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R. P. Alfredo Sáenz, S.J.
En: Gladius
(Buenos Aires) Año 19, Nº 52 (25 Dic 2001), págs. 198-201
Felicitamos al querido P. Bojorge
por esta magnífica obra, donde la profundidad del pensamiento se une con la
belleza de la expresión, así como la lucidez de su inteligencia se desposa con
el coraje de su corazón sacerdotal. Este libro está en el mismo nivel de sus
dos espléndidas obras anteriores sobre la acedia. Su autor sigue ejerciendo el
doble oficio que, según Santo Tomás, compete al sabio, exponer la verdad y
reprobar el error. Creemos que para todos los que se interesan en los grandes
temas de nuestro tiempo, en especial los atinentes a la crisis de la Iglesia,
este libro es de lectura obligada.
Juan Luis Segundo es un jesuita
uruguayo que murió hace cinco años, cuyo pensamiento ha suscitado la admiración
de amplios sectores del catolicismo hispanoamericano y europeo. El P. Bojorge
lo analiza en el presente libro con singular agudeza. Si bien él es también,
como Segundo, miembro de la Compañía de Jesús, entiende que el amor a la Orden
no lo exime de llevar a cabo una crítica incisiva. Primero es la verdad.
Bojorge se empeñará en mostrar cómo el pensamiento de Segundo se inscribe
dentro de la gran corriente del naturalismo moderno. Los aplausos que recibe el
teólogo uruguayo se deben a que representa de manera acabada el pensamiento de
la modernidad acerca de la fe y de la Iglesia. “A lo largo de este informe se
podrá ver que el perfil del pensamiento de Juan Luis Segundo es el de los
pensadores gnósticos y modernistas” (p. 15). En él confluyen elementos del
naturalismo, el modernismo, el existencialismo, la teología de la muerte de
Dios, la teología progresista, la teología de la liberación. Segundo ha sabido
hacer una brillante síntesis de todas estas corrientes. Bojorge nos ofrecerá en
este libro, si bien de paso, un utilísimo análisis de tales tendencias, cuyo
conjunto pareciera implicar una resurrección del viejo gnosticismo.
Señala
el autor el estilo sinuoso y resbaladizo de Segundo. Aquí parece afirmar algo,
luego establece distingos o matices sobre lo que acaba de afirmar; sugiere sin
decir, lo que hace difícil conocer su pensamiento real. Es el estilo que San
Pío X atribuía a los modernistas: “No proponer con orden metódico sus doctrinas
ni formando un todo, sino esparcidas y separadas entre sí, para que se los
tenga por indecisos, cuando por el contrario son muy firmes”. Lo que pasa es
que, como dice Bojorge, a Segundo “lo ponen nervioso las certezas de la
revelación y de la fe”. Como si el tener certezas fuese signo de cuadriculatura
mental, y el alentar dudas, señal de profundidad.
Destaca
el autor los errores de Segundo en lo que toca a los conceptos de Revelación
y de teología. En cuanto a la Revelación, pareciera correr siempre el
peligro de verla desde la inmanencia, confundiendo teología con antropología.
Un peligro semejante se advierte en su concepto de teología. Como se sabe, la
teología es una ciencia que toma sus principios de la revelación, principios
que deben ser aceptados por la fe. Santo Tomás nos lo expresa de manera
admirable: “La doctrina sagrada es ciencia, porque procede de principios que
nos son conocidos por medio de la luz de una ciencia superior que es la de Dios
y de los bienaventurados...; así como la música cree los principios de
la aritmética, la doctrina sagrada cree los principios revelados por Dios (Sum.
Theol.
I,1,2,c).
Más adelante prosigue diciendo que la
teología no toma sus principios “de las otras ciencias como superiores; sino
que se sirve de ellas como inferiores y siervas, del modo como los arquitectos
se sirven de las auxiliares; y si se hace tal uso de ellas, no es por defecto
ni por incapacidad, sino solamente por la fragilidad de nuestro entendimiento,
que, de las cosas que se conocen por la razón natural, de la cual proceden las
otras ciencias, es levantado más fácilmente a las cosas superiores, que son el
objeto de esta ciencia” (I,1,5, ad 2). Como su nombre lo indica, la
teología tienen a Dios por tema central: “No se ocupa por igual de Dios y de
las creaturas. Se ocupa de Dios principalmente; y de las creaturas en cuanto se
relacionan con Dios, como con su principio o fin" (I,1,3, ad 1). La
fe es el punto de partida y de llegada de la teología, es el ambiente en que se
baña, su habitus operativo.
Totalmente
diverso es el punto de vista de Segundo. Según él, hay que convencerse primero
de las verdades que nos trasmite la fe tradicional, ya que lo que realmente es
incuestionable e indiscutido son “los criterios del mundo moderno”, como él
mismo lo dice. De ahí que se oponga al “fijismo dogmático” que caracteriza a la
teología tradicional. El Magisterio es el principal responsable de este
inmovilismo del pensamiento católico. Todo lo que diga el Magisterio y el común
sentir del pueblo católico deberá ser pasado por la criba de su adaptación a la
modernidad. El “dogma” a que se adhiere Segundo es el que libera de lo que no
es moderno. Un eximio ejemplo de la tesitura esclavizante del Magisterio lo
encuentra en el Syllabus , donde queda bien clara la “condenación que la
Iglesia hace, sin talante dialogal alguno, de todas y cada una de las
tentativas humanistas de la época”. Nada le hubiera gustado, por cierto, la
reciente decisión de Juan Pablo II de beatificar a Pío IX, heroico testigo de
la fe, frente a los errores del mundo moderno, aún a costa de enfrentarse con
el antagonismo mancomunado de los poderes masónicos de la época.
Bojorge
va analizando los errores de Segundo, a partir de los conceptos que sustenta
acerca de la Revelación, la fe y la teología. El teólogo uruguayo muestra un
interés excesivo por la salvación intramundana, sin que parezca entusiasmarle
demasiado la salvación trascendente. La raíz de esta idea la encuentra en el
monismo. Para él, la teología católica tradicional es “dualista”. Lo que ahora
se impone es acabar con las famosas distinciones entre profano-sagrado,
natural-sobrenatural; historia humana – historia de la salvación,
tiempo-eternidad. De ahí que aunque su teología política se formule como
“teología de la esperanza”, dicha esperanza no tiene ya por objeto la vida
eterna sino la transformación de la sociedad desde sus propias entrañas, una
suerte de autorredención.
En
estricta dependencia de lo anterior emerge otro error de Segundo: el historicismo,
o la fe en la historia. A su juicio, la proclamación de los dogmas no ha sido
sino un intento de frenar la historia, un remedio excogitado contra la “aceleración
de la historia”. Segundo no se interesa tanto por el ser –natural y
sobrenatural- y lo verdadero, sino por el acto y lo actual.
Sólo los que acatan el curso de la historia son hombres “históricos”, no los
que por motivos “superiores” buscan “frenar” un proceso, aduciendo que conduce
a la ruina. Sólo es libre el que se suma al proyecto universal; no el que
procura enfrentarlo, viéndose tachado por ello de “restaurador” o
“restauracionista”. De ahí que a Segundo le parezca ridículo llamar “filosofía
perenne” a la filosofía medieval de Santo Tomás, “título harto significativo de
una tentativa para detener la historia”. Hablar del “depósito” de la fe es para
él una actitud fundamentalista.
Quizás
sea éste uno de los puntos más controvertibles del P. Segundo, deudor, en el
fondo, del espíritu gnóstico. Porque, como escribe Bojorge, “la gnosis se
presenta hoy como estando al servicio de un cierto intento de manipular la fe
cristiana con fines intrahistóricos, pragmáticos, políticos”. La fe, en lugar
de ponerse de rodillas ante Dios, se pone de rodillas ante la historia; la fe
debe justificarse ante el mundo de hoy, en lugar de que el mundo de hoy se
justifique ante el Dios eterno de la fe. Es un principio importante en él, “la
necesidad de justificar la fe y sus contenidos ante la mentalidad moderna”. En
la visión de Segundo, cuando Dios se revela no busca comunicar una verdad que
sea aceptada por todos, sino para que sea puesta al servicio de la solución de
los problemas históricos. No una verdad que deba ser contemplada, sino una
verdad fáctica, hacedora de historia.
Si
nuestro teólogo se irrita ante la concepción tradicional de la teología como
reina de la filosofía y de las otras ciencias, él intenta lo contrario,
convirtiendo, no ya a la teología, sino a la misma fe, en servidora de la
Historia, fides ancilla historiae.
Se encubre aquí una idea típicamente modernista; la revelación no es algo que
viene de lo alto, sino algo que brota del hombre, de la historia del hombre, de
su inmanencia vital. Bojorge llega a decir que Segundo parecería aceptar una
especie de “fe en la revelación histórica”, que brota de la historia y se pone
al servicio de la historia, relativizando toda intervención histórica de Dios.
Y así quiere “someter la fe, la Iglesia, el dogma, Dios, unciéndolo al carro de
la Historia” (p. 231). Para Segundo, lo que no interesa a la historia es
superfluo. Pone el ejemplo del dogma de la Inmaculada Concepción, “una fórmula
dogmática vinculada sólo al plano religioso; cuesta ver que tenga relación con
alguna liberación humana”. Hay que seleccionar las verdades según los intereses
de hoy. ¿Con qué principios de discernimiento se hará tal selección? Un
principio extrateológico, que parte del mundo moderno, una suerte de
“revelación inmanente”.
Por
lo demás, no deja de ser grave esta sumisión de lo trascendente a su eficacia
en lo inmanente. El culto a la eficacia, sobre la contemplación, parece suponer
que no es el hombre quien se pone de rodillas delante de Dios, sino Dios
delante de los hombres. Dios pasa a ser un instrumento para la promoción del
hombre, lo que, por otro lado, como bien señala Bojorge, resulta paradójico
cuando a la vez “el secularismo se opone celosamente a que la fe católica rija
la política y arroja permanentemente sobre ella la sospecha de esconder
aspiraciones totalitarias” (p. 230). Resultan reveladoras a este propósito las
tergiversaciones de los textos que a veces encontramos en Segundo, en algunos
casos por omisión, como cuando traduce la magnífica expresión de San Ireneo “la
gloria de Dios es el hombre que vive”, pero no añadiendo lo que el Santo
agrega, “la vida del hombre es ver a Dios”.
Por
cierto que, afirma Bojorge, al oponerse la Iglesia a una teología que sólo
busca la “eficacia”, no pretende en modo alguno ignorar la influencia real que
debe tener la doctrina católica en el campo temporal. Ello y no otra cosa es la
Cristiandad: la impregnación evangélica del tejido social. Pero no es esto
último lo que busca Segundo, como se ve cuando contrapone el culto de Dios con
la justicia social, cual si aquél fuera algo alienante. Dios vino a nosotros
para traer el cristianismo, el Evangelio y el culto, pero también la Cristiandad.
Un verdadero cristiano tiende a “hacer Cristiandad”. Claro que teniendo siempre
en cuenta que lo primero es la glorificación de Dios; lo segundo, el orden
temporal cristianizado, es la añadidura, el resto, según el lenguaje de Cristo.
Coherentemente
con su idea de la reducción del catolicismo a la historia, a lo que pide “el
hombre de hoy”, a su eficacia, en los escritos de los años 60 y 70 optó Segundo
por el marxismo, que en aquellos momentos parecía la expresión más radical del
“mundo moderno”, en desafío a la enseñanza del magisterio. Pero fue una actitud
de gabinete, ya que existencialmente se sentía muy lejos de los pobres
concretos. Su público predileccionado fueron siempre los burgueses. Él mismo
así lo reconoce. Sea lo que fuere, el marxista estaba en el oleaje de la
historia, y por ende los marxistas eran “cristianos anónimos”, cristianos
aunque no lo supieran, aunque repudiasen el cristianismo y lo combatiesen. Por
eso los principales dardos de Segundo se dirigen, no a los enemigos de la Iglesia,
sino a los católicos que se resisten a captar “el sentido de la historia”. Se
muestra tan intolerante con el creyente, a quien no le ahorra ironías o frases
ofensivas, como simpático con el “hombre de hoy”, por el que entiende
preferentemente el ateo o el creyente en crisis de fe. Todas sus “sospechas” y
sus acusaciones no van hacia el mundo incrédulo, sino sólo hacia la Iglesia, su
fe, su culto, hacia los creyentes, hacia toda teología que no sea la de la
liberación. Para el autor, el estilo zumbón e irónico de Segundo es el ejemplo
típico de las burlas nacidas de la acedia.
Acertadamente
trae Bojorge a colación una cita de Augusto del Noce: “Resignados a una era
poscristiana producen una teología eutanásica...; estos discursos de los
teólogos parecen no tener ya más utilidad que mantener la importancia de los
teólogos en un mundo en que ya nadie cree en Dios”.
Antes
de integrar las filas de estos pseudoteólogos preferimos estar con los
sencillos de corazón, con los fieles que forman el pueblo cristiano, gente de
fe. Bien decía San Hilario que muchas veces los oídos de los fieles son más
católicos que los labios de los pastores y de los teólogos. Tienen el instinto
de la fe, del que parecieran haber perdido hasta la noticia estos teólogos de
salón. Como afirma Bojorge, “lo que la racionalidad ilustrada no alcanza a ver,
lo ve la sabiduría de los fieles comunes” (p. 343).
Felicitamos
al querido P. Bojorge por esta magnífica obra, donde la profundidad del
pensamiento se une con la belleza de la expresión, así como la lucidez de su
inteligencia se desposa con el coraje de su corazón sacerdotal. Este libro está
en el mismo nivel de sus dos espléndidas obras anteriores sobre la acedia. Su
autor sigue ejerciendo el doble oficio que, según Santo Tomás, compete al
sabio, exponer la verdad y reprobar el error. Creemos que para todos los que se
interesan en los grandes temas de nuestro tiempo, en especial los atinentes a
la crisis de la Iglesia, este libro es de lectura obligada.
P. Alfredo Sáenz
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