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Sigmund Freud
La agresividad y la cultura: instinto de vida e instinto de muerte
El término libido puede seguir aplicándose a las manifestaciones
del Eros para discernirlas de la energía inherente al instinto de muerte.
Cabe confesar que nos resulta mucho más difícil captar este último
y que, en cierta manera únicamente lo conjeturamos como una especie de
residuo o remanente oculto tras el Eros, sustrayéndose a nuestra observación
toda vez que no se manifieste en la amalgama con el mismo. En el sadismo, donde
desvía a su manera y conveniencia el fin erótico, sin dejar de
satisfacer por ello el impulso sexual, logramos el conocimiento más diáfano
de su esencia y de su relación con el Eros. Pero aun donde aparece sin
propósitos sexuales, aun en la mas ciega furia destructiva, no se puede
dejar de reconocer que su satisfacción se acompaña de extraordinario
placer narcisista, pues ofrece al yo la realización de sus más
arcaicos deseos de omnipotencia. Atenuado y domeñado, casi coartado en
su fin, el instinto de destrucción dirigido a los objetos debe procurar
al yo la satisfacción de sus necesidades vitales y el dominio sobre la
Naturaleza. Dado que, en efecto, hemos recurrido principalmente a argumentos
teóricos para fundamentar el instinto de muerte, debemos conceder que
no está al abrigo de los reparos de idéntica índole; pero,
en todo caso, tal es como lo consideramos en el estado actual de nuestros conocimientos.
La investigación y la especulación [futuras nos suministran, con
seguridad, la decisiva claridad al respecto.
En todo lo que sigue adoptaré, pues, el punto de vista de que la tendencia
agresiva es una disposición instintiva innata y autónoma del ser
humano; además, retomo ahora mi afirmación de que aquélla
constituye el mayor obstáculo con el que tropieza la cultura. En el curso
de esta investigación se nos impuso alguna vez la intuición de
que la cultura sería un proceso particular que se desarrolla sobre la
humanidad, y aún ahora nos subyuga esta idea. Añadiremos que se
trata de un proceso puesto al servicio del Eros, destinado a condensar en una
unidad vasta, en la humanidad, a los individuos aislados. luego a las familias,
las tribus, los pueblos y las naciones. No sabemos por qué es preciso
que sea así: aceptamos que es, simplemente, la obra del Eros. Estas masas
humanas han de ser vinculadas libidinalmente, pues ni la necesidad por sí
sola ni las ventajas de la comunidad de trabajo bastarían para mantenerlas
unidas. Pero el natural instinto humano de agresión, la hostilidad de
uno contra todos y de todos contra uno, se opone a este designio de la cultura.
Dicho instinto de agresión es el descendiente y principal representante
del instinto de muerte, que hemos hallado junto al Eros y que con él
comparte la dominación del mundo. Ahora, creo, el sentido de la evolución
cultural ya no nos resultará impenetrable; por fuerza debe presentarnos
la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e instinto de destrucción,
tal como se lleva a cabo en la especie humana. Esta lucha es, en suma, el contenido
esencial de la misma, y por ello la evolución cultural puede ser definida
brevemente como la lucha de la especie humana por la vida. ¡Y es este
combate de los Titanes el que nuestras nodrizas pretenden aplacar en su «arrorró
del Cielo» !
El malestar en la cultura, en Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid 1968,
vol. III p.45-46.
El yo, el super-yo y el ello: la felicidad no es un objetivo de la cultura
EI super-yo cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus normas. Entre éstas,
las que se refieren a las relaciones de los seres humanos entre sí están
comprendidas en el concepto de la ética. En todas las épocas se
dio mayor valor a estos sistemas éticos, como si precisamente ellos hubieran
de colmar las máximas esperanzas. En efecto, la ética aborda aquel
punto que es fácil reconocer como el más vulnerable de toda cultura.
Por consiguiente, debe ser concebida como una tentativa terapéutica,
como un ensayo destinado a lograr mediante un imperativo del super-yo lo que
antes no pudo alcanzar la restante labor cultural. Ya sabemos que en este sentido
el problema consiste en eliminar el mayor obstáculo con que tropieza
la cultura: la tendencia constitucional de los hombres a agredirse mutuamente;
de ahí el particular interés que tiene para nosotros el quizá
más reciente precepto del super-yo cultural «amarás al prójimo
como a ti mismo». La investigación y el tratamiento de las neurosis
nos ha llevado a sustentar dos acusaciones contra el super-yo del individuo:
con la severidad de sus preceptos y prohibiciones se despreocupa demasiado de
la felicidad del yo, pues no toma debida cuenta de las resistencias contra el
cumplimiento de aquéllos, de la energía instintiva del ello y
de las dificultades que ofrece el mundo real. Por consiguiente, al perseguir
nuestro objetivo terapéutico, muchas veces nos vemos obligados a luchar
contra el super-yo, esforzándonos por atenuar sus pretensiones. Podemos
exponer objeciones muy análogas contra las exigencias éticas del
super-yo cultural. Tampoco éste se preocupa bastante por la constitución
psíquica del hombre, pues instituye un precepto y no se pregunta si al
ser humano le será posible cumplirlo. Acepta, más bien, que al
yo del hombre le es psicológicamente posible realizar cuanto se le encomiende;
que el yo goza de ilimitada autoridad sobre su ello. He aquí un error,
pues aun en los seres pretendidamente normales la dominación sobre el
ello no puede exceder determinados limites. Si las exigencias los sobrepasan,
se produce en el individuo una rebelión o una neurosis, o se le hace
infeliz.
El malestar en la cultura, Alianza, Madrid 1970, p. 84-85.
Lo siniestro
Henos aquí, pues, dispuestos a admitir que para provocar el sentimiento
de lo siniestro es preciso que intervengan otras condiciones, además
de los factores temáticos que hemos postulado. En rigor podría
aceptarse que con lo dicho queda agotado el interés psicoanalítico
en el problema; que lo restante probablemente requiera se estudiado desde el
punto de vista estético; pero con ello abriríamos la puerta a
la duda respecto al valor de nuestro concepto, según el cual lo unheimlich,
lo siniestro, procede de lo heimish, lo familiar, que ha sido reprimido.
Una observación quizá pueda señalarnos el camino para resolver
estas incertidumbres. Casi todos los ejemplos que contradicen nuestra hipótesis
pertenecen al dominio de la ficción, de la poesía. Esto nos indicaría
que debemos diferenciar lo siniestro que se vivencia, de lo siniestro que únicamente
se imagina o se conoce por referencias.
Lo siniestro vivenciado depende de condiciones mucho más simples, pero se da en casos menos numerosos. Yo creo que esta forma de lo siniestro acepta, casi sin excepción, nuestras tentativas de solución y puede en cada caso ser reducido a cosas antiguamente familiares y ahora reprimidas. Sin embargo, también aquí es preciso establecer una distinción importante y psicológicamente significativa, que podrá ser ilustrada mejor en ejemplos apropiados.
Tomemos lo siniestro que emana de la omnipotencia de las ideas, de la inmediata
realización de deseos, de las ocultas fuerzas nefastas o del retorno
de Ios muertos. Es imposible confundir la condición que en estos casos
hace surgir el sentimiento de lo siniestro. Nosotros mismos -o nuestros antepasados
primitivos- hemos aceptado otrora estas tres eventualidades como realidades,
estábamos convencidos del carácter real de esos procesos. Hoy
ya no creemos en ellas, hemos superado esas maneras de pensar; pero no nos sentimos
muy seguros de nuestras nuevas concepciones, las antiguas creencias sobreviven
en nosotros, al acecho de una confirmación. Por consiguiente, en cuanto
sucede algo en esta vida, susceptible de confirmar aquellas viejas convicciones
abandonadas, experimentamos la sensación de lo siniestro, y es como si
dijéramos: «De modo que es posible matar a otro por la simple fuerza
del deseo; es posible que los muertos sigan viviendo y que reaparezcan en los
lugares donde vivieron», y así sucesivamente. Quien, por el contrario,
haya abandonado absoluta y definitivamente tales convicciones animistas, no
será capaz de experimentar esa forma de lo siniestro. La más extraordinaria
coincidencia entre un deseo y su realización, la más enigmática
repetición de hechos análogos en un mismo lugar o en idéntica
fecha, las más engañosas percepciones visuales y los ruidos más
sospechosos, no lo confundirán, no despertarán en él un
temor que podamos considerar como miedo a lo «siniestro». De modo
que aquí se trata exclusivamente de algo concerniente a la prueba de
realidad, de una cuestión de realidad material.
Muy otro es lo siniestro que emana de los complejos infantiles reprimidos, del
complejo de castración, de las fantasías intrauterinas, etc. Desde
luego, no pueden ser muy frecuentes las vivencias reales susceptibles de despertar
este genero de lo siniestro, ya que el sentimiento en cuestión, cuando
se da en vivencias reales, suele pertenecer al grupo anterior; pero para la
teoría es importante diferenciar ambas categorías. En lo siniestro
debido a complejos infantiles la cuestión de !a realidad material ni
siquiera se plantea, apareciendo en su lugar la realidad psíquica. Trátase
en este caso de la represión efectiva de un contenido psíquico
y del retorno de lo reprimido, pero no de una simple abolición de la
creencia en la realidad de este contenido. Podríamos decir que mientras
en un caso ha sido reprimido cierto contenido ideacional en el otro lo ha sido
la creencia en su realidad (material). Pero esta última formulación
quizá signifique una aplicación del término «represión»
que trasciende sus límites legítimos. Sería más
correcto si en lo que a este problema se refiere tuviésemos en cuenta
una sensible diferencia psicológica, calificando el estado en que se
encuentran las convicciones animistas del hombre civilizado como una superación
más o menos completa. Nuestra formulación final seria entonces
la siguiente : lo siniestro en las vivencias se da cuando complejos infantiles
reprimidos son reanimados por una impresión exterior, o cuando convicciones
primitivas superadas parecen hallar una nueva confirmación. Por fin,
nuestra predilección por las soluciones simples y por las exposiciones
claras no ha de impedirnos reconocer que ambas formas de lo siniestro, aquí
discernidas, no siempre se presentan netamente separadas en la vivencia. Si
se tiene en cuenta que las convicciones primitivas están íntimamente
vinculadas a los complejos infantiles y que en realidad arraigan en ellos, no
causará gran asombro ver cómo se confunden sus límites.
Lo siniestro en la ficción -en la fantasía, en la obra literaria-
merece en efecto un examen separado. Ante todo, sus manifestaciones son mucho
más multiformes que las de lo siniestro vivencial, pues lo abarca totalmente,
amén de otros elementos que no se dan en las condiciones del vivenciar.
El contraste entre lo reprimido y lo superado no puede. aplicarse, sin profundas
modificaciones, a lo siniestro de la obra poética, pues el dominio de
la fantasía presupone que su contenido sea dispensado de la prueba de
realidad. Nuestra conclusión aparentemente paradójica, reza así:
«mucho de lo que sería siniestro en la vida real no lo es en la
poesía; además, la ficción dispone de muchos medios para
provocar efectos siniestros que no existen en la vida real».
Lo siniestro, en Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid 1967, vol. VII, p. 2501-2503