdujo en esa gens por un acto de su libre
voluntad, el matrimonio; parece, pues, igualmente natural que él
sea la persona más apropiada para autorizarla a salir de esa gens,
por medio de segundas nupcias. En resumen, la cosa parece sencilla y comprensible
en cuanto abandonamos la extravagante idea de la endogamia de la gens romana
y la consideramos, con Morgan, como originariamente exógama.
Aún queda la última hipótesis -que también
ha encontrado defensores, y no los menos numerosos-, según la cual
el pasaje de Tito Livio significa simplemente que "las jóvenes manumitidas
("libertae") no podían, sin autorización especial, 'e gente
enubere' (casarse fuera de la gens) o realizar ningún acto que,
en virtud de la 'capitis deminutio minima', ocasionase la salida de la
liberta de la unión gentilicia" (Lange, "Antigüedades romanas",
Berlín 1856, tomo I, pág. 195, donde se hace referencia a
Huschke respecto a nuestro pasaje de Tito Livio). Si esta hipótesis
es atinada, el pasaje citado no tiene nada que ver con las romanas libres,
y entonces hay mucho menos fundamento para hablar de su obligación
de casarse dentro de la gens.
La expresión "enuptio gentis" sólo se encuentra
en este pasaje y no se repite en toda la literatura romana; la palabra
"enubere" (casarse fuera) no se encuentra más que tres veces, igualmente
en Tito Livio y sin que se refiera a la gens. La idea fantástica
de que las romanas no podían casarse sino dentro de la gens debe
su existencia exclusivamente a ese pasaje. Pero no puede sostenerse de
ninguna manera, porque, o la frase de Tito Livio sólo se aplica
a restricciones especiales respecto a las libertas, y entonces no prueba
nada relativo a las mujeres libres (ingenuae), o se aplica igualmente a
estas últimas, y entonces prueba que como regla general la mujer
se casaba fuera de su gens y por las nupcias pasaba a la gens del marido.
Por tanto, ese pasaje se pronuncia contra Mommsen y a favor de Morgan.
Casi cerca de trescientos años después de la fundación
de Roma, los lazos gentiles eran tan fuertes, que una gens patricia, la
de los Fabios, pudo emprender por su propia cuenta, y con el consentimiento
del senado, una expedición contra la próxima ciudad de Veies.
Se dice que salieron a campaña trescientos seis Fabios, y todos
ellos fueron muertos en una emboscada; sólo un joven, que se quedó
rezagado, perpetuó la gens.
Según hemos dicho, diez gens formaban una fratria, que
se llamaba allí curia y tenía atribuciones públicas
más importantes que la fratria griega. Cada curia tenía sus
prácticas religiosas, sus santuarios y sus sacerdotes particulares;
estos últimos formaban, juntos, uno de los colegios de sacerdotes
romanos. Diez curias constituían una tribu, que en su origen debió
de tener, como el resto de las tribus latinas, un jefe electivo, general
del ejército y gran sacerdote. El conjunto de las tres tribus, formaba
el pueblo romano, el "populus romanus".
Así, pues, nadie podía pertenecer al pueblo romano
si no era miembro de una gens y, por tanto, de una curia y de una tribu.
La primera constitución de este pueblo fue la siguiente. La gestión
de los negocios públicos era, en primer lugar, competencia de un
Senado, que, como lo comprendió Niebuhr antes que nadie, se componía
de los jefes de las trescientas gens; precisamente, por su calidad de jefes
de las gens llamáronse padres ("patres") y su conjunto, Senado (consejo
de los ancianos, de "senex", viejo). La elección habitual del jefe
de cada gens en las mismas familias creó también aquí
la primera nobleza gentilicia. Estas familias se llamaban patricias y pretendían
al derecho exclusivo de entrar en el Senado y al de ocupar todos los demás
oficios públicos. El hecho de que con el tiempo el pueblo se dejase
imponer esas pretensiones y el que éstas se transformaran en un
derecho positivo, lo explica a su modo la leyenda, diciendo que Rómulo
había concedido desde el principio a los senadores y a sus descendientes
el patriciado con sus privilegios. El senado, como la "bulê" ateniense,
decidía en muchos asuntos y procedía a la discusión
preliminar de los más importantes, sobre todo de las leyes nuevas.
Estas eran votadas por la asamblea del pueblo, llamada "comitia curiata"
(comicios de las curias). El pueblo se congregaba agrupado por curias,
y verosimilmente en cada curia por gens. Cada una de las treinta curias
tenía un voto. Los comicios de las curias aprobaban o rechazaban
todas las leyes, elegían todos los altos funcionarios, incluso el
"rex" (el pretendido rey), declaraban la guerra (pero el Senado firmaba
la paz), y en calidad de tribunal supremo decidían, siempre que
las partes apelasen, en todos los casos en que se trataba de pronunciar
sentencia de muerte contra un ciudadano romano. Por último, junto
al Senado y a la Asamblea del pueblo, estaba el "rex", que era exactamente
lo mismo que el "basileus" griego, y de ninguna manera un monarca casi
absoluto, tal como nos lo presenta Mommsen. El "rex" era también
jefe militar, gran sacerdote y presidente de ciertos tribunales. No tenía
derechos o poderes civiles de ninguna especie sobre la vida, la libertad
y la propiedad de los ciudadanos, en tanto que esos derechos no dimanaban
del poder disciplinario del jefe militar o del poder judicial ejecutivo
del presidente del tribunal. Las funciones de "rex" no eran hereditarias;
por el contrario, y probablemente a propuesta de su predecesor, era elegido
primero por los los comicios de las curias y después investido solemnemente
en otra reunión de las mismas. Que también podía ser
depuesto, lo prueba la suerte que cupo a Tarquino el Soberbio.
Lo mismo que los griegos de la época heroica, los romanos
del tiempo de los sedicentes reyes vivían, pues, en una democracia
militar basada en las gens, las fratrias y las tribus y nacida de ellas.
Si bien es cierto que las curias y tribus fueron, en parte, formadas artificialmente,
no por eso dejaban de hallarse constituidas con arreglo a los modelos genuinos
y plasmadas naturalmente de la sociedad de la cual habían salido
y que aún las envolvía por todas partes. Es cierto también
que la nobleza patricia, surgida naturalmente, había ganado ya terreno
y que los "reges" trataban de extender poco a poco sus atribuciones pero
esto no cambiaa en nada el carácter inicial de la constitución,
y esto es lo más importante.
Entretanto, la población de la ciudad de Roma y del territorio
romano ensanchado por la conquista fue acrecentándose, parte por
la inmigración, parte por medio de los habitantes de las regiones
sometidas, en su mayoría latinos. Todos estos nuevos súbditos
del Estado (dejemos a un lado aquí la cuestión de los "clientes")
vivían fuera de las antiguas gens, curias y tribus y, por tanto,
no formaban parte del "populus romanus", del pueblo romano propiamente
dicho. Eran personalmente libres, podían poseer tierras, estaban
obligados a pagar el impuesto y hallábanse sujetos al servicio militar.
Pero no podían ejercer niguna función pública no tomar
parte en los comicios de las curias ni en el reparto de las tierras conquistadas
por el Estado. Formaban la plebe, excluída de todos los derechos
públicos. Por su constante aumento del número, por su instrucción
militar y su armamento, se conviertieron en una fuerza amenazadora frente
al antiguo "populus", ahora herméticamente cerrado a todo incremento
de origen exterior. Agréguese a esto que la tierra estaba, al parecer,
distribuída con bastante igualdad entre el "pópulus" y la
plebe, al paso que la riqueza comercial e industrial, aun cuando poco desarrollada,
pertenecía en su mayor parte a la plebe.
Dadas las tinieblas que envuelven la historia legendaria de Roma
-tinieblas espesadas por los ensayos racionalistas y pragmáticos
de interpretación y las narraciones más recientes debidas
a escritores de educación jurídica, que nos sirven de fuentes-
es imposible decir nada concreto acerca de la fecha, del curso o de las
circunstancias de la revolución que acabó con la antigua
constitución de la gens. Lo único que se sabe de cierto es
que su causa estuvo en las luchas entre la plebe y el "populus".
La nueva Constitución, atribuida al "rex" Servio Tulio
y que se apoyaba en modelos griegos, principalmente en la de Solón,
creó una nueva asamblea del pueblo, que comprendía o excluía
indistintamente a los individuos del "populus" y de la plebe, según
prestaran o no servicios militares. Toda la población masculina
sujeta al servicio militar quedó dividida en seis clases, con arreglo
a su fortuna. Los bienes mínimos de las cinco clases superiores
eran para la I de 100.000 ases; para la II de 75.000; para la III de 50.000;
para la IV de 25.000 y para la V de 11.000, sumas que, según Dureau
de la Malle, corresponden respectivamente a 14.000, 10.500, 7000, 3.600
y 1.570 marcos. La sexta clase, los proletarios, componíase de los
más pobres, exentos del servicio militar y de impuestos. En la nueva
asamblea popular de los comicios de las centurias ("comitia centuriata")
los ciudadanos formaban militarmente, por compañías de cien
hombres, y cada centuria tenía un voto. La 1ª clase daba 80
centurias; la 2ª, 22; la 3ª, 20; la 4ª, 22; la 5ª,
30 y la 6ª, por mera fórmula, una. Además, los caballeros
(los ciudadanos más ricos) formaban 18 centurias. En total, las
centurias eran 193. Para obtener la mayoría requeríase 97
votos, como los caballeros y la 1ª clase disponían juntos de
98 votos, tenían asegurada la mayoría; cuando iban de común
acuerdo, ni siquiera se consultaba a las otras clases y se tomaba sin ellas
la resolución definitiva.
Todos los derechos políticos de la anterior asamblea de
las curias (excepto algunos puramente nominales) pasaron ahora a la nueva
asamblea de las centurias; como en Atenas, las curias y las gens que las
componían se vieron rebajadas a la posición de simples asociaciones
privadas y religiosas, y como tales vegetaron aún mucho tiempo,
mientras que la asamblea de las curias no tardó en pasar a mejor
vida. Para excluir igualmente del Estado a las tres antiguas tribus gentilicias,
se crearon cuatro tribus territoriales. Cada una de ellas residía
en un distrito de la ciudad y tenía determinados derechos políticos.
Así fue destruido en Roma, antes de que se suprimiera el
cargo de "rex", el antiguo orden social, fundado en vínculos de
sangre. Su lugar lo ocupó una nueva constitución, una auténtica
constitución de Estado, basada en la división territorial
y en las diferencias de fortuna. La fuerza pública consistía
aquí en el conjunto de ciudadanos sujetos al servicio militar y
no sólo se oponía a los esclavos, sino también a la
clase llamada proletaria, excluída del servicio militar y privada
del derecho a llevar armas.
En el marco de esta nueva constitución -a cuyo desarrollo
sólo dieron mayor impulso la expulsión del último
"rex", Tarquino el Soberbio, que usurpaba un verdadero poder real, y su
remplazo por dos jefes militares (cónsules) con iguales poderes
(como entre los iroqueses)- se mueve toda la historia de la república
romana, con sus luchas entre patricios y plebeyos por el acceso a los empleos
públicos y por el reparto de las tierras del Estado y con la disolución
completa de la nobleza patricia en la nueva clase de los grandes propietarios
territoriales y de los hombres adinerados, que absorbieron poco a poco
toda la propiedad rústica de los campesinos arruinados por el servicio
militar, cultivaban por medio de esclavos los inmensos latifundios así
formados, despoblaron Italia y, con ello, abrieron las puertas no sólo
al imperio, sino también a sus sucesores, los bárbaros germanos.
VII. La gens entre los celtas y entre los germanos
Por falta de espacio no podremos estudiar las instituciones gentilicias
que aún existen bajo una forma más o menos pura en los pueblos
salvajes y bárbaros más diversos ni seguir sus vestigios
en la historia primitiva de los pueblos asiáticos civilizados. Unas
y otros encuéntranse por todas partes. Bastarán algunos ejemplos.
Aún antes de que se conociese bien la gens, MacLennan, el hombre
que más se ha afanado por comprenderla mal, indició y describió
con suma exactitud su existencia entre los kalmucos, los cherkeses, los
samoyedos, y en tres pueblos de la India: los waralis, los magares y los
munnipuris. Más recientemente, Máximo Kovalevski la ha descubierto
y descrito entre los pschavos, los jensuros, los svanetos y otras tribus
del Cáucaso. Aquí nos limitaremos a unas breves notas acerca
de la gens entre los celtas y entre los germanos.
Las más antiguas leyes célticas que han llegado
hasta nosotros nos muestran aún en pleno vigor la gens; en Irlanda
sobrevive hasta nuestros días en la conciencia popular, por lo menos
instintivamente, desde que los ingleses la destruyeron por la violencia;
en Escocia estaba aún en pleno florecimiento a mediados del siglo
XVIII, y sólo sucumbió allí por las armas, las leyes
y los tribunales de Inglaterra.
Las leyes del antiguo País de Gales, que fueron escritas
varios siglos antes de la conquista inglesa (lo más tarde, el siglo
XI), aún muestran el cultivo de la tierra en común por aldeas
enteras, aunque sólo fuese como una excepción y como el vestigio
de una costumbre anterior generalmente extendida; cada familia tenía
cinco acres de tierra para su cultivo particular; aparte de esto, se cultivaba
el campo en común y su cosecha era repartida. La semejanza entre
Irlanda y Escocia no permite dudar que esas comunidades rurales eran gens
o fracciones de gens, aun cuando no lo probase de un modo directo un estudio
nuevo de las leyes gaélicas, para el cual me falta tiempo (hice
mis notas en 1869). Pero lo que prueban de una manera directa los documentos
gaélicos e irlandeses es que en el siglo XI el matrimonio sindiásmico
no había sido sustituido aún del todo entre los celtas por
la monogamia. En el País de Gales, un matrimonio no se consolidaba,
o más bien no se hacía indisoluble sino al cabo de siete
años de convivencia. Si sólo faltaban tres noches para cumplirse
los siete años, los esposos podían separarse. Entonces se
repartían los bienes: la mujer hacía las partes y el hombre
elegía la suya. Repartíanse los muebles siguiendo ciertas
reglas muy humorísticas. Si era el hombre quien rompía, tenía
que devolver a la mujer su dote y alguna cosa más; si era la mujer,
esta recibía menos. De los hijos, dos correspondían al hombre,
y uno, el mediano, a la mujer. Si después de la separación
la mujer tomaba otro marido y el primero quería llevarsela otra
vez, estaba obligada a seguir a éste, aunque tuviese ya un pie en
el nuevo tálamo conyugal. Pero si dos personas vivían juntas
durante siete años, eran marido y mujer aun sin previo matrimonio
formal. No se guardaba ni se exigía con rigor la castidad de las
jóvenes antes del matrimonio; las reglas respecto a este particular
son en extremo frívolas y no corresponden a la moral burguesa. Si
una mujer cometía adulterio, el marido tenía el derecho de
pegarle (éste era uno de los tres casos en que le era lícito
hacerlo; en los demás, incurría en una pena), pero no podía
exigir ninguna otra satisfacción, porque "para una misma falta puede
haber expiación o venganza, pero no las dos cosas a la vez". Los
motivos por los cuales podía la mujer reclamar el divorcio sin perder
ninguno de sus derechos en el momento de la separación, eran muchos
y muy diversos: bastaba que al marido le oliese mal el aliento. El rescate
por el derecho de la primera noche ("gobr merch" y de ahí el nombre
"marcheta", en francés "marchette", en la Edad Media), pagadero
al jefe de la tribu o rey, representa un gran papel en el Código.
Las mujeres tenían voto en las asambleas del pueblo. Añadamos
que en Irlanda existían análogas condiciones; que también
estaban muy en uso los matrimonios temporales, y que en caso de separación
se concedían a la mujer grandes privilegios, determinados con exactitud,
incluso una remuneración en pago de sus servicios domésticos;
que allí se encuentra una "primera mujer" junto a otras mujeres;
que en las particiones de herencia no se hace distinción entre los
hijos legítimos y los hijos naturales, y tendremos así una
imagen del matrimonio por parejas en comparación con el cual parece
severa la forma de matrimonio por usada en América del Norte, pero
que no debe asombrar en el siglo XI en un pueblo que aún tenía
el matrimonio por grupos en tiempos de César.
La gens irlandesa ("sept"; la tribu se llama "clainne" o clan)
no sólo está confirmada y descrita por los libros antiguos
de Derecho, sino también por los jurisconsultos ingleses que fueron
enviados en el siglo XVII a ese país, para transformar el territorio
de los clanes en dominios del rey de Inglaterra. El suelo había
seguido siendo propiedad común del clan o de la gens hasta entonces,
siempre que no hubiera sido transformado ya por los jefes en dominios privados
suyos. Cuando moría un miembro de la gens y, por consiguiente, se
disolvía una hacienda, el jefe (los jurisconsultos ingleses lo llamaban
"caput cognationis"), hacía un nuevo reparto de todo el territorio
entre los demás hogares. En general, este reparto debía de
hacerse siguiendo las reglas usuales en Alemania. Todavía se encuentran
algunas aldeas -hace cuarenta o cincuenta años eran numerosísimas-
cuyos campos son distribuídos según el sistema denominado
"rundale". Los campesinos, colonos individuales del suelo en otro tiempo
propiedad común de la gens y robado después por el conquistador
inglés, pagan cada uno de ellos el arrendamiento, pero reunen todas
las parcelas de tierra de labor o prados, las dividen según su emplazamiento
y su calidad en "gewanne" (como dicen en las márgenes del Mosela)
y dan a cada uno su parte en cada "gewanne". Los pantanos y los pastos
son de aprovechamiento común. Hace cincuenta años nada más,
renovábase el reparto de tiempo en tiempo, en algunos lugares anualmente.
El plano catastral del territorio de uan aldea "rundale" tiene enteramente
el mismo aspecto que una comunidad de hogares campesinos (Gehöfersschaft)
de orillas del Mosela o del Hochwald. La gens sobrevive también
en las "factions". Los campesinos irlandeses divídense a menudo
en bandos que se diría fundados en triquiñuelas absurdas.
Estos bandos son incomprensibles para los ingleses y parecen tener por
único objeto el popular deporte de tundirse mutuamente con toda
solemnidad. Son reviviscencias artificiales, compensaciones póstumas
para la gens desmembrada, que manifiestan a su modo cómo perdura
el instinto gentilicio hereditario. En muchas comarcas los gentiles viven
en su antiguo territorio; así, hacia 1830, la gran mayoría
de los habitantes del condado de Monaghan sólo tenía cuatro
apellidos, es decir, descendía de cuatro gens o clanes.
En Escocia, la ruina del orden gentilicio data de la época
en que fue reprimida la insurrección de 1745. Falta investigar qué
eslabón de este orden representa en especial el clan escocés;
pero es indudable que es un eslabón. En las novelas de Walter Scott
revive ante nuestra vista ese antiguo clan de la Alta Escocia. Dice Morgan:
"Es un ejemplar perfecto de la gens en su organización, y en su
espíritu, un asombroso ejemplo del poderío de la vida de
la gens sobre sus miembros. En sus disensiones y en sus venganzas de sangre,
en el reparto del territorio por clanes, en la explotación común
del suelo, en la fidelidad a su jefe y entre sí de los miembros
del clan, volvemos a encontrar los rasgos característicos de la
sociedad fundada en la gens... La filiación seguía el derecho
paterno, de tal suerte que los hijos de los hombres permanecían
en sus clanes, mientras que los de las mujeres pasaban a los clanes de
sus padres". Pero prueba la existencia anterior del derecho materno en
Escocia el hecho de que en la familia real de los Pictos, según
Beda, era válida la herencia por línea femenina. También
se conservó entre los escoceses hasta la Edad Media, lo mismo que
entre los habitantes del País de Gales, un vestigio de la familia
punalúa, el derecho de la primera noche, que el jefe del clan o
el rey podía ejercer con toda recién casada el día
de la boda, en calidad de último representante de los maridos comunes
de antaño, si no se había redimido la mujer por el rescate.
* * *
Es un hecho indiscutible que, hasta la emigración de los
pueblos, los germanos estuvieron organizados en gens. Es evidente que no
ocuparon el territorio situado entre el Danubio, el Rin, el Vístula
y los mares del Norte hasta pocos siglos antes de nuestra era; los cimbrios
y los teutones estaban aún en plena emigración, y los suevos
no se establecieron en lugares fijos hasta los tiempos de César.
Este dice de ellos, con términos expresos, que estaban establecidos
por gens y por estirpes ("gentibus cognationibusque"), y en boca de un
romano de la gens Julia, esta expresión de "gentibus" tiene un significado
bien definido e indiscutible. Esto se refería a todos los germanos;
incluso en las provincias romanas conquistadas se establecieron por gens.
Consta en el "Derecho Consuetudinario Alamanno" que el pueblo se estableció
en los territorios conquistados al sur del Danubio por gens ("genealogiae");
la palabra genealogía se emplea exactamente en el mismo sentido
que lo fueron más tarde las expresiones "Marca" o "Dorfgenossenschaft".
Kovalevski ha emitido recientemente la opinión de que esas "genealogiae"
no serían otra cosa sino grandes comunidades domésticas entre
las cuales se repartía el suelo y de las que más adelante
nacerían las comunidades rurales. Lo mismo puede decirse respecto
a la "fara", expresión con la cual los burgundos y los longobardos
-un pueblo de origen gótico y otro de origen herminónico
o altoalemán- designaban poco más o menos, si no con exactitud,
lo mismo que se llamaba "genealogía" en el "Derecho Consuetudinario
Alamanno". Debe aún ser investigado qué encontramos aquí,
si una gens o una comunidad doméstica.
Los monumentos filológicos no resuelven nuestras dudas
acerca de si a la gens se le daba entre todos los germanos la misma denominación
y cuál era ésta. Etimológicamente, al griego "genos"
y al latín "gens" corresponden el gótico "kuni" y el medioalto-alemán
"künne", que se emplea en el mismo sentido. Lo que nos recuerda los
tiempos del derecho materno es que el sustantivo mujer deriva de la misma
raíz: en griego "gyne", en eslavo "zhená", en gótico
"quino", en antiguo noruego, "kona", "kuna". Según hemos dicho,
entre los burgundos y los longobardos encontramos la palabra "fara", que
Grimm hace derivar de la raíz hipotética "fisan" (engendarar).
Yo preferiría hacerla derivar de una manera evidente de "faran"
(marchar, viajar, volver), para designar una fracción compacta de
una masa nómada, fracción formada, como es natural, por parientes;
esta designación, en el transcurso de varios siglos de emigrar primero
al Este, después al Oeste, pudo terminar por ser aplicada, poco
a poco, a la propia gens. Luego, tenemos el gótico "sibja", el anglosajón
"sib", el antiguo altoalemán "sippia", "sippa", estirpe ("sippe").
El escandinavo no nos da más que el plural "sifjar" (los parientes):
el singular no existe sino como nombre de una diosa, Sif. Y, en fin, aún
hallamos otra expresión en el "Canto de Hildebrando", donde éste
pregunta a Hadubrando: "¿Quién es tu padre entre los hombres
del pueblo... o de qué gens eres tú?". ("Eddo huêlihhes
c n u o s l e s du sís"). Si ha existido un nombre general
germano de la gens, ha debido de ser en gótico "kuni"; vienen en
apoyo de esta opinión, no sólo la identidad con las expresiones
correspondientes de las lenguas del mismo origen, sino también la
circunstancia de que de "kuni" se deriva "kuning" (rey), que significaba
primitivamente jefe de gens o de tribu. "Sibja" (estirpe) puede, al parecer,
dejarse a un lado; y "sifjar", en escandinavo, no sólo significa
parientes consanguíneos, sino también afinidad, por tanto,
comprende por lo menos a los miembros de dos gens: luego tampoco "sif"
es la palabra sinónima de gens.
Tanto entre los germanos como entre los mexicanos y los griegos,
el orden de batalla, trátese del escuadrón de caballería
o de la columna de infantería en forma de cuña, estaba constituído
por corporaciones gentilicias. Cuando Tácito dice por familias y
estirpes, esta expresión vaga se explica por el hecho de que en
su época hacía mucho tiempo que la gens había dejado
de ser en Roma una asociación viviente.
Un pasaje decisivo de Tácito es aquél donde dice
que el hermano de la madre considera a su sobrino como si fuese hijo suyo;
algunos hay que hasta tienen por más estrecho y sagrado el vínculo
de la sangre entre tío materno y sobrino, que entre padre e hijo,
de suerte que cuando se exigen rehenes, el hijo de la hermana se considera
como una garantía mucho más grande que el propio hijo de
aquel a quien se quiere ligar. He aquí una reliquia viva de la gens
organizada con arreglo al derecho materno, es decir, primitiva, y que hasta
caracteriza muy en particular a los germanos. Cuando los miembros de una
gens de esta especie daban a su propio hijo en prenda de una promesa solemne,
y cuando este hijo era víctima de la violación del tratado
por su padre, éste no tenía que dar cuenta a su madre sino
a sí mismo. Pero si el sacrificado era el hijo de una hermana, esto
constituía una violación del más sagrado derecho de
la gens; el pariente gentil más próximo, a quien incumbía
antes que a todos los demás la protección del niño
o del joven, erea considerado como el culpable de su muerte; bien no debía
entregarlos en rehenes, o bien debía observar lo tratado. Si no
encontrásemos ninguna otra huella de la gens entre los germanos,
este único pasaje nos bastaría.
Aún más decisivo, por ser unos ochocientos años
posterior, es un pasaje de la "Völuspâ", antiguo canto escandinavo
acerca del ocaso de los dioses y el fin del mundo. En esta "Visión
de la profetisa", en la que hay entrelazados elementos cristianos, según
está demostrado hoy por Bang y Bugge, se dice al describir los tiempos
depravados y de corrupción general, preludio de la gran catástrofe:
"Boedhr munu berjask
munu systrungar
ok at bönum verdask,
sifjum spilla".
"Los hermanos se harán la guerra y se convertirán
en asesinos unos de otros; hijos de hermanas romperán sus lazos
de estirpe". Systrungr quiere decir el hijo de la hermana de la madre;
y que esos hijos de hermanas reniegen entre sí de su parentesco
consanguíneo, lo considera el poeta como un crimen mayor que el
propio fratricidio. La agravación del crimen la expresa la palabra
"systrungar", que subraya el parentesco por línea materna; si en
lugar de esa palabra estuviese "syskinabörn" (hijos de hermanos y
hermanas) o "syskinasynir" (hijos varones de hermanos y hermanas), la segunda
línea del texto citado no encarecería la primera, sino que
la atenuaría. Así, pues, hasta en los tiempos de los vikingos,
en que apareció la "Völuspâ", el recuerdo del matriarcado
no había desaparecido aún en Escandinavia.
Por lo demás, ya en los tiempos de Tácito, entre
los germanos (por lo menos entre los que él conoció de cerca)
el derecho materno había sido remplazado por el derecho paterno;
los hijos heredaban al padre; a falta de ellos sucedían los hermanos
y los tíos por ambas líneas, paterna y materna. La admisión
del hermano de la madre a la herencia se halla vinculada al mantenimiento
de la costumbre que acabamos de recordar y prueba también cuán
reciente era aún entre los germanos el derecho paterno. Encuéntranse
también huellas del derecho materno a mediados de la Edad Media.
Según parece, en aquella época no había gran confianza
en la paternidad, sobre todo entre los siervos; por eso, cuando un señor
feudal reclamaba a una ciudad algún siervo suyo prófugo,
necesitábase -en Augsburgo, en Basilea y en Kaiserslautern, por
ejemplo-, que la calidad de siervo del perseguido fuese afirmada bajo juramento
por seis de sus más próximos parientes consanguíneos,
todos ellos por línea materna (Maurer, "El régimen de las
ciudades", I pág. 381).
Otro resto del matriarcado agonizante era el respeto, casi incomprensible
para los romanos, que los germanos profesaban al sexo femenino. Las doncellas
jóvenes de las familias nobles eran conceptuadas como los rehenes
más seguros en los tratos con los germanos. La idea de que sus mujeres
y sus hijas podían quedar cautivas o ser esclavas, resultaba terrible
para ellos y era lo que más excitaba su valor en las batallas. Consideraban
a la mujer como profética y sagrada y prestaban oído a sus
consejos hasta en los asuntos más importantes. Así, Veleda,
la sacerdotisa bructera de las márgenes del Lippe, fue el alma de
la insurrección bátava en la cual Civilis, a la cabeza de
los germanos y de los belgas, hizo vacilar toda la dominación romana
en las Galias. La autoridad de la mujer parece indiscutible en la casa;
verdad es que todos los quehaceres tienen que desempeñarlos ella,
los ancianos y los niños, mientras el hombre en edad viril caza,
bebe o no hace nada. Así lo dice Tácito; pero como no dice
quién labraba la tierra y declara expresamente que los esclavos
no hacían sino pagar un tributo, pero sin efectuar ninguna prestación
personal, por lo visto eran los hombres adultos quienes realizaban el poco
trabajo que exigía el cultivo del suelo.
Según hemos visto más arriba, la forma de matrimonio
era la sindiásmica, cada vez más aproximada a la monogamia.
No era aún la monogamia estricta, puesto que a los grandes se les
permitía la poligamia. En general, cuidábase con rigor de
la castidad en las jóvenes (lo contrario de lo que pasaba entre
los celtas), y Tácito se expresa también con particular calor
acerca de la indisolubilidad del vínculo conyugal entre los germanos.
No indica más que el adulterio de la mujer como motivo de divorcio.
Pero su relato tiene aquí muchas lagunas; además, es en exceso
evidente que sirve como un espejo de la virtud para los corrompidos romanos.
Lo que hay de cierto es que si los germanos fueron en sus bosques esos
excepcionales caballeros de la virtud, necesitaron poquísimo contacto
con el exterior para ponerse al nivel del resto de la humanidad europea;
en medio del mundo romano, el último vestigio de la rigidez de costumbres
desapareció con mucha más rapidez aún que la lengua
germana. Basta con leer a Gregorio de Tours. Claro está que en las
selvas vírgenes de Germania no podían reinar como en Roma
excesos refinados en los placeres sensuales; por tanto, en este orden de
ideas, aún les quedan a los germanos bastantes ventajas sobre la
sociedad romana, sin que les atribuyamos en las cosas de la carne una continencia
que nunca ni en ningún pueblo ha existido como regla general.
La constitución de la gens dio origen a la obligación
de heredar las enemistades del padre o de los parientes, lo mismo que sus
amistades; otro tanto puede decirse de la "compensación" en vez
de la venganza de sangre por homicidio o daño corporal. Esta compensación
("Wergeld"), que apenas hace una generación se consideraba como
una institución particular de Germania, se encuentra hoy en centenares
de pueblos como una forma atenuada de la venganza de sangre propia de la
gens. La encontramos también entre los indios de América,
al mismo tiempo que la oligación de la hospitalidad; la descripción
hecha por Tácito ("Costumbres de los germanos", cap. 21) de la manera
cómo ejercían la hospitalidad, coincide hasta en sus detalles
con la dada por Morgan respecto a los indios.
Hoy pertenecen al pasado las acaloradas e interminables discusiones
acerca de si los germanos de Tácito habían repartido definitivamente
las tierras de labor, y sobre cómo debían interpretarse los
pasajes relativos a este punto. Desde que se ha demostrado que en casi
todos los pueblos ha existido el cultivo común de la tierra por
la gens y más adelante por las comuidades familiares comunistas
-cosa que César observó ya entre los suevos-, así
como la posterior distribución de la tierra a familias individuales,
con nuevos repartos periódicos; desde que está probado que
la redistribución periódica de la tierra se ha conservado
en ciertas comarcas de Alemania hasta nuestros días, huelga gastar
más palabras sobre el particular. Si desde el cultivo de la tierra
en común, tal como César lo describe expresamente hablando
de los suevos (no hay entre ellos, dice, ninguna especie de campos divididos
o particulares), han pasado los germanos, en los ciento cincuenta años
que separan esa época de la de Tácito, al cultivo individual
con reparto anual del suelo, esto constituye, sin duda, un progreso suficiente;
el paso de ese estadio a la plena propiedad privada del suelo, en ese breve
intervalo y sin ninguna intervención extraña, supone sencillamente
una imposibilidad. No leo, pues, en Tácito sino lo que dice en pocas
palabras: Cambian (o reparten de nuevo) cada año la tierra cultivada,
y además quedan bastantes tierras comunes. Esta es la etapa de la
agricultura y de la apropiación del suelo que corresponde con exactitud
a la gens contemporánea de los germanos.
Dejo sin cambiar nada el párrafo anterior, tal como se
encuentra en las otras ediciones. En el intervalo, el asunto ha tomado
otro sesgo. Desde que Kovalevski ha demostrado (véase pág.
44
La anterior nota corresponde a la redacción
de la edición española impresa por AKAL de referencia: Marx/Engels:
Obras escogidas. II. AKAL74. Por supuesto, en caso de futuras ediciones
propias hay que tener en cuenta la variable de formato de edición
y colocar la correcta página. (Nota del mecanógrafo).
) la existencia muy difundida, dado que no sea general, de la comunidad
doméstica patriarcal como estadio intermedio entre la familia comunista
matriarcal y la familia individual moderna, ya no se plantea, como desde
Maurer hasta Waitz, si la propiedad del suelo era común o privada;
lo que hoy se plantea es qué forma tenía la propiedad colectiva.
No cabe duda de que entre los suevos existía en tiempos de César,
no sólo la propiedad colectiva, sino también el cultivo en
común por cuenta común. Aún se discutirá por
largo tiempo si la unidad económica era la gens, o la comunidad
doméstica, o un grupo consanguíneo comunista intermedio entre
ambas, o si existieron simultáneamente estos tres grupos, según
las condiciones del suelo. Pero Kovalevski afirma que la situación
descrita por Tácito no suponía la marca o la comunidad rural,
sino la comunidad doméstica; sólo de esta última es
de quien, a juicio suyo, había de salir, más adelante, a
consecuencia del incremento de la población, la comunidad rural.
Según este punto de vista, los asentamientos de los germanos
en el territorio ocupado por ellos en tiempo de los romanos, como en el
que más adelante les quitaron a éstos, no consistían
en poblaciones, sino en grandes comunidades familiares que comprendían
muchas generaciones, cultivaban una extensión de terreno correspondiente
al número de sus miembros y utilizaban con sus vecinos, como marca
común, las tierras de alrededor que seguían incultas. Por
tanto, el pasaje de Tácito relativo a los cambios del suelo cultivado
debería tomarse de hecho en el sentido agronómico, en el
sentido de que la comunidad roturaba cada año cierta extensión
de tierra y dejaba en barbecho o hasta completamente baldías las
tierras cultivadas el año anterior. Dada la poca densidad de la
población, siempre había posesión del suelo. Y la
comunidad sólo debió de disolverse siglos después,
cuando el número de sus miembros tomó tal incremento, que
ya no fue posible el trabajo común en las condiciones de producción
de la época; los campos y los prados, hasta entonces comunes, debieron
de dividirse del modo acostumbrado entre las familias individuales que
iban formándosed (al principio temporalmente y luego de una vez
para siempre), al paso que seguían siendo de aprovechamiento común
los montes, las dehesas y las aguas.
Respecto a Rusia, parece plenamente demostrada por la historia
esta marcha de la evolución. En lo concerniente a la Alemania, y
en segundo término a los otros países germánicos,
no cabe negard que esta hipótesis dilucida mejor los documentos
y resuelve con más facilidad las dificultades que la adoptada hasta
ahora y que hace remontar a Tácito la comunidad rural. Los documentos
más antiguos, por ejemplo, el "Codex Laureshamensis", se aplican
mucho mejor por la comunidad de familias que por la comunidad rural o marca.
Por otra parte, esta hipótesis promueve otras dificultades y nuevas
cuestiones que será preciso resolver. Aquí sólo nuevas
investigaciones pueden decidir; sin embargo, no puedo negar que como grado
intermedio la comunidad familiar tiene también muchos visos de verosimilitud
en lo relativo a Alemania, Escandinavia e Inglaterra.
Mientras que en la época de César apenas han llegado
los germanos a tener residencias fijas y aun las buscan en parte, en tiempo
de Tácito llevan ya un siglo entero establecidos; por tanto, no
pueden ponerse en duda el progreso en la producción de medios de
existencia. Viven en casas de troncos, su vestimenta es aún muy
primitiva, propia de los habitantes de los bosques: un burdo manto de lana,
pieles de animales, y para las mujeres y los notables, túnicas de
lino. Su alimento se compone de leche, carne, frutas silvestres y, como
añade Plinio, gachas de harina de avena (aún hoy plato nacional
céltico en Irlanda y en Escocia). Su riqueza consiste en ganados,
pero de raza inferior: el ganado vacuno es pequeño, de mala estampa,
sin cuernos; los caballos, pequeños poneys que corren mal. La moneda,
exclusivamente romana, era escasa y de poco uso. No trabajaban el oro ni
la plata ni los tenían en aprecio; el hierro era raro, y a lo menos
en las tribus del Rin y del Danubio parece casi exclusivamente importado,
pues no lo extraían ellos mismos. Los caracteres rúnicos
(imitados de las letras griegas o latinas), sólo se conocían
como escritura secreta y se empleaban únicamente en la hechicería
religiosa. Aún estaban en uso los sacrificios humanos. En resumen,
eran un pueblo que apenas si acababa de pasar del estadio medio al estadio
superior de la barbarie. Pero al paso que en las tribus limítrofes
con los romanos la mayor facilidad para importar los productos de la industria
romana impidió el desarrollo de una industria metalúrgica
y textil propia, no cabe duda de que en el Nordeste, en las orillas del
Mar Báltico, esa industria se formó. Las armas encontradas
en los pantanos de Schleswig (una larga espada de hierro, una cota de malla,
un casco de plata, etc.) con monedas romanas de fines del siglo II, y los
objetos metálicos de fabricación germana difundidos por la
emigración de los pueblos, presentan un tipo originalísimo
de arte y son de una perfección nada común, incluso cuando
imitan, en sus comienzos, originales romanos. La emigración al imperio
romano civilizado puso término en todas partes a esta industria
indígena, excepto en Inglaterra. Los broches de bronce, por ejemplo,
nos muestran con qué uniformidad nacieron y se desarrollaron esas
industrias. Los ejemplares hallados en Borgoña, en Rumanía,
en las orillas del Mar de Azov, podrían haber salido del mismo taller
que los broches ingleses y suecos, y, sin duda alguna, son también
de origen germánico.
La constitución de los germanos corresponde ingualmente
al estadio superior de la barbarie. Según Tácito, en todas
partes existía el consejo de los jefes (príncipes), que decidía
en los asuntos menos graves y preparaba los más importantes para
presentarlos a la votación de la asamblea del pueblo. Esta última,
en el estadio inferior de la barbarie -por lo menos entre los americanos,
donde la encontramos-, sólo existe para la gens, pero todavía
no para la tribu o la confederación de tribus. Los jefes (príncipes)
se distinguen aún mucho de los caudillos militares (duces), lo mismo
que entre los iroqueses. Los primeros viven ya, en parte, de presentes
honoríficos, que consisten en ganados, granos, etc., que les tributan
los gentiles; casi siempre, como en América, se eligen en una misma
familia. El paso al derecho paterno favorece la transformación progresiva
de la elección en derecho por herencia, como en Grecia y en Roma,
y por lo mismo la formación de una familia noble en cada gens. La
mayor parte de esta antigua nobleza, llamada de tribu, desapareció
con la emigración de los pueblos, o por lo menos poco tiempo después.
Los jefes militares eran elegidos sin atender a su origen, únicamente
según su capacidad. Tenían escaso poder y debían influir
con el ejemplo. Tácito atribuye expresamente el poder disciplinario
en el ejército a los sacerdotes. El verdadero poder pertenecía
a la asamblea del pueblo. El rey o jefe de tribu preside; el pueblo decide
que "no" con murmullos, y que "sí" con aclamaciones y haciendo ruido
con las armas. La asamblea popular es también tribunal de justicia;
aquí son presentadas las demandas y resueltas las querellas, aquí
se dicta la pena de muerte, pero con ésta sólo se castigan
la cobardía, la traición contra el pueblo y los vicios antinaturales.
En las gens y en otras subdivisiones también la colectividad es
la que hace justicia, bajo la presidencia del jefe; éste, como en
toda la administración de justicia germana primitiva, no puede haber
sido más que dirigente del proceso e interrogador. Desde un principio
y en todas partes, la colectividad era el juez entre los germanos.
A partir de los tiempos de César, se habían formado
confederaciones de tribus. En algunas había reyes. Lo mismo que
entre los griegos y entre los romanos, el jefe militar supremo aspiraba
ya a la tiranía, lográndola a veces. Aunque estos usurpadores
afortunados no ejercían, ni mucho menos, el poder absoluto, comenzaron
a romper las ligaduras de la gens. Al paso que en otros tiempos los esclavos
manumitidos eran de una condición inferior, puesto que no podían
pertenecer a ninguna gens, hubo junto a los nuevos reyes esclavos favoritos
que a menudo llegaban a tener altos puestos, riquezas y honores. Lo mismo
aconteció después de la conquista del imperio romano por
los jefes militares, convertidos desde entonces en reyes de extensos países.
Entre los francos, los esclavos y los libertos de los reyes representaron
un gran papel, primero en la corte y luego en el Estado; de ellos descendió
en gran parte la nueva nobleza.
Una institución favoreció el advenimiento de la
monarquía: las mesnadas. Ya hemos visto entre los pieles rojas americanos
cómo, paralelamente al régimen de la gens, se crean compañías
particulares para guerrear por su propia cuenta y riesgo. Estas compañías
particulares habían adquirido entre los germanos un carácter
permanente. Un jefe guerrero famoso juntaba una banda de gente moza ávida
de botín, obligada a tenerle fidelidad personal, como él
a ella. El jefe se cuidaba de su sustento, les hacía regalos y los
organizaba en determinada jerarquía; formaba una escolta y una tropa
aguerrida para las expediciones pequeñas y un cuerpo de oficiales
aguerridos para las mayores. Por débiles que deban de haber sido
esas compañías, por débiles que hayan sido en realidad
-por ejemplo, las de Odoacro en Italia-, constituían el germen de
la ruina de la antigua libertad popular, cosa que pudo comprobarse durante
la emigración de los pueblos y después de ella. Porque, en
primer término, favorecieron el advenimiento del poder real y, en
segundo lugar, como ya lo advirtió Tácito, no podían
mantenerse en estado de cohesión sino por medio de continuas guerras
y expediciones de rapiña, la cual se convirtió en un fin.
Cuando el jefe de la compañía no tenía nada que hacer
contra los vecinos, iba con sus troas a otros pueblos donde hubiese guerra
y posibilidades de saqueo; las fuerzas auxiliares de germanos que bajo
las águilas romanas combatían contra los germanos mismos,
se componían en parte de bandas de esta especie. Constituían
el embrión de los futuros lansquenetes, vergüenza y maldición
de los alemanes. Después de la conquista del imperio romano, estas
mesnadas de los reyes, con los siervos y los criados de la corte romana,
formaron el segundo elemento principal de la futura nobleza.
En general, las tribus alemanas reunidas en pueblos tienen, pues,
la misma constitución que se desarrolló entre los griegos
de la época heroica y entre los romanos del tiempo llamado de los
reyes: asambleas del pueblo, consejo de los jefes de las gens, jefe militar
supremo que aspira ya a un verdadero poder real. Esta era la constitución
más perfecta que pudo producir la gens; era la constitución
típica del estadio superior de la barbarie. El régimen gentilicio
se acabó el día en que la sociedad salió de los límites
dentro de los cuales era suficiente esa constitución. Este régimen
quedó destruído, y el Estado ocupó su lugar.
VIII. La formación del estado de los germanos
Según Tácito, los germanos eran un pueblo muy numeroso. Por
César nos formamos una idea aproximada de la fuerza de los diferentes
pueblos germanos. Según él, los usipéteros y los teúcteros,
que aparecieron en la orilla izquierda del Rin, eran 180.000, incluídos
mujeres y niños. Por consiguiente, correspondían cerca de
100.000 seres a cada pueblo, cifra mucho más alta, por ejemplo,
que la de la totalidad de los iroqueses en los tiempos más florecientes,
cuando en número menor de 20.000 fueron el terror del país
entero comprendido desde los Grandes Lagos hasta el Ohío y el Potomac.
Si tratáramos de señalar en un mapa el emplazamiento de los
pueblos de las márgenes del Rin, que conocemos mejor por los relatos
llegados hasta nosotros, veríamos que cada uno de ellos ocupa en
el mapa, poco más o menos, la misma superficie de un departamento
prusiano, o sea unos 10.000 kilómetros cuadrados o 182 millas geográficas
cuadradas. La "Germania Magna" de los romanos, hasta el Vístula,
abarcaba en números redondos 500.000 kilómetros cuadrados.
Pues bien; tomando para cada pueblo la cifra media de 100.000 individuos,
la población total de la "Germania Magna" se elevaría a 5
millones, cifra considerable para un grupo de pueblos bárbaros,
pero en extremo baja para nuestras actuales condiciones (10 habitantes
por kilómetro cuadrado, o 550 por milla geográfica cuadrada).
Pero esa cifra no incluye, ni mucho menos, a todos los germanos que vivían
en aquella época. Sabemos que a lo largo de los Cárpatos,
hasta la desembocadura del Danubio, vivían pueblos germanos de origen
gótico -los bastarnos, los peukinos y otros-, tan numerosos, que
Plinio los tiene por la quinta tribu principal de los germanos; unos 180
años antes de nuestra era; esos pueblos servían ya como mercenarios
al rey macedonio Perseo y en los primeros años del imperio de Augusto
avanzaron hasta llegar a Andrinópolis. Supongamos que sólo
fuesen un millón, y tendremos, en los comienzos de nuestra era,
un total probable de 6 millones de germanos, por lo menos.
Después de fijar su residencia definitiva en Germania,
la población debió de crecer con rapidez cada vez mayor;
prueba de ello son los progresos industriales de que antes hablamos. Los
descubrimientos hechos en los pantanos de Schleswig son del siglo III,
a juzgar por las monedas romanas que forman parte de los mismos. Así,
pues, por aquella época había ya en las orillas del Mar Báltico
una industria metalúrgica y una industria textil desarrolladas,
se desplegaba un comercio activo con el imperio romano y entre los ricos
existía cierto lujo, indicio todo ello de una población más
densa. Pero también por aquella época comienza la ofensiva
general de los germanos en toda la línea del Rin, de la frontera
fortificada romana y del Danubio, desde el Mar del Norte hasta el Mar Negro,
prueba directa del aumento constante de la población, la cual tendía
a la expansión territorial. La lucha duró tres siglos, durante
los cuales todas las tribus principales de los pueblos góticos (excepto
los godos escandinavos y los burgundos) avanzaro hacia el Sudeste, formando
el ala izquierda de la gran línea de ataque, en el centro de la
cual los altoalemanes (herminones) empujaban hacia el alto Danubio y en
el ala derecha los istevones, llamados a la sazón francos, a lo
largo del Rin. A los ingevones les correspondió conquistar la Gran
Bretaña. A fines del siglo V, el imperio romano, débil, desangrado
e impotente, se hallaba abierto a la invasión de los germanos.
Antes estuvimos junto a la cuna de la antigua civilización
griega y romana. Ahora estamos junto a su sepulcro. La garlopa niveladora
de la dominación mundial de los romanos había pasado durante
siglos por todos los países de la cuenca del Mediterráneo.
En todas partes donde el idioma griego no ofreció resistencia, las
lenguas nacionales tuvieron que ir cediendo el paso a un latín corrupto;
desaparecieron las diferencias nacionales, y ya no había galos,
íberos, ligures, nóricos; todos se habían convertido
en romanos. La administración y el Derecho romanos habían
disuelto en todas partes las antiguas uniones gentilicias y, a la vez,
los últimos restos de independencia local o nacional. La flamante
ciudadanía romana conferida a todos, no ofrecía compensación;
no expresaba ninguna nacionalidad, sino que indicaba tan sólo la
carencia de nacionalidad. Existían en todas partes elementos de
nuevas naciones; los dialectos latinos de las diversas provincias fueron
diferenciándose cada vez más; las fronteras naturales que
habían determinado la existencia como territorios independientes
de Italia, las Galias, España y Africa, subsistían y se hacían
sentir aún. Pero en ninguna parte existía la fuerza necesaria
para formar con esos elementos naciones nuevas; en ninguna parte existía
la menor huella de capacidad para desarrollarse, de energía para
resistir, sin hablar ya de fuerzas creadoras. La enorme masa humana de
aquel inmenso territorio, no tenía más vínculo para
mantenerse unida que el Estado romano, y éste había llegado
a ser con el tiempo su peor enemigo y su más cruel opresor. Las
provincias habían arruinado a Roma; la misma Roma se había
convertido en una ciudad de provincia como las demás, privilegiada,
pero ya no soberana; no era ni punto céntrico del imperio universal
ni sede siquiera de los emperadores y gobernantes, pues éstos residían
en Constantinopla, en Tréveris, en Milán. El Estado romano
se había vuelto una máquina gigantesca y complicada, con
el exclusivo fin de explotar a los súbditos. Impuestos, prestaciones
personales al Estado y censos de todas clases sumían a la masa de
la población en una pobreza cada vez más angustiosa. Las
exacciones de los gobernantes, los recaudadores y los soldados reforzaban
la opresión, haciéndola insoportable. He aquí a qué
situación había llevado el dominio del Estado romano sobre
el mundo: basaba su derecho a la existencia en el mantenimiento del orden
en el interior y en la protección contra los bárbaros en
el exterior; pero su orden era más perjudicial que el peor desorden,
y los bárbaros contra los cuales pretendía proteger a los
ciudadanos eran esperados por éstos como salvadores.
No era menos desesperada la situación social. En los últimos
tiempos de la república, la dominación romana reducíase
ya a una explotación sin escrúpulos de las provincias conquistadas;
el imperio, lejos de suprimir aquella explotación, la formalizó
legislativamente. Conforme iba declinando el imperio, más aumentaban
los impuestos y prestaciones, mayor era la desvergüenza con que saqueaban
y estrujaban los funcionarios. El comercio y la industria no habían
sido nunca ocupaciones de los romanos, dominadores de pueblos; en la usura
fue donde superaron a todo cuanto hubo antes y después de ellos.
El comercio que encontraron y que había podido conservarse por cierto
tiempo, pereció por las exacciones de los funcionarios; y si algo
quedó en pie, fue en la parte griega, oriental, del imperio, de
la que no vamos a ocuparnos en el presente trabajo. Empobrecimiento general;
retroceso del comercio, de los oficios manuales y del arte; disminución
de la población; decadencia de las ciudades; descenso de la agricultura
a un grado inferior; tales fueron los últimos resultados de la dominación
romana universal.
La agricultura, la más importante rama de la producción
en todo el mundo antiguo, lo era ahora más que nunca. Los inmensos
dominios ("latifundia") que desde el fin de la república ocupaban
casi todo el territorio en Italia, habían sido explotados de dos
maneras: o en pastos, allí donde la población había
sido remplazada por ganado lanar o vacuno, cuyo cuidado no exigía
sino un pequeño número de esclavos, o en villas, donde masas
de esclavos se dedicaban a la horticultura en gran escala, en parte para
satisfacer el afán de lujo de los propietarios, en parte para proveer
de víveres a los mercados de las ciudades. Los grandes pastos habían
sido conservados y hasta extendidos; las villas y su horticultura habíanse
arruinado por efecto del empobrecimiento de sus propietarios y de la decadencia
de las ciudades. La explotación de los "latifundia", basada en el
trabajo de los esclavos, ya no producía beneficios, pero en aquella
época era la única forma posible de la agricultura en gran
escala. El cultivo en pequeñas haciendas había llegado a
ser de nuevo la única forma remuneradora. Una tras otra fueron divididas
las villas en pequeñas parcelas y entregadas éstas a arrendatarios
hereditarios, que pagaban cierta cantidad en dinero, o a "partiarii" (aparceros),
más administradores que arrendatarios, que recibían por su
trabajo la sexta e incluso la novena parte del producto anual. Pero de
preferencia se entregaban estas pequeñas parcelas a colonos que
pagaban en cambio una retribución anual fija; estos colonos estaban
sujetos a la tierra y podían ser vendidos con sus parcelas; no eran
esclavos, hablando propiamente, pero tampoco eran libres; no podían
casarse con mujeres libres, y sus uniones entre sí no se consideraban
como matrimonios válidos, sino como un simple concubinato ("contibernium"),
por el estilo del matrimonio entre esclavos. Fueron los precursores de
los siervos de la Edad Media.
Había pasado el tiempo de la antigua esclavitud. Ni en
el campo, en la agricultura en gran escala, ni en las manufacturas urbanas,
daba ya ningún provecho que mereciese la pena; había desaparecido
el mercado para sus productos. La agricultura en pequeñas haciendas
y la pequeña industria a que se veía reducida la gigantesca
producción esclavista de los tiempos del imperio, no tenían
dónde emplear numerosos esclavos. En la sociedad ya no encontraban
lugar sino los esclavos domésticos y de lujo de los ricos. Pero
la agonizante esclavitud aún era suficiente para hacer considerar
todo trabajo productivo como tarea propia de esclavos e indigna de un romano
libre, y entonces lo era cada cual. Así, vemos, por una parte, el
aumento creciente de las manumisiones de esclavos superfluos, convertidos
en una carga; y, por otra parte, el aumento de los colonos y los libres
depauperados (análogos a los "poor whites" de los antiguos Estados
esclavistas de Norteamérica). El cristianismo no ha tenido absolutamente
nada que ver con la extinción gradual de la esclavitud. Durante
siglos coexistió con la esclavitud en el imperio romano y más
adelante jamás ha impedido el comercio de esclavos de los cistianos,
ni el de los germanos en el Norte, ni el de los venecianos en el Mediterráneo,
ni más recientemente la trata de negros. La esclavitud ya no producía
más de lo que costaba, y por eso acabó por desaparecer. Pero,
al morir, dejó detrás de sí su aguijón venenoso
bajo la forma de proscripción del trabajo productivo para los hombres
libres. Tal es el callejón sin salida en el cual se encontraba el
mundo romano: la esclavitud era económicamente imposible, y el trabajo
de los hombres libres estaba moralmente proscrito. La primera no podía
ya y el segundo no podía aún ser la forma básica de
la producción social. La única salida posible era una revolución
radical.
La situación no era mejor en las provincias. Las más
amplias noticias que poseemos se refieren a las Galias. Allí, junto
a los colonos, aún había pequeños agricultores libres.
Para estar a salvo contra las violencias de los funcionarios, de los magistrados
y de los usureros, se ponían a menudo bajo la protección,
bajo el patronato de un poderoso; y no fueron sólo campesinos aislados
quienes tomaron esta precaución, sino comunidades enteras, de tal
suerte que en el siglo IV los emperadores tuvieron que promulgar con frecuencia
decretos prohibiendo esta práctica. Pero, ¿de qué
servía a los que buscaban protección?. El señor les
imponía la condición de que le transfiriesen el derecho de
propiedad de sus tierras y en compensación les aseguraba el usufructo
vitalicio de las mismas. La Santa Iglesia recogió e imitó
celosamente esta artimaña en los siglos IX y X para agrandar el
reino de Dios y sus propios bienes terrenales. Verdad es que por aquella
época, hacia el año 475, Salviano, obispo de Marsella, indignábase
aún contra semejante robo y relataba que la opresión de los
funcionarios romanos y de los grandes señores territoriales había
llegado a ser tan cruel, que muchos "romanos" huían a las regiones
ocupadas ya por los bárbaros, y los ciudadanos romanos establecidos
en ellas nada temían tanto como volver a caer bajo la dominación
romana. El que por entonces muchos padres vendían como esclavos
a sus hijos a causa de la miseria, lo prueba una ley promulgada contra
esta práctica.
Por haber librado a los romanos de su propio Estado, los bárbaros
germanos se apropiaron de dos tercios de sus tierras y se las repartieron.
El reparto se efectuó según el orden establecido en la gens;
como los conquitadores eran relativamente pocos, quedaron indivisas grandísimas
extensiones, parte de ellas en propiedad de todo el pueblo y parte en propiedad
de las distintas tribus y gens. En cada gens, los campos y prados dividiéronse
en partes iguales, por suertes, entre todos los hogares. No sabemos si
posteriormente se hicieron nuevos repartos; en todo caso, esta costumbre
pronto se perdió en las provincias romanas, y las parcelas individuales
se hicieron propiedad privada alienable, alodios ("alod"). Los bosques
y los pastos permanecieron indivisos para su uso colectivo; este uso, lo
mismo que el modo de cultivar la tierra repartida, se regulaba según
la antigua costumbre y por acuerdo de la colectividad. Cuanto más
tiempo llevaba establecida la gens en su poblado, más iban confundiéndose
germanos y romanos y borrándose el carácter familiar de la
asociación ante su carácter territorial. La gens desapareció
en la marca, donde, sin embargo, se encuentran bastante a menudo huellas
visibles del parentesco original de sus miembros. De esta manera, la organización
gentilicia se transformó insensiblemente en una organización
territorial y se puso en condiciones de adaptarse al Estado, por lo menos
en los países donde se sostuvo la marca (Norte de Francia, Inglaterra,
Alemania y Escandinavia). No obstante, mantuvo el carácter democrático
original propio de toda la organización gentilicia, y así
salvó -incluso en el período de su degeneración forzada-
una parte de la constitución gentilicia, y con ella un arma en manos
de los oprimidos que se ha conservado hasta los tiempos modernos.
Si el vínculo consanguíneo se perdió con
rapídez en la gens, debiose a que sus organismos en la tribu y en
el pueblo degeneraron por efecto de la conquista. Sabemos que la dominación
de los subyugados es incompatible con el régimen de la gens, y aquí
lo vemos en gran escala. Los pueblos germanos, dueños de las provincias
romanas, tenían que organizar su conquista. Pero no se podía
absorver a las masas romanas en las corporaciones gentilicias, ni dominar
a las primeras por medio de las segundas. A la cabeza de los cuerpos locales
de la administración romana, conservados al principio en gran parte,
era preciso colocar, en sustitución del Estado romano, otro Poder,
y éste no podía ser sino otro Estado. Así, pues, los
representantes de la gens tenían que transformarse en representantes
del Estado, y con suma rapidez, bajo la presión de las circunstancias.
Pero el representante más propio del pueblo conquistador era el
jefe militar. La seguridad interior y exterior del territorio conquistado
requería que se reforzase el mando militar. Había llegado
la hora de transformar el mando militar en monarquía, y se transformó.
Veamos el imperio de los francos. En él correspondió
a los salios victoriosos la posesión absoluta no sólo de
los vastos dominios del Estado romano, sino también de todos los
demás inmensos territorios no distribuídos aún entre
las grandes y pequeñas comunidades regionales y de las marcas, y
principalmente la de todas las extensísimas superficies pobladas
de bosques. Lo primero que hizo el rey franco, al convertirse de simple
jefe militar supremo en un verdadero príncipe, fue transformar esas
propiedades del pueblo en dominios reales, robarlas al pueblo y donarlas
o concederlas en feudo a las personas de su séquito. Este séquito,
formado primitivamente por su guardia militar personal y por el resto de
los mandos subalternos, no tardó en verse reforzado no sólo
con romanos (es decir, con galos romanizados), que muy pronto se hicieron
indispensables por su educación y su conocimiento de la escritura
y del latín vulgar y literario, asi como del Derecho del país,
sino tamibén con esclavos, siervos y libertos, que constituían
su corte y entre los cuales elegía sus favoritos. A la más
de esta gente se les donó al principio lotes de tierra del pueblo;
más tarde se les concedieron bajo la forma de beneficios, otorgados
la mayoría de las veces, en los primeros tiempos, mientras viviese
el rey. Así se sentó la base de una nobleza nueva a expensas
del pueblo.
Pero esto no fue todo. Debido a sus vastas dimensiones, no se
podía gobernar el nuevo Estado con los medios de la antigua constitución
gentilicia; el consejo de los jefes, cuando no había desaparecido
hacía mucho, no podía reunirse, y no tardó en verse
remplazado por los que rodeaban de continuo al rey; se conservó
por pura fórmula la antigua asamblea del pueblo, pero convertida
cada vez más en una simple reunión de los mandos subalternos
del ejército y de la nueva nobleza naciente. Los campesinos libres
propietarios del suelo, que eran la masa del pueblo franco, quedaron exhaustos
y arruinados por las eternas guerras civiles y de conquista -por estas
últimas, sobre todo, bajo Carlomagno- tan completamente, como antaño
les había sucedido a los campesinos romanos en los postreros tiempos
de la república. Estos campesinos, que originariamente formaron
todo el ejército y que constituían su núcleo después
de la conquista de Francia, habían empobrecido hasta tal extremo
a comienzos del siglo IX, que apenas uno por cada cinco disponía
de los pertrechos necesarios para ir a la guerra. En lugar del ejército
de campesinos libres llamados a filas por el rey, surgió un ejército
compuesto por los vasallos de la nueva nobleza. Entre esos servidores había
siervos, descendientes de aquéllos que en otro tiempo no habían
conocido ningún señor sino el rey, y que en una época
aún más remota no conocían a señor ninguno,
ni siquiera a un rey. Bajo los sucesores de Carlomagno, completaron la
ruina de los campesinos francos las guerras intestinas, la debilidad del
poder real, las correspondientes usurpaciones de los magnates -a quienes
vinieron a agregarse los condes de las comarcas instituídos por
Carlomagno, que aspiraban a hacer hereditarias sus funciones- y, por último,
las incursiones de los normandos. Cincuenta años después
de la muerte de Carlomagno, yacía el imperio de los francos tan
incapaz de resistencia a los pies de los normandos, como cuatro siglos
antes el imperio romano a los pies de los francos.
Y no sólo había la misma impotencia frente al exterior,
sino casi el mismo orden, o más bien desorden social en el interior.
Los campesinos francos libres se vieron de una situación análoga
a la de sus predecesores, los colonos romanos. Arruinados por las guerras
y por los saqueos, habían tenido que colocarse bajo la protección
de la nueva nobleza naciente o de la iglesia, siendo harto débil
el poder real para protegerlos; pero esa protección les costaba
cara. Como en otros tiempos los campesinos galos, tuvieron que transferir
la propiedad de sus tierras, poniéndolas a nombre del señor
feudal, su patrono, de quien volvían a recibirlas en arriendo bajo
formas diversas y variables, pero nunca de otro modo sino a cambio de prestar
servicios y de pagar un censo; reducidos a esta forma de dependencia, perdieron
poco a poco su libertad individual, y al cabo de pocas generaciones, la
mayor parte de ellos eran ya siervos. La rapidez con que desapareció
la capa de los campesinos libres la evidencia el libro catastral -compuesto
por Irminón- de la abadía de Saint-Germain-des-Prés,
en otros tiempos próxima a París y en la actualidad dentro
del casco de la ciudad. En los extensos campos de la abadía, diseminados
en el contorno, había entonces, por los tiempos de Carlomagno, 2.788
hogares, compuestos casi exclusivamente por francos con apellidos alemanes.
Entre ellos contábanse 2.080 colonos, 35 lites, 220 esclavos, ¡y
nada más que ocho campesinos libres!. La práctica de clarada
impía por el obispo Salviano, y en virtud de la cual el patrón
hacía que le fuera transferida la propiedad de las tierras del campesino
y sólo permitía a éste el usufructo vitalicio de ellas,
la empleaba ya entonces de una manera general la Iglesia con respecto a
los campesinos. Las prestaciones personales, que iban generalizándose
cada vez más, habían tenido su modelo tanto en las "angariae"
romanas, cargas en pro del Estado, como en las prestaciones personales
impuestas a los miembros de las marcas germanas para construir puentes
y caminos y para otros trabajos de utilidad común. Así, pues,
parecía como si al cabo de cuatro siglos la masa de la población
hubiese vuelto a su punto de partida.
Pero esto no probaba sino dos cosas: en primer lugar, que la diferenciación
social y la distribución de la propiedad en el imperio romano agonizante
habían correspondido enteramente al grado de producción contemporánea
en la agricultura y la industria, siendo, por consiguiente, inevitables;
en segundo lugar, que el estado de la producción no había
experimentado ningún ascenso ni descenso esenciales en los cuatrocientos
años siguientes y, por ello, había producido necesariamente
la misma distribución de la propiedad y las mismas clases de la
población. En los últimos siglos del imperio romano, la ciudad
había perdido su dominio sobre el campo y no lo había recobrado
en los primeros siglos de la dominación germana. Esto presupone
un bajo grado de desarrollo de la agricultura y de la industria. Tal situación
general produce por necesidad grandes terratenientes dotados de poder y
pequeños campesinos dependientes. Las inmensas experiencias hechas
por Carlomagno con sus famosas villas imperiales, desaparecidas sin dejar
casi huellas, prueban cuán imposible era injertar en semejante sociedad
la economía latifúndica romana con esclavos o el nuevo cultivo
en gran escala por medio de prestaciones personales. Estas experiencias
sólo las continuaron los conventos, y no fueron productivas más
que para ellosñ pero los conventos eran corporaciones sociales de
carácter anormal, basadas en el celibato. Es cierto que podían
realizar cosas excepcionales, pero, por lo mismo, tenían que seguir
siendo excepciones.
Y sin embargo, durante esos cuatrocientos años se habían
hecho progresos. Si al expirar estos cuatro siglos encontramos casi las
mismas clases principales que al principio, el hecho es que los hombres
que formaban estas clases habían cambiado. La antigua esclavitud
había desaperecido, y habían desaparecido también
los libres depauperados que menospreciaban el trabajo por estimarlo una
ocupación propia de esclavos. Entre el colono romano y el nuevo
siervo había vivido el libre campesino franco. El "recuerdo inútil
y la lucha vana" del romanismo agonizante estaban muertos y enterrados.
Las clases sociales del siglo IX no se habían formado con la decadencia
de una civilización agonizante, sino entre los dolores de parto
de una civilización nueva. La nueva generación, lo mismo
señores que siervos, era una generación de hombres, si se
compara con sus predecesores romanos. Las relaciones entre los poderosos
terratenientes y los campesinos que de ellos dependían, relaciones
que habían sido para los romanos la forma de ruina irremediable
del mundo antiguo, fueron para la generación nueva el punto de partida
de un nuevo desarrollo. Y además, por estériles que parezcan
esos cuatrocientos años, no por eso dejaron de producir un gran
resultado: las nacionalidades modernas, la refundición y la diferenciación
de la humanidad en la Europa occidental para la historia futura. Los germanos
habían, en efecto, revivificado a Europa y por eso la destrucción
de los Estados en el período germánico no llevó al
avasallamiento por normandos y sarracenos, sino a la evolución de
los beneficios y del patronato (encomienda) hacia el feudalismo y a un
incremento tan intenso de la población, que dos siglos después
pudieron soportarse sin gran daño las fuertes sangrías de
las cruzadas.
Pero, ¿qué misterioso sortilegio era el que permitió
a los germanos infundir una fuerza vital nueva a la Europa agonizante?.
¿Era un poder milagroso e innato a la raza germana, como nos cuentan
nuestros historiadores patrioteros?. De ninguna manera. Los germanos, sobre
todo en aquella época, eran una tribu aria muy favorecida por la
naturaleza y en pleno proceso de desarrollo vigoroso. Pero no son sus cualidades
nacionales específicas las que rejuvenecieron a Europa, sino, sencillamente,
su barbarie, su constitución gentilicia.
Su capacidad y su valentía personales, su espíritu
de libertad y su instinto democrático, que veía un asunto
propio en los negocios públicos, en una palabra, todas las cualidades
que los romanos habían perdido y únicas capaces de formar,
del cieno del mundo romano, nuevos Estados y nuevas nacionalidades, ¿qué
era sino los rasgos característicos de los bárbaros del estadio
superior de la barbarie, los frutos de su constitución gentilicia?.
Si transformaron la forma antigua de la monogamia, suavizaron
la autoridad del hombre en la familia y dieron a la mujer una situación
más elevada de la que nunca antes había conocido el mundo
clásico, ¿qué les hizo capaces de eso sino su barbarie,
sus hábitos de gentiles, las supervivencias, vivas en ellos, de
los tiempos del derecho materno?.
Si -por lo menos en los tres países principales, Alemania,
el Norte de Francia e Inglaterra- salvaron una parte del régimen
genuino de la gens, transplantándola al Estado feudal bajo la forma
de marcas, dando así a la oprimida clase de los campesinos, hasta
bajo la más cruel servidumbre de la Edad Media, una cohesión
local y una fuerza de resistencia que no tuvieron a su disposición
los esclavos de la antigüedad y no tiene el proletariado moderno,
¿a qué se debe sino a su barbarie, a su sistema exclusivamente
bárbaro de colonización por gens?.
Y, por último, si desarrollaron y pudieron hacer exclusiva
la forma de servidumbre mitigada que habían empleado ya en su país
natal y que fue sustituyendo cada vez más a la esclavitud en el
imperio romano, forma que, como Fourier ha sido el primero en evidenciarlo,
ofrece a los oprimidos medios para emanciparse gradualmente como clase
("fournit aux cultivateurs des moyens d'affranchissement collectif et progressif"),
superando así con mucho a la esclavitud, con la cual era sólo
posible la manumisión inmediata y sin transiciones del individuo
(la antigüedad no presenta ningún ejemplo de supresión
de la esclavitud por una rebelión victoriosa), al paso que los siervos
de la Edad Media llegaron poco a poco a conseguir su emancipación
como clase, ¿a qué se debe esto sino a su barbarie, gracias
a la cual no habían llegado aún a una esclavitud completa,
ni a la antigua esclavitud del trabajo ni a la esclavitud doméstica
oriental?.
Toda la fuerza y la vitalidad que los germanos aportaron al mundo
romano, era barbarie. En efecto, sólo bárbaros eran capaces
de rejuvenecer un mundo senil que sufría una civilización
moribunda. Y el estadio superior de la barbarie, al cual se elevaron y
en el cual vivieron los germanos antes de la emigración de los pueblos,
era precisamente el más favorable para ese proceso. Esto lo explica
todo.
IX. Barbarie y civilización
Ya hemos seguido el curso de la disolución de la gens en los tres
grandes ejemplos particulares de los griegos, los romanos y los germanos.
Para concluir, investiguemos las condiciones económicas generales
que en el estadio superior de la barbarie minaban ya la organización
gentil de la sociedad y la hicieron desaparecer con la entrada en escena
de la civilización. "El Capital" de Marx nos será tan necesario
aquí como el libro de Morgan.
Nacida la gens en el estadio medio y desarrollada en el estadio
superior del salvajismo, según nos lo permiten juzgar los documentos
de que disponemos, alcanzó su época más floreciente
en el estadio inferior de la barbarie. Por tanto, este grado de evolución
es el que tomaremos como punto de partida.
Aquí, donde los pieles rojas de América deben servirnos
de ejemplo encontramos completamente desarrollada la constitución
gentilicia. Una tribu se divide en varias gens; por lo común en
dos; al aumentar la población, cada una de estas gens primitivas
se segmenta en varias gens hijas, para las cuales la gens madre aparece
como fratria; la tribu misma se subdivide en varias tribus, donde encontramos,
en la mayoría de los casos, las antiguas gens; una confederación,
por lo menos en ciertas ocasiones, enlaza a las tribus emparentadas. Esta
sencilla organización responde por completo a las condiciones sociales
que la han engendrado. No es más que un agrupamiento espontáneo;
es apta para allanar todos los conflictos que pueden nacer en el seno de
una sociedad así organizada. Los conflictos exteriores los resuelve
la guerra, que puede aniquilar a la tribu, pero no avasallarla. La grandeza
del régimen de la gens, pero también su limitación,
es que en ella no tienen cabida la dominación ni la servidumbre.
En el interior, no existe aún diferencia entre derechos y deberes;
para el indio no existe el problema de saber si es un derecho o un deber
tomar parte en los negocios sociales, sumarse a una venganza de sangre
o aceptar una compensación; el planteárselo le parecería
tan absurdo como preguntarse si comer, dormir o cazar es un deber o un
derecho. Tampoco puede haber allí división de la tribu o
de la gens en clases distintas. Y esto nos conduce al examen de la base
económica de este orden de cosas.
La población está en extremo espaciada, y sólo
es densa en el lugar de residencia de la tribu, alrededor del cual se extiende
en vasto círculo el territorio para la caza; luego viene la zona
neutral del bosque protector que la separa de otras tribus. La división
del trabajo es en absoluto espontánea: sólo existe entre
los dos sexos. El hombre va a la guerra, se dedica a la caza y a la pesca,
procura las materias primas para el alimento y produce los objetos necesarios
para dicho propósito. La mujer cuida de la casa, prepara la comida
y hace los vestidos; guisa, hila y cose. Cada uno es el amo en su dominio:
el hombre en la selva, la mujer en la casa. Cada uno es el propietario
de los instrumentos que elabora y usa: el hombre de sus armas, de sus pertrechos
de caza y pesca; la mujer, de sus trebejos caseros. La economía
doméstica es comunista, común para varias y a menudo para
muchas familias. Lo que se hace y se utiliza en común es de propiedad
común: la casa, los huertos, las canoas. Aquí, y sólo
aquí, es donde existe realmente "la propiedad fruto del trabajo
personal", que los jurisconsultos y los economistas atribuyen a la sociedad
civilizada y que es el último subterfugio jurídico en el
cual se apoya hoy la propiedad capitalista.
Pero no en todas partes se detuvieron los hombres en esta etapa.
En Asia encontraron animales que se dejaron primero domesticar y después
criar. Antes había que ir de caza para apoderarse de la hembra del
búfalo salvaje; ahora, domesticada, esta hembra suministraba cada
año una cría y, por añadidura, leche. Ciertas tribus
de las más adelantadas -los arios, los semitas y quizás los
turanios-, hicieron de la domesticación y después de la cría
y cuidado del ganado su principal ocupación. Las tribus de pastores
se destacaron del resto de la masa de los bárbaros. Esta fue la
primera gran división social del trabajo. Las tribus pastoriles,
no sólo produjeron muchos más, sino también otros
víveres que el resto de los bárbaros. Tenían sobre
ellos la ventaja de poseer más leche, productos lácteos y
carne; además, disponían de pieles, lanas, pelo de cabra,
así como de hilos y tejidos, cuya cantidad aumentaba con la masa
de las materias primas. Así fue posible, por primera vez, establecer
un intecambio regular de productos. En los estadios anteriores no puede
haber sino cambios accidentales. Verdad es que una particular habilidad
en la fabricación de las armas y de los instrumentos puede producir
una división transitoria del trabajo. Así, se han encontrado
en muchos sitios restos de talleres, para fabricar instrumentos de sílice,
procedentes de los últimos tiempos de la Edad de Piedra. Los artífices
que ejercitaban en ellos su habilidad debieron de trabajar por cuenta de
la colectividad, como todavía lo hacen los artesanos en las comunidades
gentilicias de la India. En todo caso, en esta fase del desarrollo sólo
podía haber cambio en el seno mismo de la tribu, y aun eso con carácter
excepcional. Pero en cuanto las tribus pastoriles se separaron del resto
de los salvajes, encontramos enteramente formadas las condiciones necesarias
para el cambio entre los miembros de tribus diferentes y para el desarrollo
y consolidación del cambio como una institución regular.
Al principio, el cambio se hizo de tribu a tribu, por mediación
de los jefes de las gens; pero cuando los rebaños empezaron poco
a poco a ser propiedad privada, el cambio entre individuos fue predominando
más y más y acabó por ser la forma única. El
principal artículo que las tribus de pastores ofrecían en
cambio a sus vecinos era el ganado; éste llegó a ser la mercancía
que valoraba a todas las demás y se aceptaba con mucho gusto en
todas partes a cambio de ellas; en una palabra, el ganado desempeñó
las funciones de dinero y sirvió como tal ya en aquella época.
Con esa rapidez y precisión se desarrolló desde el comienzo
mismo del cambio de mercancías la necesidad de una mercancía
que sirviese de dinero.
El cultivo de los huertos, probablemente desconocido para los
bárbaros asiáticos del estadio inferior, apareció
entre ellos mucho más tarde, en el estadio medio, como precursor
de la agricultura. El clima de las mesetas turánicas no permite
la vida pastoril sin provisiones de forraje para una larga y rigurosa invernada.
Así, pues, era una condición allí necesaria el cultivo
pratense y de cereales. Lo mismo puede decirse de las estepas situadas
al norte del Mar Negro. Pero si al principio se recolectó el grano
para el ganado, no tardó en llegar a ser también un alimento
para el hombre. La tierra cultivada continuó siendo propiedad de
la tribu y se entregaba en usufructo primero a la gens, después
a las comunidades de familias y, por último, a los individuos. Estos
debieron de tener ciertos derechos de posesión, pero nada más.
Entre los descubrimientos industriales de ese estadio, hay dos
importantísimos. El primero es el telar y el segundo, la fundición
de minerales y el labrado de los metales. El cobre, el estaño y
el bronce, combinación de los dos primeros, eran con mucho los más
importantes; el bronce suministraba instrumentos y armas, pero éstos
no podían sustituir a los de piedra. Esto sólo le era posible
al hierro, pero aún no se sabía cómo obtenerlo. El
oro y la plata comenzaron a emplearse en alhajas y adornos, y probablemente
alcanzaron un valor muy elevado con relación al cobre y al bronce.
A consecuencia del desarrollo de todos los ramos de la producción
-ganadería, agricultura, oficios manuales domésticos-, la
fuerza de trabajo del hombre iba haciéndose capaz de crear más
productos que los necesarios para sus sostenimento. También aumentó
la suma de trabajo que correspondía diariamente a cada miembro de
la gens, de la comunidad doméstica o de la familia aislada. Era
ya conveniente conseguir más fuerza de trabajo, y la guerra la suministró:
los prisioneros fueron transformados en esclavos. Dadas todas las condiciones
históricas de aquel entonces, la primera gran división social
del trabajo, al aumentar la productividad del trabajo, y por consiguiente
la riqueza, y al extender el campo de la actividad productora, tenía
que traer consigo necesariamente la esclavitud. De la primera gran división
social del trabajo nació la primera gran escisión de la sociedad
en dos clases: señores y esclavos, explotadores y explotados.
Nada sabemos hasta ahora acerca de cuándo y cómo
pasaron los rebaños de propiedad común de la tribu o de las
gens a ser patrimonio de los distintos cabezas de familia; pero, en lo
esencial, ello debió de acontecer en este estadio. Y con la aparición
de los rebaños y las demás riquezas nuevas, se produjo una
revolución en la familia. La industria había sido siempre
asunto del hombre; los medios necesarios para ella eran producidos por
él y propiedad suya. Los rebaños constituían la nueva
industria; su domesticación al principio y su cuidado después,
eran obra del hombre. Por eso el ganado le pertenecía, así
como las mercancías y los esclavos que obtenía a cambio de
él. Todo el excedente que dejaba ahora la producción pertenecía
al hombre; la mujer participaba en su consumo, pero no tenía ninguna
participación en su propiedad. El "salvaje", guerrero y cazador,
se había conformado con ocupar en la casa el segundo lugar, después
de la mujer; el pastor, "más dulce", engreído de su riqueza,
se puso en primer lugar y relegó al segundo a la mujer. Y ella no
podía quejarse. La división del trabajo en la familia había
sido la base para distribuir la propiedad entre el hombre y la mujer. Esta
división del trabajo en la familia continuaba siendo la misma, pero
ahora trastornaba por completo las relaciones domésticas existentes
por la mera razón de que la división del trabajo fuera de
la familia había cambiado. La misma causa que había asegurado
a la mujer su anterior supremacía en la casa -su ocupación
exclusiva en las labores domésticas-, aseguraba ahora la preponderancia
del hombre en el hogar: el trabajo doméstico de la mujer perdía
ahora su importancia comparado con el trabajo productivo del hombre; este
trabajo lo era todo; aquél, un accesorio insignificante. Esto demuestra
ya que la emancipación de la mujer y su igualdad con el hombre son
y seguirán siendo imposibles mientras permanezca excluída
del trabajo productivo social y confinada dentro del trabajo doméstico,
que es un trabajo privado. La emancipación de la mujer no se hace
posible sino cuando ésta puede participar en gran escala, en escala
social, en la producción y el trabajo doméstico no le ocupa
sino un tiempo insignificante. Esta condición sólo puede
realizarse con la gran industria moderna, que no solamente permite el trabajo
de la mujer en vasta escala, sino que hasta lo exige y tiende más
y más a transformar el trabajo doméstico privado en una industria
pública.
La supremacía efectiva del hombre en la casa había
hecho caer los postreros obstáculos que se oponían a su poder
absoluto. Este poder absoluto lo consolidaron y eternizaron la caída
del derecho materno, la introducción del derecho paterno y el paso
gradual del matrimonio sindiásmico a la monogamia. Pero esto abrió
también una brecha en el orden antiguo de la gens; la familia particular
llegó a ser potencia y se alzó amenazadora frente a la gens.
El progreso más inmediato nos conduce al estadio superior
de la barbarie, período en que todos los pueblos civilizados pasan
su época heroica: la edad de la espada de hierro, pero también
del arado y del hacha de hierro. Al poner este metal a su servicio, el
hombre se hizo dueño de la última y más importante
de las materias primas que representaron en la historia un papel revolucionario;
la última sin contar la patata. El hierro hizo posible la agricultura
en grandes áreas, el desmonte de las más extensas comarcas
selváticas; dio al artesano un instrumento de una dureza y un filo
que ninguna piedra y ningún otro metal de los conocidos entonces
podía tener. Todo esto acaeció poco a poco; el primer hierro
era aún a menudo más blando que el bronce. Por eso el arma
de piedra fue desapareciendo con lentitud; no sólo en el canto de
Hildebrando, sino también en la batalla de Hastings, en 1066, aparecen
en el combate las hachas de piedra. Pero el progreso era ya incontenible,
menos intermitente y más rápido. La ciudad, encerrando dentro
de su recinto de murallas, torres y almenas de piedra, casas también
de piedra y de ladrillo, se hizo la residencia central de la tribu o de
la confederación de tribus. Fue esto un progreso considerable en
la arquitectura, pero también una señal de peligro creciente
y de necesidad de defensa. La riqueza aumentaba con rapidez, pero bajo
la forma de riqueza individual; el arte de tejer, el labrado de los metales
y otros oficios, cada vez más especializados, dieron una variedad
y una perfección creciente a la producción; la agricultura
empezó a suministrar, además de grano, legumbres y frutas,
aceite y vino, cuya preparación habíase aprendido. Un trabajo
tan variado no podía ser ya cumplido por un solo individuo y se
produjo la segunda gran división del trabajo: los oficios se separaron
de la agricultura. El constante crecimiento de la producción, y
con ella de la productividad del trabajo, aumentó el valor de la
fuerza de trabajo del hombre; la esclavitud, aún en estado naciente
y esporádico en el anterior estadio, se convirtió en un elemento
esencial del sistema social. Los esclavos dejaron de ser simples auxiliares
y los llevaban por decenas a trabajar en los campos o en lose talleres.
Al escindirse la producción en las dos ramas principales -la agricultura
y los oficios manuales-, nació la producción directa para
el cambio, la producción mercantil, y con ella el comercio, no sólo
en el interior y en las fronteras de la tribu, sino también por
mar. Todo esto tenía aún muy poco desarrollo. Los metales
preciosos empezaban a convertirse en la mercancía moneda, dominante
y universal; sin embargo, no se acuñaban ún y sólo
se cambiaban al peso.
La diferencia entre ricos y pobres se sumó a la existente
entre libres y esclavos; de la nueva división del trabajo resultó
una nueva escisión de la sociedad de clases. La desproporción
de los distintos cabezas de familia destruyó las antiguas comunidades
comunistas domésticas en todas partes donde se habían mantenido
hasta entonces; con ello se puso fin al trabajo común de la tierra
por cuenta de dichas comunidades. El suelo cultivable se distribuyó
entre las familias particulares; al principio de un modo temporal, y más
tarde para siempre; el paso a la propiedad privada completa se realizó
poco a poco, paralelamente al tránsito del matrimonio sindiásmico,
a la monogamia. La familia individual empezó a convertirse en la
unidad económica de la sociedad.
La creciente densidad de la población requirió lazos
más estrechos en el interior y frente al exterior; la confederación
de tribus consanguíneas llegó a ser en todas partes una necesidad,
como lo fue muy pronto su fusión y la reunión de los territorios
de las distintas tribus en el territorio común del pueblo. El jefe
militar del pueblo -rex, basileus, thiudans- llegó a ser un funcionario
indispensable y permanente. La asamblea del pueblo se creció allí
donde aún no existía. El jefe militar, el consejo y la asamblea
del pueblo constituían los órganos de la democracia militar
salida de la sociedad gentilicia. Y esta democracia era militar porque
la guerra y la organización para la guerra constituían ya
funciones regulares de la vida del pueblo. Los bienes de los vecinos excitaban
la codicia de los pueblos, para quienes la adquisición de riquezas
era ya uno de los primeros fines de la vida. Eran bárbaros: el saqueo
les parecía más fácil y hasta más honroso que
el trabajo productivo. La guerra, hecha anteriormente sólo para
vengar la agresión o con el fin de extender un territorio que había
llegado a ser insuficiente, se libraba ahora sin más propósito
que el saqueo y se convirtió en una industria permanente. Por algo
se alzaban amenazadoras las murallas alrededor de las nuevas ciudades fortificadas:
sus fosos eran la tumba de la gens y sus torres alcanzaban ya la civilización.
En el interior ocurrió lo mismo. Las guerras de rapiña aumentaban
el poder del jefe militar superior, como el de los jefes inferiores; la
elección habitual de sus sucesores en las mismas familias, sobre
todo desde que se hubo introducido el derecho paterno, paso poco a poco
a ser sucesión hereditaria, tolerada al principio, reclamada después
y usurpada por último; con ello se echaron los cimientos de la monarquía
y de la nobleza hereditaria. Así los organismos de la constitución
gentilicia fueron rompiendo con las raíces que tenían en
el pueblo, en la gens, en la fratria y en la tribu, con lo que todo el
régimen gentilicio se transformó en su contrario: de una
organización de tribus para la libre regulación de sus propios
asuntos, se trocó en una organización para saquear y oprimir
a los vecinos; con arreglo a esto, sus organismos dejaron de ser instrumento
de la voluntad del pueblo y se convirtieron en organismos independientes
para dominar y oprimir al propio pueblo. Esto nunca hubiera sido posible
si el sórdido afán de riquezas no hubiese dividido a los
miembros de la gens en ricos y pobres, "si la diferencia de bienes en el
seno de una misma gens no hubiese transformado la comunidad de intereses
en antagonismo entre los miembros de la gens" (Marx) y si la extensión
de la esclavitud no hubiese comenzado a hacer considerar el hecho de ganarse
la vida por medio del trabajo como un acto digno tan sólo de un
esclavo y más deshonroso que la rapiña.
* * *
Henos ya en los umbrales de la civilización, que se inicia
por un nuevo progreso de la división del trabajo. En el estadio
más inferior, los hombres no producían sino directamente
para satisfacer sus propias necesidades; los pocos actos de cambio que
se efectuaban eran aislados y sólo tenían por objeto excedentes
obtenidos por casualidad. En el estadio medio de la barbarie, encontramos
ya en los pueblos pastores una propiedad en forma de ganado, que, si los
rebaños son suficientemente grandes, suministra con regularidad
un excedente sobre el consumo propio; al mismo tiempo encontramos una división
del trabajo entre los pueblos pastores y las tribus atrasadas, sin rebaños;
y de ahí dos grados de producción diferentes uno junto a
otro y, por tanto, las condiciones para un cambio regular. El estadio superior
de la barbarie introduce una división más grande aún
del trabajo: entre la agricultura y los oficios manuales; de ahí
la producción cada vez mayor de objetos fabricados directamente
para el cambio y la elevación del cambio entre productores individuales
a la categoría de necesidad vital de la sociedad. La civilización
consolida y aumenta todas estas divisiones del trabajo ya existentes, sobre
todo acentuando el contraste entre la ciudad y el campo (lo cual permite
a la ciudad dominar económicamente al campo, como en la antigüedad,
o al campo dominar económicamente a la ciudad, como en la Edad Media),
y añade una tercera división del trabajo, propio de ella
y de capital importancia, creando una clase que no se ocupa de la
producción, sino únicamente del cambio de los productos:
los mercaderes. Hasta aquí sólo la producción había
determinado los procesos de formación de clases nuevas; las personas
que tomaban parte en ella se dividían en directores y ejecutores
o en productores en grande y en pequeña escala. Ahora aparece por
primera vez una clase que, sin tomar la menor parte en la producción,
sabe conquistar su dirección general y avasallar económicamente
a los productores; una clase que se convierte en el intermediario indispensable
entre cada dos productores y los explota a ambos. So pretexto de desembarazarr
a los productores de las fatigas y los riesgos del cambio, de extender
la salida de sus productos hasta los mercados lejanos y llegar a ser así
la clase más útil de la población, se forma una clase
de parásitos, una clase de verdaderos gorrones de la sociedad, que
como compensación por servicios en realidad muy mezquinos se lleva
la nata de la producción patria y extranjera, amasa rápídamente
riquezas enormes y adquiere una influencia social proporcionada a éstas
y, por eso mismo, durante el período de la civilización,
va ocupando una posición más y más honorífica
y logra un dominio cada vez mayor sobre la producción, hasta que
acaba por dar a luz un producto propio: las crisis comerciales periódicas.
Verdad es que en el grado de desarrollo que estamos analizando,
la naciente clase de los mercaderes no sospechaba aún las grandes
cosas a que estaba destinada. Pero se formó y se hizo indispensable,
y esto fue suficiente. Con ella apareció el "dinero metálico",
la moneda acuñada, nuevo medio para que el no productor dominara
al productor y a su producción. Se había hallado la mercancía
por excelencia, que encierra en estado latente todas las demás,
el medio mágico que puede transformarse a voluntad en todas las
cosas deseables y deseadas. Quien la poseía era dueño del
mundo de la producción. ¿Y quién la poseyó
antes que todos? El mercader. En sus manos, el culto del dinero estaba
bien seguro. El mercader se cuidó de esclarecer que todas las mercancías,
y con ellas todos sus productores, debían prosternarse ante el dinero.
Probó de una manera práctica que todas las demás formas
de la riqueza no eran sino una quimera frente a esta encarnación
de riqueza como tal. De entonces acá, nunca se ha manifestado el
poder del dinero con tal brutalidad, con semejante violencia primitiva
como en aquel período de su juventud. Después de la compra
de mercancías por dinero, vinieron los préstamos y con ellos
el interés y la usura. Ninguna legislación posterior arroja
tan cruel e irremisiblemente al deudor a los pies del acreedor usurero,
como lo hacían las leyes de la antigua Atenas y de la antigua Roma;
y en ambos casos esas leyes nacieron espontáneamente, bajo la forma
de derecho consuetudinario, sin más compulsión que la económica.
Junto a la riqueza en mercancías y en esclavos, junto
a la fortuna en dinero, apareció también la riqueza territorial.
El derecho de posesión sobre las parcelas del suelo, concedido primitivamente
a los individuos por la gens o por la tribu, se había consolidado
hasta el punto de que esas parcelas les pertenecían como bienes
hereditarios. Lo que en los últimos tiempos habían reclamado
ante todo era quedar libres de los derechos que tenía sobre esas
parcelas la comunidad gentilicia, derechos que se habían convertido
para ellos en una traba. Esa traba desapareció, pero al poco tiempo
desaparecía también la nueva propiedad territorial. La propiedad
plena y libre del suelo no significaba tan sólo facultad de poseerlo
íntegramente, sin restricción alguna, sino que también
quería decir facultad de enajenarlo. Esta facultad no existió
mientras el suelo fue propiedad de la gens. Pero cuando el nuevo propietario
suprimió de una manera definitiva las trabas impuestas por la propiedad
suprema de la gens y de la tribu, rompió también el vínculo
que hasta entonces lo unía indisolublemente con el suelo. Lo que
esto significaba se lo enseñó el dinero descubierto al mismo
tiempo que advenía la propiedad privada de la tierra. El suelo podía
ahora convertirse en una mercancía susceptible de ser vendida o
pignorada. Apenas se introdujo la propiedad privada de la tierra, se inventó
la hipoteca (véase Atenas). Así como el heterismo y la prostitución
pisan los talones a la monogamia, de igual modo, a partir de este momento,
la hipoteca se aferra a los faldones de la propiedad inmueble. ¿No
quisisteis tener la propiedad del suelo completa, libre, enajenable? Pues,
bien ¡ya la tenéis! «Tu l'as voulu, George Dandin!»
.
Así, junto a la extensión del comercio, junto al
dinero y la usura, junto a la propiedad terrotorial y la hipoteca progresaron
rápidamente la concentración y la centralización de
la fortuna en manos de una clase poco numerosa, lo que fue acompañado
del empobrecimiento de las masas y del aumento numérico de los pobres.
La nueva aristocracia de la riqueza, en todas partes donde no coincidió
con la antigua nobleza tribal, acabó por arrinconar a ésta
(en Atenas, en Roma y entre los germanos). Y junto con esa división
de los hombres libres en clases con arreglo a sus bienes, se produjo, sobr
todo en Grecia, un enorme acrecentamiento del número de esclavos
Véase la pág. #287 de la presente traducción (N. de
la Red.).
, cuyo trabajo forzado formaba la base de todo el edificio social.
Veamos ahora cuál fue la suerte de la gens en el curso
de esta revolución social. Era impotente ante los nuevos elementos
que habían crecido sin su concurso. Su primera condición
de existencia era que los miembros de una gens o de una tribu estuviesen
reunidos en el mismo territorio y habitasen en él exclusivamente.
Ese estado de cosas había concluído hacia ya mucho. En todas
partes estaban mezcladas gens y tribus; en todas partes esclavos, clientes
y extranjeros vivían entre los ciudadanos. La vida sedentaria, alcanzada
sólo hacia el fin del Estado medio de la barbarie, veíase
alterada con frecuencia por la movilidad y los cambios de residencia debidos
al comercio, a los cambios de ocupación y a las enajenaciones de
la tierra. Los miembros de las uniones gentilicias no podían reunirse
ya para resolver sus propios asuntos comunes; la gens sólo se ocupaba
de cosas de menor importancia, como las fiestas religiosas, y eso a medias.
Junto a las necesidades y los intereses para cuya defensa eran aptas y
se habían formado las uniones gentilicias, la revolución
en las relaciones económicas y la diferenciación social resultante
de ésta habían dado origen a nuevas necesidades y nuevos
intereses, que no sólo eran extraños, sino opuestos en todos
los sentidos al antiguo orden gentilicio. Los intereses de los grupos de
artesanos nacidos de la división del trabajo, las necesidades particulares
de la ciudad, opuestas a las del campo, exigían organismos nuevos;
pero cada uno de esos grupos se componía de personas perteneceientes
a las gens, fratrias y tribus más diversas, y hasta de extranjeros.
Esos organismos tenían, pues, que formarse necesariamente fuera
del régimen gentilicio, aparte de él y, por tanto, contra
él. Y en cada corporación de gentiles a su vez se dejaba
sentir este conflicto de intereses, que alcanzaba su punto culminante en
la reunión de pobres y ricos, de usureros y deudores dentro de la
misma gens y de la misma tribu. A esto añadíase la masa de
la nueva población extraña a las asociaciones gentilicias,
que podía llegar a ser una fuerza en el país, como sucedió
en Roma, y que, al mismo tiempo, era harto numerosa para poder ser admitida
gradualmente en las estirpes y tribus consanguíneas. Las uniones
gentilicias figuraban frente a esa masa como corporaciones cerradas, privilegiadas;
la democracia primitiva, espontánea, se había transformado
en una detestable aristocracia. En una palabra, el régimen de la
gens, fruto de una sociedad que no conocía antagonismos interiores,
no era adecuado sino para una sociedad de esta clase. No tenía más
medios coercitivos que la opinión pública. Pero acababa de
surgir una sociedad que, en virtud de las condiciones económicas
generales de su existencia, había tenido que dividirse en hombres
libres y en esclavos, en explotadores ricos y en explotados pobres; una
sociedad que no sólo no podía conciliar estos antagonismos,
sino que, por el contrario, se veía obligada a llevarlos a sus límites
extremos. Una sociedad de este género no podía existir sino
en medio de una lucha abierta e incesante de estas clases entre sí
o bajo el dominio de un tercer poder que, puesto aparentemente por encima
de las clases en lucha, suprimiera sus conflictos abiertos y no permitiera
la lucha de clases más que en el terreno económico, bajo
la forma llamada legal. El régimen gentilicio era ya algo caduco.
Fue destruido por la división del trabajo, que dividió la
sociedad en clases, y remplazado por el Estado.
* * *
Hemos estudiado ya una por una las tres formas principales en
que el Estado se alza sobre las ruinas de la gens. Atenas presenta la forma
más pura y preponderantemente de los antagonismos de clase que se
desarrollaban en el seno mismo de la sociedad gentilicia. En Roma la sociedad
gentilicia se convirtió en una aristocracia cerrada en medio de
una plebe numerosa y mantenida aparte, sin derechos, pero con deberes;
la victoria de la plebe destruyó la antigua constitución
de la gens e instituyó sobre sus ruinas el Estado, donde no tardaron
en confundirse la aristocracia gentilicia y la plebe. Por último,
entre los germanos vencedores del imperio romano el Estado surgió
directamente de la conquista de vastos territorios extranjeros que el régimen
gentilicio era impotente para dominar. Pero como a esa conquista no iba
unida una lucha seria con la antigua población, ni una división
más progresiva del trabajo; como el grado de desarrollo económico
de los vencidos y de los vencedores era casi el mismo, y, por consiguiente,
subsistía la antigua base económica de la sociedad, la gens
pudo sostenerse a través de largos siglos, bajo una forma modificada,
territorial, en la constitución de la marca, y hasta rejuvenecerse
durante cierto tiempo, bajo una forma atenuada, en gens nobles y patricias
posteriores y hasta en gens campesinas como en Dithmarschen.
Así, pues, el Estado no es de ningún modo un poder
impuesto desde fuera de la sociedad; tampoco es "la realidad de la idea
moral", "ni la imagen y la realidad de la razón", como afirma Hegel.
Es más bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de
desarrollo determinado; es la confesión de que esa sociedad se ha
enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está
dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar.
Pero a fin de que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos
en pugna no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en
una lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente
por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo
en los límites del "orden". Y ese poder, nacido de la sociedad,
pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y
más, es el Estado.
Frente a la antigua organización gentilicia, el Estado
se caracteriza en primer lugar por la agrupación de sus súbditos
según "divisiones territoriales". Las antiguas asociaciones gentilicias,
constituídas y sostenidas por vínculos de sangre, habían
llegado a ser, según lo hemos visto, insuficientes en gran parte,
porque suponían la unión de los asociados con un territorio
determinado, lo cual había dejado de suceder desde largo tiempo
atrás. El territorio no se había movido, pero los hombres
sí. Se tomó como punto de partida la división territorial,
y se dejó a los ciudadanos ejercer sus derechos y sus deberes sociales
donde se hubiesen establecido, independientemente de la gens y de la tribu.
Esta organización de los súbditos del Estado conforme al
territorio es común a todos los Estados. Por eso nos parece natural;
pero en anteriores capítulos hemos visto cuán porfiadas y
largas luchas fueron menester antes de que en Atenas y en Roma pudiera
sustituir a la antigua organización gentilicia.
El segundo rasgo característico es la institución
de una "fuerza pública", que ya no es el pueblo armado. Esta fuerza
pública especial hácese necesaria porque desde la división
de la sociedad en clases es ya imposible una organización armada
espontánea de la población. Los esclavos también formaban
parte de la población; los 90.000 ciudadanos de Atenas sólo
constituían una clase privilegiada, frente a los 365.000 esclavos.
El ejército popular de la democracia ateniense era una fuerza pública
aristocrática contra los esclavos, a quienes mantenía sumisos;
mas, para tener a raya a los ciudadanos, se hizo necesaria también
una policía, como hemos dicho anteriormente. Esta fuerza pública
existe en todo Estado; y no está formada sólo por hombres
armados, sino también por aditamentos materiales, las cárceles
y las instituciones coercitivas de todo género, que la sociedad
gentilicia no conocía. Puede ser muy poco importante, o hasta casi
nula, en las sociedades donde aún no se han desarrollado los antagonismos
de clase y en territorios lejanos, como sucedió en ciertos lugares
y épocas en los Estados Unidos de América. Pero se fortalece
a medida que los antagonismos de clase se exacerban dentro del Estado y
a medida que se hacen más grandes y más poblados los Estados
colindantes. Y si no, examínese nuestra Europa actual, donde la
lucha de clases y la rivalidad en las conquistas han hecho crecer tanto
la fuerza pública, que amenaza con devorar a la sociedad entera
y aun al Estado mismo.
Para sostener en pie esa fuerza pública, se necesitan
contribuciones por parte de los ciudadanos del Estado: los "impuestos".
La sociedad gentilicia nunca tuvo idea de ellos, pero nosotros los conocemos
bastante bien. Con los progresos de la civilización, incluso los
impuestos llegan a ser poco; el Estado libra letras sobre el futuro, contrata
empréstitos, contrae "deudas de Estado". También de esto
puede hablarnos, por propia experiencia, la vieja Europa.
Dueños de la fuerza pública y del derecho de recaudar
los impuestos, los funcionarios, como órganos de la sociedad, aparecen
ahora situados por encima de ésta. El respeto que se tributaba libre
y voluntariamente a los órganos de la constitución gentilicia
ya no les basta, incluso si pudieran ganarlo; vehículos de un Poder
que se ha hecho extraño a la sociedad, necesitan hacerse respetar
por medio de las leyes de excepción, merced a las cuales gozan de
una aureola y de una inviolabilidad particulares. El más despreciable
polizonte del Estado civilizado tiene más «autoridad»
que todos los órganos del poder de la sociedad gentilicia reunidos;
pero el príncipe más poderoso, el más grande hombre
público o guerrero de la civilización, puede envidiar al
más modesto jefe gentil el respeto espontáneo y universal
que se le profesaba. El uno se movía dentro de la sociedad; el otro
se ve forzado a pretender representar algo que está fuera y por
encima de ella.
Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los antagonismos
de clase, y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto
de esas clases, es, por regla general, el Estado de la clase más
poderosa, de la clase económicamente dominante, que, con ayuda de
él, se convierte también en la clase políticamente
dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión
y la explotación de la clase oprimida. Así, el Estado antiguo
era, ante todo, el Estado de los esclavistas para tener sometidos a los
esclavos; el Estado feudal era el órgano de que se valía
la nobleza para tener sujetos a los campesinos siervos, y el moderno Estado
representativo es el instrumento de que se sirve el capital para explotar
el trabajo asalariado. Sin embargo, por excepción, hay períodos
en que las clases en lucha están tan equilibradas, que el poder
del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentánea
respecto a una y otra. En este caso se halla la monarquía absoluta
de los siglos XVII y XVIII, que mantenía a nivel la balanza entre
la nobleza y la burguesía; y en este caso estuvieron el bonapartismo
del Primer Imperio francés , y sobre todo el del Segundo, valiéndose
de los proletarios contra la clase media, y de ésta contra aquéllos.
La más reciente producción de esta especie, donde opresores
y oprimidos aparecen igualmente ridículos, es el nuevo imperio alemán
de la nación bismarckiana: aquí se contrapesa a capitalistas
y trabajadores unos con otros, y se les extrae el jugo sin distinción
en provecho de los junkers prusianos de provincias, venidos a menos.
Además, en la mayor parte de los Estados históricos
los derechos concedidos a los ciudadanos se gradúan con arreglo
a su fortuna, y con ello se declara expresamente que el Estado es un organismo
para proteger a la clase que posee contra la desposeída. Así
sucedía ya en Atenas y en Roma, donde la clasificación era
por la cuantía de los bienes de fortuna. Lo mismo sucede en el Estado
feudal de la Edad Media, donde el poder político se distribuyó
según la propiedad territorial. Y así lo observamos en el
censo electoral de los Estados representativos modernos. Sin embargo, este
reconocimiento político de la diferencia de fortunas no es nada
esencial. Por el contrario, denota un grado inferior en el desarrollo del
Estado. La forma más elevada del Estado, la república democrática,
que en nuestras condiciones sociales modernas se va haciendo una necesidad
cada vez más ineludible, y que es la única forma de Estado
bajo la cual puede darse la batalla última y definitiva entre el
proletariado y la burguesía, no reconoce oficialmente diferencias
de fortuna. En ella la riqueza ejerce su poder indirectamente, pero por
ello mismo de un modo más seguro. De una parte, bajo la forma de
corrupción directa de los funcionarios, de lo cual es América
un modelo clásico, y, de otra parte, bajo la forma de alianza entre
el gobierno y la Bolsa. Esta alianza se realiza con tanta mayor facilidad,
cuanto más crecen las deudas del Estado y más van concentrando
en sus manos las sociedades por acciones, no sólo el transporte,
sino también la producción misma, haciendo de la Bolsa su
centro. Fuera de América, la nueva república francesa es
un patente ejemplo de ello, y la buena vieja Suiza también ha hecho
su aportación en este terreno. Pero que la república democrática
no es imprescindible para esa unión fraternal entre la Bolsa y el
gobierno, lo prueba, además de Inglaterra, el nuevo imperio alemán,
donde no puede decirse a quién ha elevado más arriba el sufragio
universal, si a Bismarck o a Bleichröder. Y, por último, la
clase poseedora impera de un modo directo por medio del sufragio universal.
Mientras la clase oprimida --en nuestro caso el proletariado-- no está
madura para libertarse ella misma, su mayoría reconoce el orden
social de hoy como el único posible, y políticamente forma
la cola de la clase capitalista, su extrema izquierda. Pero a medida que
va madurando para emanciparse ella misma, se constituye como un partido
independiente, elige sus propios representantes y no los de los capitalistas.
El sufragio universal es, de esta suerte, el índice de la madurez
de la clase obrera. No puede llegar ni llegará nunca a más
en el Estado actual, pero esto es bastante. El día en que el termómetro
del sufragio universal marque para los trabajadores el punto de ebullición,
ellos sabrán, lo mismo que los capitalistas, qué deben hacer.
Por tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha habido sociedades
que se las arreglaron sin él, que no tuvieron la menor noción
del Estado ni de su poder. Al llegar a cierta fase del desarrollo económico,
que estaba ligada necesariamente a la división de la sociedad en
clases, esta división hizo del Estado una necesidad. Ahora nos aproximamos
con rapidez a una fase de desarrollo de la producción en que la
existencia de estas clases no sólo deja de ser una necesidad, sino
que se convierte positivamente en un obstáculo para la producción.
Las clases desaparecerán de un modo tan inevitable como surgieron
en su día. Con la desaparición de las clases desaparecerá
inevitablemente el Estado. La sociedad, reorganizando de un modo nuevo
la producción sobre la base de una asociación libre de productores
iguales, enviará toda la máquina del Estado al lugar que
entonces le ha de corresponder: al museo de antigüedades, junto a
la rueca y al hacha de bronce.
* * *
Por todo lo que hemos dicho, la civilización es, pues,
el estadio de desarrollo de la sociedad en que la división del trabajo,
el cambio entre individuos que de ella deriva, y la producción mercantil
que abarca a una y otro, alcanzan su pleno desarrollo y ocasionan una revolución
en toda la sociedad anterior.
En todos los estadios anteriores de la sociedad, la producción
era esencialmente colectiva y el consumo se efectuaba también bajo
un régimen de reparto directo de los productos, en el seno de pequeñas
o grandes colectividades comunistas. Esa producción colectiva se
realizaba dentro de los más estrechos límites, pero llevaba
aparejado el dominio de los productores sobre el proceso de la producción
y sobre su producto. Estos sabían qué era del producto: lo
consumían, no salía de sus manos. Y mientras la producción
se efectuó sobre esta base, no pudo sobreponerse a los productores,
ni hacer surgir frente a ellos el espectro de poderes extraños,
cual sucede regular e inevitablemente en la civilización.
Pero en este modo de producir se introdujo lentamente la división
del trabajo, la cual minó la comunidad de producción y de
apropiación, erigió en regla predominante la apropiación
individual, y de ese modo creó el cambio entre individuos (ya examinamos
anteriormente cómo). Poco a poco, la producción mercantil
se hizo la forma dominante.
Con la producción mercantil, producción no ya para
el consumo personal, sino para el cambio, los productos pasan necesariamente
de unas manos a otras. El productor se separa de su producto en el cambio,
y ya no sabe qué se hace de él. Tan pronto como el dinero,
y con él el mercader, interviene como intermediario entre los productores,
se complica más el sistema de cambio y se vuelve todavía
más incierto el destino final de los productos. Los mercaderes son
muchos y ninguno de ellos sabe lo que hacen los demás. Ahora las
mercancías no sólo van de mano en mano, sino de mercado en
mercado; los productores han dejado ya de ser dueños de la producción
total de las condiciones de su propia vida, y los comerciantes tampoco
han llegado a serlo. Los productos y la producción están
entregados al azar.
Pero el azar no es más que uno de los polos de una interdependencia,
el otro polo de la cual se llama necesidad. En la naturaleza, donde también
parece dominar el azar, hace mucho tiempo que hemos dernostrado en cada
dominio particular la necesidad inmanente y las leyes internas que se afirman
en aquel azar. Y lo que es cierto para la naturaleza, también lo
es para la sociedad. Cuanto más escapa del control consciente del
hombre y se sobrepone a él una actividad social, una serie de procesos
sociales, cuando más abandonada parece esa actividad al puro azar,
tanto más las leyes propias, inmanentes, de dicho azar, se manifiestan
como una necesidad natural. Leyes análogas rigen las eventualidades
de la producción mercantil y del cambio de las mercancías;
frente al productor y al comerciante aislados, surgen como factores extraños
y desconocidos, cuya naturaleza es preciso desentrañar y estudiar
con suma meticulosidad. Estas leyes económicas de la producción
mercantil se modifican según los diversos grados de desarrollo de
esta forma de producir; pero, en general, todo el período de la
civilización está regido por ellas. Hoy, el producto domina
aún al productor; hoy, toda la producción social está
aún regulada, no conforme a un plan elaborado en común, sino
por leyes ciegas que se imponen con la violencia de los elementos, en último
término, en las tempestades de las crisis comerciales periódicas.
Hemos visto cómo en un estadio bastante temprano del desarrollo
de la producción, la fuerza de trabajo del hombre llega a ser apta
para suministrar un producto mucho más cuantioso de lo que exige
el sustento de los productores, y cómo este estadio de desarrollo
es, en lo esencial, el mismo donde nacen la división del trabajo
y el cambio entre individuos. No tardó mucho en ser descubierta
la gran «verdad» de que el hombre también podía
servir de mercancía, de que la fuerza de trabajo del hombre podía
llegar a ser un objeto de cambio y de consumo si se hacía del hombre
un esclavo. Apenas comenzaron los hombres a practicar el cambio, ellos
mismos se vieron cambiados. La voz activa se convirtió en voz pasiva,
independientemente de la voluntad de los hombres.
Con la esclavitud, que alcanzó su desarrollo máximo
bajo la civilización, realizóse la primera gran escisión
de la sociedad en una clase explotadora y una clase explotada. Esta escisión
se ha sostenido durante todo el período civilizado. La esclavitud
es la primera forma de la explotación, la forma propia del mundo
antiguo; le suceden la servidumbre, en la Edad Media, y el trabajo asalariado
en los tiempos modernos. Estas son las tres grandes formas del avasallamiento,
que caracterizan las tres grandes épocas de la civilización;
ésta va siempre acompañada de la esclavitud, franca al principio,
más o menos disfrazada después.
El estadio de la producción de mercancías, con
el que comienza la civilización, se distinguc desde el punto de
vista económico por la introducción: 1) de la moneda metálica,
y con ella del capital en dinero, del interés y de la usura; 2)
de los mercaderes, como clase intermediaria entre los productores; 3) de
la propiedad privada de la tierra y de la hipoteca, y 4) del trabajo de
los esclavos como forma dominante de la producción. La forma de
familia que corresponde a la civilización y vence definitivamente
con ella es la monogamia, la supremacía del hombre sobre la mujer,
y la familia individual como unidad económica de la sociedad. La
fuerza cohesiva de la sociedad civilizada la constituye el Estado, que,
en todos los períodos típicos, es exclusivamente el Estado
de la clase dominante y, en todos los casos, una máquina esencialmente
destinada a reprimir a la clase oprimida y explotada. También es
característico de la civilización, por una parte, fijar la
oposición entre la ciudad y el campo como base de toda la división
del trabajo social; y, por otra parte, introducir los testamentos, por
medio de los cuales el propietario puede disponer de sus bienes aun después
de su muerte. Esta institución, que es un golpe directo a la antigua
constitución de la gens, era desconocida en Atenas aun en los tiempos
de Solón; se introdujo muy pronto en Roma, pero ignoramos en qué
época . En Alemania la implantaron los clérigos para que
los cándidos alemanes pudiesen instituir con toda libertad legados
a favor de la Iglesia.
Con este régimen como base, la civilización ha
realizado cosas de las que distaba muchísimo de ser capaz la antigua
sociedad gentilicia. Pero las ha llevado a cabo poniendo en movimiento
los impulsos y pasiones más viles de los hombres y a costa de sus
mejores disposiciones. La codicia vulgar ha sido la fuerza motriz de la
civilización desde sus primeros días hasta hoy, su único
objetivo determinante es la riqueza, otra vez la riqueza y siempre la riqueza,
pero no la de la sociedad, sino la de tal o cual miserable individuo. Si
a pesar de eso han correspondido a la civilización el desarrollo
creciente de la ciencia y reiterados períodos del más opulento
esplendor del arte, sólo ha acontecido así porque sin ello
hubieran sido imposibles, en toda su plenitud, las actuales realizaciones
en la acumulación de riquezas.
Siendo la base de la civilización la explotación
de una clase por otra, su desarrollo se opera en una constante contradicción.
Cada progreso de la producción es al mismo tiempo un retroceso en
la situación de la clase oprimida, es decir, de la inmensa mayoría.
Cada beneficio para unos es por necesidad un perjuicio para otros; cada
grado de emancipación conseguido por una clase es un nuevo elemento
de opresión para la otra. La prueba más elocuente de esto
nos la da la introducción de la maquinaria, cuyos efectos conoce
hoy el mundo entero. Y si, como hemos visto, entre los bárbaros
apenas puede establecerse la diferencia entre los derechos y los deberes,
la civilización señala entre ellos una diferencia y un contraste
que saltan a la vista del hombre menos inteligente, en el sentido de que
da casi todos los derechos a una clase y casi todos los deberes a la otra.
Pero eso no debe ser. Lo que es bueno para la clase dominante,
debe ser bueno para la sociedad con la cual se identifica aquélla.
Por ello, cuanto más progresa la civilización, más
obligada se cree a cubrir con el manto de la caridad los males que ha engendrado
fatalmente, a pintarlos de color de rosa o a negarlos. En una palabra,
introduce una hipocresía convencional que no conocían las
primitivas formas de la sociedad ni aun los primeros grados de la civilización,
y que llega a su cima en la declaración: la explotación de
la clase oprimida es ejercida por la clase explotadora exclusiva y únicamente
en beneficio de la clase explotada; y si esta última no lo reconoce
así y hasta se muestra rebelde, esto constituye por su parte la
más negra ingratitud hacia sus bienhechores, los explotadores .
Y, para concluir, véase el juicio que acerca de la civilización
emite Morgan:
«Los hermanos se harán la guerra y se convertirán
en asesinos unos de otros; hijos de hermanas romperán sus lazos
de estirpe».
«Desde el advenimiento dc la civilización ha llegado
a ser tan enorme el acrecentamiento de la riqueza, tan diversas las formas
de este acrecentamiento, tan extensa su aplicación y tan hábil
su administración en beneficio de los propietarios, que esa riqueza
se ha constituido en una fuerza irreductible opuesta al pueblo. La inteligencia
humana se ve impotente y desconcertada ante su propia creación.
Pero, sin embargo, llegará un tiempo en que la razón humana
sea suficientemente fuerte para dominar a la riqueza, en que fije las relaciones
del Estado con la propiedad que éste protege y los límites
de los derechos de los propietarios. Los intereses de la sociedad son absolutamente
superiores a los intereses individuales, y unos y otros deben concertarse
en una relación justa y armónica. La simple caza de la riqueza
no es el destino final de la humanidad, a lo menos si el progreso ha de
ser la ley del porvenir como lo ha sido la del pasado. El tiempo transcurrido
desde el advenimiento de la civilización no es más que una
fracción ínfima de la existencia pasada de la humanidad,
una fracción ínfima de las épocas por venir. La disolución
de la sociedad se yergue amenazadora ante nosotros, como el término
de una carrera histórica cuya única meta es la riqueza, porque
semejante carrera encierra los elementos de su propia ruina. La democracia
en la administración, la fraternidad en la sociedad, la igualdad
de derechos y la instrucción general, inaugurarán la próxima
etapa superior de la sociedad, para la cual laboran constantemente la experiencia,
la razón y la ciencia. Será un renacimiento de la libertad,
la igualdad y la fraternidad de las antiguas gens, pero bajo una forma
superior». (Morgan, "La Sociedad Antigua", pág. 552.)
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