Conde Diógenes Fonseca

 

 

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La nave del olvido


Un pequeño texto: una verdad dicha a medias. Allí reside la difícil cuestión de la memoria, en ese borde, en el límite entre la verdad y el ocultamiento. ¿Por qué aparecenlos sueños una y otra vez, cuando uno los recuerda como pesadillas? ¿Por qué esos otros sueños: los que prometen algo nuevo, no nos vienen más que por ratos, cuando apenas somos felices?
Esa mañana me asaltó una angustia inexplicada. En la casa: el más frío de los silencios y mi frente estaba transpirada. El reloj marcaba las 7.00 AM., una hora vulnerable a todos los imprevistos. Lo primero que hice fue darme vuelta en la cama; ver que todo estuviera en orden así de reojo, casi sin atender. Recién entonces noté esas gotas heladas que bajaban por mi nariz y ya no pude dormir. Las vueltas se sucedieron unas tras otras y el tiempo pasaba como estirándose, haciéndose dolor poco a poco.
Algunos dicen que es bueno contar nuestros sueños apenas nos despertamos, entonces tomé el auricular y disqué el número de la policía. No tenía realmente con quien hablar, al menos hasta llegar a la oficina. La voz de la mujer que me atendió me hizo imaginarla frágil y pálida: pero esto contrastaba con la idea de que seguramente portaba armas. Fui detallista en el relato y a medida que lo contaba me iba acordando de más pasajes de mi sueño.La mujer oía, sin saber qué decir.
En mi sueño todo era elíptico, pero en mi historia las fisuras se completaban con la respiración de mi interlocutora. La charla duró hasta que llegaron y golpearon fuerte la puerta. Eran dos oficiales y no me pusieron las esposas. Fue simple.
Febrero 1998.

 

A veces nos olvidamos de todo.
A veces así es mejor; porque el pasado se nos presenta como una deformación de lo que nosotros soñamos. Hablo de sueños, incluso de pesadillas. Pero en las tardes del verano, cuando se ve a través del vapor ondulante del asfalto cómo se desdibuja la acción, todo puede ser peor a la peor pesadilla. Más vale olvidar todo. Hoja por hoja la escritura de nuestros días.
A veces olvidamos todo. Tapamos con párpados interiores lo bueno y lo malo e investigamos las fronteras inciertas de nuestra desventura. Hay algo que sucede sin que podamos controlarlo: no tiene ubicación ni en el tiempo ni en el espacio. Como una pared que se cae sobre nosotros y nos derrumba en su viaje.
Y bueno, no hay remedio para lo inesperado. No hay.

 

El hombre simplemente ha dejado de hacer todo lo que tenía para hacer. Cuando llegó la tarde, junto con el cansancio acumulado de tantísimo tiempo, decidió finalizar la jornada, bajar los brazos y sentarse.
El sillón es cómodo y tiene uno de esos taburetes para apoyar los pies. Así que tomó una revista que estaba en la mesita y la abrió en cualquier página. Allí mismo estaba la foto. Nada especial: un paisaje semidesértico con una pequeña casita vieja rodeada de árboles. La casa parecía muy chica en ese enorme baldío y la luz era poca. El reflejo de cuando el sol se está poniendo.
Eso tampoco era nada en sí mismo. Pero hay un punto en donde las cosas hablar más de lo que uno espera. Para el hombre en realidad una casa en el campo tampoco era nada especial, sólo la llave abre la memoria.
Ayuda el sopor de la tarde y el cansancio de muchas horas de trabajo. La inmensidad para muchos significa soledad; pero no para él. Abajo de la foto hay un epígrafe que dice: "la casa donde vivió los últimos años de su vida el médico, rodeado de miseria y desgracia".
El camino sinuoso y aleatorio lo condujo de la casa al árbol que la protegía de los soles de enero; un enorme ombú casi barroco cubría la mitad del techo de la construcción. Un poco más abajo, una mínima mata de pasto seco se enredaba en la base del tronco. Ese fué el punto de foco. Era tal vez el unir el epígrafe con esa pequeña fragmentación de la imagen lo que quedaba por hacer.
Miseria es una palabra muy fuerte para decir porque sí. No hace falta leer la historia. Para el hombre es clarísimo: hay simplemente el tronco de un árbol vivo al que lo cubren un sinfín de pastos secos. Recordó de pronto como él mismo veía desde su silla el sórdido mundo que lo rodeaba.
Enero 98.

 

A veces me pregunto si existen o no los actos de magia pura. Esto quiere decir si algo puede suceder más allá de las leyes de la física aún cuando no haya un público de creyentes delante, aún cuando a nadie le importe que esto suceda. Por lo general tiendo a suponer que sí: que tanto los objetos como las ideas que de ellos nos formamos tienen una movilidad independiente de nosotros y de nuestra limitada percepción.
Esa mañana se armaba como un sueño, con fragmentos de pistas, con callejones sin salida que terminan enmurallones de chapa. La habitación parecía estar aislada por el agua del resto del mundo, como si flotara en un mar interminable. Y no es cuestión de distinguir entre lo onírico y la vigilia: ese es un límite claro, más allá de las interpretaciones. Noté con cierto desaliento que mi mundo entraba en un cuarto, con todas sus palabras y sus secretos, y que de él ya no podía bajarme. Un continuo acuático esta vez me distancia y no sé si realmente mi isla va hacia algún lado o gira sin sentido como dice el tango que nos hizo daño.
Noviembre de 1997.

 

Estamos otra vez casi al borde de un silencilo, mas bien podría decirse que casi por caer en un precipicio de palabras calladas, de ausencias. Mirá, de todas maneras, de afuera no se nos debe notar tanto; tal vez -aunque esto es estadísticamente incierto- alguien que camine a nuestro lada puede percibir cierto nerviosismo en nuestros cuerpor. Una transpiración más ácida, una sonrisa torcida.
Estamos por precipitarnos en la boca cerrada, tirnarnos por un tobogán hasta el olvido total. En una barca sin remos haremos en la misma quilla un fuego que toda el agua del río no podrá apagar. Para seguir adelante hay que elegir dos caminos: uno para avanzar y uno de retorno. Vamos a lanzarnos ya mismo. Dejemos en el cuaderno de los ratos perdidos todo lo anterior, como si fuera hoy la última gota de todos los vasos de los que bebimos.
Hay que emborracharse de silencios para armar la retirada. Ni una noche más podremos disculparnos.
Mayo 97

 

No me acuerdo muy bien de vos; pero sé que sonreias aquella tarde casi noche. No sé por qué aún veo algunos retazos de imagen borroneándose perezosamente. De toda una cara más bien bonita, sólo podría describir el flequillo. Algo que sin duda no es parte de los rasgos, pero que quién sabe por qué motivo está ligado a un cigarrillo que yo tenía entre los dedos. Una extrañeza, al menos para la época: Parisiennes importados (o contrabandeados) de Paraguay. Y allí, enfrente la rubia. Y la noche que se viene entre la llovizna. Ese flequillo un poco largo que se humedecía con las lágrimas. No sabíamos que decir y entonces no dijimos nada. Seguramente por eso me acuerdo de vos.
Julio 1997

 

No te recuerdo. Sinceramente ya no sé quién sos. A veces imagino que esa tarde, definitiva, yo me guardaba para siempre algo preciso de tu imagen. Un poco la última sonrisa, un poco el reflejo que te abarcaba íntegramente.
Pero no, como un estallido saliste de mí y ya no te recuerdo. No sé siquiera tu nombre y ninguna presión de la memoria ha podido devolverlo a la zona de mis cosas conocidas.
Cada tarde es un rumor más lejano.
A fin de invitarte a la casa de mis memorias, donde organizo cada tanto una enorme fiesta de despedida, quise el día del otoño llamarte a los gritos. Pero parece que no se puede volver a decir adiós.
Una vez acaso es suficiente y los días pasas con su repentina imprudencia cotidiana o con su tranquilidad de abismo casi oculto. No he guardado nada finalmente y la pálida imagen que aún me habita se aleja lentamente en una nave surcando un mar tormentoso y gris.
Abril 97

 

Es difícil olvidarnos de todo, lo sabías. Ya lo dije. No me canso de repetirlo; porque me sorprende cada vez que me despierto en la mitad de la noche con un grito en mi boca que me llena el paladar de algo agrio.
Es así. Sin embargo caben dudas de todo tipo. No se sabe nada más que hay hechos vividos que se repiten a través de los años y nos invaden todos los espacios. En este caso: la noche.
Se divide como un flan. Y hay una noche que se cae de lado y otra que se queda aferrada a las sábanas sosteniéndome. Qué pasa con la noche que se cae muy bien no lo sé. Simplemente es un fragmento de mi tiempo que ya no regresa a mi concienca. Y lo peor es que este hecho es revivido muchas veces por año. No coincide con nada.
Es deshojar una margarita: perder uno a uno los peldaños de una escalera hacia el olvido.
En cada repetición aparece el efecto del subrayado. Lo visto y revisto insiste dándonos más detalles sobre las mismas situaciones. Una vida inevitable de detalles microscópicos de nuestros peores ratos. Así es entonces la memoria. Como una vaca pastando, que mueve su mandíbula y mira el horizonte con cara de que todo está perdido.
Diciembre 1997

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