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Este es el lugar para que les cuente y ustedes oigan, ya que están
deseosos de ello, como fue el fin de su vida, pues en esto fue modelo
digno de imitar.
Según su costumbre, visitaba a los monjes en la Montaña Exterior.
Recibiendo una premonición de su muerte de parte de la Providencia,
habló a los hermanos: "Esta es la última visita que les hago y me
admiraría si nos volvemos a ver en esta vida. Ya es tiempo de que
muera, pues tengo casi ciento cinco años." Al oír esto, se
pusieron a llorar, abrasando y besando al anciano. Pero él, como si
estuviera por partir de una ciudad extranjera a la suya propia,
charlaba gozosamente. Los exhortaba a "no relajarse en sus esfuerzos
ni a desalentarse en las práctica de la vida ascética, sino a vivir,
como si tuvieran que morir cada día, y, como dije antes, a trabajar
duro para guardar el alma limpia de pensamientos impuros, y a imitar a
los pensamientos santos. No se acerquen a los cismáticos melecianos,
pues ya conocen su enseñanza perversa e impía. No se metan para nada
con los arrianos, pues su irreligión es clara para todos. Y si ven
que los jueces los apoyan, no se dejen confundir: esto se acabar , es
un fenómeno que es mortal y destinado a su fin en corto tiempo. Por
eso, manténganse limpios de todo esto y observen la tradición de los
Padres, y sobre todo, la fe ortodoxa en nuestro Señor Jesucristo,
como lo aprendieron de las Escrituras y yo tan a menudo se los
recordé."
Cuando los hermanos lo instaron a quedarse con ellos y morir allí, se
rehusó a ello por muchas razones, según dijo, aunque sin indicar
ninguna. Pero especialmente era por esto: los egipcios tienen la
costumbre de honrar con ritos funerarios y envolver con sudarios de lino
los cuerpos de los santos y particularmente el de los santo mártires;
pero no los entierran sino que los colocan sobre divanes y los guardan
en sus casas, pensando honrar al difunto de esta manera. Antonio a
menudo pidió a los obispos que dieran instrucciones al pueblo sobre
este asunto. Asimismo avergonzó a los laicos y reprobó a las
mujeres, diciendo que "eso no era correcto ni reverente en absoluto.
Los cuerpos de los patriarcas y los profetas se guardan en las tumbas
hasta estos días; y el cuerpo del Señor fue depositado en una tumba
y pusieron una piedra sobre él (Mt 27,60), hasta que resucitó
al tercer día." Al plantear así las cosas, demostraba que cometía
error el que no daba sepultura a los cuerpos de los difuntos, por
santos que fueran. Y en verdad, ¿qué hay más grande o más santo
que el cuerpo del Señor? Como resultado, muchos que lo escucharon
comenzaron desde entonces a sepultar a sus muertos, dieron gracias al
Señor por la buena enseñanza recibida.
Sabiendo esto, Antonio tuvo miedo de que pudieran hacer lo mismo con
su propio cuerpo. Por eso, despidiéndose de los monjes de la
Montaña Exterior, se apresuró hacia la Montaña Interior, donde
acostumbraba a vivir. Después de pocos meses cayó enfermo. Llamó
ó a los que lo acompañaban -había dos que llevaban la vida ascética
desde hacía quince años y se preocupaban de él a causa de su avanzada
edad-, y les dijo: "Me voy por el camino de mis padres, como dice
la Escritura (1 Re 2,2; Js 23,14), pues me veo llamado
por el Señor. En cuanto a ustedes estén en guardia y no hagan tabla
rasa de la vida ascética que han practicado tanto tiempo.
Esfuércense para mantener su entusiasmo como si estuvieran recién
comenzando. Ya conocen a los demonios y sus designios, conocen
también su furia y también su incapacidad. Así, pues, no los
teman; dejen mas bien que Cristo sea el aliento de su vida y pongan su
confianza en El. Vivan como si cada día tuvieran que morir,
poniendo su atención en ustedes mismos y recordando todo lo que me han
escuchado. No tengan ninguna comunión con los cismáticos y
absolutamente nada con los herejes arrianos. Saben como yo mismo me
cuidé de ellos a causa de su pertinaz herejía en contra de Cristo.
Muestren ansia de mostrar su lealtad primero al Señor y luego a sus
santos, para que después de su muerte los reciban en las moradas
eternas (Lc 16,9), como a mis amigos familiares. Grábense
este pensamiento, téngalo como propósito. Si ustedes tienen
realmente preocupación por mí y me consideran su padre, no permitan
que nadie lleve mi cuerpo a Egipto, no sea que me vayan a guardar en
sus casas. Esta fue mi razón para venir acá, a la montaña. Saben
como siempre avergoncé a los que hacen eso y los intimé a dejar tal
costumbre. Por eso, háganme ustedes mismos los funerales y sepulten
mi cuerpo en tierra, y respeten de tal modo lo que les he dicho, que
nadie sino sólo ustedes sepa el lugar. En la resurrección de los
muertos, el Salvador me lo devolver incorruptible. Distribuyan mi
ropa. Al obispo Atanasio denle la túnica y el manto donde yazgo,
que él mismo me lo dio pero que se ha gastado en mi poder; al obispo
Serapión denle la otra túnica, y ustedes pueden quedarse con la
camisa de pelo. Y ahora, hijos míos, Dios los bendiga. Antonio
se va, y no esta más con ustedes."
Después de decir esto y de que ellos lo hubieron besado, estiró sus
pies; su rostro estaba transfigurado de alegría y sus ojos brillaban
de regocijo como si viera a amigos que vinieran a su encuentro, y así
falleció y fue a reunirse con sus padres. Ellos entonces, siguiendo
las órdenes que les había dado, prepararon y envolvieron el cuerpo y
lo enterraron ahí en la tierra. Y hasta el día de hoy, nadie,
salvo esos dos, sabe donde está sepultado. En cuanto a los que
recibieran las túnicas y el manto usado por el bienaventurado
Antonio, cada uno guarda su regalo como un gran tesoro. Mirarlos es
ver a Antonio y ponérselos es como revestirse de sus exhortaciones con
alegría.
Este fue el fin de la vida de Antonio en el cuerpo, como antes
tuvimos el comienzo de la vida ascética. Y aunque este sea un pobre
relato comparado con la virtud del hombre, recíbanlo, sin embargo, y
reflexionen en que caso de hombre fue Antonio, el varón de Dios.
Desde su juventud hasta una edad avanzada conservó una devoción
inalterable a la vida ascética. Nunca tomó la ancianidad como excusa
para ceder al deseo de la alimentación abundante, ni cambió su forma
de vestir por la debilidad de su cuerpo, ni tampoco lavó sus pies con
agua. Y, sin embargo, su salud se mantuvo totalmente sin perjuicio.
Por ejemplo, incluso sus ojos eran perfectamente normales, de modo
que su vista era excelente; no había perdido un solo diente; sólo se
le habían gastado las encías por la gran edad del anciano. Mantuvo
las manos y los pies sanos, y en total aparecía con mejores colores y
más fuerte que los que usan una dieta diversificada, baños y variedad
de vestidos.
El hecho de que llegó a ser famoso en todas partes, de que encontró
admiración universal y de que su pérdida fue sentida aún por gente
que nunca lo vio, subraya su virtud y el amor que Dios le tenía.
Antonio ganó renombre no por sus escritos ni por sabiduría de
palabras ni por ninguna otra cosa, sino sólo por su servicio a Dios.
Y nadie puede negar que esto es don de Dios. ¿Cómo explicar, en
efecto, que este hombre, que vivió escondido en la montaña, fuera
conocido en España y Galia, en Roma y Africa, sino por Dios,
que en todas partes hace conocidos a los suyos, que, más aún,
había dicho esto en los comienzos? Pues aunque hagan sus obras en
secreto y deseen permanecer en la oscuridad, el Señor los muestra
públicamente como lámparas a todo los hombres (Mt 5,16), y
así, los que oyen hablar de ellos, pueden darse cuenta de que los
mandamientos llevan a la perfección, y entonces cobran valor por la
senda que conduce a la virtud.
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