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EL LUGAR DE LA SAGRADA ESCRITURA EN LA HOMILÍA (1)
La Sagrada Escritura y la naturaleza de la Homilía
“EL DUEÑO DE CASA”
Horacio Bojorge S.J.
Exposición
en la Jornada de Estudio para el Clero
Arquidiócesis
de la Plata - 11 de setiembre 2002
1)
Mirada desde el punto de vista de su naturaleza:
la Homilía es palabra de Jesucristo y por lo tanto el lugar de las Escrituras
en ella, es algo preestablecido por Jesucristo. Es el lugar que Jesucristo les
reconoció y les asignó a las Escrituras en su vida y en su enseñanza.
2)
Mirada desde el punto de vista de sus frutos:
la Homilía es palabra de Jesucristo a su Iglesia. Y por lo tanto, el lugar de
las Escrituras en la Homilía es el que Jesucristo les reconoció empleándolas
como medios aptos para nuestra enseñanza, nuestra consolación y nuestro gozo
espiritual, nuestra conversión y santificación.
A la consideración de cada uno de estos hechos le
dedicaré una exposición. Vayamos ahora a la consideración del primero..
La
naturaleza de la Homilía: Palabra de Jesucristo
El lugar de la Sagrada Escritura en la Homilía se deduce en
primer lugar de la naturaleza de la Homilía.
¿Y
cuál es la naturaleza de esta particular forma de predicación sagrada que es
la Homilía? Su naturaleza es ser
Palabra de Jesucristo resucitado.
La
afirmación puede resultar algo extraña. Ya sea porque les resulte a unos
demasiado obvia y casi una verdad de perogrullo; ya sea, - todo lo contrario -,
por sonarle a otros como extraña, exagerada y hasta errónea. Confío que la
exposición definirá su sentido y sus límites.
La
Homilía se dice in Persona Christi
Todos
sabemos que el sacerdote celebra la Eucaristía “in Persona Christi”.
Si aplicamos este axioma a la Homilía, resulta que el sacerdote no sólo ofrece, consagra, sacrifica y da la comunión a los fieles “in Persona Christi”... sino que también pronuncia la Homilía in Persona Christi.
El
ritual de la Ordenación confía al Presbítero “la función de enseñar en nombre de Cristo”.
La
Homilía no es algo suyo, que le pertenezca y de lo que pueda disponer encarándola
a su buen parecer. No es como una especie de entreacto semisecular, o semisacro
o menos sacro, en medio de
la acción sagrada. No
es tampoco una tribuna en la que pueda tener lugar una peroración cortada según una
razón natural filantrópica globalizada y de una fraternidad universal sin
Padre.
En
la encíclica Mystici Corporis Christi (1943)
afirma Pío XII; “Él [Jesucristo] es quien por la Iglesia bautiza, enseña,
gobierna, desata, liga, ofrece, sacrifica”[1].
Este
hecho, dice el Papa, deriva de la misión jurídica del Salvador: “, así como
el Padre me envió, así también yo los envío,...
reciban el Espíritu Santo”[2].
Este
hecho, en segundo lugar, implica la continuidad de su acción en la Iglesia:
“Lo que nuestro Salvador inició un día cuando estaba pendiente de la cruz,
no deja de hacerlo constantemente y sin interrupción en la patria
bienaventurada”[3].
Y
este hecho, por fin, supone la comunicación continua del Espíritu que asegura
la animación divina de todo acto ministerial. Lo cual exige la unión
inseparable del culto externo con un culto interno, de modo que tenga lugar una
adoración en Espíritu y en Verdad.
La
misión jurídica de los pastores se realiza mediante la misión invisible del
Espíritu de Cristo, que está con ellos hasta el fin de los siglos[4].
El
Resucitado sopla primero su Espíritu sobre los Apóstoles y después los envía.
Sobreviene primero la efusión de Pentecostés y sale luego Pedro a Predicar.
Si
en algún momento de la Iglesia, - diagnostica Pío XII - , un falso misticismo
ha introducido una deplorable y falsa oposición entre el mandato y el soplo, es
porque, desgraciadamente, un racionalismo ficticio, unido al llamado naturalismo
vulgar, se había desentendido y olvidado del soplo y en vez de ejecutar un
mandato se había limitado a cumplir una función [5].
La
encíclica Mediator Dei (1947), vuelve
a afirmar que el augusto sacrificio del altar es un acto de Cristo: “Idéntico
es el sacerdote Jesucristo, cuya sagrada persona es representada por su ministro
[...] éste se asemeja y tiene el poder de obrar en virtud y en persona del
mismo Cristo” [6].
La
Homilía: culminación de la liturgia de la Palabra
La
Homilía es la cumbre, la culminación sacerdotal de la “Mesa de la
Palabra”. Hasta esa cumbre eran admitidos los catecúmenos, que respondían
con la profesión de fe, junto con los bautizados y a continuación se
retiraban. De ahí en más, después de retirados, se tendía la mesa para los
discípulos y se ofrecía el sacrificio entre los iniciados.
Así
como cuando el sacerdote consagra
es Jesucristo quien consagra, de manera análoga, cuando explica las Escrituras
en la Homilía, es Jesucristo quien las explica. Jesucristo es tan Sumo y eterno
Sacerdote cuando nos revela al Padre, como cuando se ofrece al Padre y nos
asocia a su ofrenda. En ambos casos es Él el mediador y el Pontífice.
Este
es pues nuestro punto de partida, que la Homilía es propiamente un acto de
Cristo. Que en la Homilía el sacerdote no debe enseñar menos “in Persona
Christi” de lo que ofrece y consagra, de lo que sacrifica y da en comunión.
El acto de hablar y trasmitir la palabra del Padre, tanto como el de ofrecer el
sacrificio a Dios, los hace el sacerdote en nombre y en virtud de Cristo. Cosa
que no puede suceder si no es en comunión con su Espíritu. Al ir al ambón o
al púlpito debe abrirse al soplo del Espíritu que el resucitado no deja de
exhalar sobre los que envía.
En
Jesucristo, - Palabra del Padre hecha hombre -, la enseñanza y la vida son una
misma cosa. Él nos enseñó a ser Hijos primero con su vida y luego con su
doctrina, la cual no consiste en otra cosa que en la expresión de su ser y su
vida, su filiación y su obediencia filial, su vivir de cara al Padre; olvidado
de sí y de su propia gloria enteramente vuelto hacia la gloria del Padre.
Jesucristo no enseña otra cosa que lo que vivió. Y no vivió otra cosa sobre
la tierra que lo que vive eternamente en el seno de la Trinidad como Hijo
eterno; y lo que vive ahora, con su humanidad, sentado a la derecha del Padre.
Pablo
se refiere a la predicación de Jesucristo como la revelación de un misterio
oculto en Dios desde los siglos. Un misterio revelar Jesucristo, estableciendo a
los que le creen, firmemente, sobre su palabra: “A Aquél que puede
confirmaros conforme a mi evangelio y a la predicación de Jesucristo, conforme
a la revelación del misterio
mantenido oculto por los siglos pero manifestado ahora” (Rom 16, 25[7]).
Jesucristo
es pues, el gran mistagogo. Y la Homilía es la cumbre de la revelación mistagógica,
donde se revela y desvela lo que el Espíritu decía y velaba en la letra de las
Escrituras.
Lo
que Moisés ocultaba tras el velo, lo leemos en el rostro descubierto del Hijo y
su contemplación nos transfigura (2 Cor 3,18 [8]).
Un misterio fascinante y glorioso, no cesa de ser contemplado y su contemplación
jamás cansa, porque nos renueva, transfigurándonos, para hacernos cada vez más
capaces de contemplarlo. Ante el misterio insondable e inagotable, no cesa el Señor
de hacer crecer nuestra capacidad de contemplarlo fascinados y amarlo
cautivados.
Porque
su promesa supera su fama (Salmo 137,2).
Ese
misterio se revela, sucede y se
celebra en el culto sacramental eucarístico y es en él donde nos quiere
introducir Jesucristo en la Homilía, desde su sede a la derecha del Padre, a
fin de prepararnos a tomar parte fructuosa en la celebración. “A vosotros os
es dado el misterio del Reino de Dios” (Marcos 4, 11 [9]).
Los
sacerdotes hemos sido llamados a prestar nuestra voz a esta palabra mistagógica
de Jesucristo. Citando a San Juan Crisóstomo, dice Pío XII en la Mediator
Dei, que el sacerdote, “en cierto modo, presta
a Cristo su lengua y le tiene su mano” [10].
A la luz de esta observación, se entiende mejor el sentido de lo que leemos en
el decreto conciliar Presbiterorum Ordinis,
cuando afirma que los sacerdotes: “siempre han de enseñar no su propia sabiduría,
sino la palabra de Dios”[11]. “¡Ay de los que se callan de ti!” - decía San Agustín - “no
son más que mudos charlatanes”[12].
No puede, - no debería haber - distancia entre el
lenguaje que habla el corazón del ministro y el lenguaje del corazón de su Señor.
Si la hubiera, cabría deplorar lo que deploraba el
Rabino Abraham Heschel, hablando como invitado en un congreso de teólogos
cristianos: “Siempre me ha resultado intrigante lo muy apegados que parecen
estar ustedes a la Biblia y cómo la manejan luego igual que los paganos. El
gran desafío para aquellos de nosotros que queremos tomar la Biblia en serio,
es dejar que nos enseñe sus categorías esenciales propias; y después, pensar
nosotros con ellas, en lugar de pensar acerca de ellas”.
Hablando del sacrificio de Cristo sacerdote dice
Santo Tomás algo que se aplica también a su modo de enseñar: “En la oblación
del sacrificio de todo sacerdote se pueden considerar dos cosas, a saber, el
sacrificio mismo ofrecido y la devoción del que lo ofrece. El efecto propio del
sacerdocio es lo que resulta del sacrificio mismo. Pero Cristo consiguió por su
Pasión la gloria de la resurrección, no como por la virtud del sacrificio, que
se ofrece a manera de satisfacción, sino por la misma devoción con que soportó
humildemente su Pasión por caridad”[13].
De igual manera, en
la enseñanza de Jesucristo, se puede considerar lo que enseña y la devoción,
la unción, es decir el Espíritu, con que lo vive y la trasmite.
Esto es aplicable también a nuestro ministerio
sacerdotal. También en el modo de enseñar y de interpretar las Escrituras se
puede considerar la explicación misma del que enseña y la devoción, la unción,
la inspiración del Espíritu Santo, del que vive lo que enseña. Quizás sería
mejor decir: Del que vive en el que enseña.
Eso importa mucho para el fruto de la predicación,
es decir, para que el que escucha oiga no al ministro sino a Jesucristo por el
ministro, y de esa manera ponga también en práctica y viva las palabras de
Jesucristo (Mateo 7,24).
Entre el misterio que atesora el
corazón de Jesucristo y el que ocupa el corazón de su ministro no puede
haber distancia. ¿Cómo podría introducir a otros a los misterios si él mismo
estuviese afuera? Ahora bien, la comunión en un mismo Espíritu es el que
asegura la inhabitación y por lo tanto acerca y elimina las distancias.
Pero estas consideraciones me han apartado algo de la
consideración de la Homilía como palabra de Cristo, para atender a las
condiciones del ministro que la predica in Persona Christi. Ellas entran más
bien en el tema de esta tarde. Volvamos pues al tema central.
Si
la Homilía es palabra de Cristo, la interpretación de las Sagradas Escrituras
en la Homilía es, antes que nada, un acto de aquél “Apóstol y Sumo sacerdote de nuestra fe” que, según el
testimonio de la carta a los Hebreos, es digno
de fe (pistóos:
pistós) en todas sus enseñanzas y por eso fue constituido por el Padre, como
hijo, superior a Moisés y a los ángeles, al frente de su propia casa, que
somos nosotros, para enseñarnos la Verdad (Cfr. Hebreos 3, 1-6).
Como
maestro de la verdad, Él es, pues, el intérprete autorizado de la palabra de
Dios contenida en las Escrituras. De esa palabra dice San Pedro: “ninguna
profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia” (2 Pedro 1,
20). Es Dios quien le ha dado un sentido y ha confiado ese sentido a su Hijo.
Jesucristo
es el único autorizado y divino intérprete de las Escrituras. Él, movido por
el Espíritu Santo, por el Espíritu de la Verdad, las interpretó primero para
vivirlas y cumplirlas perfectamente; y luego para explicarlas. De modo que las
Escrituras y su Vida, se explicaran recíprocamente.
Jesucristo
es pues, en la Homilía, el que nos habla e interpela con su vida y doctrina, y
nos comunica su Espíritu para que podamos también nosotros entender las
Escrituras con el mismo Espíritu en que fueron escritas[14].
El Espíritu que se necesita para entenderlas y exponerlas es el mismo Espíritu
en que Jesucristo las leyó, las entendió y las vivió. De este modo, el Hijo
vivió en comunión de Espíritu con la letra de las Escrituras, viviéndola,
vivificándola con su vida y dándole perfecto cumplimiento.
En
la Homilía, Jesucristo mismo vuelve a animar con su vida y su Espíritu una
Letra de la Escritura que, sin Él, conduciría, o podría conducir, a la
muerte.
A
este Jesucristo dispensador de las Escrituras como un pan de la verdad, refiero
el logion del evangelio según san Mateo “¿Quién es, pues, el servidor fiel
y prudente (ho pistós doulos kai fronimós) a quien el Señor puso al frente de
su servidumbre para darles la comida a su tiempo?” (Mateo 24, 45 [15]).
Este
siervo confiable y prudente no es otro que Jesucristo, el siervo de Dios,
anunciado por Isaías como servidor enviado a evangelizar las naciones remotas y
como servidor sufriente.
“He
aquí a mi siervo, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi
alma. He puesto mi espíritu sobre él, enseñará mi doctrina (Ley, torah) a
las naciones. No vociferará ni alzará el tono... y su instrucción escucharán
las islas remotas” (Isa 42, 1-4).
Jesucristo,
con su vida, se ha hecho confiable
al Padre. Y por eso es también confiable para nosotros, porque enseña lo que
vivió.
El
calificativo “pistós”, confiable, digno de fe, que se le da a Jesucristo en
la Carta a los Hebreos [16],
tiene ese doble aspecto: Jesús es pistós,
confiable para el Padre y es pistós,
digno de fe para nosotros. El Padre le confía su casa. Nosotros le damos fe.
Y
cuando interpreta las Escrituras es veraz, porque las comprendió y las cumplió
todas en sí.
Carácter
magisterial del sacerdocio
En
sus conferencias sobre la Cristología
sacerdotal de la Carta a los Hebreos, el Padre Albert Vanhoye demuestra exegéticamente
que el calificativo “digno de fe”, (pistós):
“se
refiere a la autoridad de la palabra de Cristo y corresponde a uno de los
aspectos específicos del sacerdocio del Antiguo Testamento, es decir el deber
de hablar en nombre de Dios y su función de maestro. El sacerdote debía enseñar,
es decir, debía indicar a los fieles la voluntad de Dios, responder con
autoridad divina a quien iba a consultar a Dios, a quien quería conocer los
caminos del Señor. Debía enseñar las Torot (las ‘instrucciones’) o la Torá,
la Ley del Señor”
[17]
. El aspecto magisterial del ministerio sacerdotal era muy importante ya en el
Antiguo Testamento, por lo que los profetas reprendían a los sacerdotes que no
cumplían este deber.
Pues
bien, este rol magisterial del sacerdote es muy importante – afirma Vanhoye
– para la comprensión del magisterio de Jesucristo el magisterio de los
obispos y de los presbíteros, como parte de su misión sacerdotal.
Jesucristo,
que es el modelo de Pastores, nos enseña con su ejemplo cuál es el lugar de la
Escritura en su predicación sacerdotal. Y nosotros, como partícipes de su
sacerdocio, no podemos apartarnos de su modo sacerdotal de enseñar con la
Escritura.
Puesto
que la enseñanza es un aspecto integrante de la acción sacerdotal de
Jesucristo, al actuar “in Persona Christi”, hemos de poder decir como decía
San Pablo: “ya no yo, sino Jesucristo quien enseña en mí, por mí, a través
de mí” (Cfr Gal 2, 20).
Como
mediador entre Dios y los hombres, el sacerdote del Antiguo Testamento era un
hombre que entraba en la casa de Dios, ofrecía sacrificios, ingresaba en el
Santo de los Santos, escuchaba la palabra de Dios y la llevaba después al
Pueblo que no estaba en situación de entrar al corazón del templo. Lo que
sucedía en el Antiguo Testamento era figura del Nuevo. Como Moisés fue
instituido servidor al frente de la casa de Dios, así Jesucristo ha sido
instituido ahora, como hijo, al frente de la casa que somos nosotros.
Jesucristo
glorificado es ahora “el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe”. Digno de
confianza para el Padre, que lo pone al frente de su casa y le entrega el Reino.
Y digno de confianza para nosotros (Cfr. Hebreos 3, 1-6).
El
autor de la Carta a los Hebreos, observa Vanhoye: “pone al sacerdocio de Jesús en relación con la fe y con la profesión
de fe. Jesús, pues, tiene el derecho al título de sumo sacerdote porque tiene
una tarea activa en relación con la fe y con la profesión de fe, más aún,
una función trascendental: nuestra fe en
Dios se basa en el ministerio de Jesucristo. Jesucristo nos habla en nombre
de Dios; Jesucristo resucitado, su palabra, exige y requiere adhesión de fe,
haciéndola posible. Pero, además, Jesucristo, en cuanto sumo sacerdote, logra
que llegue hasta Dios nuestra profesión de fe” [18].
Por
algo la profesión de fe viene a
continuación de la homilía. Porque es su fruto natural e inmediato. La palabra
de Jesucristo produce fe en los corazones creyentes, la reaviva, la aumenta, la
inflama. Su palabra da la vida. Él solo tiene palabras de vida eterna.
Por eso – explica Vanhoye – la Carta a los
Hebreos atribuye a Jesús, en paralelo con el título de Sumo Sacerdote, el título
de Apóstol de nuestra fe. Apóstol
quiere decir enviado, enviado como mensajero.
Puede parecer extraño ver atribuido el título de Apóstol
a Jesús y es en verdad otra de las tantas originalidades de la carta a los
hebreos. Pero el mismo Jesucristo se presenta como enviado por el Padre:: “así
como el Padre me envió (apéstalken)”[19].
El Hijo, enviado del Padre, habla en su nombre y trasmite su palabra.
Nosotros, como ministros de Jesucristo resucitado
trasmitimos la revelación de nuestra vocación celeste,. A ella nos llama
Jesucristo hablándonos “desde el cielo” (Hebr 12, 25) e invitándonos a
entrar en el reposo de Dios.
La Homilía
como cátedra de Jesús Resucitado
La Homilía es, pues, como venimos diciendo, el lugar
privilegiado dentro de la liturgia eucarística, desde el cual Jesús ejercita
su misión sacerdotal de enseñar, de trasmitir lo que el Padre le envía a
decirnos, lo que eternamente sigue comunicando desde el trono a la derecha del
Padre. Desde la Homilía, Jesús reclama nuestra atención, nuestra adhesión de
fe. Él es digno de fe y tiene derecho a que le creamos. El Padre lo ha
encargado porque es servidor confiable de su designio y nosotros, como
sacerdotes debemos trasmitir su enseñanza y su Espíritu y como creyentes hemos
de recibir su mensaje confiando en él.
“Puesto que tenemos un sumo sacerdote que ha
penetrado en los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos firme nuestra
profesión de fe” (Heb 4,14). Este
texto expresa – como observa Vanhoye – “la
íntima trabazón existente entre la Palabra y el sacerdocio [el de
Jesucristo, y el nuestro que es participación en el suyo]. Tenemos un Sumo Sacerdote con una posición de plena autoridad; Él es
grande, ha atravesado los cielos, es el Hijo de Dios. Por tanto debemos
entregarle nuestra fe, nuestra adhesión, hacer firme nuestra profesión de
fe”.[...] “El primer aspecto del sacerdocio de Jesucristo es, por tanto, el
de la autoridad de la palabra de Dios. Esto es importante para nuestro
sacerdocio ministerial, que expresa y representa el sacerdocio de Jesucristo; en
consecuencia, el aspecto de la palabra de Dios [que se revela en la Tradición
y la Sagrada Escritura] debe ser
fundamental para nosotros”[20]
...
¡Sí! queremos ser ministros confiables y dignos de
fe como lo fuiste tú. Que acreditaste las Sagradas Escrituras con tu vida.
Queremos hablar ya no nosotros, sino Tú en nosotros. Queremos ser evangelios
vivientes como Tú, y que Tú hagas de nosotros la mejor explicación de las
Escrituras. Sopla sobre nosotros tu Espíritu y envíanos.
El testimonio de la carta a los Hebreos acerca de la
confiabilidad de Jesús, coincide con el dicho del evangelio según san Mateo,
que citábamos hace un momento, acerca del servidor confiable (pistós) y
prudente, (fronimóos) a quien se le confía el cuidado de la casa (24, 45).
El
dicho de Mateo, decíamos, se aplica en primer lugar a Jesús. Él es ese
mayordomo confiable (oikodomos pistoós). El primer administrador de la casa del Padre en
quien el Padre confía.
Sumo
Sacerdote es plenamente creíble y digno de fe cuando interpreta las Sagradas
Escrituras. Nada puede agregarse ni quitarse a su enseñanza.
Todo
ministro de la palabra, es enviado por él, como servidor de esa
palabra suya, de la que no puede adueñarse para desviarla hacia otros sentidos
caprichosos y arbitrarios, acomodaticios o extrínsecos. Quien esto hiciera
advirtiendo lo que hace, sería un administrador infiel, indigno de confianza,
estaría abusando de su administración, malversando bienes, enterrando talentos
o apoderándose de la viña. Y si lo hiciera sin darse cuenta, sería un
incompetente, y por eso igualmente indigno de un cargo de confianza.
El
principio hermenéutico fundamental
Veamos
pues ya qué nos dice Jesucristo, este intérprete veraz, acerca del sentido de
las Escrituras. En su palabra encontramos cuál ha de ser la clave de
interpretación – la clave hermenéutica, como le gusta decir a los académicos
- para nosotros en nuestro ministerio saacerdotal.
Ese
principio de interpretación que revela el lugar de las Escrituras en la
predicación de Cristo y por lo tanto en la Homilía, dice así:
“Escudriñad
las Escrituras, en las que pensáis tener vida eterna, pues bien, ellas son las
que dan testimonio de mí” (Juan 5, 39 [21]).
Todas
las Sagradas Escrituras hablan de Jesucristo. Más: dan testimonio de quién es
Él.
Por
algo decía San Jerónimo que ignorar las Escrituras era ignorar a Cristo. No
hablan de otra cosa que de Él.
El lugar de las Escrituras en la Homilía puede definirse
por lo tanto como el lugar que Jesús les da a ellas como testimonios del Padre
y del Espíritu acerca de sí mismo: “Escudriñad las Escrituras, ellas dan
testimonio de mí”.
Aplicando este principio, la carta a los Hebreos recorrerá
las Escrituras y encontrará en ellas una “nube de testigos” (nefos
martyron) que envuelve a los creyentes en medio de las pruebas a las que se ven
sometidos, como en la nube gloriosa del Monte Tabor, como en una Shekhiná, que
los protege y los anima a “correr con fortaleza la carrera que se nos
propone” (Heb 12, 1-2 [22]).
Las Escrituras contienen, según lo que nos revela la
interpretación de la Carta a los Hebreos, una nube de creyentes. ¡Qué hermosa
revelación acerca de lo que es una comunidad de creyentes! Una nube de
creyentes que nos envuelve y nos anima.
Jesucristo resucitado hará parecida aplicación del
mismo principio con los discípulos de Emaús, recorriendo y explicándoles a la
luz de las Sagradas Escrituras, de Moisés, los profetas y los Salmos, que era
necesario que el Mesías padeciese estas cosas para entrar así en su gloria
(Lucas 24, 25-27; 44-47).
Podemos
considerar que ésta es la primera gran homilía pascual de Jesús, tenida de
camino y antes de la fracción del Pan. ¿No nos enseña, en ella, Jesús mismo,
como en un modelo perenne, cuál es y ha de ser el lugar de las Sagradas
Escrituras en la Homilía?
A esta acción corroboradora, fortalecedora en las
pruebas, propia de las Escrituras, que pone de manifiesto la Carta a los Hebreos
y la explicación de las Escrituras a los de Emaús, la llama Pablo “el
consuelo que dan las Escrituras” (paraklésis ton grafón) (Rom 15,4 [23]).
Y su efecto es mantener firme la esperanza.
Así como las Escrituras iluminan el sentido de la Pasión, pueden y deben iluminar también los demás misterios de la vida de Jesucristo. Pues en toda su vida cumplió, como Hijo, la voluntad del Padre cumpliendo las Escrituras: “Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido [es decir, todas las obras que el Padre le había encomendado hacer] para que se cumpliera la Escritura, dice: “tengo sed” .... y cuando Jesús tomó el vinagre, dijo “todo está cumplido” [en mi sed me dieron vinagre, Salmo 69, 22] y entregó el Espíritu” (Juan 19, 28.30)
El
Evangelio de Mateo insiste particularmente en el cumplimiento de las Escrituras
en la vida de Jesucristo. Y hay detrás de esta insistencia un énfasis
propiamente pneumatológico. Jesús cumple en su vida todas las Sagradas
Escrituras a la perfección. De modo que su misterio las explica e ilumina a
todas. No por abolición, sino por cumplimiento. “No he venido a abolir ...
sino a dar cumplimiento” (Mateo 5, 17).
Los
salmos muestran a menudo cómo Jesús se hizo intérprete de las Sagradas
Escrituras con su misma vida interpretando el Espíritu que había hablado en
ellas y vivificándolas con el suyo, que era el mismo y lo impulsaba a vivir dándoles
cumplimiento perfecto y hasta el fin.
Voy
a poner un solo ejemplo: cuando, como justo sufriente, Jesús, desde la cruz,
recita el salmo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Los
evangelios no dicen que haya pronunciado lo que sigue más abajo: “anunciaré
tu nombre a mis hermanos, te alabaré en medio de la iglesia” (Salmo 22, 23).
Sin embargo, es indudable que en la intención misma de Jesús estaba el
recitarlas y que se comprendía a sí mismo, en esa situación, como en una cátedra
desde donde anunciaba el nombre del Padre a la vez que entregaba el Espíritu.
Permítaseme aquí una pequeña digresión. San Pablo
afirma también que “toda Escritura es
inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para
educar en la justicia; y así el hombre de Dios se encuentra perfecto y
preparado para toda obra buena” (2 Tim 3,16-17 [24]).
Se suele interpretar este dicho de Pablo pasando por alto
su profundidad cristológica, como si remitiese a la Escritura como a cantera de
valores morales que se pudieran vivir independientemente del conocimiento del
misterio de Cristo en toda su anchura y profundidad. Es un ejemplo o un caso de
lo que podríamos llamar la reducción puritana de la interpretación de la Escritura. Ante
estas lecturas de la Sagrada Escritura como depósito de “ejemplos y hechos de
vida” desconectados de Cristo, se suscita un asombro análogo al que le producía
al rabino Abraham Heschel el uso de la Escritura por parte de algunos teólogos.
Pero, como espero poder exponer esta tarde, la Escritura es piedra fundacional
de la cultura cristiana en la medida en que
revela el misterio de Cristo como fundamento de la vida cristiana, o
dicho de otro modo, la cultura creyente.
Jesús,
dechado de servidores fieles.
“Todo
escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al
hombre dueño de casa [avnqrw,pw|
oivkodespo,th|;
cfr. Hebreos 3, 6], que saca de su tesoro cosas nuevas y viejas” (Mateo 13, 52
[25]).
Me
gusta tomar este dicho de Jesús, como punto de partida para poner a su
consideración cómo es que los servidores fieles tienen en Jesús su modelo y
dechado.
En
este dicho de Jesús, aparece clara la ley de la identificación entre él y sus
servidores. Si alguien quiere ser un “escriba instruido en el Reino de los
Cielos” tiene que “hacerse semejante al hombre dueño de la casa”.
¿Quién
es, si no, ese hombre dueño de casa que saca de su tesoro lo nuevo y lo viejo?
¿y cuál es ese tesoro? ¿Y qué cosa son lo nuevo y lo viejo?
Sin
adentrarme en argumentaciones y pruebas exegéticas, afirmo que
el hombre dueño de casa, es
Jesús. El texto afirma claramente que él es el modelo del escriba bien
instruido.
De
nuevo aparecen en este texto las mismas imágenes y el mismo vocabulario que
asocian la interpretación de las Escrituras con la administración doméstica.
Me
detengo, llevado por esta idea, a recordar que San Pablo reclama del obispo que
sea un buen administrador de su casa y su familia. La administración de la
Escritura y el partir el Pan, van juntos. Porque no sólo de pan vive el hombre
sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios.
Pero
volvamos a lo que venimos considerando. Que Jesucristo es el modelo al que hemos
de asemejarnos como intérpretes y expositores de las Sagradas Escrituras, si
queremos ser un escriba (grammateus) bien instruido (matheteutheís) en la nueva
ley de gracia.
Este
dicho de Jesús clausura el discurso de las Parábolas, donde se nos ha
presentado, en parábolas, como Maestro, como el sembrador de la Palabra, como
el Hijo del Hombre.
Por
un lado ha dado su ejemplo, por otro lado su doctrina. Ahora concluye abriendo
la puerta a la imitación.
El
escriba que se ha hecho discípulo termina siendo semejante. El camino de la
configuración pasa por el camino del discipulado. Y el camino del ministerio de
la enseñanza, el camino del magisterio, pasa por la configuración, por el
asemejamiento, por la homoiosis.
Jesús
es “el hombre dueño de casa” a quien todo buen escriba que se ha hecho discípulo
suyo, termina asemejándose. Divino contagio. Es este un título de Jesús que
no se suele enumerar entre sus títulos y nombres: El dueño de la casa.
También
la carta a los Hebreos nos presentaba – como hemos visto antes - a Jesús como
Hijo, puesto por el Padre al frente de su casa. Otros pasajes del Nuevo
Testamento nos lo presentan consumido por el celo de la casa de su Padre
(Jn 3, 16-17). Y esta conciencia está en Jesús ya desde niño: “¿No
sabían que tenía que estar en lo de mi Padre?” (Lucas 2, 49).
Él
es pues el hombre dueño de casa a quien han de imitar los intérpretes de la
Escritura. Por divino contagio suele apoderarse de ellos ese mismo celo
devorador por la casa de Dios, que los hace a la vez sufrientes y felices. Un
celo que los lleva a veces, como a Jesús, a limpiar la casa del Padre sin medir
las consecuencias que pueden ser mortales, como lo fueron para Jesús.
En
cuanto al tesoro, de donde el dueño de
casa saca lo nuevo y lo viejo, no es otro que el tesoro en que el Hijo tiene
puesto su corazón. Y donde enseña que tiene que ponerlo todo el que quiera
vivir como Hijo: “donde está tu tesoro allí está tu corazón”, es decir
“en el Padre” (Mateo 6, 21.24.26).
El
Hijo no tiene nada propio, pero lo recibe todo del Padre. Por eso, su tesoro está
en el Padre: “Todo lo que tiene el Padre
es mío” (Juan 16, 15[26]);
“Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío” (Juan 17,10 [27])
Es
del Padre de donde brota todo sentido nuevo y antiguo de la Palabra, ya que Él
es quien se dice en su Hijo.
No
parece peregrino ver también, en el tesoro del que habla este texto el depósito
de la revelación donde la Escritura es lo antiguo y la Tradición lo que
siempre es nuevo. Ni parece peregrino reconocer en el escriba bien instruido, al
Magisterio encargado de dispensarlo - y de quien, como sacerdotes, somos partícipes,-
para sacar del tesoro de amor del Padre vida antigua y nueva, como era en
un principio ahora y siempre y por los siglos de los siglos.
Ni
han de considerarse contradictorios o ajenos entre sí ambos significaciones del
tesoro, porque el contenido de la revelación y del depósito no es otro que el
conocimiento del Padre y del Hijo (Lc 10, 20-22)
Ésta
es la naturaleza y la dinámica divina de la Homilía, donde Jesús ilumina su
misterio con la Escritura, a la Escritura con su vida y la vida de los fieles
con su misterio del que hablan las Escrituras..
Resumiendo
pues, para finalizar:
La
Escritura ha de interpretarla, el ministro, -el oikodomós el mayordomo de la Palabra-, en la Homilía, hablando in
Persona Christi, pues Jesucristo es el oikodespotes,
Señor de la Casa.
Para
hacerlo así, subordinada, ministerialmente, ha de ser, como Pablo “imitador
de Jesucristo” y proponerse como él a la imitación de los fieles “sed
imitadores míos como yo lo soy de Jesucristo” (1 Cor 4, 16; 11,1; Flp 3, 17;
1 Tes 1,6), invitándolos a tener “el mismo sentir que Cristo Jesús” (Flp
2,2.5-11), hasta que “Cristo se haya formado en ellos” (Gal 4,19). Ha de
ser, como decíamos una interpretación viviente de la Escritura.
Este
es el lugar que tiene la Sagrada Escritura en la Homilía atendiendo a su
naturaleza.
Y
esto no es una ley. Esto es una bienaventuranza. Es una promesa de felicidad.
“Bienaventurado será aquel siervo a quien, cuando su
señor venga, le encuentre haciéndolo así” (Mateo 24, 46 [28]).
[1] S.S. Pío XII, Mystici Corporis Christi 46b Cristo, afirma el Papa en el Cap. II,3 es el sustentador y conservador del Cuerpo místico, como fuente de su ser y fuente de su obrar
[3] Mystici Corporis Christi 50
[5] “...No sólo esparcen errores en esta materia los que están fuera de la Iglesia, sino que entre los mismos fieles de Cristo, se introducen furtivamente ideas o menos precisas o totalmente falsas, que apartan las almas del verdadero camino de la verdad. Porque mientras por una parte perdura el ficticio racionalismo que juzga absolutamente absurdo cuanto trasciende y sobrepuja las fuerzas del entendimiento humano, y mientras se le asocia otro error afín, el llamado naturalismo vulgar, que ni ve ni quiere ver en la Iglesia más que vínculos meramente jurídicos y sociales; por otra parte se insinúa fraudulentamente un falso misticismo, que, esforzándose por suprimir los límites inmutables que separan a las criaturas de su Creador, adultera las Sagradas Escrituras. [...] estos errores, falsos y opuestos entre sí, hacen que algunos, movidos por cierto vano temor, consideren esta profunda doctrina [del Cuerpo Místico de Cristo] como algo peligroso y con esto se retraigan de ella como del fruto del Paraíso, hermoso pero prohibido” S.S. Pío XII, Mystici Corporis, Proemio, Nº 1
[6] “El augusto sacrificio del altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo, sino que es un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la Cruz, ofreciéndose enteramente al Padre, víctima gratísima. “Una.. y la misma es la víctima; lo que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes se ofreció entonces en la Cruz; solamente el modo de hacer el ofrecimiento es diverso (Conc. Trident. Ses. 22 c.1) Idéntico, pues, es el sacerdote, Jesucristo, cuya persona es representada por su ministro. Este, en virtud de la consagración sacerdotal que ha recibido, se asemeja al Sumo Sacerdote y tiene el poder de obrar en virtud y en persona del mismo Cristo (Santo Tomás, ST III, Q. 22; a. 4), por eso, con su acción sacerdotal, en cierto modo, ‘presta a Cristo su lengua y le alarga su mano’ (S. Juan Crisóstomo, In Johann. Hom. .86,4). S.S. Pío XII, Mediator Dei Parte II, 1,1, a; Nº 29.
[7]
Tw/| de. duname,nw| u`ma/j sthri,xai
kata. to. euvagge,lio,n mou kai. to. kh,rugma VIhsou/ Cristou/( kata.
avpoka,luyin musthri,ou cro,noij aivwni,oij sesighme,nou(
Ei autem qui potens est vos confirmare iuxta evangelium meum et praedicationem Iesu Christi secundum revelationem mysterii temporibus aeternis taciti (Rom 16:25)
[8] “Por
tanto, todos nosotros, mirando a cara descubierta como en un espejo la
gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma
imagen, como por el Espíritu del Señor”.
h`mei/j
de. pa,ntej avnakekalumme,nw| prosw,pw|
th.n do,xan kuri,ou katoptrizo,menoi th.n auvth.n eivko,na
metamorfou,meqa avpo. do,xhj eivj do,xan kaqa,per avpo. kuri,ou pneu,matojÅ
Nos
vero omnes revelata facie gloriam Domini speculantes in eandem imaginem
transformamur a claritate in claritatem tamquam a Domini Spiritu
[9]
kai. e;legen auvtoi/j( ~Umi/n to. musth,rion de,dotai th/j basilei,aj tou/
qeou/\ evkei,noij de. toi/j e;xw evn parabolai/j ta. pa,nta gi,netai(
Et dicebat eis vobis datum est mysterium regni Dei illis autem qui foris sunt in parabolis omnia fiunt (Mark 4:11)
[12] San Agustín, De Gen. contra man. 2, 8; PML 32. 1326
[13] Santo Tomás, III, Q. 22, a.4, ad 2m
[15]
ti,j a;ra evsti.n o`
pisto.j dou/loj kai. fro,nimoj
o]n kate,sthsen o` ku,rioj evpi. th/j oivketei,aj auvtou/ tou/ dou/nai
auvtoi/j th.n trofh.n evn kairw/|È
[17]
Albert Vanhoye,S.J., Cristología sacerdotal de la Carta a los Hebreos, Oficina del
Libro, Conferencia Episcopal Argentina, Buenos Aires, 1997, cita en págs
42-43; ver para lo que sigue, págs. 44- 51
[18] Vanhoye, O.c. p. 50
[20] Vanhoye, O.c. p. 52
[21]
evrauna/te ta.j grafa,j( o[ti
u`mei/j dokei/te evn auvtai/j zwh.n aivw,nion e;cein\ kai. evkei/nai, eivsin
ai` marturou/sai peri. evmou/\
“Scrutamini scripturas
quia vos putatis in ipsis vitam aeternam habere et illae sunt quae
testimonium perhibent de me”
[22]
Toi garou/n kai. h`mei/j tosou/ton e;contej perikei,menon
h`mi/n ne,foj martu,rwn( o;gkon avpoqe,menoi pa,nta kai. th.n euvperi,staton
a`marti,an( diV u`pomonh/j tre,cwmen to.n prokei,menon h`mi/n avgw/na
[23]
o[sa ga.r proegra,fh( eivj th.n h`mete,ran didaskali,an
evgra,fh( i[na dia. th/j u`pomonh/j kai. dia. th/j paraklh,sewj tw/n grafw/n
th.n evlpi,da e;cwmenÅ
[24]
pa/sa grafh. qeo,pneustoj
kai. wvfe,limoj pro.j didaskali,an( pro.j evlegmo,n( pro.j evpano,rqwsin(
pro.j paidei,an th.n evn dikaiosu,nh|(
[25]
o` de. ei=pen auvtoi/j( Dia. tou/to
pa/j grammateu.j maqhteuqei.j th/| basilei,a| tw/n ouvranw/n o[moio,j evstin
avnqrw,pw| oivkodespo,th|( o[stij
evkba,llei evk tou/ qhsaurou/ auvtou/ kaina. kai. palaia,Å
[26] pa,nta o[sa e;cei o` path.r evma,
evstin\
Omnia quaecumque habet Pater mea sunt
[27]
kai. ta. evma. pa,nta sa, evstin kai. ta. sa. evma,(
Et mea omnia tua sunt et tua mea sunt et clarificatus sum in eis
[28] maka,rioj o` dou/loj
evkei/noj o]n evlqw.n o` ku,rioj
auvtou/ eu`rh,sei ou[twj poiou/nta\
beatus ille servus quem cum venerit dominus eius invenerit sic facientem