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EL
LUGAR DE LA SAGRADA ESCRITURA EN LA HOMILÍA (3)
“EL DON DE LA PALABRA”
Elocuencia,
arte retórica, ciencia, sabiduría y carisma de la Palabra en la Homilía según
San Agustín y Santo Tomás
Horacio
Bojorge S.J.
Exposición
en la Jornada de Estudio para el Clero. Arquidiócesis de la Plata - 11 de
setiembre 2002
“El sabio que sabe hablar, cuando
expone lo que sabe,
debe hacerlo de manera que enseñe,
deleite, y mueva”
Santo Tomás, resumiendo a san Agustín
“Así como Dios obra algunas veces
milagrosamente
de un modo más excelente
lo
que la naturaleza puede obrar;
así
también el Espíritu Santo
obra
más excelentemente por la gracia de la palabra,
lo
que el arte retórica puede producir
de
un modo más inferior”
(ST 2-2ae, Q. 177, a. 1, ad 1m)
No es fácil hacer la autopsia o desmontar el mecanismo de este problema. Se entremezclan en él los más diversos factores y abundan las visiones simplistas de los hechos y sus causas; así como los falsos diagnósticos y las recetas equivocadas.
Por
eso, después de tratar del lugar que han de tener las Escrituras en la Homilía
desde el punto de vista de su naturaleza y desde el punto de vista de su
eficacia o de sus frutos de santidad, puede ser útil considerar el tema desde
el punto de vista del oficio del predicador.
Para
reflexionar sobre este aspecto del lugar de la Escritura en la tarea del que
predica voy a apartarme del método que seguí en las dos exposiciones
anteriores. Voy a acudir al pensamiento, muy elaborado sobre el tema, que es
posible encontrar en la obra de Santo Tomás sobre las huellas de san Agustín.
Aunque
los mismos problemas nos siguen preocupando, cuando pensamos acerca de ellos no
solemos usar los mismos conceptos ni las mismas palabras que ha usado la tradición
siguiendo a estos maestros. Puede ser esta una buena ocasión para sacarlos del
depósito, sacarles el polvo y devolverlos al uso diario.
La
Escritura enseña, deleita y convierte
Entre
las obras juveniles de Santo Tomás de Aquino, se encuentra una breve
lectio coram sobre la Sagrada Escritura que se conoce como Principium
Biblicum. Consta de dos capítulos. El primero se titula “Commendatio
Sacrae Scripturae" y es, como el nombre lo indica, una recomendación o
elogio de la Sagrada Escritura. Una recomendación consistente en resaltar las
virtudes que tiene la Escritura para lograr los fines del predicador.
El
segundo capítulo del Principium Biblicum se
titula “Partitio Sacrae Scripturae”
y explica sumariamente las diversas partes del canon bíblico y las características
de los libros de los que consta. Pero se engañaría el que pensase que es una
descripción puramente morfológica del canon. Santo Tomás sigue teniendo en
vista al predicador y su utilidad.
Por
lo que, de cada libro o parte del Canon, señala Santo Tomás ya sea su lugar en
el misterio de fe, ya sea su importancia para la enseñanza, para la oración,
para la vida de fe y de la Iglesia. Pero dejemos este capítulo segundo.
Lo que nos interesa aquí es el comienzo del capítulo primero. Ahí, sin suspenso y de sopetón, Santo Tomás nos espeta la tesis. Y es llamativo que lo primero que se le ocurra decir a Santo Tomás a propósito de las Escrituras, desde la largada, cuando se pone a recomendárselas al predicador y a hacerle el elogio de la gran utilidad que tienen para brindarle en el ejercicio de su sagrado oficio, sea el párrafo que les voy a leer.
Ese párrafo contiene una cita de San Agustín y concluye con una ponderación que hace Santo Tomás acerca de la utilidad y máxima eficacia espiritual de la Escritura para lograr las metas de toda buena predicación. Leámoslo:
“Según
dice San Agustín en el libro cuarto de su De Doctrina christiana, el sabio
que sabe hablar[1], cuando expone lo que
sabe, debe hacerlo de manera que en primer lugar enseñe, en segundo lugar
deleite, y en tercer lugar mueva a los oyentes. De modo que a los ignorantes les
enseñe, a los que se aburren los deleite y
a los perezosos los estimule”. “Ahora
bien, - agrega inmediatamente Santo Tomás -: “La
Palabra de la Sagrada Escritura cumple perfectísimamente
con estos tres requisitos” [2].
Santo
Tomás pasa a demostrar - en el resto del capítulo primero - que la Escritura
es, por eso, utilísima, eficaz y recomendable para esos múltiples fines de la
enseñanza cristiana: tanto los relativos a la enseñanza de los misterios, como
a la exhortación, a la corrección, al enfervorizamiento, a la conversión y a
la santificación..
La idea de que el orador debe enseñar, deleitar y mover, es un viejo precepto del arte retórica profana, que formuló Cicerón, - a quien Agustín recuerda y cita con frecuencia -, enunciando lo que era un axioma entre los maestros y los aprendices de la oratoria en la antigüedad.
San
Agustín lo había mamado con el a-b-c de sus estudios retóricos de
adolescente.
Siguiendo
la pista que discretamente nos señala Santo Tomás con su cita, vayamos a ese
capítulo cuarto del De Doctrina
Christiana. Es bueno ir a visitar las canteras de donde sacan su piedra los
maestros.
Llegados
al pasaje del De Doctrina Christiana
citado por Santo Tomás nos encontramos, con que el aquinate lo ha resumido drásticamente,
dándonos lo esencial de su contenido en muy apretada síntesis.
En
ese capítulo, San Agustín comprueba que el arte y la preceptiva retórica de
la antigüedad se propone las mismas metas que persigue el maestro cristiano
cuando quiere enseñar la fe católica. Agustín comprueba que no menos que
cualquier orador profano, también él se empeña en enseñar, conmover los
corazones y mover las voluntades.
El
doctor christianus, también comienza
presentando la verdad (el kerygma)
y lograda la adhesión inicial, motiva para mover a conversión y a cambio de
vida mediante la catequesis. El itinerario es análogo: del conocimiento, por el
amor a la santidad; de la presentación del misterio a la comunión. Ha de
predicar la fe, para encaminar por el
camino mejor: el de la caridad.
Examinemos
lo que dice san Agustín en el pasaje que Santo Tomás resume:
“El
doctor y expositor de las Escrituras divinas, - dice el hiponense - como
defensor de la fe y confutador del error que es, debe enseñar lo bueno y disuadir
de lo malo, y por el mismo ministerio de la palabra, debe reconciliar a los
desavenidos, estimular a los remisos, e instruir a los ignorantes acerca de lo
que hay que hacer y acerca de lo que hay que esperar”[3].
Hay
que ver qué es lo que hay que darle a cada uno, prosigue diciendo San Agustín.
Unos necesitan ser enseñados acerca
de la historia de la salvación y hay que contársela y brindarle las pruebas
que certifican la verdad de los hechos narrados. Otros ya no necesitan ser enseñados,
porque saben, sino estimulados, movidos
para poner en práctica lo que saben y para que vivan de acuerdo a lo que
profesan creer. A este efecto se necesitan mayores recursos de elocuencia. Aquí,
dice san Agustín, “son necesarios los ruegos y las súplicas, las
reprensiones y amenazas y todos los recursos que puedan emplearse para conmover
los ánimos”[4].
Es
en este punto donde San Agustín reconoce que estos mismos fines son los que se
proponen, no sólo los que enseñan las Sagradas Escrituras, todo y cualquier
orador aún en los asuntos humanos y profanos.
Hay
– comprueba Agustín - un arte de la palabra, un arte de la elocuencia, del
bien hablar, del convencer. Ese arte existe sin referencia al mensaje cristiano
pero puede ser útil ponerlo al servicio de la predicación de la Sagrada
Escritura, principalmente en la Homilía. Pasa con la retórica contemporánea
de Agustín como con los medios de comunicación social hoy. Existe un acuerdo
generalizado en que hay que poner esos medios al servicio de la predicación del
mensaje.
Pero
¿cuál es la relación entre interpretación y exposición?
Hoy
se pregunta ¿cuál es la relación entre el medio y el mensaje?
Siendo
la Escritura en la Homilía palabra de Jesucristo a la Iglesia ¿qué decir de
específico acerca de la elocuencia del orador sagrado y su eficacia para
conmover y santificar?
San
Agustín se decanta a privilegiar el mensaje sobre el medio y afirma, a
continuación, que es más importante que el orador sagrado tenga sabiduría que
elocuencia. La elocuencia sin sabiduría es perniciosa.
¡No
dice nada! ¡Pero qué bien lo dice!
Ya
los antiguos observaban, - dice San Agustín – que en los asuntos políticos,
la elocuencia es peligrosa, porque, una elocuencia sin sabiduría política,
aprovecha poco a los estados y las más de las veces es dañosa.
Por
ejemplo: cuando los que hablan, lo único que saben es hablar bien, los
ignorantes que los escuchan quedan seducidos y cuanto más se deleitan en su
discurso tanto menos logran discernir su verdad o sus yerros. Una elocuencia que
se olvida de que es medio de comunicación de la verdad y se conforma con ser
medio de convencer, es una elocuencia que, enloquecida, sirve a las ocultas
razones del tirano.
Esto
vale igualmente en asuntos de fe. In
religiosis, una elocuencia necia, deja de estar al servicio de la gloria
divina y pasa a estar al servicio de la gloria del predicador. Merece el
reproche que irónicamente expresaba alguien acerca de un orador. ¡No
dice nada! ¡Pero qué bien lo dice!
Pero volvamos a san Agustín. Éste afirma que, la sabiduría del maestro cristiano hay que medirla, por su conocimiento de las Sagradas Escrituras. Pero Agustín introduce aquí un distingo entre ciencia bíblica y sabiduría bíblica. Puede haber un conocimiento muy erudito de los textos bíblicos que no vaya acompañado de la comprensión de su espíritu. Los que responden en un concurso de preguntas y respuestas sobre el tema Biblia pueden no ser creyentes o no ser sabios creyentes.
Veamos cómo expresa Agustín este distingo:
“Tanto
más o menos sabiamente habla alguno cuanto más o menos hubiere aprovechado en
las santas Escrituras. No digo en tenerlas muy leídas y en saberlas de memoria,
sino en calar bien su esencia y en indagar con ahínco sus sentidos”.
Para
Agustín resulta evidente que, como predicadores, a los que se las saben de
memoria sin entenderlas han de preferirse “los
que no tienen tan en la memoria sus palabras, pero ven el corazón de ellas con
los ojos de su espíritu. Pero el mejor de todos los oradores sagrados es aquel
que las tiene al alcance en su memoria y las entiende como conviene”[5]
¿De
dónde viene – entonces - la mayor eficacia de la predicación? ¿Del arte retórica,
del bien hablar, de la facilidad de palabra, de la capacidad de fascinar y
mantener en vilo al auditorio...? ¿De las habilidades oratorias del orador? ¿O
de la virtud misma de las Escrituras? Agustín concluye zanjando así la cuestión:
La sabiduría de la predicación pide elocuencia, pero una elocuencia propia,
acorde con la sabiduría y con la eficacia espiritual de las palabras de la
Escritura.
¿Qué pasa cuando alguno tiene una profunda comprensión de la Escritura pero le falta elocuencia, ya sea porque no tiene facilidad de palabra, o buen manejo del lenguaje, o su vocabulario es pobre, o no le viene pronto a la lengua la palabra que busca, o porque se cohibe ante la gente?
El clásico manual de Hermenéutica de De Tuya-Salguero al hacer la división de las ciencias y formas de la interpretación nombra una que inmediatamente, apenas la nombre les sonará a pieza de museo: la proforística [6]. La proforesis dice el tratadista, es aquella parte de la hermenéutica que trata teóricamente o se ocupa prácticamente de cómo trasmitir y exponer la interpretación de la Escritura. Enumera en este capitulo el autor desde las traducciones, comentarios y teologías bíblicas, pasando por las catenas, paráfrasis, apostillas, escolios, glosas, hasta las formas expositivas pastorales: la lección sagrada y la homilía [7]. Bien podríamos soñar con una cátedra de proforística donde se forjasen elocuentes, los que ya han sido formados como sabios.
Pero la proforística es una ciencia preceptiva, como la de la oratoria. No es una escuela en el arte de predicar. La elocuencia sagrada es un arte que se puede aprender, como todo arte en la escuela de los buenos maestros, con la práctica y el ejercicio continuo y empeñoso.
San Agustín no tiene dudas cuando zanja la falsa oposición entre elocuencia y sabiduría en estos términos:
“A
éste, pues, que debe decir con sabiduría lo que no logra expresar con
elocuencia, le es en sumo grado necesario retener las palabras de las
Escrituras, porque cuanto más pobre se ve en las suyas tanto más debe caudal
debe hacer con aquellas y enriquecerse con ellas. A fin de que lo que dijere con
sus propias palabras lo pruebe con las de la Escritura, y así el que era pequeño
por las propias, crezca en cierto modo con el testimonio de las grandes.
Deleitará demostrando el que no puede deleitar diciendo.[...] Mientras que los
que hablan con elocuencia son oídos con gusto, los que hablan sabiamente son oídos
con provecho. Por eso no dice la Escritura que la multitud de los elocuentes
sino que la multitud de los sabios es
la salud del universo. [...] Hay varones eclesiásticos que trataron las
palabras divinas no sólo sabia sino también elocuentemente, y para leerlos,
antes faltará tiempo que puedan faltar sus escritos a los estudiosos y a los
dedicados a ellos” [8].
Agustín
sugiere con estas últimas palabras que abundan los ejemplos en los que podemos
aprender a juntar sabiduría y bien decir.
Este
tema de la elocuencia de los retóricos y la sabiduría de la Escritura es un
tema bien conocido y muy querido para San Agustín porque es un tema autobiográfico.
Él pasó de aborrecer el estilo bíblico a admirarlo y recomendarlo, después
de convertido y en la escuela de san Anselmo, como modelo de elocuencia.
Antes
de su conversión, aunque ya en camino de ella, deseoso de iniciarse en el
conocimiento de las Escrituras, comenzó a leerlas y aborreció su estilo:
“Decidí
aplicar mi ánimo a las Santas Escrituras y ver qué tal eran. Mas he aquí que
me topo con un objeto que no estaba ni a la altura de gente superior ni al
alcance de los simples; algo que tenía una entrada humilde, que no pegaba con
su interior sublime y velado de misterios. Y yo no era tal, por entonces, que
pudiera doblar la cerviz y abajarme para entrar por ella. Sin embargo, al fijar
la atención en aquellos escritos, no pensé entonces lo que ahora digo, sino
simplemente me parecieron indignos de parangonarse con la majestad de los
escritos de Tulio. Mi hinchazón recusaba su estilo y mi mente no penetraba en
sus sentidos interiores. Las Escrituras eran capaces de crecer con los pequeños.
Pero yo desdeñaba ser pequeño e hinchado de soberbia me creía grande”[9].
Es
un buen ejemplo de acedia ante las Escrituras. Un ejemplo que conviene tener
presente porque es un tipo de acedia que, atravesando los siglos y cambiando de
piel, llega hasta el nuestro. ¿No se ha avergonzado nuestro tiempo de lo que
las Escrituras tienen de mítico e inaceptable por el “Hombre de Hoy”? Y el escándalo del racionalismo exegético a
lo Bultmann, ¿no ha penetrado la academia católica? ¿Y no paraliza más o
menos conscientemente a muchos sacerdotes que ya no se atreven a proponer los
milagros de Cristo a los fieles como objeto de fe? ¿No se ve en algunas
oportunidades sustituir los textos bíblicos en la liturgia, por otros textos de
autores modernos que “dicen más”, “llegan más”, “impactan más”...?
¿Y no se ha hecho dogma pedagógico de una corriente catequística que se ha de
partir de un hecho de vida, porque la Escritura es oscura, no se entiende, y
debe ser “iluminada por la vida”?
La
misma enfermedad de menosprecio por la Escritura recorre los siglos hasta el
nuestro. En una obra escrita en 1790, el Padre Manuel Lacunza un jesuita chileno
expulso lamentaba:
“Deseo
y pretendo en primer lugar, despertar por este medio, y aun obligar a los
sacerdotes a sacudir el polvo de las Biblias, convidándoles a un nuevo estudio,
a un examen nuevo, a una nueva, y más atenta consideración del Libro Divino:
el cual, siendo libro propio del sacerdocio, como lo son respecto de cualquier
artista los instrumentos de su facultad, en estos tiempos, respecto de no pocos,
parece ya el más inútil de todos los libros. ¿Qué bien no debiéramos
esperar de este nuevo estudio, si fuese posible restablecerlo entre los
sacerdotes hábiles y constituidos en la iglesia por maestros y doctores del
pueblo cristiano?”[10].
Antonio
Rosmini lamentaba el mismo mal algunas décadas más tarde, y afirmaba que la
llaga en la mano derecha de la Iglesia era la insuficiente educación bíblica y
teológica del clero.
Pero
volvamos a san Agustín.
Comparemos
el texto de las Confesiones en que san Agustín confiesa su acedia ante el
estilo bárbaro de las Escrituras con la siguiente página del De
Doctrina Christiana.
Veremos
cuánto ha cambiado con los años la percepción del convertido san Agustín, de
la elocuencia propia de las Sagradas Escrituras:
“Ahora
tal vez pregunte alguno si nuestros hagiógrafos, cuyos escritos divinamente
inspirados componen nuestro canon de provechosísima autoridad, han de ser
llamados solamente sabios o también elocuentes. Fácilmente respondemos a esta
pregunta tanto yo, como los que piensan como yo. Porque allí donde los
comprendo, no hay escritos que me puedan parecer, no sólo más sabios, sino más
elocuentes. Y me atrevo a afirmar que, todos los que, como yo, entienden lo que
ellos dicen, estarán de acuerdo conmigo en que no lo hubieran podido decir
mejor”[11].
¡Qué
cambio en la percepción, incluso estética, del estilo oratorio y la
elocuencia!
Así
como hay - prosigue Agustín - una elocuencia propia de oradores jóvenes y otra
de oradores ancianos. Y cada estilo debe ser adecuado al orador. Pues de la
misma manera,:
“hay
una elocuencia propia que es la conveniente a estos hagiógrafos, hombres dignísimos
de suma autoridad y profundamente divinos. Con esta elocuencia hablaron aquellos
autores sagrados, y ni a ellos les convenía otra ni la suya era conveniente a
otros oradores. Esta es la que convenía que usaran. Y cuanto más despreciable
le parece a otros, tanto más sublime es, no por la inflación de las palabras
sino por la solidez de su sustancia”[12].
Pablo
se preciaba de no cuidarse de las formas retóricas de recibo:
“¿Dónde
está el sabio? ¿Dónde el escriba? ¿Dónde el disputador de esta edad
presente? ¿No es cierto que Dios ha transformado en locura la sabiduría de
este mundo? (1 Cor 1,20) [...] “Ni mi mensaje ni mi predicación fueron con
palabras persuasivas de sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de
poder (1 Cor 2, 4 [13])
Es
que hay una cierta oscuridad propia de la materia que ha de conservarse también
en el discurso mistagógico. ¿Qué hacer con nuestra predicación? ¿Cortarla,
- como suelen exigir los medios de comunnicación – a l que capta el mínimo
común denominador de los incapaces? ¿O arriesgarnos a tirar por encima de las
cabezas para que también alguien se levante y crezca? A veces subestimamos la
capacidad de los fieles para reconocer humildemente que hay cosas que no
entienden y que el sacerdote debe decir para los que entiendan.
Este
asunto lo ilumina el pasaje siguiente del De
Doctrina :
“Donde
no los entiendo – prosigue Agustín – ciertamente me parece menor su
elocuencia. Sin embargo, no dudo de que estén hablando en esos casos con la
misma elocuencia con que hablan en los pasajes en que los entiendo. Son también
elocuentes con una elocuencia adecuada al asunto cuando la misma oscuridad de
los dichos saludables y divinos debía ser integrada en el modo de expresarlos,
con el fin de que nuestro entendimiento, no sólo aprovechase con la formulación
sino con el ejercicio de lo expresado”[14]
Es
interesante ver cómo el Agustín maestro cristiano refuta ahora a los que
menosprecian la elocuencia sagrada de las Escrituras como lo hacía él mismo
antes de convertido. Es como si se refutase a sí mismo años después:
“Bien
pudiera, si tuviera tiempo, hacer ver a los que anteponen los modelos de
elocuencia profana a la elocuencia de los hagiógrafos, que no es lo mismo la
hinchazón que la grandeza. Que todas las gracias y adornos de la elocuencia de
los que ellos se jactan, se hallan también en los escritos sagrados de los
autores que la divina Providencia destinó para nuestra enseñanza y para
conducirnos de este depravado siglo al siglo bienaventurado.
Pero
lo que en esta elocuencia me deleita más de lo que puede ponderarse, no es lo
que tienen de común nuestros autores sagrados con los oradores y poetas
paganos. Lo que más me aturde y maravilla es que de tal modo usaron de la
elocuencia nuestra (profana) moldeándola y combinándola con la otra elocuencia
que les es propia, que ni les faltó elocuencia ni se pasaron de elocuentes.
Porque no convenía que desaprobasen el arte retórico, pero tampoco convenía
que hiciesen gala de él. Hubiera parecido que lo desaprobaban si lo hubiesen
evitado. Y se podría pensar que se jactaban de elegancias en el decir si la
hubiesen cultivado llamativamente”.
Lo
asombroso de la elocuencia de estos autores sagrados, - completa Agustín – es
que:
“En
los pasajes en que los entendidos las reconocen se expresan realidades tales que
las palabras con que se las expresa no parecen dichas por el que las expresa,
sino que parecen ser las cosas mismas haciéndose presentes por sí mismas, como
si realidades sacras y palabras sacras estuviesen fundidas en uno y desde
siempre se correspondiesen necesariamente. Como si se nos quisiera dar a
entender que la sabiduría sale de su misma casa, es decir, del corazón del
sabio, y que la elocuencia sagrada, como criada inseparable, la sigue aún sin
ser llamada”[15].
Brilla
en las palabras de Agustín una virtud cristiana: apreciar todo lo bueno que se
encuentra en la herencia clásica, aún reconociendo su límite. El arte retórica
será como una ancilla sapientiae. Una
servidora de la Dama Sabiduría.
Llegamos
así al último punto que quiero exponer. El más consolador para ministros de
la palabra sagrada. Y es lo relativo al don de la palabra. Una gracia gratis
data, un carisma, que Dios da, no en consideración de los méritos, de la
virtud, de la santidad del ministro, sino en función del bien de aquellos a
quienes sirve con su ministerio.
Para
exponer este punto voy a despedirme de san Agustín y voy a acudir al artículo
primero de la Quaestio que Santo Tomás le dedica en la Summa a: De
la gracia gratis-dada que consiste en la palabra [16]. El artículo primero
plantea la cuestión: De si hay alguna
gracia gratis-dada que consista en la palabra.
Me
parece una joyita de elocuencia teológica a la que poco podemos quitarle ni
agregarle los menos doctos y elocuentes.
¿De
qué palabra se trata? Santo Tomás aclara: aquella palabra de la que dice el Apóstol:
“a uno es dada por el Espíritu Santo palabra de sabiduría, a otro palabra de
ciencia...” (1 Cor 12, 8).
Volvemos
a anudar así el hilo al final de nuestra última exposición con el hecho que
dominó las dos primeras exposiciones: que el que actúa a través y por la
persona de los ministros, es Cristo, mediante su Espíritu. La predicación,
nuestra predicación y nuestro ministerio como algo que Cristo obra en nosotros
y a lo que debemos prestarnos dócilmente.
“Debe
decirse que las gracias gratis-dadas [carismas] son otorgadas para utilidad de
otros[17]”
[Por
lo tanto, hemos de pedir la gracia de una sabia y buena predicación alegando el
bien de los fieles que se nos ha confiado. Como quien pide el pan para repartir
a los hijos. No es asunto nuestro, Señor, sino principalmente tuyo, el que nos
hagas capaces]
“Mas
el conocimiento, que alguno recibe de Dios, no puede convertirse en utilidad de
otro, sino mediante la palabra. Y como el Espíritu Santo no falta en coas
alguna perteneciente a la utilidad de la Iglesia, también provee a los miembros
de ella en la palabra, dándoles, no solamente la facultad de hablar de modo que
sean comprendidos por diversas condiciones de individuos, lo cual pertenece al
don de lenguas [más propiamente xenolalia], sino también para que hablen
eficazmente, lo cual pertenece al don de la palabra.
[Y
ahora va a exponer Santo Tomás lo mismo que le oímos decir al comienzo del
Principium Biblicum]
“Mas esto es para tres fines:
Primero: para instruir en el entendimiento, lo que se hace cuando uno habla enseñando;
Segundo: para mover el afecto, esto es, a fin de que se oiga con buena voluntad la palabra de Dios, lo cual se realiza cuando uno habla deleitando a sus oyentes, y uno no debe buscar esto en su propio favor [para hacerse a sí mismo grato a los oyentes por el deleite que les da: ¡qué piola el cura! ¡qué canchero! ¡cuánto sabe! ¡qué experiencia tiene! ¡da gusto escucharte, cura! ¡No me digas Padre, decime Lucho!], sino para atraer a los hombres a oír la palabra de Dios.
Y, tercero: para hacer amar lo que las palabras significan, e inducir a querer practicarlo, lo cual se hace cuando hablando, se mueve al oyente. Para producir este efecto el Espíritu Santo usa de la lengua del hombre como de instrumento; pero es el Espíritu el que perfecciona la operación interior. Por lo cual dice San Gregorio: “Si el Espíritu Santo no llena los corazones de los oyentes, en vano resuena en los oídos corporales la voz de los que enseñan”[18]
La
primera objeción que se podría poner a la necesidad de una gracia de la
palabra, sería, - dice Santo Tomás – que no se ve la necesidad de que exista
una gracia o don especial, porque para enseñar, deleitar y mover, ya está el
arte retórica y la elocuencia. A lo que responde:
“Debe
decirse que, así como Dios obra algunas veces milagrosamente de un modo más
excelente lo que la naturaleza puede obrar; así también el Espíritu Santo
obra más excelentemente por la gracia de la palabra, lo que el arte retórica
puede producir de un modo más inferior” (ad 1m)
El
don de la palabra es el don más apetecible para nosotros los sacerdotes. Es un
don que está como anexo a nuestro ministerio y orden sacerdotal. Casi como una
gracia propia de nuestra ordenación. Pero como todos los dones, ha de pedirse,
disponerse para recibirlo, reconocerlo cuando actúa sin confundirlo con algo
nuestro (¿qué tienes que no hayas recibido?), recibirlo efectivamente,
agradecerlo y alegrarse con él, y por fin secundarlo y cultivarlo, atesorarlo y
no menospreciarlo para no perderlo por el abuso o el desuso.
Al
pedirlo se ha de pedir sabiamente. No para provecho propio alguno, sino para
bien exclusivo de los fieles confiados a la cura pastoral y de cuya salvación y
santidad somos de alguna manera responsables, como administradores ante el Dueño
de Casa.
En
nuestra predicación, la Escritura no tiene el mismo lugar que tenía la
Escritura en la enseñanza de los escribas y fariseos.
Glosando
el dicho de Jesús podemos advertir que si el lugar de la Escritura en nuestra
predicación no es el que le da Jesús en la suya, superando así la antigua
comprensión de las Escrituras, no se cumple con la misión de ser
testigos y apóstoles según la entiende el que nos envía (Mateo 5, 17-20).
Jesús provocaba extrañeza entre los fariseos y
los escribas, en las sinagogas de su pueblo, porque hablaba “no como los
escribas” sino con propia autoridad. “Habéis oído que se dijo, pero yo os
digo” (Mateo 5,
21.27.31, 33. 38. 43). “Amen,
amen dico vobis”, “en verdad en verdad os digo”. Quedaban asombrados
porque enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas (Cfr. Marcos
1, 22.27; Mateo 7, 28-29).
Es decir, que el lugar de la Escritura en la
enseñanza de Jesús era nuevo y distinto del que le daban los maestros de
Israel a las Escrituras en su enseñanza.
Se extrañaban – diríamos - de que Jesús no
citara bibliografía.
Nosotros, como ministros de Cristo, hablamos en nombre
suyo, in Persona Christi y hemos de hacer pesar su autoridad, no anteponiéndole
la menguada nuestra. Cuando hablamos ha de ser Él quien hable y explique las
Escrituras. Cuando hablamos tenemos que dejarlo hablar a Él. Todo esto, me
parece, es parte del don de la Palabra y por lo tanto, no es tanto cuestión de
entenderlo, cuanto de recibirlo. Y la mayoría de las veces lo tenemos sin
haberlo advertido.
Si es así ya hora me
doy cuenta de que ya lo tenía, me alegraré y agradeceré. Y lo cultivaré en mí
gozosa y diligentemente. Porque el gozo del Señor es nuestra fortaleza.
¡Sic Deus nos
adjuvet!
[1] O también puede entenderse y traducirse: “el instruido, hablando”, “el que sabe, cuando habla”.
[2] “Secundum Augustinum, in IV De Doctrina christiana, eruditus eloquens ita eloqui debet ut doceat, ut delectet, ut flectat: ut doceat ignaros; ut delectet tediosos; ut flectat tardos. Haec tria completissime sacrae Scripturae eloquium [efficit]”. Santo Tomás de Aquino Principum Biblicum: Pars 1: Commendatio sacrae Scripturae. Se trata del escrito Éste es el libro de los preceptos de Dios. Sermón probablemente de Santo Tomás, basado en el texto de Baruc “Hic est liber mandatorum”; es posible que corresponda al Dies legibilis o primera lección tras de su promoción como maestro de Teología en la Universidad de París, en la primavera de 1256. Véase la traducción y el texto latino en Internet: http://uvst.balmesiana.org/es/UVST.htm
[3] S. Agustín, De Doctrina Christiana Lib IV, Cap. 4, n. 6
[4] “Ibi obsecrationes, concitationes et coercitiones, et quaecumque alia valent ad commovendos animos, sunt necessaria” S. Agustín, De Doctrina Christiana Lib IV, Cap. 4, n. 6
[5] S. Agustín, De Doctrina Christiana Lib IV, Cap. 5, n. 7
[6] Manuel de Tuya – José Salguero, Introducción a la Biblia, (BAC, Madrid 1967) Tomo II, pp. 166 ss
[7] Para estos autores, la Homilía trata principalmente de la Escritura: “Es una enseñanza familiar, sencilla, del texto sagrado, especialmente usada en la liturgia de la misa, para exponer la epístola y el evangelio, o, en general, otro tema religioso. Su uso es del más auténtico abolengo patrístico; debe ser una exposición sencilla, “familiar” (homilía), clara, teológica, adaptada a la clase de auditorio asistente. su función pastoral debe normalmente concluir con algunas deducciones morales” O. c. Tomo II, p. 171
[8] S. Agustín, De Doctrina Christiana Lib IV, Cap. 5, n. 8
[10] Manuel Lacunza, S.J. (1731-1801) La Venida del Mesías en Gloria y Majestad, (bajo el seudónimo Juan Jossaphat Ben-Ezra) Londres 1816, Tomo I, p. XXI-XXII Esta edición de la obra fue hecha editar en Londres por el General Manuel Belgrano.
[11] S. Agustín, De Doctrina Christiana Lib IV, Cap. 6, n. 9
[13]
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sofo,jÈ pou/ grammateu,jÈ pou/ suzhthth.j tou/ aivw/noj tou,touÈ ouvci.
evmw,ranen o` qeo.j th.n sofi,an tou/ ko,smouÈ
[...] kai. o` lo,goj mou kai. to.
kh,rugma, mou ouvk evn peiqoi/ÎjÐ sofi,aj Îlo,goijÐ avllV evn
avpodei,xei pneu,matoj kai. duna,mewj(
[14] S. Agustín, De Doctrina Christiana Lib IV, Cap. 6, n. 9
[16] Summa Theologica 2-2ae, Q. 177, a. 1
[18] Hom. 30 in Evang. Pentecostés; y Moral. Lib. 29, cap. 13