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IV. CONVERSACIONES SOBRE SAN IGNACIO Indice
2. DE BONDAD POBRE 1: amigo de los pobres.
En la conversación de ayer me ocupé del Ignacio que firmaba sus
cartas dándose a sí mismo el título de “el pobre peregrino”.
Terminaba mi conversación de ayer considerando – a la luz de la
oración del Cardenal John Henry Newman – cómo todos somos peregrinos de Dios
durante toda nuestra vida terrenal y necesitamos seguir a Jesús para ser
conducidos en nuestra peregrinación.
Así comienza la primera encíclica de San Pedro, el primer papa, dándonos
a los creyentes el nombre de “peregrinos”: “Pedro, apóstol de Jesucristo,
a los que peregrinan lejos de la Patria”. (I Pe 1,6)
Hoy quiero ocuparme del “Iñigo de bondad pobre”, como firma San
Ignacio sus cartas con frecuencia en un segundo período de su vida: el que va
de sus estudios en París hasta los primeros años de su estadía en Roma. (Así
lo colijo de la selección de sus
cartas que se publican en las “Obras de San Ignacio” y sin haber podido
consultar los doce volúmenes de su colección completa de cartas).
Y voy a elegir dos episodios de la vida de San Ignacio que espero nos
permitan asomarnos a la conciencia que Ignacio tenía de sí mismo, respecto de
la bondad.
El primer episodio es aquél del mendigo a quien Ignacio le regaló sus
ropas de noble, después de haber vestido el sayal de peregrino, y al cual
metieron en prisión, sospechando que las había robado.
El segundo episodio – del que me ocuparé mañana – es el de aquel
amigo de Ignacio en París, que traicionando la confianza que Ignacio había
depositado en él dándole a guardar las limosnas con que pensaba mantenerse en
sus estudios, se gastó todo y se mandó mudar.
El primer episodio nos permite asomarnos a los primeros comienzos del
viaje de Ignacio por los caminos de la caridad, y el segundo nos muestra a
Ignacio avanzando en ese camino de la bondad, en una prueba decisiva.
Y vamos al primer episodio. Lo leo de la Autobiografía. Está narrado
a continuación del episodio que les contaba ayer:
el del musulmán a quien la mula de Ignacio salvó de morir acuchillado
por el devoto pero aún indiscreto caballero de María:
17. Y fuese su camino de
Monserrate, pensando, como siempre solía, en las hazañas que había de hacer
por amor de Dios. Y como tenía todo el entendimiento lleno de aquellas cosas,
Amadís de Gaula y de semejantes libros, veníanle algunas cosas al pensamiento
semejantes a aquéllas; y así se determinó de velar sus armas toda una noche,
sin sentarse ni acostarse, mas a ratos en pie y a ratos de rodillas, delante el
altar de Nuestra Señora de Monserrate, adonde tenía determinado dejar sus
vestidos y vestirse las armas de Cristo. Pues, partido deste lugar, fuése, según
su costumbre, pensando en sus propósitos; y llegado a Monserrate, después de
hecha oración y concertado con el confesor, se confesó por escrito
generalmente, y duró la confesión tres días; y concertó con el confesor que
mandase recoger la mula y que la espada y el puñal colgase en la iglesia en el
altar de Nuestra Señora. Y éste fué el primer hombre a quien descubrió su
determinación, porque hasta entonces a ningún confesor lo había descubierto.
18. La víspera de Nuestra Señora
de Marzo, en la noche, el año de 22, se fué
lo más secretamente posible que pudo a un pobre y despojándose de todos sus
vestidos, los dió a un pobre, y se vestió de su deseado vestido, y se fué a
hincar de rodillas delante el altar de Nuestra Señora; y unas veces desta
manera, y otras en pie, con su bordón en la mano, pasó toda la noche. Y en
amaneciendo se partió por no ser conocido y se fué, no el camino derecho de
Barcelona, donde hallaría muchos
que le conociesen y honrasen, mas desvióse a un pueblo, que se dice Manresa,
donde determinaba estar en un hospital algunos días, y también notar algunas
cosas en su libro, que llevaba él muy guardado, y con que iba muy consolado. Y
yendo ya una legua de Monserrate, le alcanzó un hombre, que venía con mucha
priesa en pos dél, y le preguntó si había él dado unos vestidos a un pobre,
como el pobre decía; y respondiendo que sí, le saltaron las lágrimas de los
ojos, de compasión del pobre a quien había dado los vestidos; de compasión,
porque entendió que lo vejaban, pensando que los había hurtado. Mas, por mucho
que él huía la estimación, no pudo estar mucho en Manresa sin que las gentes
dijesen grandes cosas, naciendo la opinión, de lo de Monserrate; y luego creció
la fama a decir más de lo que era: que había dejado tanta renta, etc.
El jesuita Laínez, hombre de la confianza de Ignacio y de los primeros
amigos en el Señor, cuenta resumidamente este episodio y le agrega detalles,
uno de los cuales quiero destacar. Dice Laínez que las lágrimas que Ignacio
derramó por aquel pobre “fueron las primeras lágrimas que lloró, después
que partió de su tierra”. Dice Laínez:
“En el mismo camino dispuso
de su cabalgadura en que iba, y vestidos, y dineros; y los vestidos los dió a
un pobre, al cual después el alguacil quería hacer afrenta, pensando que los
hubiese robado. De manera que fue menester que el Padre Maestro Ignacio diese
testimonio que se los había dado. Y si bien me acuerdo, viendo que con su
limosna había puesto en trabajo a este pobre, fueron las primeras lágrimas que
lloró, después que partió de su tierra”. (MHSI, FN I, p.76-77 texto
castellano que retoco según el latino).
El comentario de que las lágrimas eran las primeras que
derramaba desde la salida de su tierra, tiene un fuerte sabor a observación y
comentario de San Ignacio mismo, comunicado en confidencia a Laínez.
Para San Ignacio, las lágrimas eran una preciada forma de consolación
que, como signo de Dios, sancionaba la naturaleza espiritual de ciertos
acontecimientos espirituales y de gracia. Las lágrimas son un aspecto importantísimo
de la piedad y la mística Ignaciana y de su discernimiento.
Notemos, que este pobre es el primer pobre que refiere la Autobiografía.
De aquí en más, los pobres estarán continuamente en el camino de Ignacio.
El Ignacio que viene saliendo de su tierra y de sí mismo, viene sin
embargo aún muy lleno de sí mismo y de su modo de ver “hazañoso”, que
concibe aún la santidad como hazaña propia.
Aún el mismo despojo de sus vestidos está en esa atmósfera
narcisista. Diría que el dar los vestidos al pobre era juntamente un acto de
amor propio y de amor al prójimo. Pero no era todavía
un acto de pura caridad. Ignacio huía de la opinión del mundo, pero era
aún espectador de sí mismo. Su gesto no brotaba puramente de la necesidad del
otro, sino que venía mezclado de la intención de Ignacio de despojarse de sí
mismo y entrar en un deseado anonimato, para servir a Dios hazañosamente en
grandes penitencias y privaciones. Se despojaba de sus vestidos, pero atesoraba
aún libros que le producían consuelo. Sin embargo Ignacio quería desprenderse
de todo para seguir a Cristo según la letra del Evangelio, y de ninguna manera
puede el Señor desentenderse de un alma que lo quiere buscar así, sino que la
purificará de las impurezas de sus motivaciones.
También a nosotros nos sucede que nuestra caridad va muy mezclada de
motivaciones personales y propio interés, aunque sea de orden espiritual. A
veces uno da limosna, en parte – por lo menos – para sentirse bueno o para no sentirse malo y culpable. No por la
pura consideración de la necesidad del otro; no sin esperar alguna recompensa:
ya sea las gracias, ya sea la autosatisfacción por haber hecho el bien, ya sea
por buscar una respuesta de afecto, una reciprocidad cualquiera. Cuando uno da,
a veces da por compulsión, no libremente. Da porque se sentiría culpable no
dando, más que por la verdadera necesidad del otro. Uno necesita sentirse bueno
y da para no enterarse de que no lo es.
Creo que Ignacio, cuando
se llama a sí mismo “en bondad pobre” lo hace porque ha alcanzado la
codiciable libertad interior para aceptar que no es bueno; por lo menos tanto
como quisiera serlo. Pero además ha alcanzado la sabiduría de que no son las
obras hechas con el fin de hacerse bueno, las que pueden conferir bondad; sino
que Dios, solamente, puede imprimir la bondad del corazón. Y sin embargo, Dios
elige el camino de las obras de misericordia para ir cambiando el corazón del
que se ejercita en ellas, pero a condición de que no ponga en ellas su
confianza ni su gloria.
El Ignacio que firma sus cartas con el – no sé si llamarle lamento o
comprobación humilde y por eso liberadora – “de bondad pobre”, es un
Ignacio que ya ha considerado muy bien “quién es Dios contra quien he pecado,
según sus atributos, comparándolos con sus contrarios en mí...su bondad a mi
malicia” (EE 59). Es un Ignacio que desea poder comunicar a todas las
creaturas los bienes y dones que “descienden de arriba, así como la medida
potencia de la infinita de arriba, y así justicia, bondad, piedad,
misericordia...” (EE 237). Un Ignacio que ha plasmado en esos términos su
experiencia para convertirla en consejos para el que quiere hacer los
Ejercicios.
Se trata de la misma
doctrina inspirada que expresa el Apóstol Santiago en su carta: “toda dádiva
buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces”
(Sant 1,17)
El Ignacio “en bondad pobre” es un Ignacio que se ha ofrecido –
“tomad Señor y recibid” – para ser un instrumento de esa bondad.
El episodio del primer mendigo y las
primeras lágrimas es una gracia fundacional, una gracia inicial; de esas
con las que el Señor, consolando al alma en ocasión de alguna obra, le señala
lo que quiere de ella y el rumbo por donde puede realizarlo.
A Ignacio se le saltan las primeras lágrimas de compasión, que lo
sacan de sus propios proyectos y consuelos, para invitarlo con un consuelo nuevo
y mejor, a pasar de las hazañas exteriores a las virtudes interiores y de las
austeridades por odio a sí mismo primero y luego por ilusión de servicio
heroico al Señor, a las caridades por amor a los demás. “Misericordia quiero
y no sacrificios” (Mt 9,13).
Creo – lo he dicho en “El Camino Sacramental” – que a Ignacio
le conmovía probablemente haber perjudicado a alguien a quien solo había
querido favorecer. Esa es también una experiencia frecuente que hacemos los
aprendices de la caridad y de las
obras de misericordia: que se puede estar perjudicando por caridad indiscreta a
quien se quisiera ayudar. Que a veces una ayuda material produce daños mayores
en el orden moral o espiritual. Y que por eso como dirá Ignacio en su “Carta
sobre la Perfección”:
“...no tiene el enemigo de
nuestra naturaleza malicia alguna – como dice San Bernardo – tan eficaz para
quitar la caridad verdadera del corazón, como hacer que incautamente, y no según
razón espiritual, en ella se proceda. El nada en demasía, dicho del Filósofo,
débese en todo guardar, aún en la misma justicia, como leemos en el Eclesiástico
(7,17): no quieras ser justo en demasía”
“...no es bien se crea
siempre a la buena voluntad – como bien avisa San Bernardo, sino que se ha de
enfrenar y se ha de regir, y mayormente en el que comienza, porque no sea malo
para sí el que quiere ser bueno para otros; porque el que para sí es malo ¿para
quién será bueno?”.
Para asomarnos a la
experiencia espiritual de Ignacio que se expresa con la frase “en bondad
pobre” no basta pues remitirnos a nuestra propia habitual conciencia de que
todos queremos ser buenos, queremos ser mejores de lo que somos. Pues ese deseo
nuestro, como el de Ignacio al regalar sus ropas, puede venir cargado de
nuestras indiscreciones y propios criterios.
El Ignacio que se siente y se dice “pobre en bondad” es un Ignacio
que ya ha luchado por lograrla y la pide a Dios y sabe discernir.
A los comienzos, Ignacio era indiscreto. Su indiscreción no le impedía
– empero – encariñarse con los que hacía objeto de favor y misericordia.
Quizás en aquel breve encuentro y en el rato que le llevó darle las vestiduras
al pobre y quizás ayudándolo a ponérselas y viendo el contento y la gratitud
del otro que jamás habría ni soñado verse de pronto vestido de finas prendas
señoriles, entre gestos humanos y quizás algunas bromas y dichos de buen
humor, Ignacio se encariñó con el otro. La cosa dejó de ser un “acto de
misericordia” para transformarse en un encuentro humano. También a hacer
limosna hay que aprender, porque tampoco esto se nace sabiéndolo. Dar es un
arte. Y dar con
alegría y afabilidad, sin herir ni humillar, ni dañar, es un don
divino, un carisma.
En aquella primera “limosna” Ignacio se encontró con otro hombre y
se quedó, quizás desde entonces para siempre con la gracia del encuentro con
el otro, con el hombre, no con el pobre.
De ahí quizás el dolor por la injusticia que se le estaba por
inferir, haciéndolo sospechoso de ladrón – sólo por ser pobre – al que
Ignacio, por haberlo conocido en aquel breve rato como hombre, y quizás con más
luces para el corazón humano que el perspicaz alguacil, sabía inocente, o aún
más, intuía bueno.
El primer mendigo le granjea a Ignacio el don de las primeras lágrimas.
Desde entonces Ignacio parece haber quedado habilitado – si es que no lo
estaba desde antes – para alternar con los pobres en un pie de igualdad de
hijos de Dios y de común humanidad de creaturas, que los hace sus iguales, más
aún, sus preferidos.
Años más tarde escribiría a los jesuitas de la ciudad de Padua donde
padecían extremas condiciones de pobreza: “La amistad con los pobres nos hace
amigos del Rey eterno” (Carta del 7 Agosto 1547)
La bondad y la misericordia que desea Ignacio es la que emana de un
corazón capaz de amistad, es decir de amar y querer el bien del otro y
promoverlo. Porque no otra cosa es el amor.
En bondad pobre, quiere decir en amor pobre. No se trata de una
“bondad” que hace la beneficencia dando con la mano pero no con el corazón,
o que da con una mano y recoge con otra; o que bajo la apariencia de dar sólo
hace un trueque, cambiando dádivas por obligaciones, o mirando de reojo el
propio bien.
En su deseo de aprovechar a las almas y llevarlas a Dios, Ignacio fue
descubriendo que para hacer y obrar el bien de los demás –
si queremos que sea verdadero y duradero – hay que amarlos, y que para
amar, hay que ser bueno. En el momento de despojarse a sí mismo y – vestido
de pobre – dejar efectivamente mula, dinero y vestidos, sus ojos empiezan a
quedar limpios para ver cosas nuevas. La pobreza exterior le limpia los ojos
para empezar a advertir su pobreza interior y su desnudez de amor. Pero ese
espectáculo, lejos de ser turbador, desanimante, le resulta consolador y llora
por el amigo pobre, que es de pronto un pobre amigo. Me viene aquí el
Principito de Saint-Exupéry y las lecciones del zorro sobre lo que quiere decir
domesticar. Hasta que Ignacio le dio sus ropas aquel mendigo era uno más entre
tantos. Pero después, ya no fue mendigo sino amigo inolvidable de por vida.
Laínez nos cuenta otra confidencia – de amigo – que le hizo
Ignacio y que muestra lo cómodo que empezó a sentirse entre los pobres como si
fueran su nueva familia: Ignacio le contó que Dios le había dado una gracia de
constancia y firmeza en su nueva vida de penitente. Y del remedio que le puso a
una única tentación, podemos colegir lo bien y a gusto que Dios le hacía
estar en amistosa compañía con los pobres:
8. Pero en los quatro
meses primeros no entendía casi nada de las cosas de Dios; pero era dél
ayudado, especialmente en la virtud de la constancia y fortaleza; porque, ansí
como en lo que toca a la castidad, al principio fué favorescido de manera que
después ha sentido muy poca contrariedad, ansí, en lo que tocaba a su estado
de penitencia y pobreza, decía, si bien me acuerdo que sola una vez, después
de haber dado sus vestidos al pobre, estando en un hospital a solas, le venía
un pensamiento, que le decía: si tuvieras ahora tus vestidos, no sería mejor
que te vistieses?; y sintiéndose un poco contristar, se parte de allí y se
entra con los otros pobres, y aquella cosa se le pasa. (FN I,
p. 78)
Los que hemos tenido la
dicha de crecer en convivencia igualitaria con los pobres, no solemos advertir
cuánto hay de gracia en esto. Si me permiten alegar mi experiencia personal:
por mi crianza en la Escuela Pública y en un barrio popular, en una casa
abierta a todos, donde el zapatero ambulante, después de su trabajo compartía
nuestra mesa; por acompañar a mi padre, que era médico de barrio, en sus
visitas a tantas familias pobres, que no eran “clientes” sino amigos; y por
haber aprendido de él, que era hombre de origen humilde, hijo de un peluquero
de Fray Bentos y heredero de la cultura católica criolla...por todo eso, sin
necesidad de muchas palabras y formado en esos ejemplos, mi dificultad ha sido más
bien – y me ha llevado años – comprender que para algunos, llegar a tratar
a los hombres como iguales, pueda ser conquista de una vida, que les exige
remontar la corriente de la educación recibida. Y aún a riesgo de recaer – o
no remontarse suficientemente – e incurrir en hacer abolengo de algo tan
natural para otros como es el trato igualitario con los pobres.
Ignacio, por orígenes de nobleza campesina, estaba muy cercano al
pueblo campesino. Y por su educación en la corte también se sabía mover cómodamente
en los ambientes más distinguidos. Pero la confidencia a Laínez de cómo venció
el pensamiento que le reprochaba haberse desprendido de sus ropas, nos muestra
que Ignacio había elegido vivir como pobre entre los pobres, porque allí
empezaba a hacerse en caridad rico y podía
a ellos enriquecerlos en Dios.