Pero ese día fue distinto, cuando faltaban estrictos veinticinco segundos para que saliera en su coche con rumbo a su trabajo, una gran explosión lo arrojó al suelo. Mientras veía pasar restos de vidrios frente a su cara, la casa retumbó y tembló como si fuera una prueba de estructuras. Todas las casas de la vecindad quedaron destruidas. Los techos se posaban en el suelo como si de alfombras se tratasen, los árboles todos habían quedado esparcidos separados en ramas y astillas. Inmensas columnas de fuego y humo se levantaban por doquier hacia el espacio infinito.
El señor Franceccini que había quedado atrapado debajo de algunos escombros gritaba pidiendo auxilio, pero nadie lo oía. Permaneció inmóvil durante toda una tarde hasta que al fin logró zafarse. Salió a lo que antes había sido una acera y miró para todos lados mientras llamaba desesperadamente a sus vecinos. Nadie le respondió. Ingresó a las casas que pudo y buscó a sus ocupantes tratando de darles ayuda, pero era tarde. Todos habían muerto.
Desahuciado ingresó a lo que quedaba de su casa y buscó una radio portátil que guardaba en un placard y que aún se mantenía en pie, la encendió y buscó alguna emisora, pero fue en vano, sólo se escuchaba ruido a viento.
La noche había caído ya y con lágrimas en los ojos buscó un colchón, sábanas y un acolchado. Tendió la cama donde antes había estado el baño, tomó su reloj de pulsera, programó la alarma para que suene a las 5 horas, y cerró los ojos.
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