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CAPITULO
SEGUNDO
LA
VIDA RELIGIOSA COMO SEGUIMIENTO
Un
enfoque tradicional . . .
Toda
la vida cristiana la conciben el Nuevo Testamento y los primeros Padres como
un rudo combate, como una guerra, como una participación del creyente en el
combate y la victoria de Cristo. La tradición monástica entenderá a la Vida
Religiosa en la prolongación de esa guerra y ese combate cristiano[1]
.
Si
la Iglesia es un ejército (Iglesia militante y triunfante) y los cristianos
son soldados de Cristo, los religiosos son como banderas,
o signos que Dios pone al frente de
su ejército para señalarles su presencia auxiliadora y para animarlo con la
promesa de una segura Victoria. Son signo de que Cristo ha luchado y vencido
ya[2].
Vamos
a mostrar cómo el tema del seguimiento, pertenece
al vocabulario de las Guerras Santas del Antiguo Testamento y de allí
la toma el Nuevo Testamento y la Tradición[3]
.
-.
. .pero relegado al olvido
“Para
los antiguos, decir “monacato” era lo mismo que decir agon, combate”[4].
Pero,
por diversos motivos, en tiempos recientes, es este un tema que parece haber
perdido el favor de los teólogos, de los religiosos y los cristianos. Parece
que se lo ha relegado al desván del olvido. Antes de ocuparnos del tema del
seguimiento, es bueno que nos detengamos algo en recuperar su contexto
perdido.
‑
La Guerra de Yahvéh: tema central en las Escrituras
Basta
asomarse sin prejuicios a las Escrituras, para advertir el lugar preeminente
que ocupan las guerras de Dios en el Antiguo Testamento y el combate de Cristo
y del cristiano en el Nuevo Testamento.
‑
En el Antiguo Testamento
Gran
parte del Antiguo Testamento la ocupan estos relatos de guerra. La gesta de
liberación de Egipto (Éxodo) se
concibe como un conflicto bélico entre Dios y el Faraón. Pero ya antes, en
el libro del Génesis, en el ciclo patriarcal, se da relieve a la figura de
Abraham como guerrero (Gn. 14).
Los
libros de Números, Josué y Jueces nos relatan las guerras que tuvo que
librar Israel a su paso por el desierto; para entrar en la Tierra Prometida;
para ocuparla y una vez ocupada para defenderse de pueblos atacantes. También
los libros de Samuel, Reyes, Crónicas y numerosos pasajes de los Profetas,
relatan guerras. Contra los filisteos, arameos y otros pueblos o entre el
Reino del Norte y del Sur. Los libros de los Macabeos contienen el relato de
las guerras de liberación contra el invasor para sacudir una opresión
religiosa y cultural.
No
es extraño que uno de los títulos de Yahveh más frecuentes en el Antiguo
Testamento, sea el de “Dios de los Ejércitos”.
Dios combate al frente de los ejércitos de Israel, pero también al frente
del ejército de las creaturas: los mosquitos, las ranas, las langostas, los
elementos, todo el cosmos, pueden salir a combatir a los enemigos de Dios.
El
Arca de la Alianza, es a la vez, signo de su presencia auxiliadora en medio de
su pueblo en armas. Es como la bandera de los ejércitos del Dios, que, en
Sinaí, se hizo suyo al pueblo de Israel mediante la Alianza y se identificó
con su suerte y su destino.
‑
También en el Nuevo Testamento
También
en el Nuevo Testamento, se nos presenta a Cristo como Guerrero, combatiente y
Victorioso. Los nombres de Jesús y Emmanuel son nombres de guerra y los títulos
Rey, Pastor, Hijo del Hombre e incluso el de Siervo de Yahveh, tienen
connotaciones guerreras, aunque no sea fácil advertirlo a primera lectura.
Combate son las Tentaciones, que anticipan el resumen de sus combates de la
vida pública. Combate se da en la escena de la Agonía del Huerto y en la
Pasión y Crucifixión. Cristo victorioso anima a los suyos con la seguridad
de la Victoria: "En este mundo tendréis tribulación, pero confiad, yo
he vencido al mundo" (Jn.16,33).
Los cristianos libran el combate de la fe y triunfan permaneciendo creyentes
hasta el fin: “Cuál es la victoria que vence al mundo sino vuestra fe” (I
Juan 2, 13‑14; 5, 3‑5). A los que vencen sobre el mundo y el
Maligno se les darán los premios del vencedor (Apocalipsis
2, 7. 10‑11. 17. 25‑29; 3, 5. 12. 21). El Apocalipsis revela
el gran combate que está entablado aunque no sea evidente (Por
ej.: Apoc. 19, 11‑21). El tema es uno de los predilectos de San
Juan, pero también Pablo exhorta a sus cristianos al combate (Efesios
6, 10‑20), habla con frecuencia de la lucha y la victoria (Romanos
8, 31‑37; 12, 21; I Corintios 15, 54. 57;
Colosenses 2, 14‑15; I Timoteo l, l8‑19; II Timoteo 2, 3; 4, 7. 8.
17. 18) .
‑
Las causas posibles del olvido actual y de las resistencias al tema.
A
pesar de la innegable importancia del tema de la Guerra de Yahvéh en el
Antiguo Testamento y de la de Cristo en el Nuevo Testamento, no siempre se le
presta la atención que merece, ni parecemos dispuestos a concederle la
importancia que debe mantener. ¿No será que, injuriosamente para el Espíritu
Santo, sentimos mal acerca de una
importante porción de lo que ha dicho en las Sagradas Escrituras y cerramos
así nuestros ojos ante un
importante aspecto de sus obras?
¿A
que puede deberse esa extendida resistencia y reticencia para tomar estos
temas en consideración?
Los
nuestros son tiempos en los que las guerras santas y de religión (que no son
de ninguna manera la misma cosa), las cruzadas y toda forma de violencia
asociada a lo religioso, parecen estar definitivamente desprestigiadas.
Decimos “parecen” porque estudios recientes nos obligan a matizar e hilar
mucho más fino.[5]
“Parece”
que hoy sólo se guerrea por intereses económicos, como puede ser el petróleo.
No es este el lugar de discutir si esas guerras son también guerras santas
que implican una inconsciente religión del dinero. Lo cierto es que por lo
menos ante la opinión pública mundial y ante sus autoridades morales, las
guerras encuentran cada vez menos justificación.
Ahora
bien, los relatos de las Guerras de Dios en el Antiguo Testamento, contienen
pasajes cruentos, donde se pasa por la espada a los vencidos, se quema, se
arrasa, se destruye, cumpliendo con el anatema impuesto por Dios. Esas páginas
inspiran horror a la sensibilidad de un mundo que, en dos mil años, se ha ido
impregnando de la predicación cristiana, aunque no siempre haya sido
obediente a sus imperativos.
Esos
relatos bíblicos del Antiguo Testamento han sido alegados con frecuencia para
impugnar ya sea el carácter inspirado del Antiguo Testamento, ya sea otros
aspectos de nuestra fe. Quizás se deba a eso que, no sabiendo integrar
coherentemente esos relatos con el Mensaje del Nuevo Testamento, se los haya
relegado, a menudo, junto con todo el Antiguo Testamento, al olvido. Por lo
menos en la práctica se reedita así, entre muchos cristianos, una conducta
que fue común entre los gnósticos maniqueos y marcionistas.
‑
No debemos prescindir de esos temas en el Antiguo Testamento.
Siendo
páginas inspiradas, no podemos ni debemos prescindir de ellas.
“Dios inspirador y autor de uno y otro Testamento dispuso tan sabiamente las
cosas, que el Nuevo estuviera oculto en el Antiguo y el Antiguo manifiesto en
el Nuevo”[6].
De modo que los relatos de las Guerras de Yahveh del Antiguo Testamento,
ayudan a comprender y situar los combates y la victoria de Cristo y de los
cristianos, y el modo de obrar de Dios, ya desde antiguo.
En
el Nuevo Testamento encontramos los temas bélicos del Antiguo Testamento
traspuestos y transfigurados. Transfigurados con Cristo, no eliminados. Así
como tampoco desaparecen Moisés y Elías (la Ley y los Profetas) sino que
vuelven, transfigurados, a mostrarse con Cristo en el Tabor, monte que también
está asociado a acontecimientos bélicos en el Antiguo Testamento (Jueces
4, 6). Los temas de la guerra de Yahveh, conservan a su derecha y a su
izquierda, un puesto de honor, y se iluminan con la luz que irradia de Cristo.
-
Están presentes, aunque velados, en el Nuevo Testamento
Y
sin embargo, no sólo nuestro tiempo, sino también el Nuevo Testamento les ha
puesto, aunque por diversos motivos, una discreta sordina. En efecto. Ya en
tiempos de Cristo, Zelotas y Esenios hacían sus relecturas belicistas del
Antiguo Testamento y extraían de él, concepciones acerca de la guerra que
Dios liberaría contra los paganos e impíos. Esos mesianismos, belicistas y
particularistas, eran un obstáculo para que se pudiera comprender la
naturaleza propia y especifica del combate de Cristo “que estaba oculto en
el Antiguo Testamento”. Hubo quienes quisieron hacerlo Rey, para convertirlo
en un jefe guerrero contra el invasor romano.
Cullmann ha explicado la traición de Judas como un intento de acorralar a
Cristo y obligarlo a tomar las armas en defensa propia. Y hasta el mismo
Pedro, espada en mano, creyó, en el momento en que venían a prender a su
Maestro, que había llegado la hora de la insurrección por Dios.
Por
eso hemos de explicarnos que, en los Evangelios y en el resto del Nuevo
Testamento, los temas relativos a la Guerra de Yahveh se traspongan con
forzada cautela y discreción, casi en forma cifrada. No sólo para despejar
todo posible mal entendido, sino para no dar pie ni motivo a las acusaciones
de incendiarios y sediciosos que, bien pronto y a partir del incendio de Roma,
el mismo Imperio iba a invocar como motivo para perseguir a los cristianos.
‑ El Nuevo Testamento
contiene la Manifestación de la Guerra Santa.
Pero
ni por tan poderosos motivos prescinde el Nuevo Testamento de los temas de la
Guerra de Yahvéh. A pesar de haberlos puesto en clave, nos da los suficientes
elementos como para revelarnos quién es verdaderamente el enemigo, quién lo
enfrenta y lo vence, cuáles son sus armas y cuáles las del cristiano, cuál
es la índole de la victoria que alcanza Cristo, cuál nuestra parte en el
combate, cómo hemos de librarlo y cuál el premio que podemos esperar.
En
la visión del combate cristiano que nos ofrece el Nuevo Testamento, se
mantienen las semejanzas con las
guerras de Dios en el Antiguo Testamento, pero también se introducen
puntualizaciones y diferencias.
Pero tanto las semejanzas como las diferencias son necesarias y ayudan a
comprender mejor lo específico de nuestra lucha. No podemos ni debemos pasar
por alto las páginas bélicas del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento,
si queremos vivir plenamente nuestra vida cristiana y nuestra vida religiosa.
Ellas pueden ayudar a quienes están tentados y a punto de perder el sentido
de la Iglesia militante, del combate espiritual y apostólico, de la lucha
contra el mal. A ellos les recuerda Pablo:
“Soporta las fatigas conmigo como un buen soldado de Cristo Jesús”
(II Timoteo 2, 3). Pueden ayudarnos a descubrir que existe un combate
entablado contra la vida religiosa, que se libra con frases impugnatorias ante
las cuales muchos se dan por derrotados, se repliegan o huyen. Siendo nuestra
espada la palabra de Dios (Efesios 6,
17) también el enemigo esgrime palabras: frases terroristas y slogans
contra la Vida Religiosa. La meditación de nuestro tema puede devolvernos la
conciencia, alertarnos, despertarnos para comprender el carácter combativo e
impugnatorio de esas frases de doble filo, pero insidiosas y disimuladas que,
como espías, dejamos infiltrarse hasta nuestra retaguardia. Pueden ‑por
último- auxiliarnos contra otras tentaciones frecuentes: la de confundir al
verdadero enemigo: la de volver la espada contra nuestras propias filas; la de
empuñar armas equivocadas; la de fatigarnos de la necesaria disciplina.
-
Seguimiento de Cristo y Guerra de Dios
El
Concilio Vaticano II nos dice que: “la
norma última de la vida religiosa es el seguimiento de Cristo, tal como se
propone en el Evangelio”[7].
Vamos
a ver que el seguimiento es un término
bíblico que pertenece en el Antiguo Testamento al vocabulario de la Guerra
Santa. Si bien es cierto que el seguimiento de Cristo es cosa común a todos
los cristianos, religiosos o no, el seguimiento del cristiano se especificará
ulteriormente mediante la consagración religiosa de los tres votos como
respuesta al carisma triple.
‑
Sentido del Seguimiento de Dios en el Antiguo Testamento[8].
En
el Antiguo Testamento, el seguimiento de
Dios se emplea para designar, mediante una expresión figurada, la Obediencia
que Israel le debe a Yahvéh . Esta significación de la imagen
vial (tomada de la simbología del camino) del seguimiento,
está relacionada, por lo tanto, con la Alianza y con la Ley, que son en el
Antiguo Testamento los caminos de
Yahveh. La Alianza y la Ley fundan una relación de pertenencia exclusiva,
entre Dios y el pueblo, e implican la obligación de obediencia.
“Yo seré tu Dios y tu serás mi pueblo”. La obligación de obedecer y
cumplir los mandamientos y preceptos de Yahveh se fundan y motivan a menudo
con esa frase tomada del contexto de alianza: “porque
Yo soy Yahvéh tu Dios, que te liberó de Egipto”.
‑
Obediencia exclusiva
Seguir
a Dios, es ‑además‑ no seguir a otros dioses, sino
exclusivamente a Yahvéh. El término seguimiento
está indicando, por lo tanto, no sólo la obediencia sino la obediencia
exclusiva. Y eso se pone de manifiesto en los casos de la vida profana en los
que el mismo Antiguo Testamento habla de que alguien sigue
a alguien. Encontramos la expresión seguir
y el vocabulario del seguimiento,
en estas situaciones profanas:
1)
el siervo sigue a su señor;
2) el ejército sigue a su
jefe; 3) el hombre de un
partido sigue al líder que se ha
elegido; 4) el discípulo sigue a
su maestro y 5) la mujer sigue a su
marido. En los numerosos casos en
que el Antiguo Testamento habla de estas relaciones de la vida profana,
utiliza el vocabulario y las metáforas del seguimiento. Esas relaciones
profanas han sido adoptadas a menudo como metáforas teológicas, para
expresar la relación de Yahveh con Israel. Y en todas ellas se encuentra una
relación de subordinación, de obediencia, que es además: exclusiva y
excluyente, pues implica una obligación de fidelidad.
‑
Seguir libremente
En
todos los casos de seguimiento profanos, se trata de un seguimiento
motivado, asumido libremente, que deja a salvo la libertad inicial de la
decisión de ir en pos de alguien y obedecerle. Así también sucede, en el
plano religioso, con la libertad inicial en la decisión de entrar en la
Alianza y jurarla.
‑
Seguimiento motivado
Esta
característica de libertad en la decisión inicial de seguir a alguien,
implica que hay un motivo, es decir
algo que mueve al seguimiento. En
el caso de la decisión religiosa de seguir a Yahveh ese motivo es de orden
histórico: la liberación de Israel de Egipto. En esa gesta de liberación,
el pueblo sigue a Dios, presente
bajo signos que lo ocultan, a la
vez que manifiestan su presencia: la Nube, la Columna de fuego, el Ángel, el
Arca, un líder. Liberación y Conducción. Estos dos actos divinos, son los
motivos por los cuales Yahveh exige que se le siga en forma exclusiva, es
decir que se lo obedezca. La
obediencia se podrá expresar también en términos de servicio,
como muestra el libro de Josué capítulos 23 ‑ 24.
Tanto
la liberación de Egipto como la conducción
a través del desierto y la introducción en la Tierra Prometida, tienen
un claro carácter bélico. Ese carácter guerrero de la gesta divina, reluce
en muchos textos del Antiguo Testamento, como por ejemplo Josué
23,3; 24, 2‑13. Este y otros textos semejantes nos muestran que el
origen de la imagen del seguimiento
de Dios, está en el contexto de la Guerra de Yahvéh.
‑
La Mediación del Líder carismático
Las
figuras de Moisés, Josué y de los Jueces nos ofrecen ejemplos de lideres o
conductores carismáticos, es decir puestos por Dios, revestidos por su Espíritu.
Ellos no son los que alcanzan la victoria, es Yahveh, Yahvéh es el que da la
victoria. Pero los guías, puestos por él al frente de su pueblo, visibilizan
la conducción divina.
Seguir
al líder carismático señalado por Dios, es sinónimo de seguirlo a Dios
mismo, Dios de los Ejércitos y Rey. Así vemos que Déborah podrá maldecir a
los que “no acudieron en auxilio de
Yahveh” desoyendo el llamado de Baraq.
La mediación del líder carismático no se interpone entre el pueblo y
Dios.
‑
Iban detrás del Arca
Los
títulos divinos Dios de los Ejércitos
y Rey, están en íntima relación con el Arca de la Alianza. De modo que
en el seguimiento del Arca (Santuario ambulante y Paladio de Guerra) está la
situación religiosa concreta, que más inmediatamente dio lugar en el
Antiguo Testamento, a hablar de seguimiento
de Dios. De la función guerrera del Arca dan testimonio textos como Números
14, 14; Josué 3, 6; 6, 2. 5.
7. 16; I Samuel 4; 14, 18; II Sam. 6, 2.
En
esos textos o en el contexto próximo a ellos, Dios aparece con los títulos
de Rey o Dios de los Ejércitos. Y eso demuestra que esos títulos y el Arca
pertenecen al contexto bélico, dentro del cual se comprende el
seguimiento. Los que obedecen a Dios, van detrás del Arca. Y como el Arca
es signo de la presencia de Dios, van detrás de Dios, es decir, siguen a
Dios. Además, porque el Arca contiene la Ley, seguir al Arca será sinónimo
de obedecer su Ley, dada en la Alianza. Del mismo modo, los Levitas son a la
vez los custodios del Arca y los custodios de la Ley, así como encargados de
las arengas de guerra.
‑
Sinónimos del Seguimiento
En
el Antiguo Testamento se usan muchas expresiones diversas para indicar el
seguimiento de Yahvéh. Se puede decir claramente:
caminar detrás de Yahvéh. Pero también son sinónimo de esa expresión:
estar detrás. ..., adherirse
a . . . fue fiel detrás . . .,
fue perfecto tras . . ., servir, temer, adherirse, amar, escuchar la voz de
Yahveh hacer o mantener las palabras de la Alianza, guardar los preceptos de
Yahveh hacer lo recto a los ojos de Yahvéh. Todas estas expresiones
pertenecen al vocabulario del
seguimiento de Yahvéh. Y marcan la espiritualización progresiva del
concepto, inicialmente guerrero, de seguimiento.
‑
El Seguimiento de Cristo en el Nuevo Testamento[9].
En
el Nuevo Testamento, Jesús llama a algunos en su seguimiento:
“Jesús les dijo: Venid conmigo...” y ellos “al
instante dejando las redes le siguieron” (Mc. l, l7‑18; cfr. Mt. 4,
l2ss y Lc. 4, 14ss). Seguir a Cristo significa en el Nuevo Testamento lo
mismo que en el Antiguo Testamento: obedecer, adherirse, servir, en forma
libre y exclusiva, como en Deuteronomio
13, 5 o I Reyes 14, 8.
La
palabra seguir (griego: akoloutheo)
se usa casi exclusivamente en los Evangelios y durante la vida pública de Jesús.
Después de la Pascua y en los restantes escritos del Nuevo Testamento este término
casi no se emplea, o es sustituido por otras expresiones como “estar en
Cristo” (Gálatas 3,28). Esto
quizás se explica por la significación del "camino" de Jesús.
Tanto en Marcos como en Lucas es muy clara la intención de mostrar que el
itinerario hacia Jerusalén, es el camino de Jesús hacia la Cruz: el Vía
Crucis. Seguirlo, es adherirse a él en ese camino histórico. Es el camino
del combate de Cristo. El ir tras él por ese camino es equivalente de
“tomar sobre sí la Cruz y seguirlo” (Mc.
8,34).
Pedro,
cuando se resiste a ello, se pasa al enemigo y es como Satanás, adversario de
Cristo (Mc. 8,33). Jesús le espeta
el reproche “mirando a sus discípulos”. Como si lo hiciera en consideración
del peligro en que los pone el extravío de Pedro.
En
ese camino de Jesús hacia Jerusalén, se sitúan concretamente los episodios
de los anuncios de la Pasión, del miedo creciente de los que lo siguen y de
su incomprensión del anuncio de Cristo y su resistencia para oirlo. Pero
también sus preguntas acerca de lo que recibirán a cambio de haberlo
seguido, pues empiezan a temer cada vez más por la suerte del Maestro con la
cual han comprometido la propia. Sobre ese mismo camino cobran su sentido
otros episodios que solemos leer o meditar fuera de contexto: la vocación del
joven rico, las discusiones por el primer puesto, la curación del ciego
Bartimeo, el cual, no siendo discípulo, una vez curado,
“lo seguía por el camino” (Mc.10, 52). Marcos padecería insinuar que
lo seguía con mayor decisión que sus discípulos.
Hay
quien explica el seguimiento de Cristo en el contexto de la relación
Maestro‑discípulos[10].
La explicación es recta pero no completa. Jesús no fue un maestro
sedentario. Su magisterio no se limitó a comunicar una doctrina teórica.
Tuvo es verdad, discípulos que no lo siguieron en su peregrinar, como Marta,
María y Lázaro. Él mismo se opuso a que lo siguieran algunos que querían
seguirlo, como el endemoniado geraseno una vez curado (Mc.5,18‑19).
Seguir
a Jesús,
en los Evangelios, dice algo más que un mero discipulado intelectual. Es
haberlo acompañado efectivamente por el camino de su ministerio, que
arrancando del Jordán en el Bautismo, conduce a Jerusalén, pasa por la Agonía
del Huerto y llega al Calvario y desde allí conduce a Galilea. Seguirlo es,
pues, una exigencia efectiva, física. No meramente interior, mental o
espiritual. El contexto de Maestro‑discípulo no explica plenamente esta
exigencia. Debe ser complementado con el contexto de la Guerra, en donde se
exige el seguimiento efectivo y la identificación con el destino del líder.
Seguir
a Jesús es ligarse a su suerte: “El
que me sirva, que me siga. Y donde yo esté, allí estará también mi
servidor” (Jn.12 26). Para San Juan, el modo de seguir a Jesús es la fe
(Jn.8,12: el que me siga no andará en tinieblas; Jn.10,4 sus ovejas le
siguen). En la aparición junto al lago de Tiberíades (Jn.2l,19‑22)
se revela la implicación que tendrá para Pedro la invitación de Jesús
a seguirlo. Es que para Juan, hay también seguimiento del Cristo glorioso (Apocalipsis
14,4;19,14). No se trata tampoco de imitación distante sino de
solidaridad y comunión en el mismo destino.
El
contexto de un combate, en el que el jefe y los soldados comparten una misma
suerte, da cuenta, más satisfactoriamente que la relación Maestro‑discípulos,
de estas características del seguimiento de Cristo. Asimismo, se entienden
mejor en ese contexto las exigencias del seguimiento: cortar los lazos de
sangre (Lc14,26); del dinero (Lc.14,33);
la abnegación de sí mismo (Mc.8,34).
Las exigencias del seguimiento de Cristo son arduas Jesús proclama esas
condiciones: “deja que los muertos
entierren a sus muertos”, “El Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su
cabeza”, “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacía atrás es digno
del Reino de Dios”. Estas condiciones drásticas del seguimiento de Jesús,
las coloca Lucas en su Evangelio
(9,57‑62) cuando Jesús comienza su subida a Jerusalén para su gran
combate, y son una solemne advertencia de la disposición de quien quiera
seguirlo en ese camino. Nos recuerdan la vocación de los profetas, pero también
las condiciones drásticas de un reclutamiento militar, de una leva. No serían,
ciertamente, menores que las condiciones impuestas por los Zelotas de aquél
tiempo, o las que los Esenios se imponían. Aquéllos para alistarse en las
filas de la sublevación. Éstos para adherirse a la comunidad de Qumran, la
cual tenía una visión bélica de su propia misión.
Los
discípulos cobraron conciencia de cuerpo en este seguimiento. Cierta vez le
quieren impedir a alguien que expulse demonios en nombre de Jesús: “Porque
no nos sigue”, “no viene con nosotros”.
A
medida que Jesús se aproxima a Jerusalén para padecer y se lo anuncia una y
otra vez a sus seguidores, Éstos empiezan a temer y a seguirle con miedo
(Mc.10,32). En víspera ya de la Pasión, Pedro, ajeno a que va a negarlo
dentro de poco, proclama: “¿por qué
no te puedo seguir ahora? ¡Te seguiré dondequiera que vayas! Mi vida daré
por ti” (Jn.13,36‑3'7). Seguir y dar la vida por Jesús, son sinónimos.
Aquí se fundamenta la posterior espiritualidad del martirio como seguimiento
de Cristo (Ver: Hebreos
11,23‑40;12,1‑4). Y en este texto se manifiesta ya claramente
que seguimiento de Jesús y Vía Crucis, se explican mutuamente como sinónimos.
Siendo la Cruz el combate y victoria de Cristo, luchar con él es
solidarizarse en esa prueba: seguirlo en ella. Marcos señala que en el camino
de Jesús hacia el Tribunal, Pedro lo seguía,
pero de lejos. Y Lucas nos menciona
también a las mujeres que lo siguieron desde Galilea y que estaban de lejos,
mirando la crucifixión (Lc.23, 49).
Resumiendo:
En los evangelios, el seguimiento de Jesús, está en íntima relación con su
camino hacia la Cruz y con su Crucifixión, como combate y Victoria. Hay, en
este uso, una plena coherencia con el uso del término en el Antiguo
Testamento en el contexto de la Guerra de Yahvéh. A esta luz debemos entender
los relatos evangelios acerca: de los que aceptaron o no aceptaron la invitación
de Jesús; de los obstáculos que tuvieron para seguirlo y por los cuales no
lo siguieron; de los motivos que tuvieron otros para seguirlo y permanecerle
fieles cuando algunos se apartaban de él; de lo difícil que fue seguir a Jesús
hasta su final.
‑
La Revelación de la Espada
En
la escena del Huerto, Jesús le había ordenado a Pedro que envainara su
espada. El Apocalipsis nos revela en su lenguaje onírico cuál es la
verdadera espada con que Cristo libra su combate:
“Me volví para mirar... y
vi....a un Hijo de hombre.... y de su boca salía una espada aguda de dos
filos” (Apoc.l,12.16). El nombre de Cristo es Palabra de Dios. Su espada
es la Palabra de Dios. Como la del cristiano: “empuñad
la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios” (Efesios 6, 17).
Se
trata de un combate entre Cristo, Verdad de Dios, contra el que “es
mentiroso desde el principio y padre de la mentira”. De la Verdad de Dios,
hecha carne en Cristo, contra el poder de las tinieblas y el príncipe de este
mundo tenebroso.
A
la luz de la simbología del combate, seguir a Jesús, es seguir la Verdad,
obedecer a la Verdad, permanecer en la Verdad. Y como promete: “La
Verdad os hará libres” (Jn.8,32)[11]
. De manera semejante a como Yahveh liberó a su pueblo de Egipto.
‑
Y una Multitud de Mártires le seguía
Hemos
visto cómo ya en el Nuevo Testamento, el seguimiento de Cristo se carga de
significación martirial. La idea está ya presente en Juan
21, l9ss. Pero se desarrolla, a la luz de la experiencia martirial de la
primitiva Iglesia, en la Carta a los
Hebreos 12,1‑5: “No habéis resistido todavía hasta llegar a la
sangre en vuestra guerra contra el pecado”.
A
fines del primer siglo, la primera carta de San Clemente nos recuerda a los mártires
romanos “que sostuvieren combate
hasta la muerte” (V, 2) y los propone como el más hermoso ejemplo a
seguir por el cristiano (VI, 1). No
se trata de un combate a lo humano. Clemente exalta precisamente la victoria
de débiles mujeres. Y exhorta a sus cristianos: “hemos
bajado a la arena y tenemos delante el mismo combate”. Inmediatamente,
con una posible alusión a Hebreos 12,2
y 3, invita a mantener los ojos fijos, en la sangre de Cristo,
(VII, 4). En esta atmósfera martirial, que se expresa espontáneamente,
en términos de agon: combate, encontramos constantemente la invitación al seguimiento
de Jesús y de las generaciones que lo siguieron antes, por la vía del
martirio.
‑
Metamorfosis del Enemigo
No
es extraño que más tarde, los maestros de la Vida Religiosa, colocaran esta
forma de seguimiento en la prolongación de la espiritualidad martirial. Este
avance en la comprensión de la real entidad de la Vida Religiosa como
combate, en la prolongación incruenta del combate de los mártires,
corresponde a una clarificación teológica acerca de dos tácticas que emplea
el demonio en su guerra contra los creyentes:
“El
Diablo tiene dos formas,
dirá San Agustín. Es león por la
violencia y dragón (serpiente) por las asechanzas. Ambos son un enemigo. El
león por la abierta amenaza. El dragón por la insidia encubierta. ¿Cuando
estaremos seguros? Aunque todos los hombres se convirtieran ¿acaso se
convertiría también el demonio? No deja de tentar. No cesa de poner
asechanzas. Ha sido refrenado y encadenado en los corazones de los impíos
para que no se siguiera ensañando con la Iglesia y no pueda ya hacer lo que
querría. Rechinan los dientes de los impíos contra la estimación de la
Iglesia y la paz en que ahora pueden vivir los cristianos, y como no pueden
hacer nada ensañándose (haciendo mártires), no llevan a rastra al
anfiteatro los cuerpos de los cristianos, pero danzando descaradamente,
blasfemando, entregándose a la corrupción, despedazan sus almas. Luego
clamemos todos al unísono estas palabras: ¡oh Dios!, acude en mi ayuda. Pues
necesitamos de continua ayuda en este mundo”.[12]
El
enemigo se metamorfosea pero no deja de combatir. La lucha se transforma pero
persiste. Cambia el frente de batalla, no la guerra. “Todavía
‑observa allí mismo S. Agustín‑ los
enemigos de los mártires, como ya no pueden perseguirlos con la gritería y
con la espada, los persiguen con la disolución de las costumbres”.
“Entre
estas cosas gemimos; Ésta es nuestra persecución si es que reside en
nosotros la caridad, que dice: ¿Quien enferma que yo no enferme, quién
tropieza, que yo no me abrase?”.
En estas citas de San Agustín hay una comprensión clarividente de la
naturaleza del combate espiritual y está la clave ‑también‑ que
nos introduce en el mundo del combate apostólico: el celo por el bien de los
demás.
‑ Seguimiento y Camino (en
el texto no encuentro la cita nº13)[13]
Hemos
dicho que la imagen del seguimiento está
tomada del simbolismo del camino y que es una imagen vial. Que este tema del
camino tenga una neta conexión con los temas de la Guerra de Yahveh es cosa
averiguada en lo que toca al Antiguo Testamento. De allí pasará a los
escritos de Qumran. Pero también se refleja en el Nuevo Testamento, como
hemos visto, y continúa en la literatura cristiana. Un ejemplo de ello es la
Didajé: “Hay dos caminos...”,
comienza diciendo.
Ya
hemos indicado el sentido que tiene el camino en la vida de Jesús: Vía
Crucis; y hemos mostrado que es su camino hacia el supremo combate y victoria.
Pero vamos a insistir aún en otro aspecto.
‑ Yo soy el Camino
Cuando
en la última cena, Jesús anuncia su partida, Tomás se preocupa. Ya no le
resulta claro cómo podrá seguir a
Jesús y le pregunta: “Señor, no
sabemos dónde vas ¿cómo podemos saber el camino (Juan 14,5). Es decir:
“¿cómo podremos seguirte?”.
Jesús
le responde: “Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida, nadie va al Padre sino por mi”. No hay otro modo para
llegar a donde Jesús va que pasar por donde El ha pasado.
En
un paso ulterior de explicitación, San Pablo, después de hablar de los
carismas que imprime el Espíritu Santo para la edificación. de la Iglesia,
nos dice: “voy a mostrarles un camino
mejor”. El himno de la Caridad (I
Corintios 12,3l‑13,1‑13) describe ese camino, para terminar
sorprendentemente identificándolo con la meta: “La
caridad no acaba nunca”. De manera semejante, Cristo que es el camino se
identifica con la meta: “el que me ha
visto a mi ha visto al Padre”. Estas identificaciones se entienden a la
luz de frases como: “Yo y el Padre
somos uno” y de la oración sacerdotal:
“Para que sean un, como Tu y yo”.
El
simbolismo del camino nos explica el del seguimiento. Lo que vivifica el
seguimiento es la meta común, la identificación amorosa con “los intereses
de Cristo” por encima y aún a costa o en contra de los propios.
Así
y sólo así, la Vida Religiosa alcanza su plena significación como
seguimiento.
‑ Volviendo al Concilio
Podemos
volver ahora a leer la definición conciliar de la norma última de la Vida
Religiosa, es decir, la pauta a la que ha de ajustarse toda Vida Religiosa y
que juzgará de su autenticidad o inautenticidad:
“La
norma última de la vida religiosa es el seguimiento de Cristo, tal como se
propone en el Evangelio, esa ha de tenerse por todos los institutos como regla
suprema” (PC.2).
La
inspiración de esta frase en un concepto radicalmente escriturístico
resultará ahora transparente. En ella convergen con plena coherencia la
Escritura, la Tradición y el Magisterio. Y éste se proyecta hacia adelante
con una voluntad de renovación y de futuro.
Las
mejores acomodaciones a nuestro tiempo, no surtirán efecto, ‑nos
advierte el Concilio‑ si no están animadas de una renovación
espiritual que garantice que la vida religiosa conduzca a sus miembros a seguir
a Cristo y a unirse con Dios
(PC.2).
El
Concilio también detecta una relación entre el seguimiento
y los tres votos, que se
ordenaron ‑dice‑ a lo largo de la historia, a
seguir a Cristo con más libertad (PC.1). En otro lugar pone a la Vida
Religiosa en relación explícita con el seguimiento evangélico: “Este
mismo estado (religioso)... representa perpetuamente en la Iglesia aquella
forma de vida que el Hijo de Dios eligió al venir al mundo para cumplir la
voluntad del Padre y que dejó propuesta a los discípulos que quisieran
seguirle” (Lumen Gentium 44).
Para
entender el sentido de la vida religiosa es necesario, por lo tanto, referirla
a una medida, a un patrón de discernimiento: el seguimiento
de Cristo. A la luz de lo dicho antes: la adhesión a Cristo y la participación
en su combate; la plena identificación con sus intereses y el temor a
traicionarlo; la voluntad de sacudir todo impedimento y de cortar toda atadura
que impida compartir su lucha y su destino, para llegar a donde Él está: al
Padre.
‑ Obediencia a Dios y al Superior
El
seguimiento de Cristo obliga a todo cristiano. Este hecho deja perplejos a
muchos que no logran comprender la diferencia entre el seguimiento propio de
todo cristiano y el propio del religioso. Vamos a ver en los capítulos
siguientes que el seguimiento de Cristo propio del religioso, se especifica
por el signo de la castidad y por la profesión pública y permanente de los
tres votos. Pero ya en este punto podemos señalar, dentro del seguimiento‑obediencia
un aspecto distintivo. La “sequela
Christi” del religioso se diferencia de la del cristiano por una mediación
que le es propia: la obediencia al superior según una Regla dada por un
fundador. A la obediencia propia de todo cristiano, dentro del marco común de
la organización jerárquica de la Iglesia, el religioso agrega un vinculo
distintivo. Llega a Dios gracias a una mediación que es propia de su vocación
y carisma específico. El
Concilio lo señala cuando dice: “Los
superiores tienen el lugar de Dios” (PC.14).
‑ La Mediación del Superior
Pensamos
que es inexacto contraponer ‑como lo hace el P. Tillard‑ la
obediencia común a todos los cristianos con la obediencia religiosa, diciendo
que aquella es una relación Hombre‑Dios y ésta, en cambio, una relación
Hombre-Autoridad humana. Creemos que esta contraposición proviene de una
equivocada o insuficiente comprensión de lo que es la mediación
de las autoridades eclesiales. Ninguna instancia jerárquica de la Iglesia, ni
el superior religioso, tienen una autoridad que no hayan recibido de lo alto.
El cristiano no religioso, no tiene tampoco un contacto directo con Dios,
fuera de las mediaciones eclesiales. Obedecer y estar sujeto a una autoridad
ejercida por hombres, es necesario, dentro de la Iglesia, tanto para el
cristiano en general (obedeciendo al Papa y al Obispo) , cuanto al cristiano
religioso (obedeciendo al Papa, al obispo y además al superior, en lo tocante
a su vida religiosa). La diferencia está en que, en el segundo caso, se
agrega una mediación más.
En
una correcta teología católica, las mediaciones no se interponen entre el
hombre y Dios. Por el contrario son “pontificales”, establecen el puente
que permite el acceso. Son camino, a imagen de Cristo. Y a través de El,
conducen al Padre.
La
presunción de que las mediaciones eclesiales se interponen entre el hombre y
Dios, es de neto corte erasmista y luterano.
Erasmo
es un exponente claro del tipo de mentalidad que se inclina a explicar una
forma a partir de sus deformaciones: la razón a partir de la locura, el
matrimonio a partir de los desvíos del hombre y las quejas de la mujer, las
prácticas piadosas por su vaciamiento, la Vida Religiosa por los pecados de
los religiosos.
Hay
en el hombre una proclividad a entregarse a esa pendiente mental. Y las críticas
que se oyen frecuentemente a la Vida Religiosa, provienen de un esquema mental
parecido. La mediación del superior y su significado religioso, tiende a ser
considerada desde los posibles abusos del poder o desde las igualmente
posibles evasiones de la obediencia. Pero el pecado no es fuente ni principio
para la teología de la Vida Religiosa. Los desórdenes o desviaciones
posibles son innumerables. Pero ellos no son objeto de la
teología sino de la disciplina.
Uno
de los caballitos de batalla en la
fraseología impugnatoria contemporánea contra la Vida Religiosa es que:
“la obediencia impide la madurez de la persona”, “que despersonaliza”,
“que produce infantilismo”, “que personas maduras no necesitan
superior”, “que los votos, y especialmente el de obediencia son contrarios
a la libertad”. A juzgar por el efecto que estas frases tienen en algunas
almas, uno se pregunta si no son más bien caballos
de Atila o Corceles del Apocalipsis. Por eso merecen una aclaración. Son
típicos ejemplos de lo que venimos diciendo. En vez de detectar el problema disciplinar
de cómo conjurar el autoritarismo, se barre con el misterio teológico y
religioso de la obediencia en pleno. Como si en el matrimonio, con toda su
dignidad sacramental, no se dieran situaciones y casos, en que los cónyuges
no se ayudan a madurar, se despersonalizan, se infantilizan...
‑ El Escándalo de los Abusos
La
posibilidad de una corrupción de la relación de autoridad‑obediencia
es cosa que sólo una necia ingenuidad, aún no ilustrada por la bimilenaria
sabiduría de la Iglesia católica, se atrevería a ignorar y a tomar como
motivo de escándalo. Equivaldría a pretender arrancar el combate del puesto
que tiene en la economía de la salvación y que la Vida Religiosa no pretende
negar, sino todo lo contrario, abrazar con mayor entusiasmo y decisión, librándose
de los impedimentos que persuaden rehuirlo. El ejercicio de la autoridad y del
gobierno, practicada por el superior religioso, no lo exime de sujeción a
Cristo, a la Iglesia Jerárquica, al carisma del Fundador y a la Regla que lo
expresa. Lo pone en el frente de batalla consigo mismo y con el espíritu de
mentira. Y que haya allí un crecido número de bajas, es cosa de esperar.
Lejos de irritarse contra los caídos, quien tenga el verdadero “esprit de
corps” de la milicia cristiana, no podrá menos que sentir conmiseración.
Si no la siente, cosa también comprensible en el súbdito que sufre las
consecuencias de las heridas de su líder, será motivo para que considere cuál
es su propio estado en la lucha por la verdad y la caridad de Cristo.
La
teología de la Vida Religiosa ha de dar cuenta de este hecho: el
seguimiento de Cristo, protolíder[14]
sobre las huellas del fundador, sólo puede tener lugar por la mediación del
superior. Y de un superior que se encuentra abocado al mismo combate que
quienes están a su obediencia.
La teología no puede soñar, so pena de hacerse acreedora del mismo reproche
que Cristo le hizo a Pedro (apártate de mi Satanás...), con convertir el
frente de combate en una idílica pradera de reposo. Abrazar la Vida Religiosa
es abrazarse con el combate de Cristo. Si se tiene en cuenta esto, puede ser
que los jefes y la tropa se perdonen mutuamente muchas cosas y se curen las
heridas los unos a los otros. Pero donde se pierde de vista al enemigo, se
repetirán las escenas del camino a Jerusalén: habrá jóvenes que se retiran
tristes, discusiones por quién es el mayor, Pedro querrá enmendar las
palabras de Cristo, se querrá evitar que los mocosos sucios molesten al Señor
y los ciegos se levantarán para seguir al Señor con mayor decisión que los
clarividentes. La vida religiosa es y permanece
combate, de fe, de amor, de decidida adhesión... o pierde su sabor propio
y será como la arena que se tira en los desfiles. Aquí también: una buena
teología de la Vida Religiosa contribuirá al mantenimiento o al
restablecimiento de la disciplina. El conocimiento precede a la acción.
‑ Obediencia Religiosa y
Libertad
Se
acusa al voto de obediencia de ir contra la libertad. El Concilio ha
contradicho taxativamente esa impugnación:
“la libertad ‑dice‑ mejora por la obediencia” (LG. 43). Se
entiende: cuando ésta se vive evangélicamente. Por eso el Concilio dice allí
mismo que la Vida Religiosa ofrece “una
comunidad fraterna en la milicia de Cristo”. Si se debilita la
conciencia militante, la comunidad dejará de ser fraterna y la obediencia
dejará de liberar. Pero el Concilio no quiere anatematizar herejías ni
castigar abusos. Quiere exhortar positivamente con la presentación de la
doctrina. El peso de la regulación disciplinar y de su aplicación cayó
‑como sabemos‑ sobre los hombros de Pablo VI y reposa aún sobre
los de Juan Pablo II.
‑
Adhesión y Sujeción a la Jerarquía
En
uno de los textos más antiguos sobre cristianos que profesan la virginidad en
forma estable, dice San Ignacio de Antioquía:
“Si
alguno puede permanecer en castidad (agneia: inocencia) para honra de la carne
del Señor, que permanezca sin vanagloria (en akaujesía). Si se vanagloría
(e.d.: si se lo atribuye así mismo) está perdido (apóleto: murió), y si se
estimara en más que el obispo, está corrompido (efthartai: como los
herejes)” (Ad. Polic, V, 2).
Este
texto nos ofrece, avant la lettre,
la sustancia del documento Mutuae
Relationes. Y parece sugerir que el orden de esos carismáticos, está,
desde sus más remotos orígenes eclesiales, propenso a la tentación de
querer saber más que el obispo.
La
historia enseña que los peores abusos en la Vida Religiosa se han dado por
sustraerse a la jerarquía y a su control, o por lasitud en el control jerárquico.
‑ Dios debe contar
Lo
que, en otro pasaje de la misma carta, dice San Ignacio de la autoridad del
obispo, se aplica análogamente a la autoridad del Superior religioso:
“Que
no se haga nada sin tu conocimiento, ni tú tampoco hagas nada sin contar con
Dios” (Ad. Polic .IV, 1).
Para
ayudar eficazmente a sus ovejas en el seguimiento de Cristo el pastor eclesial
(obispo o superior) debe reflejar los sentimientos de Cristo hacia ellas. El sólo
se las confía a Pedro después de asegurarse la triple profesión de amor. Y
Cristo sabe que son suyas porque las recibió del Padre.
‑ Pastor: Nombre de Guerra
Notemos
de paso, que aún ese título de apariencia tan nemorosa y alejada de los
simbolismos bélicos: Pastor, se
aplica en el Antiguo Testamento a los reyes y es propia del contexto de las
Guerras defensivas. El Nuevo Testamento nos revela también que el título de
Cristo como Pastor, pertenece al contexto del combate y victoria de Cristo. En
la frase “heriré al Pastor y se
dispensarán las ovejas” (Mt.26,31; Mc.14,27) se pone al descubierto la
estrategia bélica del enemigo, en su lucha contra Cristo. Es Jesús mismo
quien, en el momento de la Pasión, se aplica a sí mismo esa frase de Zacarías
13, 7. Esta frase está, en el libro de Zacarías, en un contexto de
guerra de Yahveh, en el que encontramos la
espada y el título de Pastor
aplicado al jefe carismático como mediador guerrero y lugarteniente del
Yahveh combativo, en guerra contra los ídolos.
La
imagen de la grey y del pastor, ilumina por lo tanto muchos aspectos de la
Vida Religiosa como seguimiento. E
ilumina tanto el rol del superior como el del religioso en obediencia.
El
pastor alimenta y defiende. Dos
gestos arquetípicos del amor. Incluso el rol de
guía de la grey, se supedita a esas dos acciones pastorales. Guiar,
alimentar y defender, son también responsabilidades del jefe militar y del
rey. Por eso se les aplica también con propiedad el título de pastor, que se
carga así de significación guerrera. Pero por ser el oficio de pastor una
función pacífica, el símbolo es especialmente apto para el combate
cristiano, que se libra con “la
caridad como lanza” [15].
En
el Antiguo Testamento es frecuente hablar de los reyes de Israel como pastores
que fueron infieles, la mayor parte de las veces, a su misión. Contra ellos
van dirigidos los reproches de Ezequiel 34. En oposición con su infidelidad
al encargo de apacentar las ovejas, Jeremías había anunciado al Mesías‑Pastor
(Jer.23,1‑6) que mostraría a Dios mismo como Rey‑pastor del
pueblo de Israel. La misma convicción de que Dios mismo es el Pastor, domina
al Salmo 22: “El Señor es mi
Pastor”. En este Salmo se encuentran los grandes rasgos que definen la
acción del Pastor: alimentar y abrevar, guiar y conducir y defender de los
enemigos: “Tú preparas una mesa para
mi frente a mis enemigos”.
En
el Nuevo Testamento Jesús se atribuirá a si mismo esa condición divina. Sus
“Yo soy”, son la autoatribución
del “Yo soy Yahvéh”
veterotestamentario. Y su “Yo soy el
buen Pastor” alude a los antecedentes de Jeremías y Ezequiel, Zacarías
y tantos otros textos. Pedro recibirá la encomienda de mediación pastoral. Y
San Ignacio de Antioquía continúa elaborando y explicando el tema:
Dios Padre es el obispo‑ pastor universal (Ad Magn 3,2; Ad Tral 3,1 Ad.
Filad. 9,1) ; Jesucristo sigue al Padre y es modelo de cómo los cristianos
deben seguir al obispo (Ad. Esmirn. 8,1).
El
tema del seguimiento nos introduce,
por lo tanto, en esa amplia cascada de mediaciones eslabonadas por el amor.
Esa red de adhesiones, es la que genera la unidad. Y el ejercicio de la
autoridad en la Iglesia debe hacerla visible.[16]
‑ El Superior: Objetivo Número
uno
Pero
por otra parte, la frase “heriré al pastor”, nos recuerda que éste es,
precisamente, el campo de batalla donde se libra el combate del cristiano. El
superior no puede hacerse ilusiones. Debe persuadirse que el enemigo apunta
hacia él como al blanco preferido. Como contra la mediación que permite a
sus hermanos unirse a Cristo. El, el primero, ha de velar, como el primer
centinela y ha de orar, como el primer combatiente, para no entrar en tentación.
Y si entra, como Pedro, una vez vuelto en sí, ha de robustecer a sus hermanos
para librar su lucha.
La
cartas de San Ignacio de Antioquía dan testimonio de que, dentro de la
Iglesia, se está librando siempre esa lucha contra el obispo, mediador de la
unidad con Dios y entre los cristianos. Ignacio conoce la realidad de este
combate y lo expresa con la imagen de la milicia (Ad. Polic, VI,2).
A
la luz de lo dicho, se comprenderá el profundo sentido de la frase que el
Concilio consagra, recogiéndola de la convicción tradicional: “los
superiores tienen el lugar de Dios” (PC.14). En la Vida Religiosa, el
seguimiento de Cristo, pasa necesariamente a través de ellos y por la
obediencia a ellos. Pero esa posición los obliga a señalarse en el combate
de la caridad: “Que nadie se engría
por el lugar que ocupa, pues el todo está en la fe y en la caridad, a la que
nada se puede anteponer” (S. Ignacio ad Esmirn. VI,1). En eso consiste
que el seguimiento de Cristo sea
“norma última de la Vida Religiosa”.
‑ El Combate en Obediencia. Las ovejas no muerden.
Para
el que está en obediencia en la Vida Religiosa, el combate consistirá en
mantenerse en la sujeción humilde al superior, como éste trata de estarlo
respecto de la Iglesia, del fundador y de la Regla aprobada por la Iglesia, de
las exigencias evangélicas del seguimiento de Cristo. Para el que vive en
voto de obediencia, si es oveja, la tentación estará en dedicarse a morder a
sus hermanos y a su pastor. En ese mismo momento se convertirá en aliado del
lobo y habrá desertado el buen combate, pasando a filas del enemigo. Ningún
buen soldado vuelve su espada contra su jefe o sus compañeros de armas. Sin
este espíritu de cuerpo, no hay perspectiva de victoria en el combate apostólico.
Todo ejército dividido contra sí mismo se derrumbará, se diluirá por la
discordia interior. Y, no hay
otro medio eficaz de mantener una concordia que la decisión unánime de
seguir a Cristo y luchar con decisión su combate.
La
docilidad para abrazar la disciplina, siguiendo y obedeciendo al superior, de
parte del que abraza la obediencia, debe avivar en el superior la
responsabilidad de mandar como un guía, que inspira confianza y es capaz de
suscitar el deseo de seguirlo; como un juez liberador, conforme a los modelos
de los hombres llenos del Espíritu de Dios del libro de los Jueces, como un líder
que lleva a la victoria de la fe, como un Pastor que refleje a Cristo. En su
modo de ejercitar la misión encomendada, el súbdito ha de poder
“gustar y ver la bondad del Señor” (Ps.33,9).
‑ Lo Imposible para el Hombre, es posible para Dios
El
ideal parece elevado y hasta inalcanzable. Pero precisamente en los pasajes
evangélico en que Cristo plantea las exigencias más arduas, remite también
el poder de Dios.
San
Agustín decía: “Danos lo que mandas y manda lo que quieras”. Dios pide
al religioso lo que le ha hecho capaz de dar. O por lo menos le hará capaz de
dar, lo que le ha hecho capaz de pedir. “No
todos entienden este lenguaje, sino solamente aquellos a quienes se les ha
concedido” (Mt.19,11). Y hay preceptos divinos que sólo obligan a aquel
que ha recibido, de Dios, la capacidad para entenderlos: “Quien
pueda entender, que entienda” (Mt.19,12).
Las
exigencias del seguimiento en la Vida Religiosa, tal como se expresan en la
mediación del superior, es una de esas cosas tan arduas como las que hacían
exclamar a los discípulos: “Entonces
¿quien podrá salvarse?”. A esa pregunta Jesús respondió “mirándolos
fijamente: Para los hombres eso es imposible, pero para Dios todo es
posible”.
Los
problemas del gobierno en la Vida Religiosa compelen a veces a los superiores
a reunirse, no sin cierta angustia, a debatirlos y a buscarles remedios. Las
dificultades en vivir la obediencia, son también motivo de angustia para los
súbditos. Ni unos ni otros pueden ni deben soñar en que podrán despejar las
dificultades ideando industrias humanas que permitieran eludir el peso de la
Cruz. La Vida Religiosa es toda ella carismática. Es decir, toda ella Don de
Dios. Que haya superiores y súbditos según el corazón de Cristo es también,
pura y exclusivamente Don de Dios. Y no existe otro camino para alcanzarlo que
el de la oración: “Da lo que pides, y pide lo que quieras”.
El
misterio de la Vida Religiosa como seguimiento de Cristo a través de la
mediación de la obediencia religiosa, por ser cosa imposible para los hombres
y sólo posible para Dios, manifiesta su condición de
signo, de milagro y prodigio.
Hay
algunas crisis del liderazgo y de la obediencia, de la autoridad y del
gobierno, que provienen del olvido de esta verdad, elemental, acerca de la
Vida Religiosa como Don de Dios ‑toda ella‑ e imposible para la
mera voluntad del hombre. Las crisis de vocaciones vienen a recordarnos, de
vez en cuando, que no somos nosotros los constructores y que si el Señor no
edifica esta casa, los que quieren levantarla se fatigan en vano (Ps.126,1).
Ni somos nosotros los que podemos defender eficazmente este bien contra los
asaltos del enemigo “si Dios no
guarda nuestra ciudad, el centinela, malgasta en vano sus vigilas”
(Ps.126,1).
‑ Acuérdate de Jesucristo . . .
La
mayoría de los males que deploramos se deben al olvido de Dios y a nuestras
deserciones en el combate de la oración. Nuestro corazón olvida que es Dios
el único que puede obrar y vivificar la Vida Religiosa. Y este olvido genera
el extravío de nuestros deseos. Estos pierden el camino de la oración y se
extravían en rumbo a la agitación de las industrias humanas.
Hay
una semejanza bastante impresionante entre lo que venimos diciendo y la teología
del libro de los Jueces. Por eso, vamos a dar fin a este capítulo señalando,
a modo de ejemplo, cómo pueden aplicarse algunos pasajes de este libro y de
los libros de Samuel, a situaciones que pueden darse dentro de la vida
religiosa. Se nos perdonará que, para meditarlos, incurramos en algunas
repeticiones.
‑ Una teología que ya
está hecha
Toda
la teología del libro de los Jueces se deja resumir, como en un núcleo
suscinto, en la historia del juez Otniel: “los
israelitas se olvidaron de Yahvéh ‑ se encendió la ira de Yahvéh
‑ los dejó a merced de sus enemigos ‑ clamaron a Yahvéh ‑
Yahvéh suscitó a los israelitas un libertador - El Espíritu de Yahvéh vino
sobre Él ‑ el país quedó en paz” (Jue.3,7‑11).
Un
juez es un libertador, es un líder que encabeza la guerra contra el enemigo y
que es capaz de vencerlo sólo porque Dios, el Espíritu de Dios, está con Él.
Por su intermedio, Dios da a su pueblo una victoria que éste no hubiera
podido alcanzar por sí mismo. Los Israelitas deben seguirlo a la guerra y
obedecerlo.
‑ Danos buenos Jueces . . .
Aquí
está, prefigurado, el misterio del gobierno y la obediencia religiosa. La
cosa es clara en su aplicación a la figura del fundador, que por lo general
ya está muerto y canonizado. Pero se enturbia cuando se aplica a la figura
del superior. Sin embargo, lo que queremos subrayar, es que el hecho de que
surjan superiores carismáticos y libertadores, es don de Dios que se alcanza
cuando nos acordamos de El y agobiados por el yugo de nuestro enemigo,
clamamos por la gracia de buenos superiores.
Que
el superior esta al servicio de la liberación, nos lo ha recordado el
Concilio: “la libertad ‑ dice
‑ mejora por la obediencia”. La comunidad religiosa ofrece
“una comunidad fraterna en la milicia de Cristo y una libertad mejorada por
la obediencia” (LG.43).
¿Libertad
de qué? : “de los impedimentos de la
Caridad y de la perfección del culto divino”. ¿Libertad mediante qué?
: “por la profesión de los
consejos” (LG.44).
. . . Y buenos lsraelitas
No
solo la falta de lideres carismáticos sino también la anarquía del pueblo
se dejan interpretar a la luz del libro de los Jueces. Y la Escritura nos
ofrece la posibilidad de comprender que ambos fenómenos, están en función
el uno del otro, en relación recíproca, pero que la impiedad del pueblo es
la raíz y la causa de la falta de lideres. Un pueblo impío carece de
lideres, porque no quiere un conductor sino un chivo emisario. Si se pone, un
líder en sus manos no tarda en victimarlo. Y ni en los divinos almacenes hay
tanta existencia de buenos superiores que baste a esta demoníaca demanda.
Un
retrato arquetípico, aplicable a una turba de religiosos sin espíritu, nos
la ofrece I Samuel 8. Es el pasaje en que el pueblo pide un rey “como
el de todas las naciones” (8, 5), “para que sea nuestro Juez, para que
vaya delante de nosotros y combata nuestros combates”.
Samuel
era en ese momento el líder carismático. Pero el pueblo estaba desconforme
con este superior. Y no teme decirselo a la cara. No quieren el que Dios ha
puesto y reclaman otro. Entonces Dios le dice a Samuel dos frases que se deben
meditar como complementarias, aunque a primera vista parezcan contradictorias:
“no te han rechazado a tí sino a
mi”, “todo lo que, me han hecho a mi te lo han hecho a ti”.
El
Salmo 69, 9‑10 nos ofrece una clave para comprender que el pueblo ha
agraviado a Dios y se comporta con él como con un enemigo. Es en el contexto
de los improperios de los enemigos, tan frecuente en los salmos, donde
encontramos la identificación entre el líder justo y Dios: “los
insultos de los que te insultan caen sobre mi”. Dolorosa bienaventuranza
del superior que ha de cargar sobre sí también a los díscolos, a los
tentados, a los heridos por el mal espíritu, a los que en el fondo de su
corazón se rebelan contra Dios.
En
las actitudes del religioso ante el superior o los superiores, se está
reflejando su actitud ante Dios, ante Cristo, ante la Iglesia. Y cuando un
superior se siente herido, ha de examinar si el agravio va dirigido a él, o
está revelando sintomáticamente, la situación espiritual de aquel que se ha
encomendado a su cuidado para que lo conduzca a la libertad.
Volviendo
al texto de I Samuel 8, queremos hacer notar que ese pueblo no pide un líder
a quien seguir, sino alguien que vaya
delante. Hay comunidades o grupos de religiosos que miden (o piden) un
superior para que vaya por delante. No son ellos los que siguen al superior,
sino los que lo envían. Cuando se detecta esta actitud en un grupo de
religiosos, se puede sospechar que en ese grupo se están buscando intereses
propios y no los de Cristo. Y aún cuando en apariencia sean intereses de
Cristo, no se los está buscando como suyos,
sino como propios. En este caso la
búsqueda de un aspecto del interés total de Cristo, se busca con menoscabo
de otros aspectos de ese interés total.
También
es sintomática la frase: “nuestros
combates”. El pueblo no pide un rey para combatir los combates de Yahveh
sino los propios.
‑ La Anarquía del Pueblo
se da Superiores demagogos.
No
es casualidad que este pecado del pueblo, descrito en I Samuel 8, haya dado
lugar al advenimiento de un rey como Saúl. Una historia, la suya, que también
es digna de meditarse y enseña mucho acerca de un líder que, después de
ungido, no es fiel al carisma recibido.
La
historia de Saúl empieza en I Sam 9. Ya el profeta Samuel, un hombre que
puede considerarse como el último de los jueces y el primero de los profetas,
les había anunciado a los
israelitas las desgracias que les sobrevendrían cuando estuvieran sometidos
al poder de un rey. El pecado de Saúl, sin embargo, no consiste en haber
oprimido al pueblo, sino en haber cedido demagógicamente a sus presiones
contra lo mandado por Dios. Temía perder su liderazgo. Y ese temor muestra
una dimensión más profunda de su pecado: no había comprendido que su
liderazgo no prevenía del apoyo popular, sino de la elección divina.
El
pecado de Saúl al que nos estamos refiriendo, tiene lugar en su guerra contra
los Amalecitas y lo relata I Samuel 15. Allí se nos cuenta cómo Saúl perdonó
la vida del rey amalecita Agag y no entregó al anatema lo que Dios le había
ordenado destruir.
La
destrucción por el Anatema de ciertos objetos y/o personas tenía, en las
Guerras de Yahveh las características de un acto de fe. Era el reconocimiento
de que la victoria se debía pura y exclusivamente a la intervención divina y
no a las propias fuerzas. Destruir, mediante el anatema, una porción de los
bienes alcanzados por la victoria, era un tipo de sacrificio litúrgico,
comparable a los sacrificios de comunión, expiación o de holocausto. Era un
acto ritual, mediante el cual se reconocía el derecho de Dios, como actor
principal, a un botín de guerra. En la antigüedad, como da testimonio la
Iliada, el botín de guerra era la expresión del honor del guerrero. Todos
conocemos los motivos de la ira de Aquiles. Quien quiera leer una historia
semejante, que motiva la ira de Yahveh podrá leer la historia de la
desobediencia de Acán en el capítulo séptimo de Josué.
Tanto
en el caso de Acán como en el de Saúl, se trata de sustraer un bien de Dios
a la destrucción que Dios ordena. Hay en esa actitud una tentación de
codicia que conduce a un pecado contra la fe y contra la obediencia. Pienso
que estas historias, pueden alertarnos a los religiosos contra una tentación
de lo que podría llamarse “codicia apostólica”. Esa tentación puede
asaltarnos cuando nos encontramos abocados a coyunturas difíciles, en las
cuales, consideraciones de bien común o de bien espiritual, parecerían
exigir renunciar a obras o cerrar casas.
‑ Acán: codicia
Por
codicia, Acán obra a espaldas de Josué, tratando de conservar un bien contra
la voluntad de Dios. Y este pecado quizás ayude a comprender la índole del
pecado de un religioso en obediencia, que quisiera salvar algo a espaldas del
superior y contra sus órdenes. Del súbdito se exige entonces la capacidad
‑que solo puede venir de la fe‑ de ofrecer en holocausto bienes
que le son muy queridos. Bienes incluso que parecen de Dios.
‑ Saúl: “Obediencia quiero...”
El
ejemplo de Saúl se presta más bien para comprender de que índole pueden ser
ciertas tentaciones más propias del superior. Saúl, cuando Dios le reprocha
haberle desobedecido, se arrepiente. En su excusa y confesión de culpa, queda
al descubierto el móvil de su desobediencia: “Tuve
miedo al pueblo y lo escuché”. Su desobediencia a Dios proviene de un
espíritu de demagogia. Un espíritu capaz de arruinar el carisma y el
gobierno de cualquier superior. En las funciones de gobierno donde lo pone la
Vida Religiosa, tendrá que tomar a veces decisiones que son antipáticas a
los que están en su obediencia e incluso a sus consejeros. Cerrar una casa o
reducir las obras para permitir la vida espiritual de sus religiosos,
agobiados por el trabajo y la disminución del número de religiosos, puede
ser una situación análoga. Al superior le corresponde el juicio. Es él
quien debe medir la situación y tomar las decisiones. Pero su juicio no puede
enturbiarse por la presión del pueblo. La frase de Dios a Saúl sigue siendo
inspiradora: “Mejor es la obediencia
que los sacrificios”. Y parece, a veces, que nos tentamos, creyendo que
una agobiadora y muy sacrificada agitación para sostener obras aún a costa
del bien espiritual propio, justifica, por los sacrificios, las defecciones en
el seguimiento, que es, como hemos visto: obediencia.
Por
supuesto, esto lo decimos en atención a los que están realmente en el
dilema, sin advertirlo claramente. Y cuando abrimos la puerta a la posibilidad
de un holocausto necesario, no pensamos en la alegre inconsciencia o en la
oculta codicia de alguien proclive a cerrar obras y vender edificios. No
decimos esto para alentar la liquidación. Sino para recordar que las obras
apostólicas y los edificios son dones de Dios y que este puede dar el céntuplo
a quien renuncie al don, por celo ‑verdadero celo‑, de la gloria
del Dador. No es malo pedir vocaciones para mantener las obras. Pero sería
malo amar más las obras que las personas y tomar a estas últimas como puro
medio de llevar las obras adelante. ¿Cómo podría ser auténtico un celo por
el bien de las almas para cuyo servicio brotaron nuestras obras, si no va, no
sólo acompañado, sino más aún: precedido, por el celo del bien de las
almas que sirven en esas obras? Mejor es la obediencia que los sacrificios. Y
si hay que destruir algo en honor de Dios, esas son las leyes de la guerra de
Yahveh. Hay que obedecerlas. Por no entenderlo así, Saúl oyó aquellas
palabras: “Hoy te ha desgarrado
Yahveh el reino de Israel y se lo ha dado a otro mejor que tu”.
Viene
a continuación, en el Primer libro de Samuel, la historia de la rivalidad de
Saúl y de su envidia contra David. Con algunos episodios que la interrumpen,
esta historia se extiende por varios capítulo (I
Sam18,1‑15.28‑30; 19, 8 hasta 23 incl.). En el fondo de la envidia
de Saúl contra David, se esconde el mismo pecado, de falta de fe en el origen
divino de la propia vocación y autoridad, que precipitó a Saúl en la
desobediencia por demagogia. Demagogo, aduló la voluntad popular buscando el
apoyo del pueblo. Absolutista: temió la creciente popularidad y la autoridad
personal que Dios ponía en David. Una fuerza que podía haberlo engrandecido
y redundado en su favor, pero que el se dedicó a perseguir y combatir;
redundaba en bien de Israel, por cuyo bien tenia el encargo de velar, pero Saúl
temió por si mismo y no quiso admitir el bien que no le llegaba a su pueblo a
través suyo. Celos. También esta historia puede servir a la meditación del
superior combatido por semejante engaño.
Y
en la misma historia, encontrará motivo de meditación el que este en
obediencia y se sienta perseguido por un superior a lo Saúl. En I Samuel 24,
se nos narra cómo David no quiso levantar la mano contra Saúl que venía
persiguiéndolo: “Yahveh me libre de
alzar mi mano contra El,. porque es el ungido de Yahveh” (I Sam 24, 7).
E incluso “habló con energía a sus
hombres para que no se lanzaran contra Saúl”. Es vencedor en el combate
y seguimiento de Cristo el religioso que en situaciones semejantes, no levanta
la mano (ni la lengua) contra el ungido superior. Y el que, no sólo se
resiste a azuzar a otros en su contra, sino que calma los ánimos agitados.
¿Quien
no se conmoverá ‑por fin‑ y no deseará emular el ejemplo de
humilde grandeza de David, que trasuntan aquellas palabras suyas a Saúl que
lo persigue con saña: “¿Contra
quien sale el rey de Israel, a quien este persiguiendo? Contra un perro
muerto, contra una pulga. Que Yahveh juzgue y sentencie entre los dos, que El
vea y defienda mi causa y me haga justicia librándose de tu mano” (I Sam.
24, 15).
Basten
estos ejemplos, tomados de contextos y situaciones de Guerra de Yahveh en el
Antiguo Testamento, para dejar señalada una veta de meditación acerca de
situaciones de nuestra Vida Religiosa, cuya norma última es el seguimiento de
Cristo en su combate.
Los
llamados a la Vida Religiosa han sido llamados al combate de Cristo y a
seguirlo en él, mediante la mediación de un líder puesto por Dios
(fundador‑sucesores-representantes), en una vida de sujeción, según
una regla y por una libre decisión expresada en los votos. Elegidos para el
seguimiento en un combate, es de presumir que el Señor les confiere las
necesarias aptitudes. Hacernos
conscientes de esto, quizás nos ayude, cosa que depende, esa si, en gran
parte de nosotros, a asumir las actitudes
que corresponden a esa vocación.
[1]
En el Nuevo Testamento hablan de la Victoria de CRISTO y/o del cristiano:
Juan 16, 33; I Juan 2, 13; 5, 4‑5; Apocalipsis 1, 12‑18; 2,'7.
11. 17. 26‑29; 3, 5. 12. 21; 5, 5; 12,11; 21, 7; I Corintios 15, 54.
57; Romanos 8, 31‑37; 12, 21; Colosenses 2, 14‑15. Sobre la
lucha y el combate de CRISTO, retengamos las escenas de las Tentaciones, la
Agonía del Huerto, la Pasión y Cruz y algunos textos: Juan 12, 31 ;
Hebreos 2, 14‑15.
[2]
Sobre la lucha‑combate del cristiano el texto clásico es Efesios 6,
10‑20 que se ilumina recíprocamente con Hebreos 10, 32‑39 y el
arriba citado I Juan 5, 4‑5. Además: I Timoteo 1, 18‑19; II
Timoteo 2, 3ss y 4, 7.8.17.18~ II Corintios 6, 7; 10, 4; Romanos 7,
23‑24; Filipenses 1, 30. Sobre la vida Monástica como milicia en la
tradición patrística léase el excelente capítulo de García M. COLOMBAS
en: El Monacato~Primitivo, T. II: La Espiritualidad (BAC, Madrid 1975) págs.
231‑278.
[3]
Es la tesis que expondremos en el cap. 3. Sobre la victoria de CRISTO: R.
SCHWAGER, Der Sieg Christi über den Teufel. Zur
Geschichte der Erl³sungslehre, en: Zeitschrift f. Katholische Theologie 103
(1981) 156‑177. Sobre
Cristo como el gran luchador: A. ORBE, en: d~istologÝa Gnóstica, (BAC,
Madrid 1976) T.I, pp. 134‑153.
[4]
Colombás, o. c., p. 232.
[5]
VÉASE: Luis MALDONADO, La Violencia
de lo Sagrado, (Sigueme, Salamanca 1974); R. GIRARD, La
Violence et le sacré, París 1972.
[6]
Constitución
DEI VERBUM 15‑16
[7]
Perfectae Charitatis 2.
[8]
Seguimos a: F. J. HELFMEYER, Die Nachgolge Gottes im Alten Testament,..Peter
Hanstein Verlag, Bonn 1968.
[9]
Art.: Suivre en: X. LEON‑DUFOUR, Dictionnaire du Nouveau Testament, Du
Seuil, París 1975; y en: Vocabulaire de Theoloqie Biblíque, Du Cerf, París
G, SCHNEIDER Art.: Akoloutheo, en: Exegetisches W~rterbuch zum Neuen
Testament, Kohlhammer, Stuttgart 1980) I, 117‑‑125).
[10]
A. SCHULZ, Nachfolgen und Nachahmen im Neuen Testament, M³nchen 1962. Del
mismo autor Art.: Nachfolge, en Lexikon f. Theol. U. Kirche, VII,
758‑762
[11]
J.O. TUÑI VANCELLS, La Verdad os hará Libres: Jn. 8,32. Liberación
y libertad del creyente en el cuarto evangelio, Herder, Barcelona 1973.
[12]
" S. AGUSTÍN, Enarración Ps. 69, 2, Ed. BAC, MADRID 1965, T. II
802‑803.
[13]
Perfectae Charitatis 2.
[14]
En griego: Arjegós, título reservado a Cristo: Conductor supremo o
protolider; de la vida (Hch. 3, 5); y Salvador (Hch. 5, ..1); de la salvación
(Hebr. 2, 10); de la fe (Hebr. 12, 2).
[15]
"Tratad de ser gratos (arÚskete) al Capitán bajo cuyas
banderas militáis, y de quien habéis de recibir el sueldo. Que ninguno de
vosotros sea declarado desertor. Vuestro bautismo ha de permanecer como
vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la
paciencia como un arsenal de todas las armas". (Ad.
Polic. VI, 2).
[16]
En la teología de San Ignacio de Antioquía, el silencio tiene un lugar muy
importante. Sobre el silencio de Dios (Padre) vÚase: Ad. Ef. XIX,l. El
silencio (esujÝa) dará más tarde, nombre a los esicastas. Ignacio pone a
los cristianos el ejemplo de Cristo silencioso y los invita a hablar con el
lenguaje de las obras (Ef. XV, 1‑2). El buen obispo también calla
(Filadelfos I, 2) y sabe resistir como un yunque golpeado (Polic.III, 2).