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Actividades
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El Canto del Sinfín Juan R. García F.. Ilustraciones, Patricia Lara M.
Esa tarde, mientras regresaba caminando a su casa desde la universidad, sintió un escalofrío recorrer su espalda al escuchar el canto. Se detuvo en esa esquina del barrio Prado escrutando con la vista en los Guayacanes y Casco de Vacas que se alzaban en los antejardines. El canto del Sinfín se escuchó de nuevo inundando fugazmente el vecindario. Cuando era niño y pasaba las vacaciones junto con sus hermanos en la finca del abuelo, su madre los llevaba a la montaña. Eran horas de caminata a la fresca del monte por los caminos reales de sombríos canalones. En la loma del Perico, o la del Astillero, las Guacharacas, los Sinzontes, los Diostedés, y los Sinfines aturdían con su algarabía y ellos, niños, se lanzaban corriendo alegres loma abajo por los senderos, como ebrios por el vértigo y el viento. En la montaña el canto del ave no asustaba a nadie. En cambio en Medellín, según había escuchado decir en la casa de la abuela, el pájaro anunciaba la presencia de la muerte. El Sinfín había cantado y se notaba en el semblante sombrío de las tías que nada bueno podía esperarse. Pero en los montes de San Carlos, la muerte, que parecía ausente, no necesitaba que ningún pájaro la anunciara. Esa tarde, lejana ya la infancia, siguió el camino hacia su casa sintiendo una extraña opresión en el pecho. Serían las ocho de la noche cuando lo llamó su amigo don Napoleón Castelbondo desde Tolú, diciendo: "Me tocó venirme, don Juan. En el pueblo todos comentaban que me iban a matar. Alguien dijo por ahí que yo le llevo remesa a la guerrilla. Mi negra se quedó pendiente del negocio, y yo no se que hacer. Hoy supimos de la muerte de Pedrito Torres, don Juan. Cuando pasé por Turbo vi llegar una panga de Necoclí con el cadáver. Lo encontraron de madrugada cerca de Arboletes. Estaba muy mal, le dieron muy duro al pobre viejo. Mire a ver patrón, ayúdeme a pensar qué hago. La noticia de la muerte de don Pedro lo dejó anonadado. Luego de una prolongada pausa, Juan dijo: "Patrón, yo creo que la cosa se debe aclarar por arriba. En Titumate no hay con quién hablar. Ese Richard tiene afán de mostrarle resultados a sus comandantes y para ellos, resultados son muertos. Además como el hombre fue guerrillero, necesita mostrarse más enérgico ahora para convencer a todo el mundo de que ya sí está en lo que es. Veámonos mañana en Montería y nos vamos juntos para San Pedro. Pienso que allá podemos buscar a los jefes y aclaramos ese asunto. Habiendo quedado en eso, al colgar el teléfono Juan García hizo a un lado su presente, la universidad, los libros, para unirse a su pasado, a Titumate, al mar, a sus amigos, los vivos y los muertos. Volvía a ser Juan Grande o el Tío Juan como lo llamaban algunos de sus vecinos. Dicho sea de paso, el cambio no representaba para él ninguna pérdida. II A las 2 de la tarde don Pedro Torres se encontraba en la hamaca que guindaban para él afuera de las residencias El Pescador. Había almorzado antes de la una y no teniendo nada más que hacer hasta la mañana siguiente cuando debía regresar con el turno de Capurganá para Acandí y Turbo, pasaba la tarde entre dormir y conversar con algún otro huésped. A pesar del calor permanente del puerto, la brisa lo refrescaba mientras dormía bajo el palo de Almendro. El sueño tranquilo de esa tarde fue interrumpido por un muchacho de escasos catorce años que lo tiraba de la camisa suavemente. "Don Pedro, don Pedro, despierte que le tengo un viaje", decía el joven. "Apure don Pedrito que lo necesitan es de afán. La panga, conocida en esa costa como El Expreso de Titumate, se encontraba fondeada a pocos metros de la orilla, frente al hotel Almar. Al llegar hasta la playa, don Pedro alcanzó a ver a Norberto, su ayudante, que ya alzaba el ancla. Esa premura no dejó de preocuparle, pero la comprendió cuando reconoció al hombre que se encontraba parado en el pequeño muelle. Al lado de dos policías que revisaban una chalupa que acababa de arrimar, Caliche parecía un campesino como tantos de la región. Botas pantaneras, machete, cachucha, nadie diría al verlo que ese hombre era un duro de la guerrilla. Muchos decían que en el quinto y en el treinta y cuatro, era más fuerte que Victor o Sarley, los comandantes. Caliche se movía entre el Urabá antioqueño y el chocoano, y a veces iba hasta Panamá para las vueltas de las FARC. Al llegar don Pedro, el otro lo saludó con toda normalidad. "Hombre, mi don Pedrito; por aquí a molestarlo para que me arrime hasta la finca. "Claro, claro", respondió tranquilamente don Pedro. Los policías caminaban ya de regreso a la estación y apenas los miraban, más curiosos por la maniobra de la panga para arrimar al muelle que por el pasajero que de inmediato saltó a bordo. "Usted se queda", le dijo secamente Caliche a Norberto. El otro desembarcó justo cuando don Pedro abordaba. Motorista y ayudante apenas se despidieron con un gesto. Ambos sabían que tocaba trastear a los guerrillos quién sabe hasta dónde. La cosa no admitía brinco. Cuando alguien se atrevía a protestar o se quejaba por lo peligroso que pudiera resultar "colaborar" de esa manera, de inmediato se convertía en sospechoso, y la próxima vez que los "muchachos" tuviesen un revés, la sospecha sería certeza, y de la autocrítica revolucionaria resultaría la necesidad de mantener la zona controlada, libre de sapos, lo cual constituiría la sentencia del quejoso. Luego de recoger al negro Corinto y a Aurelio en El Aguacate, los había llevado con Caliche a Titumate. Por el camino escasamente hablaron. Caliche preguntó por los barcos de la armada que ocasionalmente recorren las aguas del golfo. "Deben estar amarrados", respondió don Pedro. "Ayer las pangas de Hernando salieron a cargar mercancía Atrato arriba, por Riosucio. Ya deben haber transado con los barcos para salir esta noche del río y pasar hacia Panamá. La noticia tranquilizó el ánimo, de natural receloso, de Caliche. La salida de la coca no estaba coordinada con el embarque de armas que planeaban, pero la coincidencia resultaba muy afortunada pues esa noche cruzarían sin problemas hacia Necoclí, donde los esperaba "El Cucho" para recibir las cosas. Llegaron a Titumate a eso de las cuatro. Don pedro ni apagó el motor. Partió de nuevo cuando sus tres pasajeros desembarcaron, habiendo apenas saludado agitando la mano al paisa Juan Grande que estaba sentado en el corredor de la casa de don Napoleón Castelbondo. Le habría encantado quedarse un rato pues don Napo y don Juan eran sus amigos y parecían estar saboreando algo, acaso cangrejo guisado u otra de las especialidades de doña Celia, la esposa de don Napo, pero apenas había dejado a sus pasajeros y ya volvía hacia Capurganá. El mar en ese tramo es agitado, y más a esas horas de la tarde. Sin ayudante, resultaba arriesgado dejarse coger de la noche, y el rato de luz que restaba del día apenas alcanzaba para el regreso. Don Pedro tenía que amanecer en Capurganá para hacer la ruta. Ya de camino se sentía aliviado. Tal vez la premura por separarse de tan incómodos pasajeros lo había impulsado a volver de inmediato. Sabía que las razones marineras existían en la realidad, pero cuántas veces no se había aventurado solo por esas aguas a cualquier hora? Recordó la noche que salió borracho de Turbo para Triganá en la "Mano de Dios" cargada con los materiales para la construcción de la hostería. Eran las doce, poco más o menos, cuando se varó la quilla en un banco de arena, más allá de las bocas del Atrato, muy lejos de la orilla. Sin pensarlo dos veces saltó al agua y se apuntaló en la arena empujando hacia atrás la proa de la chalupa. Cuando se dio cuenta, la embarcación derivaba, libre ya, por aguas más profundas, y él se quedó allí, en medio de la noche, borracho en un banco de arena y con el agua casi al cuello. Náufrago sin naufragio, fue rescatado al amanecer por un pescador de El Roto que salía a revisar un trasmallo. Trabajos pasó para convencer a ese hombre de que podía arrimarse sin peligro. Debió pensar que don Pedro era un mohán, lo que por esos lares llaman un "aparato". III Llegaron a San Pedro de Urabá a las 10 de la mañana. En el parque había poca gente, pero aún así no fue difícil para don Napo, viajero habitual de esa ruta, encontrar algún conocido que los orientara en el rumbo a seguir. Alquilaron un WAZ, campero robusto de fabricación soviética, y salieron de inmediato hacia Santa Catalina, base permanente de los paras. Al llegar al caserío los recibieron varios muchachos con uniformes de fatiga, armados con fusiles AK-47. Informados del interés de los recién llegados en hablar con el Comandante, los otros se comunican por sus handys Motorola. Luego de algunos minutos de diálogo que ni Juan ni don Napoleón pudieron escuchar, se acercó de nuevo a ellos el jefe del grupo. "El comandante Alex (Carlos Castaño) no los puede recibir, pero el Comandante Raúl quiere hablar con ustedes". De inmediato, dos de los paramilitares se subieron al campero y le indicaron al conductor el camino a seguir. Media hora más tarde, llegaban a una finca ganadera. En la corraleja se agitaba un lote de novillos que a los gritos de varios vaqueros a caballo y de una docena de paramilitares de las ACCU que se hallaban montados en las varetas, se arremolinaban frente a la boca del embudo. Desde la mayoría se acercó un hombre vestido de pantalón camuflado y camiseta verde, calzando chancletas de plástico. Se dirigió a los que bajaban del carro invitándolos a esperar al comandante en el kiosco. "Está atendiendo un asunto urgente y luego viene", dijo. Los amigos García y Castelbondo quedaron solos en el kiosco de paja. Una mesa, varias sillas y una hamaca ocupaban desordenadamente el espacio. Sobre la mesa había una bandeja de aluminio con una jarra plástica y tres tazas de peltre blanco. "Limonada, dijo Juan Grande después de probar, alargándole una taza a su compañero, pero éste no se sentía capaz ni de pasar un trago, tan asustado estaba. Era la boca del lobo. IV Aquella tarde, al dejarlo en Titumate, había sido la última vez que don Pedro vio a Caliche. Desde entonces habrían pasado unos tres años. Ahora lo volvía a ver tranquilo en el muelle el Waffe. La zona bananera se hallaba en poder de las Autodefensas y Turbo no era la excepción. Allí, en ese pequeño puerto siempre lleno de policías, Caliche y sus cuatro acompañantes parecían uniformados. Pantalones grises de dril, botas Brahman, carrieles de cuero y cachuchas de los equipos de las grandes ligas. Algunos lucían de manera indiscreta las empuñaduras de sus armas por fuera de la pretina, pero nadie parecía notarlos y menos aún los policías que vigilaban el muelle, a pesar de sus diferencias con la multitud de viajeros que se agolpaban allí esa mañana buscando transportarse hacia los pueblos del Atrato o de la costa chocoana. A don Pedro no le extrañó ver allí a Caliche. Como todos, sabía que las Autodefensas incorporaban a centenares de exguerrilleros. Por aquellos días se habían cambiado a sus fuerzas casi 350 hombres del EPL y 70 más de las FARC. Al parecer los jefes de las Autodefensas pensaban igual que su amiga, la vieja Nena, quien al ver llegar a Richard, antiguo guerrillero, comandando a los paramilitares que ocuparon Titumate, dijo: "Ahora sí le creo, porque ya no tiene para donde voltearse". Entre los que cambiaron de bando se contaban Caliche y Mala Ley, dos de los miembros del grupo que revisaba el Waffe esa mañana. Uno de los paracos se quedó mirando la panga de don Pedro. Luego de revisar un cuaderno que cargaba en el carriel llamó a los otros cuatro y se acercaron hasta ella. Don Pedro y Norberto, su ayudante de siempre, llegaban de abastecerse de combustible en la punta de Las Vacas y se aprestaban para salir con la ruta de Unguía cuando los 5 hombres subieron a bordo. "Vámonos ya" le dijo a don Pedro uno de ellos. Sin preguntar nada como siempre, Pedrito Torres encendió los dos motores 115 mientras Norberto soltaba las amarras. La panga con sus siete ocupantes recorrió el caño hasta salir a la ensenada, poniendo rumbo hacia el barco de la Armada que controla la entrada y salida de embarcaciones. Normalmente, los oficiales de la Armada requisan las pangas y obligan a los pasajeros a identificarse uno a uno, cédula en mano, en un procedimiento rutinario que aún sin ser demorado se hace eterno cuando el sol calienta inclemente. Aquella vez sin embargo, al acercarse la panga, el oficial de a bordo le hizo señas a don Pedro para que pasara de largo sin detenerse. Una vez sobrepasada la punta, le ordenaron bordear la costa hacia Necoclí. Navegaban a escasa distancia de la playa. Podían ver algunos bañistas que madrugaban a nadar. Los pasajeros hablaban entre sí. El motorista en la proa y su ayudante en la popa no alcanzaban a escucharlos. Al pasar frente al caserío de Piedrecitas, le ordenaron a don Pedro rebajar la marcha de los motores a unos treinta metros de la orilla. "Tírese negro", le dijo uno de los pasajeros al ayudante. "La cosa no es con usted, sino con éste. La frase se quedó como flotando en la mente de Norberto. No comprendía. Llevaba años trabajando con don Pedro, y como lo conocía y sabía mejor que nadie de sus cosas no podía comprender que alguien tuviera algo contra el viejo. "¡Que te tirés, hijueputa, o te damos a vos también! Norberto se zambulló en el mar. Asustado como estaba, sacó la cabeza y comenzó a nadar hacia la playa mientras sentía los motores rugir de nuevo rumbo a Necoclí. En su agitación, se embuchó varios tragos de agua salada. Nunca la había sentido tan amarga. Al llegar a la playa se sentó en la arena. Ya no se veía la embarcación ni se escuchaba el ruido de los motores. En ese momento comprendió que ya no vería más al viejo Pedro, que alguna de tantas cosas locas que pasan en la guerra se había topado con ellos y ya nada podría ser igual. Norberto, "Norbe, mijo" solía llamarlo el viejo, se sintió más solo que nunca, se sintió náufrago y huérfano a la vez. Entonces lloró como no lo hacía desde cuando era niño. V "¡Ustedes reencaucharon a Stalin! Apenas lo dijo, Juan sintió que había tocado donde no era. Los ojos de Raúl brillaron furiosos por un momento. Los tres se quedaron en silencio. De pronto el rostro del comandante se relajó y en sus labios se esbozó una sonrisa. "Sabe qué paisano, usted puede conocer mucho estas tierras, a usted en su universidad le pueden enseñar muchas cosas, en su filosofía de libros puede encontrar muchas verdades, pero usted no sabe nada de esta guerra. La guerra no es "esa cosa horrible que los malos nos hacen a los buenos". Si así fuese, bastaría demostrar su evidencia, y que los malos se pasaran todos al bando de los buenos. Pero algo me dice que, puesto que todos, de uno y otro lado, somos buenos, volveríamos a quedar en las mismas. La guerra es un fenómeno un poco más complejo. Déjeme que le cuente: "Hace poco me encontraba reunido con más de trescientos guerrilleros que querían desmovilizarse. Estábamos allá por Bajirá, y nos disponíamos a emprender la marcha hacia Cedro Cocido donde debían evaluar la situación con los delegados del gobierno. Antes de partir, los reuní a todos y empecé a hablarles de sociedad, de estado, de otras formas de hacer revoluciones, cuando se me acercó uno de los comandantes y me llevó aparte. "Sabe qué, comandante," me dijo, " no me le hable a los muchachos de esas cosas, que ellos de eso no entienden. No me los asuste. "Después de escuchar eso, puedo recomendarle que no busque las explicaciones en Marx, en Stalin, ni en Fidel Castro o Castaño. Mire más bien nuestra historia, a ver qué es que ha pasado. "A don Napoleón, lo informaron, es verdad. Y vamos a averiguar la cosa", continuó. "Pero nosotros no actuamos a la primera razón que nos traen. Muy bien hicieron ustedes en venir y hablar las cosas. Habrá que mirar qué enemigos tiene, don Napoleón, o quién le debe plata. Mire usted mismo quién le tiene ganas a su negocio, a su mujer, a su finca. Esas cosas pasan en la guerra, no voy a decir que no, pero nosotros no operamos por meros decires. En ese momento, los dos amigos pensaron en don Pedro Torres. Ellos lo conocían, sabían de su neutralidad, sabían que simplemente trabajaba en la panga para mantener la familia y costearle los estudios de medicina en Medellín a su hijo mayor, sabían que no haría nada indebido. Entonces don Napo dijo: "Pero, ¿y don Pedrito Torres, el panguero? "Entre nuestros hombres hay varios antiguos guerrilleros. Cuando se entregaron informaron que ese señor los movilizaba cada que necesitaban ir de una parte para otra. A la guerrilla hay que quitarle todo el apoyo, hay que aislarla para que salga y pelee. Si dejamos que tipos como ese les sigan colaborando, esta guerra no terminará nunca. Teniendo informaciones confiables... En ese momento Napoleón Castelbondo y Juan García recordaron el saludo de don Pedro desde la panga la tarde que llevó a Caliche, Aurelio y Corinto hasta Titumate, la tarde aquella que Celia había guisado la Sarda para ellos, la tarde que también a ellos les tocó llevar a los guerrilleros hasta la serranía del Darién para movilizar el cargamento de Armas. Ambos sintieron deseos de llorar por el amigo muerto y también por ellos mismos. Cuando caminaban de nuevo hacia el carro ya casi era de noche. Pensaban viajar hasta Montería de una vez. Raúl los acompañó hasta el WAZ, insistiéndole a don Napo para que no regresara a Titumate antes de una semana, plazo en el cual ya debían haberse llevado a cabo los contactos pertinentes para aclarar su inocencia. Al estrechar la mano del comandante, Juan desvió su atención hacia una mata de monte cercana donde cantaba insistente el Sinfín. En esas lejanías entre Antioquia y Córdoba, el canto del Sinfín no sonaba extraño. Era la montaña, su lugar natural. Además, allí la muerte, tan presente en la guerra, no necesitaba que ningún pájaro la anunciara. En el campo, el eco del disparo y el llanto de los niños le bastaban. Juan R. García F. Medellín
El talismásn del espacio
y el tiempo Desde Londres, el autor de "La muerte de Artemio Cruz" habla
de su nueva novela, "Instinto de Inez". A diferencia de la mayoría de
sus obras de ficción, aquí se se impone la brevedad para narrar una historia
que enhebra escenarios fascinentes a través de una pasión amorosa. En Londres, bajo las bombas de la Luftwaffe, tiene lugar el primer encuentro
de los varios que, a través de muchos años, orientarán las vidas del director
de orquesta Gabriel Atlan Ferrara y de la cantante lírica Inez Prada,
los dos protagonistas de la última novela de Carlos Fuentes, Instinto
de Inez. Desde la misma ciudad y muy probablemente cerca de alguno de
esos sitios que sus personajes han habitado, la voz del autor llega a
través del teléfono nítida, como si no hubiera distancia; clara, como
los haces que evocando la luz de Rembrandt en su Fausto y trazados en
negro sobre blanco en la cubierta del nuevo libro, hacen relumbrar un
sello de cristal con extraños signos. La aparición de esta novela, que
se suma a una producción de más de medio siglo, lleva a la primera pregunta.
-No hace mucho publicó usted Los años con Laura Díaz, y más recientemente,
Los cinco soles de México. ¿Cómo surge, teniendo en cuenta esos dos gruesos
volúmenes, la brevedad de Instinto de Inez? -A fines del siglo que apenas
concluyó, muchos escritores decidimos recapitular el siglo XX; recuerdo
desde luego a Günther Grass con Mi siglo. Yo escribí Los años con Laura
Díaz, que es, entre otras cosas, también la historia del siglo en mi país.
Pero además quise hacer una antología de mis textos sobre México, que
es un sitio en realidad tres veces milenario, aunque allí se reduce a
un milenio. De manera que necesitaba un respiro. Y eso fue Instinto de
Inez. Quizá le resulte curioso saber que esta novela tiene su origen en
Buenos Aires. -En realidad sí, ya que por lo menos no resulta evidente
al leerla. -Sucede que durante la época de la Segunda Guerra Mundial yo
vivía en Buenos Aires. Entonces muchos grandes músicos que huían de la
guerra y de la persecución nazi se encontraban sobre todo en Argentina
y en Estados Unidos. El Teatro Colón fue un foco de creatividad extraordinaria
y para mí fue el sitio donde aprendí a amar la ópera. Tenía yo quince
años y le agarré un amor a la ópera inmenso, tanto que me sé cinco óperas
completas, con todos los papeles. Soy un apasionado de la ópera y esto
tenía que surgir en algún momento en forma literaria. De manera que así
sucedió, tantos años más tarde, en Instinto de Inez. -La ópera que recorre
la novela es La condenación de Fausto, de Berlioz. No sólo aparecen detalles
acerca de la interpretación sino que también encontramos allí una magnífica
descripción de la Cabalgata a los Infiernos. ¿Por qué eligió esa obra
en particular? -Tiene que ver con mi admiración por Berlioz. Yo creo que
es un artista que se adelanta casi un siglo a la evolución de la música.
Uno podría decir que en Berlioz está la semilla de Igor Stravinsky, de
Carl Orff, de Alban Berg, de Leos Janácek. Tenía una enorme capacidad
para trabajar la disonancia, para alterar los ritmos y las melodías que
ya se habían vuelto tradicionales en la ópera, para hacer variaciones
de tono absolutamente sorprendentes. En La condenación de Fausto la orquesta
nunca acompaña a los cantantes, en el Fausto la música es continua. Eso
que Verdi logró al final de su vida en Otello y en Falstaff, que la música
fuese una especie de río constante sin interrupciones ni concesiones,
ya lo había logrado Berlioz. De manera que es una obra que se adelanta
a su tiempo, pero además se refiere al gran mito fáustico. Tanto su arte
musical como el tema conciernen a mi novela. Por otra parte, la cabalgata
final a los infiernos, la culminación de la ópera, creo que es quizá la
música más moderna que se escribió en el siglo XIX. No es posible imaginar
nada más disonante, más enfebrecido, más destructor de convenciones que
el final del Fausto de Berlioz. -¿Estas cualidades artísticas se relacionan
también con lo que el personaje piensa acerca de la ejecución de la obra
como un acontecimiento único, hasta el punto de no permitir grabaciones?
-Bueno, es que además el personaje está inspirado en un músico real, Sergiu
Celibidache, al que conocimos y admiramos mucho en México en los años
cincuenta. Era un director rumano muy moreno, de cabellos brillantes,
con un entrecejo diabólico y una boca sensual tremenda. Era muy atractivo,
todas las chicas se enamoraban de él, de manera que nosotros odiábamos
a Celibidache... -Por razones no musicales... -Por razones no musicales.
Era un director extraordinario y nunca permitió que se lo grabara. Cuando
al final de su vida fue director de la Filarmónica de Berlín, se hicieron
grabaciones subrepticias que hoy día pueden conseguirse. Al oír esas grabaciones
uno se da cuenta de qué manera increíble rompe con los clisés de ciertas
obras musicales. Por ejemplo, la Patética de Tchaicovsky deja de ser la
obra melosa y previsible a que nos han acostumbrado incluso las telenovelas
y se convierte en una obra desnuda, cristalina y trágica en manos de Celibidache,
de modo que he tenido siempre la mayor admiración por él hasta que un
día pude convertirlo en personaje de una de mis novelas. -Por lo que usted
acaba de decir, ¿podría afirmarse, teniendo en cuenta además la época
en que transcurre la historia, que hay un homenaje a la vanguardia? -Es
un homenaje e inclusive un requiem por la vanguardia, porque ya no hay
vanguardia. Se acabó la vanguardia: se impusieron todos los estilos, ya
nadie los debate, las audacias más grandes del arte pictórico entraron
a los anuncios de televisión. Los juegos de tiempo y espacio que fueron
revolucionarios hace cien años sirven hoy para mostrar un lápiz de labios
o un automóvil. Así que ya no creo que se pueda hablar de vanguardia.
Y quizá cuando hablamos de posmodernismo, de lo que estamos hablando es
precisamente de aquella concepción según la cual el arte progresaba. Hoy
sabemos que el arte no progresa. El arte acumula, hay una acumulación
de obras, pero no un progreso. -¿Del mismo modo se puede decir que no
hay un progreso histórico? -Las obras de arte no marchan con la humanidad
hacia un irremediable ascenso a la felicidad, porque eso, nos lo demostró
el siglo XX, no existe. Un siglo en que el mayor desarrollo científico
y técnico fue acompañado de la peor barbarie política y moral que destruyó
la idea que se tenía del progreso. Y por supuesto esto afectó profundamente
a las artes. -Esto nos lleva a una de sus preocupaciones fundamentales:
el tiempo. Cuando usted publicó La frontera de cristal, hace algunos años,
definió un ciclo de su obra como la Era del Tiempo y señaló la apertura
de una Era del Espacio. ¿Cómo piensa esta cuestión respecto de los textos
posteriores a La frontera? -Es que tiene que ver con la historia. Antes
los espacios no se movían mucho, ahora el espacio se mueve más, porque
el siglo XX fue el siglo de las comunicaciones. Pero además hay otro elemento
central que es la migración de trabajo. El trabajador migratorio va a
ser el protagonista del siglo XXI, va a proponer un verdadero choque de
civilizaciones y a poner a prueba la capacidad de ciertos grupos y naciones
para asimilar al otro, al extraño, al extranjero. De manera que yo creo
que hay un movimiento en el espacio que es un movimiento de culturas,
y que se lleva a cabo no sólo en jet sino también con los pies desnudos.
-¿Y qué sucede con el espacio y el tiempo en Instinto de Inez? Hay varios
espacios, varios tiempos, los personajes viajan de un lado a otro. -El
tiempo cambia mucho en la novela: a veces estamos hablando de la costa
sur de Inglaterra, o de la ciudad de Londres, Marsella o de Salzburgo,
pero en otros casos el espacio es idéntico y es el tiempo el que varía.
Creo que sobre todo se trata de migraciones en el tiempo. La novela sucede
en dos tiempos diferentes, o en tres: el hombre anciano que se despide
de la música, del arte, de su carrera, en una especie de adiós; luego
están los encuentros en un tiempo reconocible para nosotros, durante la
Segunda Guerra Mundial, en Londres; luego en México después de la guerra,
en los sesenta, cuando culmina la relación de los protagonistas con la
representación en Covent Garden. Y también hay un tiempo que es difícil
de ubicar, podría ser un tiempo muy remoto en el pasado, pero podría ser
un tiempo inminente en el futuro. Podría ser la predicción de un tiempo
por venir. ¿Qué sucede en ese tiempo, sea pretérito o futuro? Que una
mujer, que es Inez, está buscando en otro tiempo al hombre del cual se
enamoró y al que no encontró en su propio tiempo, a ese muchacho que aparece
en la foto grafía... De ahí en adelante, la novela de Inez es la búsqueda
de este amor y el conducto es la música. Es decir que Atlan Ferrara es
un Fausto maldito en el sentido de que no le vende su alma al diablo a
cambio del amor y la juventud, sino que permanece como artista para ser
el conducto a fin de que Inez logre el amor de otro hombre que aparece
como el hermano, amigo o compañero del director de orquesta y que ha desaparecido.
En fin, queda en el misterio. Yo no conozco todos los misterios de esta
novela y, en tanto misterios, no deben resolverse, porque ésa es la cualidad
del misterio. -En las partes en que se despliega la búsqueda del amado,
en ese tiempo irreconocible, primordial, mítico tal vez, usted utiliza
un procedimiento narrativo que es una característica muy peculiar de su
obra, que aparece en La muerte de Artemio Cruz o en Aura. Me refiero al
narrador en segunda persona. ¿Hay alguna diferencia en este caso, respecto
de los otros libros? ¿Qué sentido le da en esta novela? -En Instinto de
Inez es el narrador onírico de la novela, la voz que habla a Inez, la
que se dirige a ella en su búsqueda del hombre que ama. Pero quisiera
comentarle que siempre me ha llamado mucho la atención que los lectores
y los críticos se asombren de la utilización de la segunda persona del
singular en las novelas. ¿Qué han hecho los poetas? Toda la vida han hablado
de tú. Tú eres, tú sabes, tú, tú, tú. Tú es esencial a la creación poética,
¿por qué no puede serlo también para los novelistas? -Es que no es un
recurso habitual, salvo en su caso. -Bueno, sí, pero podría pensarse también
en un texto de Neruda o de Quevedo... -Sin embargo en la narrativa casi
no aparece. ¿Se debe tal vez a la dificultad de utilizarlo en un relato
mayor, que no tiene la brevedad de un poema?
BENEDETTI DONA SU PREMIO El escritor uruguayo Mario Benedetti recibió ayer el Premio José Martí,
en su primera edición, que le fue concedido por la Fundación Cultural
y Científica Iberoamericana José Martí y está dotado con seis millones
de pesetas. Benedetti, al que recientemente los médicos le han instalado
un marcapasos, se encuentra "muy cansado y enchufado al oxígeno".
De
la mano de nuestros amigos del Ave Crítica presentamos a uno de los más
importantes escritores que ha dado el Perú a nuestra América: La labor
de José María Arguedas (1911-1969) como novelista, como traductor y difusor
de la literatura quechua, y como antropólogo y etnólogo, hacen de él una
de las figuras claves entre quienes han tratado, en el siglo XX, de incorporar
la cultura indígena a la gran corriente de la literatura peruana escrita
en español desde sus centros urbanos. La cuestión fundamental que plantean
la obra de Arguedas, es la de un país dividido en dos culturas -la andina
de origen quechua, la urbana de raíces europeas- que deben integrarse
en una relación armónica de carácter mestizo. Los grandes dilemas, angustias
y esperanzas que ese proyecto plantea son el núcleo de su visión.
KATATAY (TEMBLAR) Dicen
que tiembla la sombra de mi pueblo;
Tengo
miedo, padre mío. No
es el sol, es el corazón del sol,
ODA AL JET ¡Abuelo
mío! Estoy en el Mundo de Arriba, sobre los dioses mayores y
Bajo
el suave, el infinito seno del "jet"; más tierra, más hombre, más No
te dejes matar por ningún astro, por este pez celeste, por este dios
Le solicité a mi primo Rumiñawi un comentario sobre este escrito y me envió estas lineas que traspaso querido agu: jma, visto como escritor, ni que decir: esta en el mismo lote peruano con c.alegria y c. vallejo; como pensador, expresa una contradiccion irresuelta: amerindia <-> occidente, que todos sabemos cual es, pero no del todo, porque el componente de aqui sigue oculto (nos faltan los datos basicos). y si aceptamos eso, no cabe describir ni postular nada. La opcion por la base biologica de nuestro continente no es un fundamentalismo mas, sino mera admision de los hechos en bruto, cuyo contenido, insisto, no forma parte del cuadro de situacion: de nuestra imagen y de nuestra autoimagen. sin embargo, los hechos estan alli, porfiados. siempre recuerdo a este respecto un texto de arcadio averchenco que he citado en el trabajo sobre 'molulo', agregado a la wasi-page hace pocos dias. la relacion del hombre con su entorno (y consigo mismo), fue resuelta por el indio con la nocion de reciprocidad (asumir la semantica completa de este termino). la cosa andaba. occidente resolvio el asunto por el lado opuesto del dominio (o subordinacion) y nos lleva al muere (asumir la semantica completa de este termino que incluye la idea de que los paliativos, son eso, nada mas). la oposicion reciprocidad-subordinacion resume todo. me dan asco las ideas mismas de convencer y convertir: pertenecen al campo semantico del dominio. si lo que digo tiene eco es porque ya estaba en quienes me oyen. cada cual siga su camino.
De
pronto uno se aleja Vos
sabés Está
demás decirte que a esta altura A
esta altura del partido Mario Benedetti ("Inventario").
UN DÍA PERFECTO PARA EL
PEZ BANANA a) Había noventa y siete publicistas neoyorquinos en el hotel y, debido a su monopolio sobre las líneas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar desde el mediodía hasta casi las dos y media para poder hacer su llamada. Sin embargo, supo utilizar todo este tiempo. Leyó en una revista femenina de bolsillo el artículo "El sexo es divertido - o infernal". Lavó su peine y su cepillo. Borró aquella mancha en la falda de su traje beige. Movió el botón de su blusa comprada en Saks. Extrajo con sus pinzas dos pelillos recién nacidos sobre su lunar. Sentada bajo la ventana, ya casi había terminado de barnizar las uñas de su mano izquierda, cuando la operadora finalmente telefoneó a su cuarto. Era una chica que por un teléfono sonando nunca abandonaba lo que hacía. Lucía como si su teléfono hubiese timbrado ininterrumpidamente desde su pubertad. Mientras el teléfono sonaba, continuó acentuando, con la brochita del barniz, la línea de la uña en su meñique. Volvió a cerrar la botella del barniz y, levantándose, agitó en el aire, hacia delante y atrás, su húmeda mano izquierda. Con su otra mano (la seca) recogió sobre su silla un congestionado cenicero y se acercó con él hasta la mesita del teléfono. Ocupó una de las camas gemelas, ya tendidas, y (era el quinto o sexto timbrazo) alzó la bocina. -¿Bueno? - dijo, extendiendo los dedos de su mano izquierda lejos de la blanca bata de seda, que era, además de las pantuflas, todo lo que vestía; sus anillos se encontraban en el baño. -Ya tengo su llamada a Nueva York, señorita Glass -dijo la operadora. -Gracias -dijo la chica e hizo espacio sobre la mesita para el cenicero. Surgió una voz de mujer: -¡Muriel? ¿Eres tú? La chica alejó ligeramente de su oído la bocina: -Sí madre. ¿Cómo estas? -dijo. -He estado muy preocupada por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Te encuentras bien? -Intenté comunicarme anoche y antenoche. El teléfono aquí ha estado... -Muriel. ¿Te encuentras bien? La chica aumentó el ángulo entre la bocina y su oído. -Estoy bien. Estoy acalorada. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde... -¿Por qué no me has llamado? He estado muy preo... -Madre, mamita, no me grites. Puedo oírte muy bien -dijo la chica-. Te llamé dos veces anoche. Una vez justo después... -Le dije a tu padre que a lo mejor llamarías anoche. Pero no, ha tenido que.. ¿Te encuentras bien Muriel? Dime la verdad. -Estoy bien. Deja de preguntármelo, por favor. -¿Cuándo llegaron allá? -No sé. El miércoles por la mañana, temprano. ó -¿Quién manejó? -Él -dijo la chica-. Y no te alborotes. Manejó muy bien. Me quedé sorprendida. -¿Él manejó? Muriel, me prometiste... -Madre -interrumpió la chica-. Ya te dije. Manejó muy bien. De hecho condujo todo el camino debajo de las cincuenta. -¿Intentó alguna de aquellas locuras con los árboles? -Te dije que manejó muy bien, madre. Ya, por favor. Le pedí que se mantuviera junto a la línea blanca y todo lo demás, me entendió y así lo hizo. Incluso me pareció que evitaba mirar a los árboles. ¿De casualidad papá mandó reparar el auto? -Todavía no. Quieren cuatrocientos dolares sólo por... -Madre, Seymour le dijo a papá que él lo pagaría. No hay razón para... -Bueno, ya veremos. ¿Cómo se comportó en el carro y en todo lo demás? -Muy bien -dijo la chica. -Siguió llamándote con ese horrible...? -No. Ahora tiene uno nuevo. -¿Qué? -Oh, qué más da, madre. -Muriel, quiero saberlo. Tu padre... b) -Esta bien, esta bien. Me llama Señorita Trampa Espiritual de 1948 -contestó, con risa traviesa. -No es gracioso, Muriel. No es nada gracioso. Es horrible. De hecho es triste. Cuando pienso cómo... -Madre -interrumpió la chica-. Escuchame: ¿recuerdas aquel libro que me mandó de Alemania? Acuerdate, aquellos poemas alemanes. ¿Qué hice con él? He buscado por todo mi... -Tú lo tienes. -¿Estás segura? -dijo la chica. -Segura. O sea, yo lo tengo. Esta en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había espacio para él en el.. ¿Por qué? ¿Lo quiere? -No. Sólo me preguntó por él, cuando manejábamos. Quería saber si ya lo había leído. -¡Estaba en alemán! -Sí, mamita. Da lo mismo -dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo que los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debí haber comprado una traducción o algo. O haber aprendido el idioma, por favor. -Qué horror, qué horror. De hecho es triste, de veras lo es. Tu padre dijo anoche... -Un segundo, madre -la chica regresó a la silla por sus cigarros, encendió uno y volvió a la cama-. ¿Madre? -dijo, exhalando el humo. -Muriel, escúchame. -Te escucho. -Tu padre habló con el doctor Sivetski. -Oh -dijo la chica. -Le contó todo. Por lo menos dijo que lo hizo, ya conoces a tu padre. Lo de los árboles. Aquel problema con la ventana. Las cosas horribles que le dijo a Granny sobre sus planes para morir. Lo que hizo con aquellas lindísimas fotos de Bermudas. Todo. -¿Y? -dijo la chica. -Y, en primer lugar, dijo que fue el crimen perfecto del ejército dejarlo salir del hospital. Te lo juro. Le dijo tajantemente a tu padre que había la posibilidad, una gran posibilidad, de que Seymour pudiera perder completamente el control sobre si mismo. Te lo juro. -Hay un siquiatra aquí en el hotel -dijo la chica. -¿Quién? ¿Cómo se llama? -No sé. Rieser o algo así. Se supone que es muy bueno. -No lo conozco. -Bueno, de todas formas se supone que es muy bueno. -Muriel, no seas tan despreocupada, por favor. Aquí estamos muy angustiados por ti. Tu padre quiso llamarte anoche para que regresaras a casa, de hech.. -No voy a regresar a casa, madre. Así que cálmate. -Muriel, te lo juro. El doctor Svetski dijo que Seymour podría perder completamente el cont... -Acabo de llegar, madre. Son mis primeras vacaciones en años y no voy a empacar todo porque si y regresar a casa -dijo la chica-. De todas maneras no puedo viajar ahora. Estoy tan quemada que apenas puedo moverme. -¿Quemada? ¿Que no usaste el tarro de Bronze que te puse en la maleta? Lo puse exac... -Lo use. De todas maneras me quemé. -Qué horror. ¿Dónde te quemaste? -Por todos lados, mamita, por todos lados. -Qué horror. -Sobreviviré. -Dime. ¿Hablaste con ese siquiatra? -Bueno, algo así -dijo la chica. -¿Qué te dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando hablaste con él? -En el Ocean Room, tocando el piano. Ha estado tocando el piano las dos noches que hemos estado aquí. -Bien. ¿Y qué te dijo? -Oh, no mucho. Él me hablo primero. Anoche estaba sentada en el Bingo junto a él y me preguntó si era mi esposo el que tocaba el piano en el otro salón. Le dije que sí, que era él, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o qué. Entonces le dije... -¿Por que te preguntó eso? -No lo se, madre. Supongo que por su color pálido y lo demás -dijo la chica.- De todas maneras, después del Bingo, el doctor y su esposa me invitaron una copa. Acepté. Su esposa es horrible. ¿Te acuerdas de aquel espantoso vestido de noche que vimos en el aparador de Bonwit? Ese del que dijiste que necesitabas tener un pequeñísimo, pequeñísimo... -¿El verde? c) -Lo traía puesto. Y bien caderona. Me preguntó y me volvió a preguntar si Seymour estaba emparentado con aquella Suzanne Glass, la dueña de aquel lugar sobre avenida Madison... la millonaria. -Pero el doctor, ¿qué te dijo? -Oh. Bueno, no mucho. O sea, estábamos en el bar y ya sabes. Había un ruido terrible. -Sí, pero, ¿Le... le contaste lo que trató de hacer con la silla de Granny? -No, madre. No entré mucho en detalles -dijo la chica-. Quizás tenga otra oportunidad de hablar con él. Se la pasa todo el día en el bar. -¿Cree que Seymour se pueda poner... tú sabes... impertinente o algo así? ¡Que te pueda hacer algo! -No exactamente -dijo la chica-. Deben tener más datos, madre. Deben saber sobre tu infancia... todo ese relajo. Te dije, apenas pudimos hablar; había tanto ruido allí dentro. -Bueno, ¿cómo te quedó tu saco azul? -Muy bien. Ya le quite parte del relleno. -¿Y qué tal anda la ropa este año? -Terrible. Pero como de otro planeta. Ves lentejuelas... de todo -dijo la chica. -¿Y qué tal tu cuarto? -Muy bien. Sólo muy bien. No pudimos conseguir el cuarto que usábamos antes de la guerra -dijo la chica-. Este año vino gente muy fea. Debiste ver las cosas que se sentaron en el comedor, junto a nosotros. En la mesa de a lado. Parecía que se habían venido manejando en un trailer. -Bueno, así es en todos lados. ¿Qué tal tu balerina? -Está muy larga. Te dije que estaba muy larga. -Muriel, por última vez... ¿de veras estás bien? -Sí, madre -dijo la chica-. Por decimonovena vez. -¿No quieres volver a casa? -No, madre. -Anoche dijo tu padre que de muy buena gana te pagaría un viaje para que te fueras sola a cualquier sitio y pensaras mejor las cosas. Podrías tomar un hermoso crucero. Los dos pensamos... -No, gracias -dijo la chica y separó sus piernas-. Madre, la llamada me está costando una for... -Cuando recuerdo cómo esperaste a este muchacho durante toda la guerra... o sea, cuando piensas en todas esas espositas locas que... -Madre -dijo la chica.- Mejor colgamos. Seymour puede entrar en cualquier momento. -¿Donde está? -En la playa. -¿En la playa? ¿Sólo? ¿Se porta bien en la playa? -Madre -dijo la chica-. Hablas de él como si fuera un maniático rabioso... -Yo no dije eso, Muriel. -Bueno, te oíste como si hubieras. Entiéndelo, todo lo que hace es quedarse tumbado allí. No va a quitarse la bata. -¿No va a quitarse la bata? ¿Por qué no? -No se. Creo que porque está tan pálido. -Dios mío, necesita sol. ¿No puedes hacer algo al respecto? -Ya conoces a Seymour -dijo la chica y cruzó de nuevo sus piernas-. Dice que no quiere ver a un montón de babosos mirando su tatuaje. -¡No tenía un tatuaje! ¿Se lo puso en el ejército? -No, madre. No, mamita -dijo la chica y se levanto-. Oye, a lo mejor te llamo mañana. -Muriel, escúchame. -Sí, madre -dijo la chica, recargando su peso sobre la pierna derecha. -Llámame en cuanto haga o diga cualquier cosa extraña... sabes a qué me refiero. ¿Me oyes? -Madre, no le temo a Seymour. -Muriel, prométemelo. -Esta bien, lo prometo. Hasta luego madre -dijo la chica-. Besos a papá -colgó. -Sí amar gas -dijo Sybil Carpenter, hospedada con su madre en el hotel-. ¿Verdad que sí amar gas? -Gatita, ya es suficiente. Estas volviendo a mami completamente loca. Estate quieta, por favor. La señora Carpenter untaba bronceador en los hombros de Sybil, extendiéndolo sobre los omóplatos de su espalda, delicados como alas. Sentada en precario equilibrio sobre una enorme pelota inflada, Sybil miraba el océano. Vestía un traje amarillo canario de dos piezas, una de las cuales no iba a necesitar durante otros nueve o diez años. d) -De veras, sólo era un vil pañuelo de seda... te podías dar cuenta si te le acercabas -dijo la mujer sentada al lado de la señora Carpenter-. Quisiera saber cómo se lo amarró. Se veía encantador. -Suena encantador -admitió, desde su silla de playa, la señora Carpenter-. Sybil, estate quieta cariño. -¿Verdad que sí amar gas? -dijo Sybil. La señora Carpenter suspiró. -Muy bien -dijo. Volvió a colocar la tapa del bronceador-. Ahora corre y juega, cariñito. Mami irá al hotel y tomará un Martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna. Sybil, por fin libre, de inmediato corrió hacia la parte plana de la playa y comenzó a caminar hacia Fisherma's Pavilion. Tras detenerse para hundir el pie en un pastoso castillo abandonado, pronto se halló fuera del área reservada a los huéspedes del hotel. Caminó cerca de un cuarto de milla y, de repente, inició una carrera oblicua hacia la parte lisa de la playa. Se detuvo en seco frente a un hombre joven que yacía sobre su espalda. -¿Vienes al agua, sí amar gas? -dijo ella. El hombre atisbó, llevando su mano derecha hacia las solapas de su bata de felpa. Se volteó sobre su estómago, dejando caer de sus ojos una toalla y miró a Sybil de reojo. -Hey. Hola Sybil. -¿Vienes al agua? -Te estaba esperando -dijo el hombre-. ¿Cómo estas? -¿Qué? -dijo Sybil. -¿Cómo estas? ¿Qué hay de nuevo? -Mi papá llega mañana en avión -dijo Sybil, pateando un poco de arena. -En mi cara no, nena -dijo el hombre, posando su mano sobre el tobillo de Sybil-. Bueno, ya era tiempo de que llegara tu papá. Lo esperaba en cualquier momento. En cualquier momento. -¿Dónde esta la muchacha? -dijo Sybil. -¿La muchacha? -el hombre se sacudió un poco de arena de su fino cabello-. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en cualquiera de entre mil lugares. En la estética. Tiñendo su cabello de color mink. O en su cuarto, fabricando muñecas para los niños pobres -boca abajo, cerró ambos puños, colocó uno sobre el otro y reposó su barbilla sobre el más alto-. Pregúntame otra cosa, Sybil. Traes un traje de baño precioso. No hay nada más hermoso que un traje de baño color azul. Sybil fijó la vista en el hombre, luego se miró el abultado estomaguito. -Éste es amarillo -dijo.- Éste es amarillo. -¿Lo es? Acércate un poco. Sybil dio un paso al frente. -Estas absolutamente en lo correcto. Qué tonto soy. -¿Vienes al agua? -dijo Sybil. -Lo estoy meditando plenamente. Lo estoy pensando con toda seriedad, Sybil. Créeme. Sybil pateó el flotador de hule que el hombre a veces usaba como almohada. -Necesita aire -dijo ella. -Tienes razón. Necesita más aire del que creo -quitó sus puños y dejó reposar su barbilla sobre la arena.- Sybil -dijo.- Te ves bien. Es bueno verte. Cuéntame sobre ti -se arrimó hacia el frente y tomó entre sus manos los tobillos de Sybil.- Soy Capricornio -dijo.- ¿Qué eres tú? -Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse contigo en el piano -dijo Sybil. -¿Sharon Lipschutz dijo eso? Sybil asintió enérgicamente. El hombre soltó los tobillos de Sybil, recogió las manos y reposó su cabeza sobre el antebrazo derecho. -Bueno -dijo.- Tú sabes como pasan estas cosas, Sybil. Estaba yo sentado allí, tocando. Y no te veía por ningún lado. Y Sharon Lipschutz vino y se sentó junto a mi. ¿No iba a empujarla, o sí? -Sí -Oh, no. No. No lo hubiera hecho -dijo el hombre.- Sin embargo te diré lo que hice. -¿Qué? -Imagine que eras tú. De inmediato Sybil se calló y comenzó a escarbar en la arena. -Vámonos al agua -dijo. -Esta bien -dijo el hombre.- Creo poder hacer algo al respecto. -La próxima vez empújala -dijo Sybil. -¿Empujar a quién? -A Sharon Lipschutz. -Ah, Sharon Lipschutz -dijo el hombre.- Cómo me viene ese nombre a la cabeza. Mezclando memoria y deseo. De repente el hombre se puso de pie. Miró hacia el océano. -Sybil -dijo.- Te diré lo que haremos. Vamos a ver si podemos pescar un pez banana. e) -¿Un qué? -Un pez banana -dijo y deshizo el cinturón de su bata. Se la quitó. Sus hombros eran blancos y estrechos y su traje era azul marino. Dobló la bata, primero a lo largo, luego en tres. Desenrolló la toalla que le cubría los ojos, la extendió sobre la arena y colocó la bata doblada sobre aquella. Plegó, recogió y se afianzó bajo el brazo derecho el flotador. Luego, con su mano izquierda, tomó la mano de Sybil. Los dos empezaron a caminar hacia el océano. -Me imagino que hoy has visto algunos peces banana -dijo el hombre. Sybil lo negó con la cabeza. -¿No los has visto? En fin, ¿dónde vives? -No sé -dijo Sybil. -Claro que lo sabes. Debes saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive y sólo tiene tres y medio. Sybil se detuvo y desató su mano. Levantó una concha común y corriente y la miró con interés. La tiró. -Whirly Wood, Connecticut -dijo y continuó caminando con el estómago al frente. -Whirly Wood, Connecticut -dijo el hombre.- ¿De casualidad esta cerca de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró. -Allí es donde vivo -dijo impaciente.- Yo vivo en Whirly Wood, Connecticut -corrió algunos pasos delante de él, se tomó el pie izquierdo y saltó de cojito dos o tres veces. -No tienes idea de cómo eso lo aclara todo -dijo el hombre. Sybil soltó su pie.- ¿Ya leíste 'El Sambito Negro'? -dijo ella. -Qué chistoso que lo preguntas -dijo él.- Sucede que lo termine de leer justo anoche -bajó y tomó de nuevo la mano de Sybil.- ¿Qué te pareció? -le preguntó. -¿Los tigres corrieron alrededor de ese árbol? -Creí que nunca se detendrían. Nunca había visto tantos tigres juntos. -Sólo eran seis -dijo Sybil. -¡Sólo seis! -dijo el hombre.- ¿Le dices a eso sólo? -¿Te gusta la cera? -preguntó Sybil -¿Que si me gusta qué? -preguntó el hombre. -La cera. -Muchísimo. ¿A ti no? Sybil asintió. -¿Te gustan las aceitunas? -preguntó ella. -Aceitunas...sí. Aceitunas y cera. Nunca salgo sin ellas. -¿Te gusta Sharon Lipschutz? -pregunto Sybil -Sí. Sí me gusta -dijo el hombre.- Lo que especialmente me gusta de ella es que nunca ataca a los perritos que están en el lobby del hotel. Por ejemplo, a ese pequeño macho de la señora canadiense. Aunque no lo creas, a algunas niñitas les encanta molestar a ese perrito con los palitos de los globos. A Sharon no. Ella nunca es mala ni cruel. Por eso me gusta tanto. Sybil permaneció callada. -Me gusta mascar velas -dijo finalmente. -¿A quién no? -dijo el hombre, mojando sus pies. -¡Wow! Esta fría -lanzó el flotador boca arriba.- No. Espera un segundo, Sybil. Espera hasta que salgamos un poquito mas. Caminaron sobre el agua hasta que esta sobrepasó la cintura de Sybil. Luego el hombre la levantó y la recostó boca abajo sobre el flotador. -¿Nunca usas una gorra de baño o algo? -pregunto él. -No sueltes -ordenó Sybil. -Ahora agárrame. -Señorita Carpenter, por favor. Sé lo que hago -dijo el hombre.- Sólo mantenga sus ojos abiertos por si pasa algún pez banana. Este es un día perfecto para el pez banana. -No veo ninguno -dijo Sybil. -Es natural. Sus hábitos son muy peculiares -continuó empujando el flotador. El agua aún no le llegaba a la barbilla. -Llevan una vida muy trágica -dijo. ¿Sabes lo que hacen, Sybil? Negó con la cabeza. -Bueno, nadan hacia un hoyo donde hay muchas bananas. Se ven como peces ordinarios cuando entran. Pero una vez dentro se comportan como cerdos. He conocido algunos peces banana que entran a un hoyo y se comen hasta setenta y ocho bananas -acercó el flotador y su pasajero un pie más cerca del horizonte.- Tras ello, naturalmente, están tan gordos que no pueden salir del hoyo otra vez. No caben por la salida. -No tan lejos -dijo Sybil.- ¿Qué les pasa? -¿Que les pasa a quienes? -A los peces banana. -Oh. ¿Quieres decir después de comer tantas bananas que no pueden salir del hoyo de bananas? -Sí -dijo Sybil. -Bueno, odio decírtelo, Sybil. Mueren. f) -¿Por qué? -preguntó Sybil. -Bueno, les da la fiebre de la banana. Es una enfermedad terrible. -Ahí viene una ola -dijo Sybil, nerviosa. -La ignoraremos. La despreciaremos -dijo el hombre.- Dos desprecios. Tomó en sus manos los tobillos de Sybil y empujó hacia abajo y luego al frente. El flotador avanzó sobre la cima de la ola. El agua empapó el rubio cabello de Sybil, pero su grito estaba lleno de placer. Con su mano, cuando el flotador se niveló de nuevo, Sybil retiró de sus ojos un húmedo mechón y reportó: -Acabo de ver uno. -¿Ver qué, mi amor? -Un pez banana. -¡Dios mío, no! -dijo el hombre.- ¿Tenía bananas en su boca? -Sí -dijo Sybil.- Seis. De repente, el hombre tomó uno de los húmedos pies de Sybil, que colgaban en el borde del flotador, y le besó el arco. -¡Hey! -dijo la dueña del pie, volteando. -¡Hey tú! Vamos a regresar. ¿Tuviste suficiente? -¡No! -Lo siento -dijo y empujó el flotador hacia la orilla, hasta que Sybil bajó de él; lo arrastró el resto del camino. -Hasta luego -dijo Sybil y corrió, sin arrepentirse, en dirección del hotel. El hombre se puso su bata, cerró bien las solapas y atoró su toalla en el bolsillo. Levantó el resbaloso, húmedo y voluminoso flotador y lo colocó bajo el brazo. Caminó pesadamente, solitario, sobre la arena, la ardiente arena, hacia el hotel. En la planta baja, destinada por la administración a los bañistas, una dama subió con el hombre al elevador. -Creo que usted me esta mirando los pies -le dijo a la dama, cuya nariz lucía embadurnada con pomada de zinc, cuando ya se movía el elevador. -¿Disculpe? -Dije: creo que usted me esta mirando los pies. -Disculpe. Yo únicamente miraba el suelo -dijo ella y se volvió hacia las puertas del elevador. -Si quiere mirarme los pies sólo digalo -dijo el hombre.- Pero no se ponga como una maldita histérica por ello. -Déjenme salir de aquí, por favor -le dijo a la chica elevadorista. Las puertas del carro se abrieron y la dama salió sin voltear hacia atrás. -Tengo dos pies normales y no hay la más mínima ni maldita razón para que todos deban mirarlos -dijo el hombre.- Al quinto, por favor -sacó del bolsillo la llave de su cuarto. Descendió en el quinto piso, caminó por el pasillo y entró en el 507. El cuarto olía a equipaje de piel y a quita esmalte. Miró a la chica que yacía dormida sobre una de las camas gemelas. Entonces se acercó a una de las maletas, la abrió y bajo una pila de bermudas y camisetas sacó una Ortigies calibre 7.65 automática. Quitó la recámara, la miró y la volvió a insertar. Amartilló el arma. Luego caminó y se sentó sobre la cama desocupada, miró a la chica, apuntó la pistola y se disparó una bala a través de la sien derecha . EN LOS 50 AÑOS DE LA PUBLICACIÓN
El joven guardián CARLOS GAMERRO "Si en serio querés que te cuente, lo primero que vas a
querer saber es dónde nací, y cómo fue mi jodida infancia, y qué hacían
mis padres antes de tenerme y todo, toda esa mierda bien David Copperfield,
pero la verdad es que no tengo ni ganas de entrar a hablar de eso." Cincuenta
años atrás, la primera oración de una novela le hablaba así a su lector.
Así, en singular, ya que El guardián en el centeno no se dirige a un público,
sino a vos, personalmente (el autor tenía tu rostro ante sus ojos todo
el tiempo mientras la escribía). Así, en el lenguaje que hablás con tus
amigos (o mejor aun: en el lenguaje que te gustaría hablar con tus amigos)
y que jamás habías apreciado del todo -jamás habías podido valorar estéticamente,
y por lo tanto defender- porque nunca lo habías podido contemplar en la
página impresa de un libro. El protagonista, que pronto nos dirá su nombre,
Holden Caulfield, te va a contar, a vos, la historia de su última Navidad,
cuando fue expulsado de la prestigiosa escuela preparatoria Pencey y deambuló,
solo, por su ciudad, Nueva York, como si fuera un extranjero, visitando
incluso su propia casa a escondidas, en la noche, como un fantasma. Hay
algo que Holden da por sentado: si nadie en la novela, salvo su hermanita
Phoebe, puede entenderlo, vos sí vas a hacerlo. Porque vos pensás como
él, sentís como él, compartís sus gustos y disgustos -y si no lo hacés
en las primeras páginas, pronto lo vas a hacer, a riesgo de verte obligado
a dejar de leer: es tal su candor (en el sentido que el contemporáneo
Allen Ginsberg daba a la palabra: no ocultar nunca nada) que te sentís
obligado a responderle de la misma manera, y preferís cambiar vos, antes
que disentir con él-. La novela podría suponerse escrita por un adolescente
como Holden salvo por un rasgo que la delata: un adolescente al escribir
tendería a impostar las formas del discurso adulto, serio, saturando su
estilo de clichés rimbombantes, de abstracciones altisonantes y formas
poéticas pasadas de moda. Le costará, sobre todo, lograr un estilo homogéneo.
El estilo de El guardián es sistemáticamente el de un joven hablando con
otros jóvenes; como sólo un estilista maduro, elaborando sobre las formas
del habla adolescente, podría lograr. Con 32 años de vida, J. D. Salinger
había crecido en Nueva York, asistido a una academia militar, participado
en el desembarco de Normandía, interrogado prisioneros alemanes y, una
vez regresado a su ciudad (la única de su literatura), publicado un puñado
de cuentos perfectos en la revista The New Yorker. Durante la guerra pudo
conocer a Hemingway, uno de sus héroes literarios (mucho le debe la saga
de relatos sobre Seymour Glass, de Salinger, a la serie de cuentos sobre
Nick Adams, de Hemingway), pero a diferencia de su maestro, lo que interesa
a Salinger no es tanto la guerra sino sus bordes, no tanto la experiencia
extraordinaria sino la cotidiana, en esa sociedad de posguerra, la más
represiva e intolerante de la historia norteamericana: la época del complejo
militar-industrial de Eisenhower, del macartismo, del primer intento de
suicidio de Sylvia Plath, de la internación de Allen Ginsberg y de Holden
Caulfield, del suicidio de Seymour Glass. Fue, sobre todo para los jóvenes,
una época imposible. Los jóvenes -los adolescentes, los teenagers- no
existieron desde siempre y en todas partes: su invención es reciente,
tuvo lugar en los Estados Unidos, y en los años 50. Basta mirar el cine
o la publicidad anterior para comprobarlo: cada jovencito, en su vestimenta,
corte de pelo, su aura en suma, es un cloncito de su papá y cada muchachita,
de su mamá. Si algo los distingue de los progenitores es su carácter incompleto,
no terminado aún, la mirada anhelante ("quiero llegar a ser como vos")
que dirigen al adulto. Pocos años después la ropa, la música, el cine,
la literatura, la comida, el corte del pelo y el corte del cuerpo se han
vuelto propios, y los jóvenes sólo se miran entre ellos, o acaso a algún
adulto que siga manifestando suficientes rasgos juveniles, exteriores
o interiores. La cultura joven se define ahora positivamente, por rasgos
propios y por oposición (no aspiración) al mundo de los adultos. Hace
50 años, los jóvenes tomaron la cultura por asalto. Lo hicieron en distintos
frentes y con distintos liderazgos: en el cine con James Dean, en la música
con Elvis Presley y en la literatura con J.D. Salinger. El fenómeno de
la invención de los jóvenes y su cultura tuvo ese rasgo norteamericano
de congeniar la rebelión contra el sistema con las demandas del mercado.
Los jóvenes se rebelan y rechazan el mundo de sus padres, pero sus padres
descubren que en esa rebeldía hay un mercado potencial y surge la cultura
joven como cultura de consumo (tal vez una de las más lucrativas de las
últimas décadas). En los 50 y en la literatura, la invención de la cultura
joven tuvo dos vertientes fundamentales: Salinger y los beats. Salinger
representa sobre todo la insatisfacción de los niños bien: tanto sus personajes
como muchos de sus lectores asisten a las preparatorias más caras y luego
a las universidades de la "Ivy League" (Harvard, Yale, Princeton y otras).
La estética de Salinger es esencialmente aristocrática, aunque se trate
de una aristocracia de la sensibilidad más que del dinero. Sus personajes
son demasiado buenos, demasiado sensibles para este mundo y terminan suicidándose
(Teddy, Seymour Glass) o en un hospicio (Holden). En su obra posterior
se plantean el problema:"¿Cómo puede un individuo excepcional vivir en
un mundo mediocre dominado por cretinos?". Exasperado por la ineptitud
y la soberbia de sus críticos, se retiró del mundo primero, a una granja
rodeada por un muro inexpugnable en Cornish, New Hampshire, y evitó de
ahí en más todo contacto con lectores y periodistas -lo cual tuvo el paradójico
resultado de convertir a Salinger en un involuntario avatar de Abenjacán
el Bojarí, ese personaje de Borges que construye un laberinto para esconderse
de su perseguidor y lo que logra es atraerlo: Cornish se ha vuelto un
centro de peregrinación de visitantes que esperan atrapar al elusivo autor
en una de sus escasas excursiones al mundo exterior. (En ese sentido Thomas
Pynchon, el otro ermitaño de las letras norteamericanas, ha sido más consecuente,
o menos histérico: nunca se dejó ver, y para esconderse, eligió el lugar
indicado: el laberinto de Nueva York). Este retiro de su persona de la
escena literaria tampoco fue suficiente: a partir de los tempranos 60,
Salinger se negaría a publicar lo que escribía, situación que se ha mantenido
hasta el presente. Los beats, que completarían en los 50 la educación
de la primera generación de jóvenes, cubrieron en cambio el lado más democrático
y under. Si Holden, y luego los niños Glass, nos susurran en el oído:
"vos y yo somos especiales, diferentes" (aunque lo susurren en el oído
de todos nosotros), los personajes de la literatura beat, entre los cuales
se cuentan en primer lugar los propios autores beat, nos dicen: "yo soy
como todos, y todos pueden ser como yo". Entre el Holden Caulfield de
Salinger y el Dean Moriarty de Kerouac quedó trazado el espectro de identidades
posibles para la nueva juventud (los que quedaban fuera eran los squares,
los cuadrados, los que elegían seguir siendo meros adultos incompletos).
Si, como sugiere Harold Bloom, Shakespeare inventó lo humano tal como
lo concebimos hoy, podemos extender la idea y comprobar cómo, por ejemplo,
Dickens inventó a los niños, y Salinger, Kerouac y Ginsberg, a los jóvenes.
Fue, sobre todo, como los son siempre los aciertos de la literatura, un
truco del lenguaje. El largo monólogo en primera persona de Holden Caulfield
es vívido a fuerza de originalidad y precisión, pero en él abundan todos
los "vicios" del lenguaje adolescente: repetición de ciertas muletillas
(and all, or anything, crazy y corny son algunas de las más frecuentes),
vocabulario limitado, nivelación democrática entre el lenguaje culto y
el slang. El logro de Salinger consistió en hacer del vicio, virtud; en
darse cuenta de que allí había una estética. Aunque más que de un léxico
se tratara de una música, un ritmo -complementado además por una ética:
la de un autor que nunca se coloca por encima del lenguaje de su protagonista:
nunca nos da la sensación que las palabras de Holden adolescente estén
puestas entre comillas; nunca su modo de hablar está tratado como objeto
pintoresco que el autor-antropólogo observa y exhibe a nuestra indulgente
consideración; no hay, en las 220 páginas de la novela, una sola nota
falsa-. Lo más sorprendente es ver que su lenguaje no ha envejecido (el
peligro más insidioso que acecha a los cultores del habla coloquial).
Más que interpelar a una generación, como hizo su predecesor y modelo
Scott Fitzgerald con los jóvenes de la Jazz Age, Salinger escribe para
las sucesivas generaciones de adolescentes que todavía hoy, 50 años después,
se siguen identificando con el protagonista. De todas las palabras clave
que marcan el compás de la novela, quizá la dominante sea la palabra phoney,
que participa de nuestros significados de "trucho", "falso", "careta",
"hipócrita" sin agotarse en ninguno de ellos. El concepto de phoney es
la vara con la cual Holden mide el mundo, no sólo el de los adultos sino
de sus pretenciosos y snobs compañeros. La sinceridad se convierte en
el rasgo que divide a los nuevos jóvenes (los primeros jóvenes), del mundo
de los adultos. Y se convierte además en la cualidad fundamental de la
obra: no tanto como contenido sino como rasgo de estilo. De manera similar,
El cazador es sincero no porque lo que dice la obra sea lo que el autor
piensa (Salinger no concede reportajes ni escribe artículos, así que no
podemos saber qué piensa), sino porque reconocemos, en la voz del personaje,
todos los acentos de la sinceridad. La obra de Salinger nos entrega una
estética (que algunos querrán encuadrar dentro del minimalismo), una filosofía
(que básicamente sigue a los maestros zen), nos ofrece la membresía de
un exclusivo club del gusto y, a contracorriente de mucha literatura moderna
y posmoderna, dedica gran parte de sus energías a proponer una pedagogía.
Para Wordsworth, uno de los creadores del romanticismo, el niño era el
maestro del hombre. El romántico urbano Salinger hace de esta verdad el
punto fijo alrededor del cual reorganizar la vida humana. No a otra cosa
se refiere el título de esta novela: Holden, cuando tiene que definir
qué le gustaría ser en la vida, describe su visión: un grupo de niños
jugando en un campo de centeno, al borde de un precipicio, y entre los
niños y el precipicio el propio Holden, listo para atrapar a cualquiera
que esté en riesgo de caer. El guardián en el centeno no los retará, ni
siquiera los aleccionará sobre los riesgos de jugar al borde del abismo,
simplemente los atrapará antes de que caigan. (Lo cual, dicho sea de paso,
revela lo obtuso de traducir el título The Catcher in the Rye como El
cazador oculto. Incluso "guardián" es insuficiente, ya que catcher se
refiere al que atrapa la pelota en el béisbol: Holden sería entonces "el
catcher en el centeno", y es de suponerse que para atrapar a los niños
usará el guante de béisbol en el cual su hermano muerto Allie copiaba
sus poemas favoritos). La educación actual, para Salinger, consiste en
destruir sistemáticamente la sabiduría del niño, que sólo necesita desarrollarse
sin interferencias. Seymour Glass usará otra imagen: los niños no son
una posesión de los padres: son huéspedes en la casa y deben ser tratados
-honrados- como tales. Fuera del mero cuidado físico, toda educación es
deformación e interferencia. Se ha repetido hasta el cansancio que los
personajes literarios son meras ristras de palabras, que no tienen existencia
real fuera de la página. Pero lo mismo puede decirse de todos los personajes
históricos: el Julio César de la historia no es más real que el de Shakespeare.
Salinger creía en la realidad de sus personajes, y una de las maneras
de demostrarlo fue otorgándoles la capacidad de seguir viviendo en los
intervalos entre un libro y otro: sobre todo en la saga de la familia
Glass, a la que se dedica por entero tras concluir, en El cazador, la
de los Caulfield. Salinger no toleraba la crítica, pero al parecer lo
que le molestaba no era que lo criticaran a él, como autor, sino que criticaran
a sus personajes. Retiró el manuscrito de El guardián de manos del que
iba a ser su primer editor, porque el hombre "creía que Holden estaba
loco". La necesidad de proteger a sus personajes de la incomprensión del
mundo exterior lo llevaría, eventualmente, a no publicar las nuevas historias
que escribía. Los escritores que, como Rimbaud, han renunciado a la literatura,
siempre han ejercido en lectores, críticos y colegas una fascinación no
exenta de ofensa y reproche. Pero escribir y no publicar es, en un escritor
consagrado, o un insulto hacia sus lectores, o una todavía más imperdonable
coquetería. No resulta difícil imaginar a los editores esperando ansiosamente
el momento de su muerte, listos a abalanzarse sobre la pila de inevitables
best-sellers que se habrán acumulado a lo largo de 40 años de productiva
reclusión. Quizás Salinger, decidido a dar batalla hasta el final, haga
verdadera la fantasía de Kafka y los queme antes de que caigan en manos
de ese otro fuego peor, el del infierno que son los lectores. Su actitud
parecería alinearse con la de ciertos personajes de Borges, como el escritor
de "El milagro secreto" o el sacerdote de "La escritura del Dios": la
perfección de la obra o del saber son inmanentes, no necesitan salir al
mundo exterior para verse confirmados: Dios, al menos, los habrá leído
y comprendido. El ideal de autor que tiene Holden es bien sencillo: alguien
a quien puedas llamar por teléfono y contarle. Isak Dinesen y Ring Lardner
pasan la prueba, Somerset Maugham no. Paradojas de la nunca lineal relación
entre vida y obra: Salinger pasó la prueba -con sobresaliente- convirtiéndose
en el autor al que todos querían llamar, y terminó recluyéndose en un
monasterio para uno, rehuyendo todo contacto humano y renunciando a publicar,
justamente para que dejaran de llamarlo. Los Botana: política y alcoba
Circa 1940, Jaime Botana en la exclusiva Dean Academy en Missouri. A la izquierda, el heredero del imperio Mitsubishi. Fotos carcomidas por el tiempo, que ayudan sin embargo a una siempre traidora memoria. Tendrán que disculpar una doble subjetividad: el engaño del amor y la fragilidad de los recuerdos de un pasado que, para casi todos ustedes, es desconocido. Quiero contarles, a mi modo, algunas anécdotas sobre la vida íntima de los Botana, una familia rioplatense odiada y amada hasta hoy. Les contaré la historia con la voz de mi marido, Jaime "Tito" Botana, uno de los tres hijos de Natalio Félix Botana, un uruguayo culto y genial que, con apenas 25 años y cinco mil pesos de la primera década del siglo pasado- ganados en una timba de amigos que se reunían en la entonces calle Cangallo- finació la creación de Crítica, que llegó a vender más de setecientos mil ejemplares diarios en sus cinco ediciones. Salió a la calle el 15 de septiembre de 1913, y revolucionó al periodismo latinoamericano. Tito fue el segundo hijo de Botana y Salvadora Medina Onrubia, una mujer extraviada y extravagante, inclasificable, cuyas últimas palabras fueron: "Odio, odio, odio". Salvadora fue la Victoria Ocampo de los anarquistas, como Natalio lo fue de los exiliados republicanos españoles y de los indigentes que todos los días le escribían alrededor de quinientas cartas. Algunas de éstas todavía quedan, gracias a la prolijidad de Georgina Nicolasa "la China" Botana, tercera y única hija del fundador de Crítica. Casada con Raúl Damonte Taborda, tuvo cuatro hijos talentosos: uno de ellos fue Copi, muerto en 1986 en París, de Sida. Vive en París y tiene 83 años. En Madrid, en el café Gijón, me dijo: "No me quieras tanto que yo soy muy mala". Algo de cierto debe haber porque Natalio la había rebautizado "Dalila la Taimada", como el personaje de Las Mil y Una Noches. Pero ahora quiero hablar de Salvadora, una pelirroja de belleza impresionante que nació en La Plata el 23 de marzo de 1894. Hija de "Brasitas de Fuego"- una ecuyere que bailaba sobre un tambor en un circo-, Salvadora fue madre soltera de un varón al que apodaban Pitón (se imaginarán por qué). Cuando tenía veintipico de años, Pitón se destrozó la cabeza con una pistola delante de su hermano Tito, que vio su camisa manchada de sangre y sesos. Nunca se supo si fue un suicidio o un accidente. Tampoco sabemos (en caso de que se haya suicidado) si lo hizo porque su madre le contó que él no era hijo de Natalio sino de un señor de buen apellido. Nunca fue fácil la relación entre Natalio y Salvadora. Apenas se conocieron se produjo una explosión de centelleante deseo. La convivencia, sin embargo, fue imposible. Natalio vivía en su inmensa quinta de Don Torcuato, con sus hijos y sus nueras, Ada "Piba" Escudero, mujer de Helvio "Poroto" Ildefonso- el hijo mayor, más disparato y querible de Botana-, y Eva, la bataclana que Tito había "retirado" del escenario del Tabarís. Eva era una mujer bellísima que finalmente abandonó a Tito por su primo, un malandra simpático. Decía Tito que Eva se fue de la casa dejándoles todas sus pertenencias, menos a Godiva, una perra que cuando murió Botana se puso a aullar mientras un retrato de Natalio caía al suelo. Contaba Tito que su padre, antes de viajar a Jujuy, donde murió en un accidente de auto, le entregó las acciones que cada uno de los hijos tenía en la empresa que editaba Crítica. "Viejo, no me des las de Poroto", protestó Tito. "Guardalas vos porque tu hermano las va a perder en un tranvía", le respondió Natalio. "Pero si Poroto no viaja nunca en tranvía...", dijo Tito. La respuesta de su padre fue :"¡ Se subirá a uno nada más que para poder perder las acciones!". Fue la última vez que Tito, de 22 años, vio a Natalio. Nunca pudo superar su muerte. Cuando años más tarde se iniciaron las fratricidas peleas por el control del diario- usurpado al final por el gobierno de Perón-, Tito se retiró silenciosamente. Era un hombre preparado: había estudiado en Dean Academy- su compañero de cuarto era el dueño de Mitsubichi-, en la Universidad de Missouri, haciendo prácticas durante el día en las rotativas de Randolph Hearst, y cenando con el magante de la prensa mundial en Madison Square. Pero su repudio a todo poder y su voluntad de trovero nocturno, lo llevaron por otros derroteros. La muerte trágica de su padre cambió a Tito. Empezó a escribir cuentos naif, y se convirtió en un humorista mordaz. Sufrió un atentado frente a la puerta de su casa, en Rodríguez Peña y Alvear, que cometieron unos energúmenos de Tacuara, una organización nacionalista de ultraderecha. Tuvo, también, algunas satisfacciones: recibió el premio Fondo Nacional de las Artes en Teatro, y escribió muchísimos guiones para la televisión, y relatos entrañables en revistas de prestigio. Tito fue un gourmet excepcional, sólo superado por su hijo Santiago Marcelo, de 31 años, que vive en Madrid y milita en el anarquismo a través de su servidor autogestionario de Internet. Pero de este Madrid del siglo XXI la memoria me lleva, otra vez, a un tiempo lejano, cuando el "viejo" Botana seducía mujeres, tomaba el mejor coñac, fumaba los más exquisitos habanos, y convocaba en su residencia de Don Torcuato a lo más granado de la intelectualidad. Entre las amantes de Botana, además de Salvadora, estuvieron la bailarina Josefine Baker, y algunas ilustres señoras argentinas. En el famoso mural que el mexicano David Siqueiros- tuvo ayudantes de lujo como Antonio Berni, Juan Carlos Castagnino y Lino Spilimbergo- pintó en el sótano de Don Torcuato, se reflejan, entre olas marinas, los risueños y adivinados cuerpos de las mujeres de la casa, propias y huéspedes, legales y "sin papeles". En esas catorce manzanas que Botana compró al ex presidente e íntimo amigo, Marcelo Torcuato de Alvear, para construir "Los Naranjos" y los sets de los Estudios de Cine Baires, se ofrecían cenas de gala, servidas en vajillas de plata mexicana: aún queda una ponchera y una fuente. Allí estuvieron, entre otros, Federico García Lorca, Rafael Alberti, María Teresa León, Alcalá Zamora, Arturo Alessandri, que fue presidente de Chile, después de una agitada campaña electoral que en parte financió Botana. Alessandri lo retribuyó con su amistad y el obsequio de unas tallas de toromiro y un pescado rongo-rongo de la Isla de Pascua que aún se conservan. El poeta granadino García Lorca debió estar tres meses enyesado porque, estando en lo alto de la torre de agua de la gran piscina, cayó por la escalera de caracol. Era una noche estrellada, y García Lorca, enamorado su espítitu e inflamado su cuerpo, se había distraído inventándoles bellos versos a un espigado jovencito. El otro andaluz, Rafael Alberti, junto a su mujer María Teresa, también gozaron de la generosidad de Botana. La pareja hacía colectas para los niños españoles exiliados en la Unión Soviética, después de la derrota de los republicanos por las fuerzas del franquismo. Según Tito, Alberti y María Teresa gastaban las contribuciones en vivir bien en la Argentina. Antes de que estallara la Guerra Civil española, Botana- que donaba fuertes sumas de dinero a la República-, viajó con su familia a Madrid, invitado de honor del presidente Manuel Azaña. Después estuvo con Miguel de Unamuno, en Salamanca, y fue recibido en el puerto de Vigo por toda la flota de pescadores que lo honraron poniéndole "Natalio Botana" y "Crítica" a dos callejuelas de la ciudad gallega. Por la residencia de Don Torcuato también pasaron otros personajes, no menos ilustres pero más cuestionados, como el caudillo conservador bonaerense Alberto Barceló o el ex presidente radical Marcelo Torcuato de Alvear. Dicen que a Salvadora, Carlitos Gardel le cantaba en privado. Los Botana vivían como los millonarios finos y cultos que eran. Natalio era un lector fanático de Horacio, y su biblioteca estaba repleta de autores griegos y latinos. Ya muerto Botana, y siendo Daniel Tinayre el director estrella de los Estudios Baires, Tito se encargaba de ordenar las cenas de etiqueta para todo el equipo de filmación. En una ocasión, Eva Duarte fue excluida del elenco por Tinayre. Al enterarse Tito, invitó personalmente a la que sería la primera- y única- gran dama argentina, y la sentó junto a él. Evita jamás olvidó este gesto, y cuando vivía con Perón en el departamento de la calle Posadas, Tito era un asiduo invitado de la pareja. Pero nunca aceptó los ofrecimientos para ejercer cargos públicos que le hizo el Presidente, que se desvivía por tener el apoyo de un diario popular como Crítica. Al final, se acabaron las charlas sobre Maquiavelo, autor de cabecera de Perón. Y el general hizo intervenir el diario por su ministro de Información, Raúl Apold, y despojó a la familia Botana del edificio de la Avenida de Mayo al 1300, del de Salta, de toda la maquinaria, y nunca se hizo cargo del lucro cesante de sus trabajadores. Pero ésta es otra historia. Decía Tito que su padre siempre le auguraba: Algún día este país será gobernado por militares anónimos y oscuros. Si París era una fiesta durante entre guerras, como describe Hemingway, el Buenos Aires nocturno tuvo sus dos décadas gloriosas, que se alimentaron con los redactores de Crítica: poetas y escritores como Nicolás Olivares, los hermanos González Tuñón, Conrado Nalé Roxlo, Roberto Arlt, Carlos de la Púa, Jorge Luis Borges, Ulises Petit de Murat, los hermnaos Martínez Cuitiño, Arturo Mom, Carlos Fait... Muchos de ellos se reunían en el Café Tortoni, y después se iban a divertir al Tabarís, tomando champagne con éter junto a las bailarinas de las revistas porteñas. El periodista Alberto Rudni, ya fallecido, recordaba que Botana había conocido a su padre, ministro de Lenin, en una gélida estación de tren de la estepa rusa. El funcionario bolchevique recaló en Crítica como redactor especial. En 1941 murió Natalio Botana. Ahí terminó
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