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IV. CONVERSACIONES SOBRE SAN IGNACIO Indice
1. EL POBRE PEREGRINO: IÑIGO
Mis queridos hermanos:
Tengo que empezar diciéndoles
que no me ha sido fácil decidirme
entre las muchas cosas que quisiera decir acerca de San Ignacio en este triduo.
Se me ofrecían al espíritu varias posibilidades. Y tampoco me era fácil
animarme a emprender alguna de ellas porque no sabía si el tiempo disponible me
permitiría desarrollarla o si aún antes, me permitirá tan siquiera preparar
lo que había de decir.
Y quizás sería una buena
manera de empezar el exponerles brevemente y muy en síntesis algunos de esos
proyectos de triduo que tenía in mente. Serviría para que los que van llegando
en los primeros minutos no se pierdan el comienzo del tema principal. Como se
hace en los cines que primero pasan algunos cortos y después recién la película.
Voy a tratar de mantenerlos “cortos”, pero si me paso, no importa. Nos
quedamos en los “cortos” y dejamos la película para mañana o pasado, o
para otra vez. Quiero encarar este triduo como una conversación sobre San
Ignacio. Eso libera mi espíritu para ir siguiendo el hilo de mi inspiración y
hablarles de San Ignacio desde mi corazón. Desde mi relación con él.
PRIMER PROYECTO O BOSQUEJO.
Un primer
proyecto de triduo se me ofrecía a partir de los diversos modos como San
Ignacio termina sus cartas.
Hay una primera época en que
Ignacio firma sus cartas llamándose a sí mismo: “El pobre peregrino”. Así
termina por ejemplo la carta que escribe a su bienhechora y protectora - casi
una madre – Inés Pascual, que estaba en Manresa, desde Barcelona donde
Ignacio había pasado el año entero estudiando latín, después de su retorno
de Jerusalén: “ El pobre peregrino Iñigo”.
Pero hay otra serie de cartas
entre 1532 y 1543 – o sea los años en que Ignacio se gradúa en la
Universidad de París hasta que se instala en Roma y le aprueban la Compañía
– en que Ignacio usa muy frecuentemente otro modo de firmar. Ya no se llama a
sí mismo “el pobre peregrino”, sino que firma
“de bondad pobre” Iñigo.
Me parecía que en estos modos
de firmar, se refleja la conciencia que Ignacio tenía de sí mismo. Y me
hubiera gustado armar un triduo desde allí, desde esas frases en que Ignacio se
pone esos “sobrenombres”.
EL POBRE PEREGRINO: IÑIGO.
Sabemos que Ignacio vio a si
mismo como peregrino. Aún de
viejo, pocos meses antes de morir, al hacer su relato autobiográfico al P. Cámara,
parece haberse referido a sí mismo como “el peregrino”, o “el pobre
peregrino”, porque así lo llama frecuentemente el P. Cámara. Y es verdad,
que la vida de San Ignacio es la de un peregrino, durante muchos años, hasta su
instalación en Roma. Ignacio es un “peregrino” no sólo porque viaja a
Jerusalén. La carta de Inés Pascual en que se firma con ese nombre, le escribe
después de haber vuelto de su peregrinación a Jerusalén. Y sin embargo se
sigue viendo y llamando a sí mismo como “El pobre peregrino”.
De alguna manera, Ignacio es un
peregrino toda su vida. Un peregrino de Dios que pide ser guiado por El. Así se
ve a sí mismo - como nos lo revela un pasaje de su Diario Espiritual escrito en
1544 – necesitado de la guía divina para acertar en la elección
del camino por el que “busca la voluntad de Dios”:
Leemos en ese pasaje del Diario
correspondiente al día 5 de marzo de 1544, que mientras Ignacio preparaba el
altar para decir Misa, pidiendo a Dios luz para saber cómo debía ser la
pobreza de la Compañía de Jesús, sentía y hablaba así, dentro de sí mismo,
con Jesús: “Donde me queréis, Señor, llevar”; “y esto multiplicando
(=repitiendo) muchas veces, me parecía que era guiado, y me crecía mucha
devoción, tirando a lagrimear. Después a la oración
para revestirme (los ornamentos de la Misa) con muchas mociones y lágrimas
ofreciendo me guiase y me llevase...en estos pasos, estando sobre mí, donde me
llevaría. Después de vestido (revestido) no sabiendo por dónde comenzar y
tomando a Jesús por guía...pasé hasta la tercera parte de la Misa con mucha
asistencia de gracia y devoción calorosa... y decía, volviéndome a Jesús: Señor,
dónde voy...siguiéndoos, mi Señor, yo no me podré perder”.
El Ignacio afincado en Roma,
como vemos, sigue considerándose un peregrino espiritual, necesitado de la guía
de Dios, no sólo en su elección sino en cada paso de su oración y de su misa,
desde que viene de su habitación a la sacristía, mientras se pone los
ornamentos, y en el paso a paso de la Santa Misa. Su misma vida de oración es
como una peregrinación. De nuevo, dos días después, el 7 de marzo, al
vestirse para la Misa – revestirse los ornamentos sacerdotales era para
Ignacio como vestirse para salir de viaje hacia Dios, o vestirse para ir de
visita a Su Presencia – Ignacio siente: “nuevas mociones a lagrimear y
conformarme con la voluntad divina, que me guiase, que me llevase” y repite
las palabras del comienzo del libro
del Profeta Jeremías, que quizás se leían en la liturgia de la Misa de aquel
día: “Yo dije, Ah! Señor, mira
que no sé expresarme, que soy como un niño” (Jr .1,6)
El Ignacio que se siente
peregrino, es pues este hombre que se siente pobre y absolutamente necesitado de
ser conducido, guiado, enseñado por Dios y por su magisterio providente. El
pobre peregrino es un pobre voluntario, que abraza su pobreza para expresar su
disponibilidad, su docilidad para ser conducido por el Señor.
Este Ignacio, místico maduro,
que se refleja en las páginas de su Diario Espiritual está sin embargo, - y
esto es una cosa que me resulta sorprendente y llamativa – muy cerca de aquel
Ignacio principiante en la vida espiritual, aquel Ignacio que según él mismo
dice en su Autobiografía “no mirando a ninguna cosa interior, ni sabiendo qué
cosa era humildad, ni caridad, ni paciencia, ni discreción para regular ni
medir estas virtudes” (Aut. 14) sólo pensaba en hacer grandes cosas
exteriores.
También aquel Ignacio de los
comienzos, en un momento de perplejidad le entrega las riendas de su cabalgadura
a Dios, para que Dios decida el camino que debe seguir y lo que debe hacer.
Me refiero a aquel episodio de
la vida de San Ignacio que ya es conocido para muchos de Ustedes pero que
recuerdo en atención a los que no lo hayan oído contar. Y es de cómo Ignacio,
recién salido de Loyola y camino de Monserrate, donde pensaba entregarse a Dios
y vestirse con el traje de peregrino para ir a Jerusalén, se encontró con un
musulmán y: “yendo hablando los
dos, vinieron a hablar de Nuestra Señora”. El recién convertido Ignacio ya
estaba deseoso de aprovechar las almas y quizás se las amañó para llevar la
conversación a temas en que
pensaba que podía aprovechar al musulmán. Pero si Ignacio buscó la
ocasión de hacer el bien, casi se le convierte en ocasión de pecar, y
gravemente. Porque “el moro decía que bien le parecía a él la Virgen haber
concebido sin hombre; más el parir quedando Virgen no lo podía creer, dando
para esto las causas naturales que a él se le ofrecían. La cual opinión, por
muchas razones que el peregrino le dió, no pudo deshacer. Y así el moro se
adelantó con tanta prisa que lo perdió de vista quedando pensando en lo que
había pasado con el moro. Y en esto le vinieron unas mociones que hacían en su
ánima descontentamiento, pareciéndole que no había hecho su deber, y también
le causan indignación contra el moro, pareciéndole que había hecho mal en
consentir que un moro dijese tales cosas de Nuestra Señora y que era obligado
de volver por su honra. Y así le venían deseos de ir a buscar el moro y darle
de puñaladas por lo que había dicho; y perseverando mucho en el combate destos
deseos, a la fin quedó dudando, sin saber lo que estaba obligado a hacer. El
moro, que se había adelantado, le había dicho que se iba a un lugar que estaba
un poco adelante en su mismo camino, muy junto del camino real (=principal),
aunque no pasaba por él el camino real. Y así, después de cansado de
examinar lo que sería bueno hacer, no hallando cosa cierta a que se
determinase, se determinó en esto: en
dejar ir a la mula con la rienda suelta hasta el lugar donde se dividían los
caminos; y que si la mula fuese por el camino de la villa, él buscaría el moro
y le daría de puñaladas; y si no fuese hacia la villa, sino por el camino
real, dejarlo quedar. Y haciéndolo así como pensó, quiso Nuestro Señor, que,
aunque la villa estaba poco más de treinta o cuarenta pasos y el camino que iba
a ella era muy ancho y muy bueno, la mula tomó el camino real, y dejó el de la
villa.”(Aut. 15-16)
San Ignacio ha presentado este
episodio como ejemplo de su incapacidad para discernir. Era ya “el pobre
peregrino”, que determinaba ir a Jerusalén. Y en medio de todo, no deja de
ser un acto de humildad el poner en duda sus pensamientos e inclinaciones y
preferir la decisión de un animal que la inclinación propia. Aunque tampoco
deja de ser una ignorancia temeraria la de confiar la propia decisión al acaso.
Pero en Ignacio había posiblemente un acto de fe y confianza en que la
Providencia llevaría las riendas de su mula.
Ignacio es ya “el pobre
peregrino” y comienza a aprender a confiar las riendas de su destino a la
conducción de Dios. El sueño de poder volver a Jerusalén y quedarse a vivir
allí – cosa que no había podido realizar cuando estuvo allí la primera vez
con esa intención – lo impulsará largos años de su vida. Y sin embargo Dios
le cambia Jerusalén por Roma a último momento y el pobre peregrino termina su
viaje donde no lo esperaba, pero donde Dios lo quería. No en Jerusalén sino en
Roma. No en la ciudad de Jesús en la carne, sino en la ciudad del Jesucristo
resucitado, que conduce la Iglesia visible y la une en su Vicario.
Si volvemos ahora a recordar
las expresiones de Ignacio en su Diario Espiritual, pidiendo ser guiado como un
niño, según las palabras de Jeremías, porque no lograba ver claro, debo decir
que esas palabras de Ignacio me recuerdan una oración muy hermosa del Cardenal
John Henry Newman, compuesta por él en Sicilia en 1833: “Lead kindly Light,
amid encircling gloom” y que expresa la más auténtica verdad de nuestros
corazones, la que nos dispone, precisamente a convertirnos en seguidores de
Cristo, aceptando su invitación a seguirlo y a dejarnos guiar por El en la
vida, salvándonos así de nuestra incapacidad de encontrar el camino de la vida
por nosotros mismos.
Porque Ignacio y Newman son
cristianos como nosotros, la oración de Newman nos es común y nos expresa a
todos y la quiero traducir aquí algo libremente:
Guíame, oh Luz bondadosa, en
medio de la oscuridad que
me rodea.
¡Condúceme Tú!
Oscura es la noche y estoy muy
lejos de casa
¡Condúceme Tú!
Protege Tú mis pasos;
no pido ver muy lejos
ver mi próximo paso es
suficiente.
Yo no fuí siempre así, ni pedía
que Tú me condujeses.
Me gustaba elegirme yo el
camino; pero ahora:
¡Condúceme Tú!
Yo amé los resplandores; y un
orgullo temerario gobernaba mi querer.
Oh! No recuerdes mis años
pasados.
Tu poder me bendijo ya, desde
hace tanto tiempo,
que seguramente me guiará
todavía
por breñal y pantano, arenal y
torrente,
hasta que haya pasado la noche;
y con la aurora,
vuelvan a sonreírme aquellos
rostros de ángeles
que yo amara hace tanto y
perdiera después.(1)
Ha sucedido lo que preveía al comienzo de esta conversación y me he
quedado en “los cortos”. Mañana,
con la gracia del Señor, seguiremos nuestra conversación hablando del Ignacio
que se veía y decía a sí mismo: “en bondad pobre”.