Mario Tesler
tangos / poesía / cuentos / clásicos / pinturas / volver
Fotografo de plaza
A fines del siglo pasado, las ciudades argentinas más importantes eran
grandes aldeas, donde escaseaba aquello que por naturaleza del suelo debía
abundar, esto es, jardines y parques para recreo de los vecinos en los días
soleados. Entonces la plaza mayor de esas ciudades, ese lugar espacioso ubicado
en el centro del poblado y rodeado de edificios públicos, sólo
servía para ceremonias cívicas o, en algunos casos, de carácter
religioso.
con el tiempo, se logró imponer un criterio de estética urbanística
y la transformación comenzó. Antes del novecientos afloraron las
otras plazas y parques, y en todos ellos se instalaron una fuente o una estatua,
más numerosos bancos, en tanto se aguardaba el crecimiento de los árboles
y se cultivaban las plantas.
Cuando esto ocurría el país vio incrementar el flujo inmigratorio
con el arribo constante de europeos, que frecuentaron obligatoriamente esos
nuevos lugares públicos de recreo. En esa época no había
muchos medios de distracción, y la plaza o el parque eran los únicos
al alcance de la mayoría.
Los paseos públicos ya estaban siendo embellecidos por la mano del hombre, y la benignidad del clima y el suelo regalaron un follaje en toda la gama del verde, y las flores pronto dieron su nota multicolor. Fue en aquel tiempo queaparecieron por sus senderos el organillero con su cotorrita de la suerte, y el vendedor de globos, el manisero y el barquillero, el vendedor de fainá y el fotógrafo. A todos ellos se los miró como sujetos agregados, pero esto duró poco; rápidamente y por sí se ganaron la jerarquía de personajes dulces. De todos ellos, quien transformó su tarea en una práctica ritual entre él, sus clientes y los curiosos, fue el fotógrafo. De ahí atracción, su magnetismo.
Fotógrafo de plaza fue oficio de inmigrante. Desocupación, falta
de trabajo continuo, o la necesidad de elevar un ingreso escaso, esos fueron
algunos de los motivos para que el gringo resolviera asumir los riesgos de esa
actividad cuentapropista, a veces en forma permanente o alternándola
con alguna otra labor. Unos pocos conocimientos del fenómeno fotográfico,
algunos pesos para afrontar el costo del armado de la cámara, el papel
y los productos químicos... y la plaza, a hacer la América, trabajando
de sol a sol.
Si, "de sol a sol", porque del sol dependía la posibilidad
de trabajar: la presencia del sol, además de convocar a los paseantes,
regalaba su luz, imprescindible para realizar la fotografía.
Llegaba temprano, los madrugadores lo vehían venir entusiasmado llevando
al hombro la cámara y su trípode.
Entonces comenzaba la etapa inicial de la jornada: poner cada cosa en su lugar.
Primero afirmar el trípode, de guayaibí o pino. En una de las
patas de éste acomodar el tachito con agua, en otra un pequeño
cuaderno, con hojas de papel secante. Sobre el trípode, claro, la cámara,
aquel cajoncito de armado casero en cedro sin nudos (¡todo un laboratorio!),
con el que nuestro personaje hacia la toma para luego, mediante misteriosas
manipulaciones, revelar el negativo, del que, con otras manipulaciones de por
medio, obtenía el positivo final.
Bastaba que el cliente se dejara articular, ponerse en pose. Esa era su única
participación en el ritual y todo lo demás quedaba en manos del
fotógrafo, desde el click hasta la entrega del retrato. Todo en apenas
unos minutos, de ahí que popularmente se optó por llamarlo minutero
(o chasirete, apodo que le vino por usar chassis, esto es bastidor o marco hermético
a la luz para soporte del papel fotográfico) y su cámara recibió
asimismo el nombre de minutera.
Siempre fue el domingo el día apropiado para el trabajo del fotógrafo
minutero en la plaza o el parque; pero pronto le siguió el sábado,
llamado inglés, a partir del momento en que la jornada laboral se redujo
a la mitad en ese día. Claro que los feriados cívicos y religiosos
no fueron despreciados por el minutero para hacerse la diaria.
Cualquiera de esos días y de sol a sol se los encontraba, con guardapolvo
y chambergo o gorra, ubicados al borde de algún cantero, ofreciendo por
módica suma sus instantáneas, sus fotos a la minuta.
Solitarios, desarraigados, sus paisanos inmigrantes fueron la clientela permanente,
pero no tanto por el deseo de asegurarse un recuerdo para la posteridad, sino
como medio de mantener vivo el vínculo con los que quedaron en el lugar
de origen. Para informar, para entusiasmar, para alardear, la foto a la minuta
representaba un elemento difícil de reemplazar en la comunicación
epistolar. Fueron las mejores cartas para esos abuelos, padres y hermanos que
un día se despidieron seguros de no volverse a ver nunca más.
A poco de establecerse, aquellos gringos analfabetos pero emprendedores y tesoneros, aprovechando la mañanita soleada o el luminoso atardecer de un día de descanso, tomaban de la mano a sus hijos y posaban para el retrato a la minuta que, cruzando los océanos, llega alentando la esperanza de un recuento capaz de endulzar el sabor amargo de aquella despedida.
Extraído de la revista "Intercambios", nº3, octubre de 1995.