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Era paciente por disposición y humilde de corazón. Siendo hombre de
tanta fama, mostraba, sin embargo, el más profundo respeto a los
ministros de la Iglesia, y exigía que a todo clérigo se le diera
más honor que a él. No se avergonzaba de inclinar su cabeza ante
obispos y sacerdotes. Incluso si algún di cono llegaba donde él a
pedirle ayuda, conversaba con él lo que fuera provechoso, pero cuando
llegaba la oración le pedía que presidiera, no teniendo vergüenza de
aprender. De hecho, a menudo planteó cuestiones inquiriendo los
puntos de vista de sus compañeros, y si sacaba provecho de lo que el
otro decía, se lo agradecía.
Su rostro tenía un encanto grande e indescriptible. Y el Salvador
le había dado este don por añadidura: si se hallaba presente en una
reunión de monjes y alguno a quien no conocía deseaba verlo, ese tal
en cuanto llegaba pasaba por alto a los demás, como atraído por sus
ojos. No era ni su estatura ni su figura las que lo hacían destacar
sobre los demás, sino su carácter sosegado y la pureza de su alma.
Ella era imperturbable y así su apariencia externa era tranquila. El
gozo de su alma se transparentaba en la alegría de su rostro, y por la
forma de expresión de su cuerpo se sabía y se conocía la estabilidad
de su alma, como lo dice la Escritura: "Un corazón contento alegra
el rostro, uno triste deprime el espíritu" (Pr 15,13).
También Jacob observó que Labán estaba tramando algo contra él y
dijo a sus mujeres: "Veo que el padre de ustedes no me mira con
buenos ojos" (Gn 31,5). También Samuel reconoció a David
porque tenía los ojos que irradiaban alegría y dientes blancos como la
leche (1 S 16,12; Gn 49,12). Así también era
reconocido Antonio: nunca estaba agitado, pues su alma estaba en
paz, nunca estaba triste, porque había alegría en su alma.
En asuntos de fe, su devoción era sumamente admirable. Por
ejemplo, nunca tuvo nada que hacer con los cismáticos melecianos,
sabedor desde el comienzo de su maldad y apostasía. Tampoco tuvo
ningún trato amistoso con los maniqueos ni con otros herejes, a
excepción únicamente de las amonestaciones que les hacía para que
volvieran a la verdadera fe. Pensaba y enseñaba que amistad y
asociación con ellos perjudicaban y arruinaban su alma. También
detestaba la herejía de los arrianos, y exhortaba a todos a no
acercárseles ni a compartir su perversa creencia. Una vez, cuando
uno de esos impíos arrianos llegaron donde él, los interrogó
detalladamente; y al darse cuenta de su impía fe, los echó de la
montaña, diciendo que sus palabras era peores que veneno de
serpientes.
Cuando en una ocasión los arrianos esparcieron la mentira de que
compartía sus mismas opiniones, demostró que estaba enojado e
irritado contra ellos. Respondiendo al llamado de los obispos y de
todos los hermanos, bajó de la montaña y entrando en Alejandría
denunció a los arrianos. Decía que su herejías era la peor de todas
y precursora del anticristo. Enseñaba al pueblo que el Hijo de Dios
no es una creatura ni vino al ser "de la no existencia," sino que
"El es la eterna Palabra y Sabiduría de la substancia del Padre.
Por eso es impío decir: 'hubo un tiempo en que no existía', pues
la Palabra fue siempre coexistente con el Padre. Por eso, no se
metan para nada con estos arrianos sumamente impíos; simplemente,
'no hay comunidad entre luz y tinieblas' (2 Co 6,14).
Ustedes deben recordar que son cristianos temerosos de Dios, pero
ellos, al decir que el Hijo y la Palabra de Dios Padre es una
creatura, no se diferencian de los paganos 'que adoran la creatura en
lugar del Dios creador' (Rm 1,25). Estén seguros de que toda
la creación está irritada contra ellos, porque cuentan entre las
cosas creadas al Creador y Señor de todo, por quien todas las cosas
fueron creadas" (Col 1,16).
Todo el pueblo se alegraba al escuchar a semejante hombre anatemizar la
herejía que luchaba contra Cristo. Toda la ciudad corría para ver a
Antonio. También los paganos e incluso los mal llamados sacerdotes,
iban a la Iglesia diciéndose: "Vamos a ver al varón de Dios,"
pues así lo llamaban todos. Además, también allí el Señor obró
por su intermedio expulsiones de demonios y curaciones de enfermedades
mentales. Muchos paganos querían tocar al anciano, confiando en que
serían auxiliados, y en verdad hubo tantas conversiones en eso pocos
días como no se las había visto en todo un año. Algunos pensaron
que la multitud lo molestaba y por eso trataron de alejar a todos de
él, pero él, sin incomodarse, dijo: "Toda esta gente no es más
numerosa que los demonios contra los que tenemos que luchar en la
montaña."
Cuando se iba y lo estábamos despidiendo, al llegar a la puerta una
mujer detrás de nosotros le gritaba: "¡Espera varón de Dios mi
hija está siendo atormentada terriblemente por un demonio! ¡Espera,
por favor, o me voy a morir corriendo!" El anciano la escuchó, le
rogamos que se detuviera y el accedió con gusto. Cuando la mujer se
acercó, su hija era arrojada al suelo. Antonio oró, e invocó
sobre ella el nombre de Cristo; la muchacha se levantó sana y el
espíritu impuro la dejó. La madre alabó a Dios y todos dieron
gracias. y él también contento partió a la Montaña, a su propio
hogar.
Dando tal razón de sí mismo y contestando así a los que lo
buscaban, volvió a la Montaña Interior. Continuó observando sus
antiguas prácticas ascéticas, y a menudo, cuando estaba sentado o
caminando con visitantes, se quedaba mudo, como está escrito en el
libro de Daniel (Dn 4,16). Después de un tiempo,
retomaba lo que había estado diciendo a los hermanos que estaban con
él, y los presentes se daban cuenta de que había tenido una visión.
Pues a menudo cuando estaba en la montaña veía cosas que sucedían en
Egipto, como se las confesó al obispo Serapión, cuando este se
encontraba en la Montaña Interior y vio a Antonio en trance de
visión.
En una ocasión, por ejemplo, mientras estaba sentado trabajando,
tomó la apariencia de alguien que está en éxtasis, y se lamentaba
continuamente por lo que veía. Después de algún tiempo volvió en
sí, lamentándose y temblando, y se puso a orar postrado, quedando
largo tiempo en esa posición. Y cuando se incorporó, el anciano
estaba llorando. Entonces los que estaban con él se agitaron y
alarmaron muchísimo, y lee preguntaron que pasaba; lo urgieron por
tanto tiempo que lo obligaron a hablar. Suspirando profundamente,
dijo: "Oh, hijos míos, sería mejor morir antes de que sucedieran
estas cosas de la visión." Cuando ellos le hicieron más preguntas,
dijo entre lágrimas: "La ira de Dios está a punto de golpear a la
Iglesia, y ella está a punto de ser entregada a hombres que son como
bestias insensibles. Pues vi la mesa de la casa del Señor y había
mulas en torno rodeándolas por todas partes y dando coces con sus
cascos a todo lo que había dentro, tal como el coceo de una manada
briosa que galopaba desenfrenada. Ustedes oyeron cómo me lamentaba;
es que escuché una voz que decía: "Mi altar será profanado."
Así habló el anciano. Y dos años después llegó el asalto de los
arrianos y el saqueo de las Iglesias, cuando se apoderaron a la fuerza
de los vasos y los hicieron llevar por los paganos; cuando también
forzaron a los paganos de sus tiendas para ir a sus reuniones y en su
presencia hicieron lo que se les antojó sobre la sagrada mesa.
Entonces todos nos dimos cuenta de que el coceo de mulas predicho por
Antonio era lo que los arrianos están haciendo como bestias brutas.
Cuando tuvo esta visión, consoló a sus compañeros: "No se
descorazonen, hijos míos, aunque el Señor ha estado enojado, nos
restablecer después. Y la Iglesia se recobrar rápidamente la
belleza que le es propia y resplandecer con su esplendor acostumbrado.
Verán a los perseguidos restablecido y a la irreligión retirándose
de nuevo a sus propias guaridas, y a la verdadera fe afirmándose en
todas partes con completa libertad. Pero tengan cuidado de no dejarse
manchar con los arrianos. Toda su enseñanza no es de los Apóstoles
sino de los demonios y de su padre, el diablo. Es estéril e
irracional, y le falta inteligencia, tal como les falta el
entendimiento a las mulas.
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