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Marxismo
desde el Estado español,
la
web de Izquierda Revolucionaria
Discurso ante la tumba
de Marx
por Federico Engels
1. El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, dejó
de pensar el más grande pensador viviente. Apenas le habíamos
dejado solo dos minutos, cuando al volver le encontramos serenamente dormido
en su sillón, esta vez para siempre.
Imposible medir en palabras todo lo que el proletariado militante de
Europa y América, todo lo que la ciencia histórica pierden
en este hombre. Harto pronto se hará sensible el vacío que
abre la muerte de esta imponente figura.
Así como Darwin descubrió la ley de la evolución
de la naturaleza orgánica, así Marx descubrió la ley
por que se rige el proceso de la historia humana; el hecho muy sencillo
pero que hasta él aparecía soterrado bajo una maraña
ideológica, de que antes de dedicarse a la política, a la
ciencia, al arte, a la religión, etcétera, el hombre necesita,
por encima de todo, comer, beber, tener donde habitar y con qué
vestirse y que, por tanto, la producción de los medios materiales
e inmediatos de vida, o lo que es lo mismo, el grado de progreso económico
de cada pueblo o de cada época, es la base sobre las que luego se
desarrollan las instituciones del Estado, las concepciones jurídicas,
el arte e incluso las ideas religiosas de los hombres de ese pueblo o de
esa época y de la que, por consiguiente, hay que partir para explicarse
todo esto y no al revés, como hasta Marx se venía haciendo.
Pero no es esto todo. Marx descubre también la ley especial que
preside la dinámica del actual régimen capitalista de producción
y de la sociedad burguesa engendrada por él. El descubrimiento de
la plusvalía puso en claro todo ese sistema, por entre el cual se
habían extraviado todos los anteriores investigadores, lo mismo
los economistas burgueses que los críticos socialistas.
Dos descubrimientos como éstos parece que debían llenar
toda una vida, y con uno solo de ellos podría considerarse feliz
cualquier hombre. Pero Marx dejó una huella personal en todos los
campos que investigó, incluso en el de las matemáticas, y
por ninguno de ellos, a pesar de ser muchos, pasó de largo.
Así era Marx en el mundo de la ciencia. Pero esto no llenaba
ni media vida de este hombre. Para Marx la ciencia era una fuerza en fusión
histórica, una fuerza revolucionaria. Y por muy grande que fuese
la alegría que le causase cualquier descubrimiento que pudiera hacer
en una rama puramente teórica de la ciencia; y cuya trascendencia
práctica fuese muy remota y acaso imprevisible, era mucho mayor
la que le producían aquellos descubrimientos que trascendían
inmediatamente a la industria revolucionándola, o a la marcha de
la historia en general. Por eso seguía con tan vivo interés
el giro de los descubrimientos en el campo de la electricidad, y últimamente
los de Marc Deprez.
Pues Marx era, ante todo y sobre todo, un revolucionario. La verdadera
misión de su vida era cooperar de un modo o de otro al derrocamiento
de la sociedad capitalista y de las instituciones del Estado creadas por
ella, cooperar a la emancipación del proletariado moderno, a quien
él por vez primera infundió la conciencia de su propia situación
y de sus necesidades, la conciencia de las condiciones que informaban su
liberación. La lucha era su elemento. Y luchó con una pasión
con una tenacidad y con unos frutos como pocos hombres los conocieron.
La primera Gaceta del Rin en 1842, el Vorwarts de París en 1844,
la Gaceta alemana de Bruselas, en 1847, la Nueva Gaceta del Rin, en 1848
y 1849, la New York Tribune, de 1852 a 1861, una muchedumbre de folletos
combativos, el trabajo de organización en las asociaciones de París,
Bruselas y Londres, hasta que por último vio surgir como coronación
y remate de toda su obra la gran Asociación obrera internacional;
su autor tenía verdaderamente títulos para sentirse orgulloso
de estos frutos, aunque no hubiera dejado ningún otro detrás
de sí.
Así se explica que Marx fuese el hombre más odiado y más
calumniado de su tiempo. Todos los gobiernos, los absolutistas como los
republicanos, lo desterraban, y no había burgués, desde el
campo conservador al de la extrema democracia, que no le cubriese de calumnias,
en verdadero torneo de insultos. Pero él pisaba por encima de todo
aquello como sobre una tela de araña, sin hacer caso de ello, y
sólo tomaba la pluma para contestar cuando la extrema necesidad
lo exigía. Este hombre muere venerado, amado, llorado por millones
de obreros revolucionarios como él, sembrados por todo el orbe,
desde las minas de Siberia hasta la punta de California, y bien puedo decir
con orgullo que, si tuvo muchos adversarios, no conoció seguramente
un solo enemigo personal.
Su nombre vivirá a lo largo de los siglos, y con su nombre, su
obra.
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