Un día en la vida de un judío negro gay argentino

Sonó el despertador para depresivos. Un despertador ordinario emite perturbadores RINGs. Este, en cambio, reproduce en un altoparlante una frase grabada por el usuario. De modo que dentro de mi sueño comencé a escuchar una voz hipnóticamente grave. Era la voz de mi psicoanalista repitiendo insistentemente:

--Usted no tiene de qué acomplejarse ... Usted no tiene de qué acompl...

Mis sueños eróticos coinciden con el momento de despertarme. Así que la frase resuena justo cuando estoy por compartir mi humanidad con el cuerpo de mi pareja. Mi mirada obedece instintivamente el mensaje subliminal y baja para enfocar mi sexo. En ese instante, al percibir mis dimensiones más que finitas, toda la magia de la situación que sueño desaparece y con extraordinaria velocidad la sangre desaloja su momentáneo habitáculo, reduciéndose aún más esa extensión decepcionante. Muchas carcajadas salen despedidas de la garganta de mi pareja, mi sueño se empieza a desdibujar, me despierto y me espabilo. Bostezo largamente. El despertador sigue evacuando esa maldita frase desde sus entrañas. He comenzado a dudar de sus supuestos beneficios terapéuticos, aunque no quiero dudar de la capacidad de mi psicoanalista, quien además de recomendarme el método, también me vendió el aparato a un precio razonable. De un golpe saco el mensaje del aire y el despertador de la mesa de luz. En vez de acunarme el silencio, un sonido machacante se adueña de mis oídos. Los empleados de Obras Sanitarias están tratando de arreglar un caño de agua. Para ello lo están buscando desde hace tres días, primero bajo las baldosas de la vereda y ahora, según parece, debajo del asfalto.

Aún acostado, puedo ver el techo. En grandes letras rosadas está escrito un postulado de autoayuda: "1. Levántate predispuesto para gozar este maravilloso día de tu vida. No olvides bajarte por el lado derecho de la cama. Apoya primero el pie diestro. Di en voz alta y con confianza: Este será un día glorioso". Debajo siguen más palabras rosadas. He transcripto el decálogo para vivir mejor de una revista de actualidad, para tenerlo siempre presente al levantarme. No necesito leer los nueve puntos siguientes. Basta con leer el primero para recordar los restantes.

Obro aceptando el mandato y me bajo cumpliendo con el consejo. Me visto con la ropa de la oficina. Hacer el nudo de la corbata ya no me tensa como antes. He aceptado que quede torcido o encogido sobre si mismo. Estoy aprendiendo a manejar el stress, de lo contrario ya estaría muerto.

La pala neumática, que no deja de ensordecerme, no impide que la PhillipShave ejecute su trabajo. Se me irrita la piel del cuello, pero no se nota porque soy negro. Cuando abro la canilla lo recuerdo: no hay agua para lavarse los dientes. Tampoco para preparar un café. Deberé conformarme con el agua sucia del trabajo. Salgo a la calle con mi maletín de cuero sintético. No llevo muchas cosas; varias revistas que me llevé de la sala de espera de mi dentista, algunas hojas blancas, un presupuesto para pintar mi departamento, lapiceras, un fax de mi hermana, dos preservativos, una tableta de aspirinas y un sertal. Tener el maletín a mano me hace sentir seguro y no puedo negar que también me hace sentir importante. Supongo que llegará el momento, algún día, en el que las porquerías que llevo puedan tener alguna utilidad.

La máquina automática que recibe el cambio en el colectivo se traba cuando le deposito el valor del pasaje. El chofer debe estacionar el coche, inmerso en una nube de bocinazos. Me mira con gesto furibundo. Sus ojos alcanzan el bolsillo superior de mi saco y lee en voz alta mi credencial de presentación:

--Moisés Rubinstein.

Inmediatamente, sin dejar de observarme, maldice a la máquina y le da un puntapié. El aparato reacciona y caen las monedas de mi vuelto. El chofer las recoge bruscamente y me las entrega con tal celeridad que su mano no llega a tocarme la piel. Si yo fuera paranoico pensaría que no ha querido ni siquiera rozarme. Le agradezco, pero el hombre ya se ha puesto al volante. Los demás pasajeros siguen ocupándose de sus asuntos.

Como siempre, llego a la oficina a tiempo. Me sorprende encontrar a todo el personal en la calle. Están con cara de preocupación. Al verme arribar mi jefe se adelanta. Me cuenta que durante un simulacro de incendio a pocas cuadras de allí, la biblioteca comunitaria judía ha cobrado fuego accidentalmente. Gracias a los bomberos, quienes estaban realizando allí su entrenamiento, las llamas pudieron ser controladas antes de que avanzaran sobre las propiedades vecinas. Me lo comenta con sentida preocupación, agregando su completo repudio ante las futuras acciones antisemitas que vayan a ocurrir en lo que resta del año. Aprovecha para preguntarme en qué año vivimos los judíos y finalmente agrega que han muerto sólo dos personas y siete han quedado heridas. Las víctimas fueron trasladadas al hospital italiano, esperando dadores de sangre de mi mismo grupo y factor Rh. Atentamente, el jefe accede a darme el día libre. Me despido rápido de él y de mis compañeros. Me dirijo hacia la avenida para tomar un taxi. Mientras tanto reflexiono sobre los misterios de la naturaleza y el azar, pues me resulta extraño que nadie más en la oficina pueda donar sangre del grupo O factor Rh positivo. Los taxis parecen no verme a pesar de que viajan sin pasajeros. Estoy acostumbrado, siempre me sucede. Hasta que un hombre de gruesos anteojos y nutrida barba descuidada estaciona su móvil a unos pasos de mi. Me zambullo en el auto y le indico la dirección. Me exige pago por adelantado y me lleva a destino.

En el hospital me informan el laberíntico camino hacia la sala de transfusiones. Un enfermero grandote, de guardapolvos verde, me toma los datos. Una pregunta me desconcierta:

--¿Heterosexual, bisexual u homosexual?

--¿Cómo? --respondo.

--Ya escuchó --dice.

--¡¿Qué le importa mi inclinación sexual?! --afirmo totalmente ofuscado, defendiendo mi derecho a la privacidad. Me siento orgulloso de no dejar que me pisoteen. Desde el advenimiento de la democracia, hace ya más de diez años, siento que soy un ser humano, gracias a lo cual gozo de garantías. Se lo explico sin economizar palabras.

El enfermero me escucha atentamente. Cuando termino de elaborar mi discurso abre su bocota para decir:

--Homosexual --marcando la opción correspondiente en la planilla.

Inmediatamente me pregunta si tengo HIV y ante mi negativa vuelve a insistir con la misma pregunta. Se esfuma antes de que yo reaccione.

Mientras espero, observo el ambiente. Nadie más hay en la sala. La única puerta, de estatura gigantesca, da a un pasillo oscuro donde hay lánguidas personas esperando ser atendidas. No entra casi claridad por el ventiluz y por eso debe estar prendido el fluorescente. Las paredes están cubiertas de azulejos, pero no brillan. Sobre una mesita se apoyan en completo desorden agujas y jeringas descartables, bolsas de suero vacías y un café con leche que parece frío. También hay un jarroncito que contiene una flor desteñida. Una enfermera se asoma por la puerta. Me mira, se frota los ojos y se va. Pasan otros veinticinco minutos antes de que otra aparezca. Se me acerca con la ficha que el enfermero llenó. La repasa balbuceando. Me ofrece palabras de aliento que no esperaba escuchar. Alude a las fauces de las hienas xenófobas y asesinas que se esconden como un virus minoritario dentro de esta sociedad pluralista y democrática. Su voz se turba mientras menciona que su madre conoció a un escritor judío y que ella misma también tiene un amigo judío. Me abraza y mi interior se afloja de sensibilidad. Se disculpa diciendo que no sería capaz de derramar más sangre sionista y desaparece después de asegurarme que enviará a otra enfermera para efectuar la transfusión.

Al rato vuelve el enfermero de chaqueta verde. En silencio se coloca dos guantes de goma en cada mano, me hace sentar y efectúa unas maniobras que aparentemente conoce bien. Se marcha mientras mi sangre comienza a gotear dentro de una de esas bolsas de plástico que había sobre la mesa. Para no aburrirme comienzo a contarlas. Dejo de hacerlo cuando llego a cinco mil setecientos cincuenta y siete. Cuando he comenzado a sospechar que la bolsa de plástico podría explotar ha vuelto otra enfermera. Tiene manchas de mermelada en su uniforme. Me saca la aguja del brazo y me hace salir de la habitación, muy apurada, con la excusa de la limpieza. Salgo del hospital aliviado, haciendo presión con el índice directamente sobre la piel del brazo doblado, para evitar la pérdida de más sangre, si es que alguna queda.

El camino de vuelta a casa se hace largo. Estoy mareado. No me ha quedado dinero más que para volver en colectivo. Es la hora de salida para los que trabajan con turno corrido. El ambiente del ómnibus es pesado. Veo que atrás, en el pasillo, hay más lugar, pero estoy atrapado entre un grupo de escolares y sus mochilas no me dejan pasar. Por fin un asiento cercano se desocupa. Un estudiante universitario con la remera del "Che" se sumerge en él. Intenta abrir la ventanilla pero se da por vencido.

Con el brazo sano estoy colgado del techo del colectivo. El otro brazo, doblado para no seguir perdiendo sangre, se me ha dormido atenazando el maletín. Necesito una aspirina. Parece que llegó el momento de utilizar alguna de las porquerías que hay dentro de la valijita. Sin embargo aquí no voy a poder abrirlo. Me siento débil. Pido permiso y a los empujones atravieso trabajosamente el camino hacia la puerta de descenso. Logro tocar el timbre dos paradas después de la que me deja más cerca, a una docena de cuadras de casa. Bajo medio tambaleante. Aspiro profundamente. El colectivo se despide con una bocanada de humo. Me limpio el sudor y comienzo a caminar. El regreso va llegando a su fin. Mis piernas se mueven porque no se han dado cuenta de que no hay nadie que las gobierne. Una vieja interrumpe mi camino y me pide el Clarín de hoy. Le aclaro que no soy canillita pero insiste. Intento interrumpirla cuando me asegura que nunca había visto un negro tan pálido. No tengo fuerzas para discutir así que abro el maletín y le doy una revista de las que tomé prestadas en la sala de espera. La vieja me paga y gentilmente me obsequia cinco centavos de propina. En voz bien alta, para que todos los vecinos escuchen declara:

--¡Ve que en este país no somos racistas! --afirma, y se va trastabillando con las baldosas flojas.

Resoplo y prosigo mi retorno. Me detengo en la puerta de mi edificio y tanteo las llaves en mi bolsillo. Con el brazo herido abro la puerta. Antes de entrar, sin embargo, siento un fuerte empujón desde mi brazo sano. Un adolescente muy pulcro está dando tirones de mi maletín de cuero sintético, pero con fuerza insuficiente para vencer mi mano, trabada de tanto sostenerlo. Deseo poder soltarlo y llegar cuanto antes a mi cama pero ni siquiera puedo hacerlo. El ladrón se sorprende al no verme reaccionar y en vez de huir, tira con más fuerza. La voz del operario de la pala neumática hiere el aire:

--¡Policía! ¡Un asalto!

Miro al trabajador y veo que suelta la pala neumática y corre hacia mí. Los tirones siguen y la manija del maletín está a punto de ceder. Detrás del ladrón aparece providencialmente un policía. Se lanza sobre el delincuente blandiendo su macana por el aire. Me reconforta sentirme auxiliado por otros ciudadanos y socorrido por las fuerzas del orden. La manija del maletín cede y me quedo con ella en la mano. El joven sale corriendo con el botín. La macana se asesta sobre mi brazo. Luego recibo una lluvia de golpes de bota y macanazos distribuidos generosamente por todo mi cuerpo. El operario abraza al policía y trabajosamente logra frenarlo. Cuando el gentil obrero advierte al uniformado de su equivocación, y lo convence de que no saldría de testigo si yo le iniciase juicio, me suben al camión de Obras Sanitarias y me llevan al hospital. Recorremos tres antes de conseguir una cama disponible. Me instalan en una pieza junto a unos quemados. En la habitación somos ahora ocho. El enfermero de guardapolvos verde aparece con una planilla en blanco. Consciente de que estoy delirando opto por desmayarme.

Varias horas después comienzo a soñar. Mis magullones no impiden que comience a desatarse el erotismo durante mi actividad onírica. Increíblemente alcanzo a completar el sueño. Cuando me despierto me siento satisfecho. Extrañado miro el lugar donde me encuentro y observo a los otros siete accidentados, al parecer quemados. Para mi asombro no escucho la voz de mi psicoanalista ni veo el decálogo de frases rosas en el techo. A mi lado está la enfermera que tiene un amigo judío.

Me pregunto cuál es el motivo por el que me encuentro aquí, dolorido pero sintiendo una mayor tranquilidad a cada momento. No lo recuerdo. Un viejo de gorro chiquito en la cabeza no para de lamentarse. Me recuerda a mi abuelo, por su barba blanca, y vienen a mi memoria sus palabras: "lo importante es la salud", siempre decía. Tampoco se cansaba de repetir que éste es un gran país y que debíamos estar agradecidos por la amabilidad de su gente y por todo lo que nos brinda. El cansancio me cierra los ojos. Alcanzo a ver una luz blanca al final de un túnel. La paz comienza a invadirme, siento una felicidad reconfortante. Mis músculos se relajan. Una melodía leve me envuelve.

Y mientras creo despedirme de este hospitalario país, una puerta al final del túnel se cierra. Una linterna se apaga y un hombre grandote vestido con un delantal verde recibe la orden de aplicarme un enema.

Eleuterio Pluma

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La Guarida

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