—Además, están fuera de moda, señores. Los esquizos de hoy, por lo menos en el primer mundo, se creen faxes, computadoras y teléfonos celulares. Lo de ustedes es decididamente anticuado —subrayó con desprecio. Estaba usando la táctica de mostrar a sus locos lo ridículas que eran sus actitudes.
—Pueden sentarse. Se van a cansar de estar ahí, tan tiesos —él tomó asiento pero nadie siguió su ejemplo—. Yo tengo todo el tiempo del mundo; como sabrán, yo vivo en este consultorio. No tengo que ir a ningún lado —el siquiatra estaba orgulloso de su dedicación casi permanente a la profesión—. La gente viene a verme a mí. Lo de ustedes es distinto. Tendrán que volver a sus casas; hay gente que los está esperando y se va a preocupar. ¿No les importa que su familia se preocupe?
—...
—Díganme una cosa: ¿por qué no quieren hablar? Claro, ya entiendo; para contarme por qué no quieren hablar, tendrían que hablar, ¿no es cierto? Bueno, no hablen entonces, pero explíquenme con señas. Hagan mímica, yo los voy a comprender. No tengan miedo. Pueden confiar en mí —agregó el siquiatra, dándose cuenta de que la táctica de ridiculizar a sus oponentes no era productiva y que era preferible ofrecerles seguridad, amistad, confianza.
—Quisiera que fuésemos amigos, que nuestra relación fuese distinta. Y para eso es necesario que ustedes digan algo. ¿Quieren que seamos amigos?
Ninguno de los cinco se dignó siquiera a mirarlo de reojo.
—Si quieren que seamos enemigos, también podemos serlo. No es lo que yo preferiría, pero si es el deseo de ustedes, no hay problema. ¿Alguien tiene ganas de gritarme lo que siente por mí, de arrojarme algún objeto, de pegarme, o incluso de matarme...? No tengan miedo...
El mutismo se mantenía y el siquiatra comenzaba a impacientarse. Pero él sabía cómo hacer que alguno de los cinco (o los cinco, con suerte) hablara o se moviera y, de ese modo, iniciara su propio derrumbe. En cuanto la lámpara o el secarropa dijeran una sola palabra, ya sería fácil demostrarles que no eran tales objetos, puesto que tales objetos no hablan. En cuanto el banco hiciese un gesto, sucedería lo mismo, ya que los bancos no gesticulan. De paso, el médico develaría la incógnita que desde hacía un tiempo lo tenía bastante apesadumbrado: ¿qué clase de banco era el "señor banco": una entidad crediticia, un sitio para apoyar el trasero o un montículo de arena?
La táctica de la amenaza y la agresión, aunque un recurso extremo, era infalible en estos casos. —No sé ustedes, pero yo empiezo a cansarme de este juego infantil. ¿Saben lo que voy a hacer? Me voy a tomar unos mates.
—Señor pava, permítame —dijo el siquiatra tomando al "señor pava" del cogote y llevándolo hasta una canilla. Le echó agua, lo sentó sobre la única ornalla del calentador portátil, que estaba en un rincón de la habitación, y prendió el artefacto. El "señor pava" comenzó a quemarse. Sin embargo, permanecía impasible. El siquiatra no se alarmó. Se había enfrentado con numerosos casos extremos en su larga carrera profesional y éste sólo era uno más.
—Les advierto que cuando el agua esté bien caliente, me voy a tomar los mates yo solo, y además los voy a salpicar. Así que les conviene ir aflojando la lengua y las articulaciones.
Miró a los cinco de soslayo. La respuesta continuó siendo la total indiferencia. El siquiatra se sintió desconcertado. Decidió tomarse el asunto con filosofía y, cuando el agua estuvo a punto, apagó el fuego, se reclinó en su mullido sillón de doctor, se puso a tararear una cancioncita alegre, se tomó unos mates bien amargos y se rió un rato. Se rió a carcajadas mientras les arrojaba con la cucharita de la yerba el líquido casi hirviendo en la cara a la escoba, la lámpara, el secarropa y el banco.
Cuando empezó a oscurecer, prendió la lámpara. Luego hizo un depósito, barrió el consultorio y secó un calzoncillo. Estaba contento. Sin poner un peso había aumentado considerablemente el confort del lugar.
Copyright 1997 © Todos Los Derechos Reservados
Aquí podés pedir tu propia página gratis