Alberto Garrandés
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Samuel Beckett: lenguaje y silencio
Hace diez años murió Samuel Beckett. Su notoriedad para literatura
se inicia cuando el mundo conoce su drama Esperando a Godot. Esta pieza, una
de las más relevantes del llamado teatro del absurdo, dio lugar a la revisión
de sus obras anteriores y conformó las expectativas de rigor en torno a los
textos que vendrían luego. El resto de la historia se conoce bien. Beckett,
de quien se dijo que había sido secretario de James Joyce (y no un amanuense
ocasional relacionado con la ardua escritura de Finnegan`s Wake como en realidad
ocurrió), continuó publicando textos para el teatro, relates y poemas. En 1969
le sorprendió el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura. Unos años antes
había recibido, junto a Jorge Luis Borges, el Premio Internacional de Editores.
El periodismo sensacionalista, que gusta de los vaivenes de la Literatura en
términos de fama, no dejó de recrearse en la postura de Beckett ante el Nobel.
El escritor se mantuvo aislado y rehusó ir a recibirlo. Fue su editor quien
viajó a Estocolmo. Entonces Beckett se encontraba en Túnez y había aprovechado
esa estancia para librarse de sus improvisados admiradores.
Sin embargo, ese desdén por la notoriedad era un viejo sentimiento cuyo origen
puede explicarse de diversas formas. Es, en última instancia, un desdén por
las palabras y una especie de tribute al silencio. Las obras de Beckett hablan
de dicho sentimiento de un modo complejo. Por esta razón, su negativa a recibir
personalmente el Nobel, lejos de quedar acentuada como si fuera un golpe de
efecto, resulta un gesto más de su actitud insobornable ante la literatura.
Intentaré formular algunos rasgos básicos de tal actitud a través de las novelas
y los cuentos de Beckett, que acaso constituyen lo más significativo de su producción.
Esto es arriesgado porque el Beckett dramaturgo goza de una reputación preferencial.
Sin embargo, la idea de que sus dramas parecen fragmentos de sus narraciones
se sostiene por la pujanza y la centralidad de éstas: casi siempre tienen un
espectro de intenciones cercano, por su equilibrio interno, al modelado totalizante
de un universo..
Lo primero que salta a la vista en sus relatos -en especial aquellos que escribió
en francés después de Murphy y Watt, novelas de su etapa inicial, es decir,
cuando aún escribía en inglés- es su pretensión -tan fuerte- de convertir al
narrador en un sujeto no literario, una voz despojada de cualesquiera intenciones
dirigidas a desvirtuar la transposición de la realidad en imágenes o, para ser
más exactos, una voz, por lo general en primera persona, que aniquila su propia
vocación de convertirse en sucedáneo del artificio, puesto que narra desde el
presupuesto de la mayor flexibilidad y la mayor apertura posibles, dispuesta
a no ser derivativa sino originaria, primordial, como podría serlo una voz que
nace en los enfoques técnicos naturales brindados por la urdimbre cotidiana
de la conciencia. Y es menester que reparemos en esa cualidad, pues la voz aludida
se expresa a despecho del silencio, de la articulación sonora, y en virtud de
los paradigmas creados por el lenguaje del pensamiento. En suma, se trata de
una voz que escuchamos dentro de nosotros mismos (aunque no se dirija a nosotros),
una voz que fluye a partir de una especie de mudez. Sin embargo, no sirve imaginar
que se trata de un torrente de conciencia al modo de Joyce, porque si en éste
el pensamiento se desborda sin control ni discernimiento (lo cual es tan sólo
una apariencia pues, en su clásico monólogo de Ulises, por ejemplo, Joyce utiliza
una severa técnica distributiva), en aquél se produce una síntesis que hace
pensar en el agotamiento de lo superfluo.
Apuntada ya la comparación -no desdeñable en lo que se refiere a dos poéticas
con pesos tan grandes en la literatura contemporánea- y antes de entrar de lleno
en las narraciones de Beckett, es necesario decir que éste sigue una tradición
iniciada en el mundo de Kafka -en particular de El castillo y "Preocupaciones
de un jefe de familia"- y diversificada en el sintetismo objetivador de ese
estatuto de la prosa europea llamado nouveau roman, mientras que Joyce se adentra
en el simbolismo del folklor irlandés, tan cercano, en Ulises y Finnegan's Wake,
a los usos de lo que podríamos denominar un conceptismo barroco aunque, a la
vez, bebe de la mitología universal creando un estilo cuyos procedimientos de
constitución conectan a Joyce con su coterráneo W. B. Yeats, como en los cases
de "La condesa Catalina" y El crepúsculo celta.
Así pues, Beckett se desliga de su insularidad, perceptible en los relatos de
More prikcs than kicks (Más pinchazos que patadas sería una traducción confiable)
y en su primera novela, Murphy. Al abandonar ese círculo mágico que podría conducirlo
a una escritura llena de volutas, alegorías y explosiones verbales, se aparta
del camino de Joyce, un analista que todo lo incorpora, y encuentra su ruta,
la de un sintético cuya actitud fue siempre la de prescindir, renunciar .
La renuncia de Beckett es tan escandalosamente racional que, como insinuamos,
en ella el destine mítico de la literatura se identifica con el silencio.
Pero no el silencio físico, el de la naturaleza, sino el silencio ontológico,
el silencio que Beckett pudo relacionar con la sombra del lenguaje, residuo
(final) y origen (principio) del ser. Pero esta idea es demasiado general y
puede ser aplicada a varias poéticas vinculadas a la condición posmoderna, por
no decir que también halla una aplicación, acaso ventajosa en lo referido a
la exegética, en los terrenos de la teoría literaria.
Silencio es callar, tentar la posibilidad del espacio en blanco para decir sin
decir, o lo que es más difícil: reconocer que hay un silencio en lo dicho con
palabras. Por otra parte -independientemente de las soluciones que Beckett impone
a ese dilema- en sus narraciones silencio es no variar, evitar la locuacidad,
aunque los personajes sean criaturas gárrulas y ocupadas en definirse mediante
el lenguaje. Así, silencio es repetir, y Beckett se repite a sí mismo (sus procedimientos,
personajes e historias) con ligeras variaciones de tono y enfoque. No obstante
la repetición, asistimos al triunfo de un estilo cuya brillantez radica, precisamente,
en la tersura y en la obstinación, como diría Cioran.
Pero internémonos en el mecanismo de la repetición y, con él, en los relatos.
La repetición les ofrece una sustancial coherencia. Convengamos en que el protagonista
de "El calmante" nos remite a Malone, el hombre que no acaba de morir, y que
éste, a su vez, nos devuelve al ámbito confuse de la psiquis de Molloy, el vagabundo
que bien podría esconderse, después de un proceso de desgaste más allá de lo
concebible, bajo la piel del Innombrable, masa murmurante que ocupa las páginas
de la novela homónima. ¿Cómo procede Beckett en estos casos? Después de leerlo
con atención, nos percatamos que, en sus relates, hay un solo protagonista,
un hombre adaptado al sufrimiento y a las mutaciones corporales. Cuando Watt
desaparece de nuestra vista -luego de ser humillado por una lluvia de basura-,
posiblemente reencarna en el viajero Molloy quien, a su vez, traspasa sus atributos
a Moran (uno de los personajes más conmovedores de la novelística del siglo).
Moran escribe su reportaje sobre Molloy y es de presumir que, más tarde, abandona
su casa y se transforma en Malone, el antecesor del Innombrable. Sin embargo,
el Innombrable, al no hallar su pasado, lo inventa, aunque en la bruma de su
recurrencia aparezcan imágenes de los otros. Mas, ¿no será que ese torso, con
su cabeza pelada y susurrante, es el lenguaje mismo, el lenguaje de unas ficciones
"espontáneas" creadas por un repentino salto cualitativo cuyo origen está en
las múltiples adiciones seriadas de Beckett?
Responder afirmativamente implicaría dar libre curse a una paradoja.
Mejor es pensar en un escritor con un propósito central: que sus lectores mediten
en la posibilidad del lenguaje encarnado en una figura que se encuentra aislada
de la muerte, en un dominio secreto, debido a que esa figura se halla aislada
de la vida.
Esa condición permite al Innombrable continuar, insistir en su búsqueda de sí,
perdido en un océano de palabras negadas a servirle precisamente porque encierran
todas las opciones de la invención y la reminiscencia. Y, de algún modo, su
yo se vivifica en Cómo es, el espacio arquetípico donde los personajes ya no
son sino proyecciones de un ser ignoto, pues se encuentran fuera de ese ser
y se constituyen autónomamente en una frase terrible: lo digo como lo oigo.
¿Qué oye el narrador de Cómo es? Se oye él mismo, escucha cómo lo crean en un
proceso simultáneo de decir y crear. Sin embargo, para que sea un personaje,
Beckett le permite incluirse en una trama de estirpe bíblica, le deja pensar
dudando y dudar sin pensar en la duda. Y murmura: algo hay que falla ahí. El
Otro, el Ignoto, es el sujeto diseminador de las palabras, el yo de un tumulto
de sonidos que "ocurren" en el silencio.
La duda implantada en las palabras da lugar al primer signo de viveza apresable
en el sistema que construyen con esa independencia extraña, colateral, supuesta.
El sujeto del lenguaje es un comodín dentro de un juego de variantes casi infinitas,
y se sobrepone a cualquier voz que posea un atributo humano. La voz, desprovista
de un contexto necesariamente temporal -es decir, un contexto forzado a serlo
sólo en las coordenadas de un pretérito y un presente que presuponen la existencia
del porvenir- pide para sí una historia, un argumento. Pero siempre será algo
equivoco y no admitirá certeza alguna, los hechos no serán comprobables. El
protagonista de "El expulsado" ignora la razón por la cual ha contado su historia,
y dice que igual podría haber relatado otra. Malone se expresa de manera similar.
También Molloy y el Innombrable. Se trata de textos publicados entre los años
cincuenta y fines de los ochenta. Nótese la coherencia de la duda y el vigor
del lenguaje en torno a la incertidumbre. Todos esos seres, así vistos, son
hijos de la escritura, del sujeto de las palabras. Por otra parte, con ser tan
estrictamente literarios, no dejan de estremecernos al mostrar su trágica comicidad
cuando exclaman que hay que seguir la búsqueda, y vemos que el empeño se posesiona
de verdaderas ruinas fisiológicas.
Hay una idea que aniquila la tragicomedia de la cual son autores Watt, Malone,
Moran, su hijo, Molloy y otros: es el lenguaje quien desea continuar ensayando
realizaciones de su yo, el yo neutro del sistema, a través de textos particulares
que se enlazan fuertemente. Esa opción es congruente con el concepto de lenguaje
como contexto vivencial absoluto, circunstancia virtual que, en definitiva,
se hace real gracias a la figuración -antes indicada- según la cual el lenguaje
es origen y ceniza, principio y residuo de la experiencia cotidiana. Y es allí,
en lo cotidiano, donde Beckett se libra de la sospecha de estar construyendo
otra realidad. Con excepción de "Sin" y "El despoblador" -textos reveladores
de un entramado simbólico que hace pensar en cierta representación no figurativa
de la realidad, o en ciertos territorios remotos de la conciencia (esos textos
se inclinan al modelado de dominios ajenos a lo cotidiano)-, el grueso de las
narraciones se inscribe en un acontecer común, habitual, y no transgrede las
fronteras del paisaje de todos los días. Pero si, por un lado, Beckett escapa
de la sospecha de construir orbes adyacentes, puesto que su lenguaje no se detiene
en la inquisición de superficies (en esto consistía su admirativo reparo a Marcel
Proust), por otro se responsabiliza de fenomenizar las que estimó esencias del
sufrimiento, pero intentando excluir aquellas palabras que no detentaran el
valor de sustantivo o de verbo. Sin embargo, sabemos que esta actitud se tiñe
de contradicciones cuando, en Mercier y Camier y en otros textos, otorga una
importancia especial, en ocasiones hasta privilegiada, a elementos que en la
escritura no tienen funciones nominales, verbales ni calificativas, para insistir
en su negativa a la mediación fonocéntrica del lenguaje de la narración, o lo
que sería más ajustado a la verdad: insistir en el carácter obvio, y por ello
prescindible, de los detalles de la narratividad. Cada capítulo de Mercier y
Camier desemboca en su propio y muy escueto resumen, subrayándose así la irrelevancia
del relate naturalmente expandido en forma de novela.
Eliminar la piel del lenguaje, dejar al descubierto sólo su ritmo interior y
su realización (en términos de sentido), son actos de renuncia con los que Beckett
nos aproxima al silencio, objeto de su búsqueda. Se trata de una reconstrucción
aséptica o interrogativa de un aspecto de la realidad. En lo que concierne a
su personaje originario -su protopersonaje, por así llamarle- hallamos tres
cuestiones vinculadas al silencio o al gesto que antecede a la operación de
callar: la memoria enrarecida frente a las opciones del lenguaje, la ausencia
de Dios, y la incomprensión de la realidad. Sobre este último tópico cabe decir
que la mayoría de los personajes encuentra, en la autopercepción, una manera
de contrarrestar la impenetrabilidad del entorno. Les basta autopercibirse mediante
sencillas referencias al yo, o inventando historia acerca del yo para dotarlo,
al mismo tiempo, de una dimensión concreta.
Aunque tienen la seguridad, en medio de tantas incertidumbres, de que el yo
es la forma de las palabras -concepción con la que Beckett se avecinaría al
último Heidegger-, los personajes se debaten en el océano de posibilidades que
aquéllas representan al brindar múltiples historias convergentes en la misión
de particularizar el yo, nombrarlo y, por consiguiente, insertarlo en el universo
cotidiano. Así, podríamos conjeturar que Molloy, cuando escribe esas extrañas
páginas por las que recibe algún dinero, está dando vida a Moran, o soñando
las peripecias de Moran como si fuesen suyas, y que Moran, al redactar su informe
sobre el caso Molloy, no hace más que inventar una identidad. Un personaje presupone
la existencia del otro y viceversa. En el vericueto de falacias y dudas que
encierra Molloy, se ponen de manifiesto los ejes de lo que seria lícito denominar
el texto vacilante de Beckett, un especimen autodestructivo en lo que se refiere
a los vestigios de la noción clásica de literatura.
Como concepto derivado de una praxis donde los parámetros de comprensión de
la realidad se devalúan, el texto vacilante es susceptible de entenderse mejor
a la luz de lo dicho sobre la relación lenguaje-personaje-silencio. Pero de
cualquier modo, incluso más allá de la órbita formada por los relatos de Beckett,
ese concepto se funda en la necesidad que tiene el texto de avanzar, de completarse
avanzando, de recomponerse sin cesar. He aquí por qué los personajes de Beckett
son textos regentes dentro de textos regidos. El designio de la recomposición
del texto, generalmente asociado a la voluntad del personaje, cumple su destino
en el hallazgo de un sujeto implícito, una entidad que se identifica con el
yo del lenguaje. El personaje se funde o combate con aquélla, pero de todas
formas la credibilidad se deposita en el orbe de la escritura, pues el discurso,
ese flujo interior del texto, adquiere conciencia de sí mismo y cuestiona sus
propiedades. En el nivel de la escritura es precise notar que la causalidad
tiende a desaparecer y la noción histórica de espacio literario se desmiente.
A menudo se ha dicho que Beckett conduce a sus personajes al vacío, representado
por el incesante monologar en torno al yo, apenas enterados de qué significa
el yo o qué se piensa cuando alguien dice palabras como "ahora", "cuando", "entonces",
"aún" y otras voces circunstanciales. El vacío que construyen las palabras es
una especie de reducto del silencio físico, silencio en tanto manera de articular
un enunciado poseedor de un sentido para el personaje. Si nos situamos en su
perspectiva y aceptamos que es, al menos, una persona conjeturable, podremos
ser testigos de una marcha forzada en busca de la certidumbre del yo. Esa búsqueda
es medular y constituye un remate, una coronación. Por el contrario, en la superficie
aparecería un movimiento perturbador, a veces risible, que responde a los estímulos
del hambre, el cansancio, la soledad, el frío. Son estímulos primarios y casi
nada tienen que ver con el estatuto del personaje en cuanto a su identidad lingüística,
pues ahora se trata de un hombre viejo, enfermo, vigoroso a ratos, escéptico
y de memoria ausente. Un hombre que vaga sin saber por qué lo hace, hasta que
entra en el espacio de la no-vida y la no-muerte, el ámbito plurívoco del lenguaje.
Ya no hay dolor. Tampoco placer. La realidad exterior, si es que esa noción
se mantiene, empieza a convertirse en residuos, esbozos. Lo único que permanece
es la frontera de una autopercepción incesante.
El yo es, pues, un otro. Yo es otro, la frase de Rimbaud, adquiere una instantánea
corpulencia en el dilema de la autopercepción según lo formulan los relatos
de Beckett. El Innombrable engendra su imagen en la alteridad propuesta por
la estructura del logos que él contribuye a dinamizar. Y cuando el yo se desdobla
y produce un otro, éste incorpora atributos de objeto atisbado.
Un objeto no muere pero tampoco vive. Es decir, no puede morir porque no está
vivo. Bajo el grave atuendo de la verdad axiomática, esa última idea que nos
deparan los textos de Beckett dejaría presumir que el silencio es el ámbito
por excelencia del conocimiento, morada a la cual se accede no gracias al lenguaje,
sino a pesar de él. Aquí, en esta contradicción, tiene su origen la poética
que preside sus narraciones, resultados de una de las aventuras literarias más
fascinantes y radicales de nuestro siglo.
Extraído de la revista "Crítica", Revista cultural de la Universidad Autónoma de Puebla Septiembre de 1997, Nº 77.
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