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Umberto Eco
La multiplicación de los media
Hace un mes la televisión nos permitió volver a ver un clásico
cinematográfico que recordábamos con admiración, cariño
y respeto. Me refiero a 2001 de Stanley Kubrick. Después de esta reposición
televisiva, interrogué a muchos amigos y el parecer fue unánime:
estaban decepcionados.
Esta película, que no hace muchos años nos sorprendiera por sus
extraordinarias novedades técnicas y figurativas y por su hálito
metafísico, nos ha dado ahora la impresión de repetir monótonamente
cosas que ya habíamos visto mil veces. El drama del computador paranoico
mantiene todavía una buena tensión, aunque no resulte ya sorprendente,
y el comienzo, con la escena de los simios, constituye un hermoso momento cinematográfico.
Pero esas astronaves noaerodinámicas han quedado en el cajón de
los juguetes de nuestros hijos, ahora adultos, de plástico (las astronaves,
creo, no los hijos). Los momentos finales son auténtico kitsch (una serie
de vaguedades seudo-, filosóficas en las que cada uno puede aplicar la
alegoría que desee. El resto es discográfico, música y
cubiertas ilustradas.
Sin embargo, Kubrick nos había parecido un innovador genial. Pero ahí
está la cuestión: los massmedia son genealógicos y carecen
de memoria, aunque ambas características deberían excluirse recíprocamente.
Son genealógicos porque toda nueva invención
produce imitaciones en cadena, produce una especie de lenguaje común.
No tienen memoria porque, una vez producida la cadena de imitaciones, nadie
puede recordar quién la empezó y se confunden fácilmente
el fundador de la estirpe con el último de los nietos. Además,
los media aprenden, y de ahí que las astronaves de La guerra de las galaxias,
que nacieron sin pudor de las de Kubrick, sean más complejas y creíbles
que el propio modelo que les dio origen, con lo que el modelo parece imitación.
Sería interesante preguntarse por qué no sucede igual con las
artes tradicionales, por qué, todavía, podemos comprender que
Caravaggio es mejor que los caravaggistas y que Invernizio no es Balzac. Podría
decirse que en los mass-media la realización técnica prevalece
sobre la invención y que la técnica es imitable y perfeccionable.
Pero no acaba todo ahí. Por ejemplo, Hammet de Wim Wenders es técnicamente
mucho más sofisticado que el viejo Halcón maltés de Huston
y, sin embargo, vemos el primero sólo con interés, mientras que
el segundo lo miramos con religiosidad. Por tanto, juega también en esto
un sistema u horizonte de expectativas por parte del público. ¿Quizá
cuando Wenders sea viejo como Huston lo veremos con la misma emoción?
No soy capaz de afrontar aquí tantas y tan grandes cuestiones. Pero creo
que en El halcón maltés gozaremos siempre de cierta ingenuidad
que en Wenders está ya perdida. La película de Wenders, a diferencia
del Halcón, se mueve ya en un universo en el que no sólo ha cambiado
la relación entre los mass-media, sino también la relación
entre los mass-media y el llamado «gran» arte. El film de Huston
es ingenuo porque inventa sin tener relaciones directas y conscientes con las
artes figurativas y la «gran» literatura, mientras que el de Wenders
se mueve ya en un universo en el que estas relaciones se han mezclado inevitablemente,
en el que es difícil decir si los Beatles son extraños a la gran
tradición musical de occidente, y las tiras cómicas entran en
los museos a través del pop art, mientras que el arte de los museos entra
en los comics a través de la cultura no ingenua de los Crepax, Pratt,
Moebius o Drouillet. Un mundo en el que los adolescentes van por dos noches
seguidas a hacinarse en un palacio de los deportes, una noche por los Bee Gees
y la siguiente por John Cage o un ejecutante de Satie, e incluso van aún
una tercera noche (y desgraciadamente no pueden más) a escuchar a Cathy
Berberian, que interpreta juntos a Monteverdi, Offembach y, ni más ni
menos, los Beatles, ejecutados a lo Franck Purcell (aunque la Berberian no agrega
a la música de los Beatles nada que ésta no citase ya, en parte
solamente, sin saberlo y sin quererlo).
Nuestra relación con los productos de masa y con los productos del «gran»
arte ha cambiado. Las diferencias se han reducido o anulado, pero con ellas
se han deformado las relaciones temporales, las líneas de filiación,
el antes y el después. El filólogo lo advierte, pero el usuario
común no. Hemos obtenido lo que pedía la cultura iluminada e iluminista
de los años
sesenta: que no hubiera, por un lado, productos para masas ilotas y, por otro,
productos difíciles para el público culto de paladar delicado.
Las distancias se han acortado, la crítica está perpleja y se
observan situaciones embarazosas (justificadísimas), como la que reflejaba
recientemente L'Espresso al comentar la última canción de los
Matia Bazar. La crítica tradicionalista lamenta que las nuevas técnicas
de investigación analicen con la misma meticulosidad a Manzoni y a Paperino,
sin lograr ya distinguirlos (y miente descaradamente y contra toda evidencia
impresa), sin darse cuenta (por falta de atención) de que es la propia
vicisitud de las artes actuales la que trata de borrar esa distinción.
Para empezar, una persona de poca cultura puede leer hoy a Manzoni (y lo que
comprende ya es otra cosa), aunque no consiga leer las tiras cómicas
de Metal Hurlant (a veces herméticas, pretenciosas y aburridas como sólo
supieron serlo los maloexperirnentalistas para happy few de los decenios precedentes).
Y esto nos indica que, cuando se registrara tales cambios de horizonte, no se
ha dicho todavía las cosas marchan mejor o peor: simplemente han cambiado,
y también los juicios de valor deberán atenerse a parámetros
diferentes.
El hecho interesante es que, por instinto, tales cosas las saben mejor los niños
de la generación de los media que cualquier catedrático setentón
(me refiero a la edad de las arterias, no necesariamente a la anagráfica).
El profesor de escuela media (y también superior) está convencido
de que el muchacho no estudia porque lee Diabolik y acaso el chico no estudia
porque lee (junto a Diabolik y a Moebius -y entre ellos hay la misma distancia
que entre un Sanantonio y Robbe-Grillet) el Siddharta de Hesse, aunque lo haga
como si fuese una glosa al libro de Pirsig, Zen y el arte del mantenimiento
de la motocicleta. Está claro que respecto a esto también la escuela
debe revisar sus propios manuales (si alguna vez los ha tenido) sobre el saber
leer. Y sobre lo que es poesía y no-poesía.
La escuela (y la sociedad, sin limitarse a los jóvenes) debe aprender
a proporcionar nuevas instrucciones sobre cómo reaccionar ante los medios
de masas. Hay que revisar todo lo que se dijo en los años sesenta y setenta.
Entonces todos éramos víctimas (quizá justamente) de un
modelo de los mass-media que recalcaba aquello de las relaciones de poder: un
emisor centralizado, con planes políticos y pedagógicos precisos,
controlado por el Poder (económico o político), unos mensajes
emitidos a través de canales tecnológicamente reconocibles (ondas,
cadenas, hilos, aparatos individuales como una pantalla, cinematográfica
o televisiva, una radio, una página de rotograbado) y unos destinatarios
víctimas del adoctrinamiento ideológico. Bastaba con enseñar
a los destinatarios a «leer» los mensajes, a criticarlos, y se podía
llegar así a la era de la libertad intelectual, del conocimiento crítico...
Este fue también el sueño del sesenta y ocho.
Hoy sabemos lo que son la radio y la televisión. Una pluralidad incontrolable
de mensajes que cada cual usa arreglándoselas por su cuenta con -el telemando.
No habrá aumentado la libertad del usuario, pero cambia ciertamente el
modo de enseñarle a ser libre y controlado. Y, por lo demás, han
ido apareciendo lentamente dos nuevos fenómenos: la multiplicación
de los media y los media al cuadrado.
¿Qué es en la actualidad un medio de masas? ¿Una emisión
de televisión? También, sí. Pero tratemos de imaginar una
situación no imaginaria. Una firma produce camisetas con la imagen de
un aguzanieves en el pecho y les hace publicidad (fenómeno tradicional).
Una generación empieza a llevarlas. Cada usuario de la camiseta le hace
publicidad a través de la imagen del aguzanieves (así como cada
poseedor de un Fiat Panda es un propagandista, no pagado y que paga, de la marca
Fiat y del modelo Panda). Una emisión de televisión, para ser
fiel a la realidad, muestra a unos jóvenes con la camiseta del aguzanieves.
Los jóvenes (y los viejos) ven la emisión y compran más
camisetas con el aguzanieves, porque hace «joven».
¿Dónde está el mass-media? ¿Es el anuncio publicitario
en el periódico, es la emisión, es la camiseta? He aquí
no uno, sino dos, tres o quizá más medios de masas, que actúan
en diversos canales. Los media se han multiplicado, pero algunos de ellos actúan
como media de media, es decir, como media al cuadrado. ¿Quién
emite entonces el mensaje? ¿El que fabrica la camiseta? ¿El que
la usa? ¿El que habla de ella en la pantalla del televisor? ¿Quién
es el productor de ideología? Porque se trata de ideología: basta
con analizar las ¡aplicaciones del fenómeno, lo que quiere significar
el fabricante de la camiseta, el que la lleva, el que habla de ella. Pero, según
el canal que se considere, cambia en cierta manera el sentido del mensaje y
tal vez su peso ideológico. Ya no existe el Poder a solas (¡con
lo reconfortante que era!). ¿Debemos quizás identificar con el
Poder al estilista que ha tenido la idea de crear un nuevo diseño para
una camiseta, al fabricante (probablemente de provincias) que ha pensado en
venderla, y en venderla en gran escala, para ganar dinero, como es justo, y
para no despedir a sus obreros? ¿O a quien legítimamente acepta
llevarla y hacer publicidad a una imagen de juventud y desenfado, o de felicidad?
¿O al realizador de televisión que para representar una generación
pone una camiseta con el pájaro a su personaje? ¿O al cantante
que, para cubrir gastos, acepta dejarse patrocinar por la camiseta? Todos dentro
o todos fuera: el poder es inaprensible y ya no se sabe de dónde viene
el «proyecto». Porque ciertamente existe un proyecto, pero ya no
es intencional y, por tanto, no se puede criticar a través de la critica
tradicional a las intenciones. Todos los catedráticos de teoría
de la comunicación, formados con textos de hace veinte años (entre
los que me incluyo), deberían jubilarse.
¿Dónde están los medios de masas? ¿En la fiesta,
en el cortejo, en la conferencia sobre Kant organizada por el asesor de cultura
que observa ahora a miles de jóvenes sentados en el suelo que han ido
a escuchar al severo filósofo que hiciera suya la admonición de
Heráclito?: «¿Por qué queréis meterme en todas
partes, oh, ¡letrados? No escribo para vosotros, sino para
aquellos que pueden entenderme.» ¿Dónde están los
mass-media? ¿Hay algo más privado que una comunicación
telefónica? ¿Y qué ocurre cuando alguien entrega en el
juzgado la grabación de una comunicación
telefónica privada, de una comunicación telefónica hecha
para ser grabada, y para ser entregada al juez, y para que el «topo»
del palacio de justicia la entregue a los periódicos, y para que los
periódicos hablen de ella, y para que las investigaciones queden comprometidas?
¿Quién ha producido el mensaje (y su ideología)? ¿El
cretino que ignorante hablaba por teléfono, el que lo ha entregado al
juzgado, el juez, el periódico, el lector que no ha comprendido el juego
y perfecciona, de boca en boca, el suceso del mensaje?
Eranse una vez los mass-media. Eran malos, como se sabe, y érase un culpable.
Y estaban las voces virtuosas que les acusaban de sus crímenes. Y el
arte (¡ah, por fortuna!) que ofrecía alternativas a quienes no
eran prisioneros de los media.
Bien, todo ha terminado. Hay que volver a preguntarse qué es lo que sucede
desde el principio. 1983
Tv: la transparencia perdida
LA neo TV
Erase una vez la Paleotelevisión, que se hacía en Roma o en Milán,
para todos los espectadores, y que hablaba de inauguraciones presididas por
ministros y procuraba que el público aprendiera sólo cosas inocentes,
aun a costa de decir mentiras. Ahora, con la multiplicación de cadenas,
con la privatización, con el advenimiento de nuevas maravillas electrónicas,
estamos viviendo la época de la Neotelevisión. De la Paleo TV
podía hacerse un pequeño diccionario con los nombres de los protagonistas
y los títulos de las emisiones. Con la Neo TV sería imposible,
no sólo porque los personajes y las rúbricas son infinitos, no
sólo porque nadie alcanza ya a recordarlos y reconocerlos, sino también
porque el mismo personaje desempeña hoy diversos papeles según
hable en las pantallas estatales o privadas. Ya se han realizado estudios sobre
las características de la Neo TV (por ejemplo, la reciente investigación
sobre programas de entretenimiento, llevada a cabo por cuenta de la comisión
parlamentaria de vigilancia, por un grupo de investigadores de la Universidad
de Bolonia). El discurso que sigue no quiere ser un resumen de ésta o
de otras investigaciones importantes, pero tiene en cuenta el nuevo panorama
que estos, trabajos han descubierto.
La característica principal de la Neo TV es que cada vez habla menos
(como hacía o fingía hacer la Paleo TV) del mundo exterior. Habla
de sí misma y del contacto que está estableciendo con el público.
Poco importa qué diga o de qué hable (porque el público,
con el telemando, decide cuándo dejarla hablar y cuándo pasar
a otro canal). Para sobrevivir a ese poder de conmutación, trata entonces
de retener al espectador diciéndole: «Estoy aquí, yo soy
yo y yo soy tú.» La máxima noticia que ofrece la Neo TV,
ya hable de mísiles o de Stan Laurel que hace caer un armario, es ésta:
«Te anuncio, oh maravilla, que me estás viendo; si no lo crees,
pruébalo, marca este número, llámame y te responderé.»
Después de tantas dudas, al fin algo seguro: la Neotelevisión
existe. Es verdadera porque es ciertamente una invención televisiva.
Información y ficción
Hay una dicotomía fundamental a la que recurren de modo tradicional
(y no del todo erróneo) tanto el sentido común como muchas teorías
de la comunicación para dejar lo real. A la luz de esta dicotomía,
los programas televisivos pueden dividirse, y se dividen en la opinión
común, en dos grandes categorías:
1. Programas de información, en los que la TV ofrece enunciados acerca
de hechos que se verifican independientemente de ella. Puede hacerlo de forma
oral, a través de tomas en directo o en diferido, o de reconstrucciones
filmadas o en estudio. Los acontecimientos, pueden ser políticos, de
crónica de sucesos, deportivos o culturales. En cada uno de estos casos,
el público espera que la televisión cumpla con su deber: a) diciendo
la verdad, b) diciéndola según unos criterios de importancia y
de proporción, c) separando la información de los comentarios.
Respecto a decir la verdad, sin entrar en disquisiciones filosóficas,
diremos que el sentido común reconoce como verdadero un enunciado cuando,
a la luz de otros métodos de
control o de enunciados procedentes de fuentes alternativas veraces, se confirma
que corresponde a un estado de hecho (cuando el telediario dice que ha nevado
en Turín, dice la verdad si el hecho es confirmado por la oficina meteorológica).
Se protesta si lo que la televisión dice no corresponde a los hechos.
Este criterio es también válido en aquellos casos en que la TV
refiere, en resumen o por entrevista, opiniones ajenas (sea de un político,
de un crítico literario o de un comentarista deportivo): la TV no se
juzga por la veracidad de cuanto dice el entrevistado, sino por el hecho de
que éste sea realmente quien corresponde al nombre y a la función
que le son atribuidos y de que sus declaraciones no sean resumidas o mutiladas
para hacerle decir algo que él (con datos en la mano) no ha dicho.
Los criterios de proporción y de importancia son más vagos que
los de veracidad. De cualquier modo, se acusa a la TV cuando se cree que privilegia
ciertas noticias en detrimento de otras, o que omite quizás otras consideradas
importantes, o que sólo refiere algunas opiniones excluyendo otras.
En lo que respecta a la diferencia entre información y comentario, también
se considera intuitiva, aun cuando se sabe que ciertas modalidades de selección
y montaje de las noticias pueden constituir un comentario implícito.
En cualquier caso, se cree disponer de parámetros (de diversa irrebatibilidad)
para determinar cuando la TV informa «correctamente».
2. Programas de fantasía o de ficción, habitualmente denominados
espectáculos (dramas, comedias, óperas, películas, telefllms).
En tales casos, el espectador pone en ejecución por consenso eso que
se llama suspensión de la incredulidad y acepta «por juego»
tomar por cierto y dicho «seriamente» aquello que es en cambio efecto
de construcción fantástica. Se juzga aberrante el comportamiento
de quien toma la ficción por realidad (escribiendo incluso misivas insultantes
al actor que personifica al «malo»). Sin embargo, se admite también
que los programas de ficción vehiculan una verdad en forma parabólica
(entendiendo por esto la afirmación de principios morales, religiosos,
políticos). Se sabe que esta verdad parabólica no puede estar
sujeta a censura, por lo menos no del mismo modo que la verdad de la información.
A o sumo, se puede criticar (aportando algunas bases «objetivas»
de documentación) el hecho de, que la TV haya insistido en presentar
programas de ficción que acentuaban unilateralmente una particular verdad
parabólica (por ejemplo, proyectando películas sobre los inconvenientes
del divorcio cuando era inminente un referéndum sobre el tema).
En todo caso, en lo que se refiere a los programas informativos, se cree posible
lograr una valoración aceptable intersubjetivamente respecto de la concordancia
entre noticia y hechos; mientras que se discute subjetivamente la verdad parabólica
de los programas de ficción y se intenta al máximo lograr una
valoraci ón aceptable intersubjetivamente respecto a la ecuanimidad con
que son proporcionalmente presentadas verdades parabólicas en conflicto.
La diferencia entre estos dos tipos de programas se refleja en los modos en
que los órganos de control parlamentario, la prensa o los partidos políticos
promueven censuras a la televisión. Una violación de los criterios
de veracidad en los programas de información da lugar a interpelaciones
parlamentarias y artículos o editoriales de primera plana. Una violación
(considerada siempre opinable) de los criterios de ecuanimidad en los programas
de ficción provoca artículos en tercera página o en la
sección televisiva.
En realidad, rige la opinión generalizada (que se traduce en comportamientos
políticos y culturales) de que los programas informativos poseen relevancia
política, mientras que los de ficción sólo tienen importancia
cultural, y como tales no son de competencia del político. En efecto,
se justifica que un parlamentario, comunicados de ANSA en mano, intervenga para
criticar una transmisión del telediario juzgada facciosa o incompleta,
pero no su intervención, obras de Adorno en mano, para criticar un espectáculo
televisivo como apología de costumbres burguesas.
Esta diferencia se refleja también en la legislación democrática,
que persigue las falsedades en acto público pero no los delitos de opinión.
No se trata aquí de criticar esta distinción o de invocar nuevos
criterios (antes bien se desanimaría una forma de Control político
que se ejercitase sobre las ideologías implícitas en los programas
de ficción). No obstante, se quiere señalar una dicotomía
arraigada en la cultura, en las leyes y en las costumbres.
Mirar a la cámara
Sin embargo, esta dicotomía ha sido neutralizada desde los comienzos
de la TV por un fenómeno que podía comprobarse tanto en los programas
informativos como en los de ficción (en particular en aquellos de carácter
cómico, como los espectáculos de revista).
El fenómeno tiene relación con la oposición entre quien
habla mirando a la cámara y quien habla sin mirar a la cámara.
De ordinario, en la televisión, quien habla mirando a la cámara
se representa a sí mismo (el locutor televisivo, el cómico que
recita un monólogo, el presentador de una transmisión de variedades
o de un concurso), mientras que quien lo hace sin mirar a la cámara representa
a otro (el actor que interpreta un personaje ficticio). La contraposición
es grosera, porque puede haber soluciones de dirección por las que el
actor de un drama mira a la cámara, y existen debates políticos
y Culturales cuyos participantes hablan sin mirar a la cámara. Sin embargo,
la contraposición nos parece válida desde este punto de vista:
quienes no miran a la cámara hacen algo que se considera (se finge considerar)
que harían también si la televisión no estuviese allí,
mientras que quien habla mirando a la cámara subraya el hecho de que
allí está la televisión y de que su discurso se produce
justamente porque allí está la televisión.
En este sentido, no miran a la cámara los protagonistas reales de un
hecho de crónica tomado por las cámaras mientras el hecho sucede;
no miran a la cámara los participantes en un debate, porque la televisión
los «representa» empeñados en una discusión que podría
suceder también en otro lugar; no mira a la cámara el actor, porque
quiere crear precisamente la ilusión de realidad, como si lo que hace
formase parte de la vida real extratelevisiva (o extrateatral o extracinematográfica).
En este sentido, se atenúan las diferencias entre información
y espectáculo, porque la discusión no sólo se produce como
espectáculo (y trata de crear una ilusión de realidad), sino que
también el director, que recoge un acontecimiento del que quiere mostrar
la espontaneidad, se preocupa de que sus protagonistas no se den cuenta o muestren
no darse cuenta de la presencia de las cámaras, pidiéndoles que
no miren (no hagan señas),hacia éstas. En este caso, se produce
un fenómeno curioso: la televisión quiere, aparentemente, desaparecer
en tanto que sujeto del acto de enunciación, pero sin engañar
con esto al público, que sabe que la televisión está presente
y es consciente de que eso que ve (real o ficticio) ocurre a mucha distancia
y es visible precisamente en virtud del canal televisivo. Pero la televisión
hace sentir su presencia exacta y solamente en tanto que canal.
En casos como éste, se acepta a menudo que el público se proyecte
e identifique, viviendo en el suceso representado sus propias pulsiones o eligiendo
como modelos a sus protagonistas, pero este ' hecho se considera normal televisivamente
(habría que consultar a los psicólogos acerca de la valoración
de la normalidad de la intensidad de proyección o de identificación
actuada por los espectadores individualmente).
Por el contrario, el caso de quien mira a la cámara es diferente. Al
colocarse de cara al espectador, éste advierte que le está hablando
precisamente a él a través del medio televisivo, e implícitamente
se da cuenta de que hay algo «verdadero» en la relación que
se está estableciendo, con independencia del hecho de que se le esté
proporcionando información o se le cuente sólo una historia ficticia.
Se está diciendo al espectador: «No soy un personaje de fantasía,
estoy de veras aquí y de veras os estoy hablando.»
Resulta curioso que esta actitud, que subraya de modo tan evidente la presencia
del medio televisivo, produzca en los espectadores «ingenuos» o
«enfermos» el efecto opuesto.. Estos espectadores pierden el sentido
de la mediación televisiva y del carácter fundamental de la transmisión
televisiva, esto es, que se emite a gran-distancia y se dirige a una masa indiscriminada
de espectadores. Es una experiencia común, no sólo de presentadores
de programas de entretenimiento, sino también de cronistas políticos,
el recibir cartas o llamadas telefónicas de espectadores (calificados
de anormales) en las que éstos preguntan: «Dígame si ayer
por la noche usted me miraba de veras a mí, y en la emisión de
mañana hágamelo saber a través de una seña.»
En estos casos (incluso cuando no están subrayados por comportamientos
aberrantes), advertimos que no está ya en cuestión la veracidad
del enunciado, es decir, la concordancia entre enunciado y hechos, sino más
bien la veracidad de la enunciación, que concierne a la cuota de realidad
de todo lo que sucede en la pantalla (y no de cuanto se dice a través
de ella). Nos encontramos frente a un problema radicalmente diferente que, como
se ha visto, recorre de manera bastante indistinta tanto las transmisiones informativas
como las de ficción.
A este nivel, desde mediados de los años cincuenta, el problema se ha
complicado con la aparición del más típico de los programas
de entretenimiento, el concurso o telequiz. ¿El concurso dice la verdad
a una ficción?
provoca ciertos hechos mediante una escena preestablecida; pero también
se sabe, y por evidente convención, que los personajes que aparecen concursando
allí son verdaderos (el público protestaría si supiese
que se trata de actores) y son valoradas que las respuestas de los concursantes
en términos de verdaderas o falsas (o exactas y equivocadas). En este
sentido, el presentador del concurso es al mismo tiempo garante de una verdad
«objetiva» (o es verdadero o es falso que Napoleón murió
el 5 de mayo de 1821) y está sujeto al control de la veracidad de sus
juicios (mediante la metagarantía del notario público). ¿Por
qué aquí se hace necesario el notario, mientras que no se considera
necesario un garante para autentificar la veracidad de las afirmaciones del
locutor del telediario? No es sólo porque se trata de un juego y porque
estén en juego grandes ganancias, sino también porque no está
dicho que el presentador deba decir siempre la verdad. En realidad, sería
aceptable la situación en la que un presentador del concurso presentara
a un cantante célebre con su propio nombre y luego se descubriera que'
se trata de un imitador. El presentador puede hacerlo incluso «por bromear».
Se perfila así, desde tiempos ya lejanos, una especie de programas en
los que el problema de la veracidad de los enunciados empieza a ser ambiguo,
mientras que la veracidad del acto de enunciación es absolutamente indiscutible:
el presentador está allí, frente a la cámara, y habla al
público, representándose a sí mismo y no a un personaje
ficticio.
La fuerza de esta verdad, que el presentador anuncia e impone quizás
implícitamente, es tal que alguien puede creer, como hemos visto, que
le habla sólo a él.
El problema existía pues desde el principio, pero estaba, no sabemos
con cuánta intencionalidad, exorcizado, tanto en las transmisiones de
información como en las de entretenimiento. Las transmisiones de información
tendían a reducir al mínimo la presencia de personas que miraran
a la cámara. Salvo la ani4nciadora (que funciona como vinculo entre programas),
las noticias no eran leídas, dichas o comentadas en video, sino sólo
en audio, mientras que en la pantalla se sucedían telefotos, reportajes
filmados, incluso a costa de recurrir a material de archivo que denunciaba su
propia naturaleza. La información tendía a comportarse como los
programas de ficción. La única excepción la constituían
personajes carismáticos como Ruggiero Orlando, a quien el público
reconocía una naturaleza híbrida entre cronista y actor, y a quien
podían perdonar incluso comentarios, gestos teatrales y fanfarronadas.
Por su parte, los programas de entretenimiento cuyo ejemplo principal era Lascia
o Raddoppia (Lo toma o lo deja)- tendían a asumir las características
de las emisiones de información: Mike Bonglorno no se proponía
como «invención» o ficción, se colocaba como mediador
entre el espectador y algo que sucedía de manera autónoma.
Pero la situación se fue complicando cada vez más. Un programa
como Specchio segreto (Espejo secreto, una especie de Cámara indiscreta)
debla su fascinación a la convicción de que las acciones de sus
víctimas (sorprendidas por la cámara oculta, que no podían
ver) era algo Verdadero, y sin embargo todo el mundo se divertía, pues
se sabia que eran las intervenciones provocadoras de Loy las que hacían
que ocurriera lo que ocurría, las que hacían que sucediese en
cierta manera como si se estuviera en un teatro. La ambigüedad era todavía
más intensa en programas como Te la dó io L'America (Te regalo
América), donde se asumía que la Nueva York que Grillo mostraba
era «verdadera», y se aceptaba no obstante que Grillo se entremetiera
para determinar el curso de los acontecimientos como si se tratase de teatro.
En fin, para confundir más las ideas, llegó el programa contenedor
donde, por algunas horas, un conductor habla, hace escuchar música, presenta
una escenificación y después un documental o un debate e incluso
noticias. En este punto, hasta el espectador superdesarrollado confunde los
géneros. Llega a sospechar que el bombardeo de Beirut sea un espectáculo
y a dudar de que el público de jovencitos que aplaude en el estudio a
Beppe Grillo esté compuesto de seres humanos.
En resumen, estamos hoy ante unos programas en los que se mezclan de modo indisoluble
información y ficción y donde no importa que el público
pueda distinguir entre noticias «verdaderas» e invenciones ficticias.
Aun admitiendo que se esté en situación de establecer la distinción,
ésta pierde valor respecto a las estrategias que estos programas llevan
a efecto para sostener la autenticidad del acto de enunciación. . Con
este fin, tales programas ponen en escena el propio acto de la enunciación
a través de simulacros de la enunciación, como cuando se muestran
en pantalla las cámaras que están filmando lo que sucede. Toda
una estrategia de ficciones se pone al servicio de un efecto de verdad.
El análisis de todas estas estrategias revela el parentesco que liga
los programas informativos con los de entretenimiento:,el TG2 (Telediario 2)
puede considerarse como un estudio abierto, en el que la información
ya había hecho suyos los artificios de producción de realidad
de la enunciación típicos del entretenimiento.
Nos' encaminamos, por tanto, hacia una situación televisiva en que la
relación entre el enunciado y los hechos resulta cada vez menos relevante
con respecto a la relación entre la verdad del acto de enunciación
y la experiencia de recepción por parte del espectador.
En los programas de entretenimiento (y en los fenómenos que producen
y producirán de rebote sobre los programas de información «pura»)
cuenta siempre menos el hecho de que la televisión diga la verdad
La puesta en escena
Entonces, ¿la televisión ya no muestra acontecimientos, esto
es, hechos que ocurren por sí mismos, con independencia de la televisión
y que se producirían también si ésta no existiese?
Cada vez menos. Cierto, en Vermicino un niño cayó de veras en
un pozo y de veras murió. Pero todo lo que se desarrolló entre
el principio del accidente y la muerte del niño sucedió como sucedió
porque la televisión estaba allí. El hecho captado televisivamente
en su mismo inicio se convirtió en una puesta en escena.
No vale la pena referirse aquí a los estudios más recientes y
decisivos sobre el tema, y pienso en el fundamental libro de Bettetini, Produzione
d el senso y messa in scena: basta apelar al sentido común. El espectador
de inteligencia media sabe muy bien que cuando la actriz besa al actor en una
cocina, en un yate o en un prado, incluso cuando se trata de un prado verdadero
(con frecuencia es el campo romano o la costa yugoslava), se trata de un prado
elegido, predispuesto, seleccionado, y por tanto en cierta medida falsificado
a fines del rodaje.
Hasta aquí el sentido común. Pero el sentido común (y a
menudo también la atención crítica) se halla mucho más
desarmado con respecto a lo que se llama transmisión en directo. En este
caso, se sabe (incluso aunque se desconfía y se supone que el directo
es un diferido enmascarado) que las cámaras transmiten desde el lugar
donde sucede algo, algo que ocurriría de todos modos, aunque no estuvieran
presentes las cámaras de televisión.
Desde los principios de la televisión, se sabe que incluso el directo
presupone una elección, una manipulación. En mi lejano ensayo
«El azar y la intriga» (ahora en Obra abierta) traté de mostrar
cómo un conjunto de tres o más cámaras que transmiten un
partido de fútbol (acontecimiento que por definición sucede por
razones agonísticas, donde el delantero centro no se prestaría
a fallar un gol por exigencias del espectáculo, ni el portero. a dejarlo
pasar) opera una selección de los hechos, enfoca ciertas acciones y omite
otras, intercala tomas del público en menoscabo del juego y viceversa,
encuadra el terreno de juego desde una perspectiva determinada. En suma, interpreta,
nos ofrece un partido visto por el realizador del programa y no un partido en
sí.
Pero este análisis no cuestionaba el hecho indiscutible de que el evento
ocurriese con independencia de su transmisión. Esta transmisión
interpretaba un hecho que ocurría de forma autónoma, ofrecía
una parte de éste, una sección, un punto de vista, aunque se trataba
siempre de un punto de vista sobre la «realidad» extratelevisiva.
Tal consideración es, sin embargo, afectada por una serie de fenómenos
que percibimos en seguida:
a) El hecho de saber que el acontecimiento será transmitido influye en
su preparación. A propósito del fútbol, obsérvese
la evolución del viejo balón de cuero tosco al balón televisivo
escaqueado; o el cuidado que ponen los organizadores en colocar importantes
vallas publicitarias en posiciones estratégicas, para engañar
a las cámaras y al ente estatal que no quería hacer publicidad;
sin hablar de ciertos cambios, indispensables por razones cromático-perceptivas,
experimentados por las camisetas.
b) La presencia de las cámaras de televisión influye en el desarrollo
del acontecimiento. En el suceso de Vermicino, tal vez el socorro hubiese dado
los mismos resultados aunque la televisión no hubiese estado presente
por espacio de dieciocho horas, pero indudablemente la participación
hubiera sido menos intensa y quizá menores las obstrucciones y la confusión.
No quiero decir que Pertini no hubiera estado presente, pero sí ciertamente
durante menos tiempo: no es que se tratase de un cálculo teatral, pero
es evidente que estaba allí por razones simbólicas, para significar
ante millones de italianos la participación presidencial, y que esa participación
simbólica fuese, como creo, «buena», no quita que estuviera
inspirada por la presencia de la televisión. Podemos incluso preguntarnos
qué hubiera sucedido si la televisión no hubiese seguido ese hecho
y las alternativas son dos: o los socorros hubieran sido menos generosos (no
importa el resultado, pensamos en los esfuerzos, y sabemos muy bien que sin
la presencia televisiva aquellos tipos pequeños y delgados que acudieron
a prestar ayuda no hubieran sabido nada del acontecimiento), o bien la menor
afluencia de público hubiera permitido realizar una operación
de socorro más racional y eficaz.
En ambos casos descritos, podemos ver que se perfila ya un esbozo de puesta
en escena: en el caso del partido de fútbol es intencional, aunque no
cambie radicalmente el evento; en el caso de Vermicino es instintivo, inintencional
(al menos a nivel consciente), pero puede cambiar radicalmente el hecho.
Sin embargo, en la última década el directo a la puesta en escena ha sufrido cambios radicales respecto a la puesta en escena desde las ceremonias Papales hasta numerosos acontecimientos Políticos O espectaculares, sabemos que tales acontecimientos no se hubieran concebido como lo fueron de no mediar la presencia de las cámaras de televisión.
Nos hemos ido acercando cada vez más a una predisposición del acontecimiento natural para fines de la transmisión televisiva. El matrimonio del príncipe Carlos de Inglaterra verifica totalmente esta hipótesis. Este ceremonial n se hubiera desarrollado tal corno se desarrolló, sino que probablemente ni siquiera hubiera tenido lugar, si no hubiese debido ser concebido para la televisión.
Para medir del todo la novedad de esta Royal Wedding es necesario remontarse
a un episodio análogo acaecido hace casi veinticinco años: la
boda de Raniero de Mónaco con Grace Kelly. Aparte la diferencia de dimensiones
de los dos reinos, el acontecimiento se prestaba a las mismas interpretaciones.
El momento politicodiplomático, el ritual religioso, la liturgia militar,
la historia de amor. Pero el matrimonio monegasco ocurría a principios
de la era televisiva y se había organizado sin tener en cuenta la televisión.
Aun en el caso de qué los organizadores hubieran considerado la idea
de la televisión, la experiencia era todavía insuficiente. Así
el acontecimiento se desenvolvió verdaderamente por su cuenta y al director
televisivo sólo le quedó interpretarlo. Al hacerlo privilegió
los valores románticos Y sentimentales frente a los politicodiplornáticos,
lo privado frente a lo público. El acontecimiento sucedía: las
cámaras enfocaban aquello que contaba para los fines del tema que la
televisión había elegido.
Durante una parada de bandas militares, mientras tocaba una sección
de marines de evidentes funciones representativas (hay que considerar que en
el principado de Mónaco los marines eran también noticia), las
telecámaras enfocaron en su lugar al príncipe, que se había
ensuciado el pantalón al rozar la balaustrada del balcón, y que,
casi a hurtadillas, se inclinaba para sacudiese el polvo ron la mano, sonriendo
divertido a la novia. Una elección ciertamente, un decidirse por la novela
rosa frente a la opereta, pero realizada, por así decirlo, a pesar del
acontecimiento, aprovechando los intersticios no programados. Así, durante
la ceremonia nupcial, el realizador siguió la misma lógica que
lo había guiado la jornada precedente: eliminada la banda de marines,
era preciso eliminar también al prelado que celebraba el rito, y las
cámaras permanecieron fijas enfocando el rostro de la novia, princesa
ex actriz, o actriz y futura princesa. Grace Kelly representaba su última
escena de amor, el realizador narraba, pero parasitariamente (y por ello de
manera creativa), usando a modo de collage retazos de aquello que sucedía
de manera autónoma.
Con la Royal Wedding del príncipe heredero del Reino Unido las cosas
fueron muy diferentes. Era absolutamente evidente que todo lo que sucedía,
de Buckingham Palace a la catedral de Saint Paul, había sido estudiado
para la televisión. El ceremonial había excluido los colores inaceptables,
modistos y revistas de modas habían sugerido los colores pastel, de modo
que todo respirase cromáticamente no sólo un aire de primavera,
sino un aire de primavera televisiva.
El traje de la novia, que tantas molestias causó al novio que no sabía
cómo levantarlo para hacer sentar a su prometida, no estaba concebido
para ser visto de frente, ni de lado, ni siquiera desde detrás, sino
desde lo alto, como se veía en uno de los encuadres finales, en que el
espacio arquitectónico de la catedral quedaba reducido a un círculo
dominado en el centro por la estructura cruciforme del transepto y de la nave,
subrayada por la larga cola, del traje nupcial, mientras que los cuatro cuarteles
que rodeaban este blasón estaban formados, como en un mosaico bizantino,
por el punteado colorido de la vestimenta de los integrantes del cortejo, de
los prelados y del público masculino afirmó una vez que le monde
es fait pour aboutir a un livre, la retransmisión de la boda real decía
que el Imperio Británico estaba hecho para dar vida a una admirable emisión
de televisión.
He podido ver personalmente diversas ceremonias londinenses, entre ellas la
anual Trooping the Colours, donde la impresión más desagradable
la producen los caballos, adiestrados para todo, excepto para abstenerse de
ejercer sus legítimas funciones corporales: en estas ceremonias, la reina
se mueve siempre en un mar de estiércol, ya que los caballos de la Guardia
-sea por la emoción o por la normal ley de la naturaleza- no saben hacer
nada mejor que llenar de e, crementos todo el recorrido. Por otra parte, manejar
caballos es una actividad muy aristocrática y el estiércol equino
forma parte de las materias más familiares a un aristócrata inglés.
Durante la Royal Wedding no fue posible eludir esta ley natural. Pero quien
vio la televisión pudo observar que este estiércol equino no era
ni oscuro ni desigual, sino que aparecía siempre y por doquier de un
color también pastel, entre el beige y el amarillo, Muy luminoso, para
no llamar demasiado la atención Y armonizar con los suaves colores de
los trajes femeninos. Después he leído (aunque no costaba demasiado
imaginarlo) que los caballos reales habían sido alimentados durante una
semana con unas píldoras especiales, para que el estiércol tuviera
un color telegénico. Nada debía dejarse al azar, todo estaba dominado
por la retransmisión. Hasta el punto de que, en esa ocasión, la
libertad del encuadre e «interpretación» dejada al realizador
había sido, como es fácil de suponer, mínima: era preciso
filmar lo que sucedía, en el lugar y en el momento en que -se había
decidido que sucediera. Toda la construcción simbólica estaba
«predeterminada» en la puesta en escena previa, todo el acontecimiento,
desde el príncipe hasta el estiércol equino, había sido
preparado como un discurso de base, sobre el que el ojo de las cámaras,
en su obligado recorrido, debería fijarse reduciendo al mínimo
los riesgos de una interpretación televisiva. Es decir que la interpretación,
la manipulación y la preparación para la televisión precedían
la actividad de las cámaras. El acontecimiento nacía ya como fundamentalmente
«falso», dispuesto para la toma. Londres entero había sido
dispuesto como un estudio, construido para la televisión.
Algunos petardos, para terminar
Para terminar, podríamos decir que, en contacto con una televisión
que sólo habla de sí misma, privado del derecho a la transparencia,
es decir, del contacto con el mundo exterior, el espectador se repliega en si
mismo. Pero en este proceso se reconoce y se gusta como televidente, y le basta.
Vuelve cierta una vieja definición de la televisión: «Una
ventana abierta a un mundo cerrado.»
Pero, ¿qué mundo «descubre» el televidente? Redescubre
su propia naturaleza arcaica, pretelevisiva -Por un lado- y su destino de solitario
de la electrónica. Y esto ocurre especialmente con la aparición
de las emisoras privadas, saludables en un principio como garantía de
una información más vasta, y finalmente «plural».
La Paleo TV quería ser una ventana que desde la provincia más
remota mostrara el inmenso mundo. La Neo TV independiente -a partir del modelo
estatal de Giochi senza frontiere (Juegos sin fronteras)apunta la cámara
sobre la provincia, y muestra al público de Piacenza la gente de Piacenza,
reunida para escuchar la publicidad de un relojero de Piacenza, mientras un
presentador de Piacenza hace chistes gruesos sobre los pechos de una señora
de Piacenza, que lo acepta todo mientras gana una olla a presión. Es
como mirar con un largavistas al revés.
El presentador de la subasta es un vendedor y al mismo tiempo un vendedor no
seria convincente.
El público conoce a los vendedores, esos le convencen para que compre
un coche usados la pieza de género la grasa de marmota en las ferias
campesinas- El presentador de la subasta debe tener buena presencia y hablar
como sus espectadores, con acento y de ser posible despellejando la gramática.
Debe decir « ¡Exacto! », y «¡Oferta muy interesante!»,
como dice la gente que vende de veras. Debe decir «dieciocho quilates,
señora Ida, no sé si me explico». En realidad no debe explicarse,
sino manifestar, ante la mercancía, la misma sorpresa llena de admiración
que el comprador. En su vida privada, seguramente es probo y honestísimo,
pero ante la cámara debe mostrarse un tanto tramposo, de otro modo el
público no se fía. Así es como se comportan los vendedores.
En otro tiempo había palabrotas que se decían en la escuela, en
el trabajo o en la cama. Pero en público había que controlar un
poco esos hábitos, y la Paleo TV (sometida a censura y concebida para
un público ideal, moderado y católico) hablaba de manera depurada.
Las televisiones independientes, en cambio, quieren que el público se
reconozca y se diga «somos nosotros mismos». Por lo que tanto el
cómico corno el presentador que propone una adivinanza mirando el trasero
de la espectadora, deben decir palabrotas Y hablar con doble sentido, Los adultos
se reencuentran, y la pantalla es, al fin, como la vida misma. Los chicos piensan
que aquél es el modo apropiado de comportarse en público, COMO
siempre habían sospechado. Este es uno de los pocos casos en los que
la Neo TV dice la verdad absoluta.
La Neo TV, especialmente la independiente, explota a fondo el masoquismo del
espectador. El presentador pregunta a tímidas amas de casa cosas que
deberían hacerlas enrojecer de vergüenza, pero ellas entran en el
juego y entre fingidos (o verdaderos) rubores se comportan como putillas. En
Norteamérica, esta forma de sadismo televisivo ha culminado en el nuevo
juego que Johnny Carson propone en el curso de su popularísimo programa
Tonight Show. Carson cuenta la trama de un hipotético dramón tipo
Dallas, en el que aparecen personajes idiotas, miserables, deformes, pervertidos.
Mientras describe a uno de estos personajes, la cámara enfoca el rostro
de un espectador, que al mismo tiempo puede verse en una pantaIla colocada sobre
su propia cabeza. El espectador ríe inocente mientras es descrito como
un sodomita, un violador de menores; la espectadora goza al encontrarse en el
papel de una drogada o de una deficiente congénita. Hombres y mujeres
(que, por otra parte, la cámara ha elegido ya con cierta malicia, porque
tienen algún defecto o algún rasgo pronunciado) ríen felices
al verse ridiculizados ante millones de espectadores. Total, piensan, es una
broma. Pero son ridiculizados de verdad.
Cuarentones y cincuentones saben qué fatigas, qué búsquedas
eran precisas para recuperar en alguna perdida filmoteca una vieja película
de Duvivier. Hoy la magia de la filmoteca está acabada: la Neo TV nos
brinda, en una misma noche, un Totó, un Ford de los primeros tiempos
y quizás hasta un Méliés. Así nos hacemos una cultura.
Pero ocurre que para ver un viejo Ford hay que tragarse diez indigeribles bodrios
y películas de cuarta categoría. Los viejos lobos de filmoteca
todavía saben distinguir, pero en consecuencia sólo buscan en
su televisor las películas que ya han visto. De esta manera su cultura
no avanza. Los jóvenes, por otra parte, identifican cualquier película
antigua con una de filmoteca. Así su cultura se aminora más. Afortunadamente,
aún están los periódicos que ofrecen alguna información.
Pero, ¿cómo se puede leer periódicos si hay que ver la
televisión?
La televisión norteamericana, para la que el tiempo es dinero, imprime
en todos sus programas un ritmo calcado del jazz. La Neo TV italiana mezcla
material norteamericano Con material propio (o de Países del Tercer Mundo,
como la telenovela brasileña), que tiene un ritmo arcaico. Así,
él tempo de la Neo TV resulta un tempo elástico, con desgarrones,
aceleraciones y ralentís. Afortunadamente el televidente puede imprimir
su propio ritmo seleccionando histéricamente con el telemando. Todos
hemos intentado ver alguna vez ver el telediario pasando de la primera a la
segunda cadena de la RAI a intervalos, alternativas la mente, de modo que hemos
visto siempre dos veces la misma noticia y nunca aquella que esperábamos.
0 introducir una escena de pastel en la cara en el momento de la muerte de la
vieja madre. 0 de romper la gymkhana de Starsky y Hutch con un lentísimo
diálogo entre Marco polo y un bonzo. Así, cada cual puede crearse
su propio ritmo y ver la televisión del mismo modo que cuando se escucha
música tapándose y destapándose los oídos con las
manos, decidiendo por su propia cuenta en qué cosa se transforma la Quinta
de Beethoven o la Bella Gigugin. Nuestra noche televisiva ya no cuenta historias
completas: toda ella es un avance, un trailer, un «próximamente».
El sueño de las vanguardias históricas.
En la Paleo TV había poca cosa que ver y antes de medianoche ¡todo
el mundo a la cama! La Neo TV, en cambio, ofrece decenas de programas hasta
horas abre avanzadas de la madrugada. El apetito se abre comiendo. El aparato
de video permite ver ahora muchos programas más. Las películas
pueden comprarse o alquilarse; y pueden grabarse los programas que se
emiten cuando no estamos en casa. ¡Qué maravilla! Ahora es posible
pasarse cuarenta y ocho horas al día delante de la pantalla, de modo
que ya no hay que el estar en contacto con esa remota ficción que es
mundo exterior. Además, un acontecimiento puede hacerse ir hacia adelante
y atrás, y al ralentí y a doble velocidad. ¡Se puede ver
a Antonioni a ritmo de Mazinga! Ahora la irrealidad está al alcance de
todos.
El video es una de las nuevas posibilidades, pero ya aparecen otras y seguirá
así hasta el infinito. En la pantalla televisiva podrán verse
los horarios de trenes, la cotización de Bolsa, los horarios de espectáculos,
las voces de la enciclopedia... Pero cuando todo, absolutamente todo, incluso
las intervenciones de los consejeros municipales, pueda leerse en el televisor,
¿quién tendrá necesidad todavía de los horarios
de trenes o de espectáculos, o de los informes meteorológicos?
La pantalla del televisor nos dará informaciones de un mundo exterior
al que ya nadie saldrá. El proyecto de la nueva megalópolis MITO,
es decir, Milano-Torino, se basa en gran medida en contactos vía televisión:
llegados a tal punto, no hay por qué potenciar las autopistas o las líneas
ferroviarias, puesto que no tendremos necesidad de desplazarnos de Milán
a Turín y viceversa. El cuerpo se volverá inútil; bastarán
los ojos.
Se puede comprar juegos electrónicos, hacerlos aparecer en el televisor,
y toda la familia puede jugar a desintegrar la flota espacial de Dart Vader.
Pero, ¿cuándo?, si hay que ver tantas cosas, incluidas las registradas
en video. En todo caso, la batalla galáctica, que ya no se jugará
en el bar, entre un cortado y una llamada telefónica, sino todo el día,
hasta el espasmo (porque, como se sabe, en el bar sólo se abandona la
máquina porque hay alguien detrás echándonos el aliento
en el cogote, pero en casa, en casa se puede jugar hasta el infinito), tendrá
los efectos siguientes. Enseñará a los niños a tener unos
reflejos óptimos, de manera que puedan conducir un caza supersónico.
Nos habituará, a niños y adultos, a la idea de que desintegrar
diez astronaves no es gran cosa, y la guerra de los misíles nos parecerá
a la medida del hombre. Cuando después hagamos de veras la guerra seremos
desintegrados en un instante por los rusos, no condicionados por Battlestar
Galactica. Porque, no sé si lo habréis experimentado, después
de haber jugado durante dos horas, por la noche, en un inquieto duermevela,
se ven luces intermitentes y la traza luminosa de los proyectiles. La retina
y el cerebro quedan aniquilados. Es como relampaguea ante los ojos. Durante
mucho tiempo sólo vemos delante de nosotros una mancha oscura. Es el
principio del fin.
1983
Extraído de: “La estrategia de la ilusión”
de Umberto Eco Editorial Lumen Ediciones de la Flor.
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