CONGREGACIÓN
PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS
REFLEXIÓN
DEL CARDENAL JOSÉ SARAIVA MARTINS
La
centralidad de la Eucaristía
en la vida de la Iglesia
El pasado día 17 de abril, durante la santa misa In
Cena Domini,
el Santo Padre Juan Pablo II firmó la carta encíclica Ecclesia
de Eucharistia
sobre el sacramento de la Eucaristía en su relación con la Iglesia. Se
trata de un documento de gran relevancia eclesial, tanto por su
importancia como por la urgente actualidad de su rico contenido
doctrinal y pastoral. Debe considerarse un nuevo don del Papa hecho a la
Iglesia al inicio del nuevo milenio, en el vigésimo quinto aniversario
de su fecundo pontificado.
Esta nueva encíclica ofrece magníficas pistas de reflexión y
orientaciones seguras a quien quiera profundizar y vivir cada vez con
mayor intensidad el Mysterium fidei, que el Señor nos dejó como
su testamento más valioso.
1. Una nueva encíclica sobre la Eucaristía
La Eucaristía es la presencia salvífica de Cristo, muerto y
resucitado, en medio de su pueblo, el cual quiso quedarse con nosotros,
de modo especial, en el sacramento eucarístico. Precisamente por eso,
la Eucaristía ocupa un lugar central en la vida del nuevo pueblo mesiánico.
Esta centralidad es lo que la encíclica Ecclesia
de Eucharistia subraya
con vigor. Como sacramento por excelencia del misterio pascual -se lee
en ella-, "la Eucaristía (...) está en el centro de la vida
eclesial" (n. 3); y también: "la Eucaristía es
centro y cumbre de la vida de la Iglesia" (n. 31). Eso
significa que "la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace
la Eucaristía" (n. 26).
La centralidad del sacramento del altar en la vida de la Iglesia explica
la solícita atención que ha dedicado al sacramento eucarístico.
Recordemos, por ejemplo, los decretos doctrinales tridentinos al
respecto, que han guiado, a lo largo de los siglos sucesivos, tanto la
reflexión teológica como la catequesis, y que siguen siendo hoy un
punto de referencia dogmático válido en el campo de la renovación y
del crecimiento de los fieles en la devoción a la Eucaristía (cf. n.
9). En tiempos más cercanos a nosotros, cabe mencionar las tres grandes
encíclicas eucarísticas: la Mirae caritatis de León
XIII, la Mediator Dei de Pío XII y la Mysterium fidei de
Pablo VI. El contenido de esas encíclicas confluyó luego en los
documentos del concilio Vaticano II, sobre todo en la Lumen
gentium y
en la Sacrosanctum
Concilium.
En este marco se inserta el magisterio eucarístico del actual Pontífice.
Ya en los primeros años de su ministerio petrino, había tratado, en la
carta apostólica Dominicae Cenae, publicada el 24 de febrero de
1980, algunos aspectos del misterio eucarístico y su influjo en la vida
de sus ministros.
En esta encíclica recoge el hilo de ese discurso para esclarecer
algunos puntos y disipar algunas dudas, surgidas en diversas partes, con
respecto al misterio eucarístico.
No cabe duda de que existen hoy muchos signos positivos de fe y amor a
la Eucaristía. En efecto, se nota una participación más consciente y
activa de los fieles en la celebración de la Eucaristía, fruto de la
reforma litúrgica promovida por el concilio Vaticano II; se reserva
cada vez mayor espacio diariamente a la adoración eucarística; y es
cada vez mayor el número de participantes en la procesión eucarística
del Corpus Christi, que la convierte, cada año, en una
conmovedora profesión pública de amor a Jesús Eucaristía.
Pero es preciso admitir que "desgraciadamente, junto a estas luces,
no faltan sombras" (n. 10) y, entre ellas, el Papa destaca sobre
todo las siguientes: un progresivo abandono, en algunos lugares,
del culto de adoración eucarística; ciertos abusos, en algunos
ambientes, que contribuyen a deformar la doctrina católica genuina
sobre la Eucaristía; a veces, una comprensión muy reductiva del
misterio eucarístico, que tiende a despojarlo de su valor sacrificial
intrínseco, considerándolo más bien como un simple banquete fraterno.
A eso se añaden un cierto oscurecimiento de la naturaleza y la
necesidad del sacerdocio ministerial. Por último, no faltan, en
diversos ambientes eclesiales, iniciativas ecuménicas que, "aun
siendo generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas
contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe" (ib.).
Ahora bien, la nueva encíclica tiene precisamente como finalidad
directa e inmediata "contribuir eficazmente a disipar las sombras
de doctrinas y prácticas no aceptables, para que la Eucaristía siga
brillando con todo el esplendor de su misterio" (ib.).
2. "La Iglesia vive de la Eucaristía"
La centralidad del sacramento eucarístico en la vida de la comunidad
eclesial, que es, como hemos dicho, la idea clave de la encíclica, se
expresa ante todo en el hecho indiscutible de que "la Iglesia vive
de la Eucaristía" (n. 1). Es muy significativo que estas sean las
primeras palabras del texto, que, por lo demás, constituyen el título
mismo del documento. La afirmación se repite con distintas palabras más
adelante: "La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de él se
alimenta y por él es iluminada" (n. 6; cf. n. 7).
La encíclica habla, obviamente, de la Eucaristía considerada en sus
dos aspectos fundamentales, sacrificio y banquete, que, por lo demás,
son absolutamente inseparables, porque pertenecen a la naturaleza misma
de la Eucaristía. Es un sacrificio convival o, si preferimos, un
banquete sacrificial. La Eucaristía es, por su naturaleza, cena y cruz,
mesa y altar; altar que es mesa; mesa que es altar. Separar los dos
elementos, ignorando o subestimando uno u otro, sería deformar
completamente el misterio eucarístico. El Catecismo
de la Iglesia católica
nos lo recuerda
cuando dice: "La misa es, a la vez e inseparablemente, el
memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el
banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor"
(n. 1382). Es lo que subraya también el Papa en su encíclica,
cuando dice que Jesús "no afirmó solamente que lo que les daba de
comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor
sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio,
que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde por la
salvación de todos" (n. 12).
La Eucaristía, sacrificio y banquete, es lo más valioso que la Iglesia
tiene en su camino como peregrina en el tiempo y en la historia; es el
don más valioso recibido de su Señor, "el don por excelencia,
porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad, así
como de su obra de salvación" (n. 11), porque es "fuente y
cima de toda la vida cristiana" (Lumen
gentium, 11;
cf. Ecclesia
de Eucharistia,
1).
En efecto, la Eucaristía es la fuente de toda gracia concedida por
Dios. Es verdad que todos los sacramentos, como actos de culto
santificantes de Cristo y de la Iglesia, son fuentes inagotables de
gracia para los que los reciben con fe. Pero también es verdad que la
Eucaristía es la fuente de toda gracia, en cuanto que toda gracia, en
la actual economía de la salvación, siempre tiene relación, explícita
o implícita, con la Eucaristía. Lo dice expresamente santo Tomás de
Aquino, "teólogo eximio y, al mismo tiempo, cantor apasionado de
Cristo eucarístico" (n. 62): "Nec aliquis habet gratiam
ante susceptionem huius sacramenti nisi ex aliquali voto ipsius" (Summa
Theol., III, q. 79, a. 1, ad 1). Ese deseo
("voto") se halla contenido en la recepción de los demás
sacramentos, los cuales están ordenados a la Eucaristía como a su fin.
Por tanto se puede decir que, en la actual economía de la salvación,
toda gracia es cristiana, sacramental y eucarística, en cuanto que
guarda relación, al menos implícita, con Cristo, con los sacramentos y
con la Eucaristía, verdadero centro de gravitación del nuevo pueblo
mesiánico.
Y la Eucaristía es la fuente de toda gracia porque "contiene todo
el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua
y Pan de vida, que da la vida a los hombres por medio de su carne
vivificada por el Espíritu Santo" (Ecclesia
de Eucharistia,
1, citando Presbyterorum
ordinis, 5). O sea, contiene al autor mismo de la gracia, al que está
"lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14), es decir, al
que es la gracia fontal.
3. La Eucaristía "fuerza generadora" de la comunión
eclesial
La Eucaristía, en la que actúan conjuntamente el Hijo y el Espíritu
Santo (cf. n. 23), es también la fuente de la unidad de la Iglesia. La
encíclica habla, al respecto, de "eficacia unificadora de la
participación en el banquete eucarístico" (ib.) y de
"fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo" (ib., 24).
Al expresarse así, el texto no hace más que retomar, subrayándolo, el
pensamiento del Concilio, según el cual, "el sacramento del pan
eucarístico representa y al mismo tiempo realiza la unidad de los
fieles, que forman un solo cuerpo en Cristo (cf. 1 Co 10, 17)" (Lumen
gentium, 3;
cf. Ecclesia
de Eucharistia,
21).
Así pues, la Eucaristía es el sacramento de la koinonía
cristiana, el "sacramentum unitatis" como lo
llama el Doctor Angélico (cf. Supplementum, q. 71, a. 9).
La última Cena, de la que la Eucaristía no es más que una actualización
en el tiempo, se desarrolló ciertamente en un clima de unidad, de una
íntima comunión de amor. Esto se deduce claramente de las
circunstancias en que tuvo lugar, así como de las palabras y los gestos
de Jesús en esa solemne ocasión: el gran deseo de comer con sus
discípulos el cordero pascual antes de la pasión, el ejemplo de
humildad y caridad que les dio con el lavatorio de los pies, la oración
por la unidad de sus discípulos y de cuantos creyeran en él... Todo
esto expresa la voluntad de Cristo de que su última cena estuviera
animada y vivificada por un amor sincero, por una unión íntima de los
corazones. La gravedad del pecado de Judas consistió precisamente en
que, al traicionar a Cristo, no sólo se alejó del Mesías, sino también
de la comunión de todo el pueblo mesiánico, y precisamente en el
momento en que estaba a punto de ser definitiva.
El clima de la última Cena debe ser también el clima propio de toda
celebración eucarística. En efecto, la última Cena fue la primera
eucaristía cristiana. En realidad, la Iglesia -fiel al mandato
recibido: "Haced esto en conmemoración mía"- no hace más
que repetir de generación en generación, por medio del ministerio
sacerdotal, lo que aconteció en el Cenáculo (cf. n. 5). Y, al
repetirlo, lo hace presente, de modo misterioso pero real, para que
todos puedan participar de él.
Más en particular, la Eucaristía es fuente de la unidad de los
cristianos porque en ella esa unidad no sólo es representada, sino
también producida (cf. n. 21). La Eucaristía es el principio, la raíz
de la unidad. La Iglesia es una porque es una la Eucaristía. San Pablo
es muy explícito al respecto; escribiendo a los fieles de Corinto,
dice: "Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo
de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, aun siendo muchos, somos un
solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1 Co
10, 16-17).
La unidad como efecto de la Eucaristía aparece también en el discurso
de la promesa, referido por san Juan. En la comunión eucarística
Cristo comunica su propia vida a quien lo recibe bajo las especies del
pan y del vino: "El que come mi carne y bebe mi sangre,
permanece en mí, y yo en él. (...) El que me coma vivirá por mí"
(Jn 6, 56-57). Ahora bien, los que viven la misma vida, la de
Cristo, no pueden por menos de estar unidos entre sí, formando un único
cuerpo: el de Cristo, que es la Iglesia.
Los santos Padres afirman con fuerza la "eficacia unificadora"
de la participación en la Eucaristía, usando para ello figuras y
expresiones muy hermosas y precisas. Pero tal vez nadie ha insistido
tanto en esta vis unitiva del "sacramentum amoris"
como san Agustín. "La virtud propia de este alimento -dice- es la
unidad: una unidad tal que, reunidos en su cuerpo y convertidos en
miembros suyos, somos lo que recibimos. (...) Por eso, es necesario ver
en este alimento y en esta bebida la sociedad de su cuerpo y de sus
miembros, es decir, la santa Iglesia" (Sermo 57: PL
38, 389).
Antes de abandonar este mundo, Cristo oró al Padre por la unidad de
todos sus discípulos (cf. Jn 17, 21). Eso se realiza plenamente
en la Eucaristía. Las primeras comunidades cristianas tenían "un
solo corazón y una sola alma" porque participaban en el
"banquete del Señor" (cf. 1 Co 10, 21) y en la
"fracción del pan" (cf. Hch 2, 42; Ecclesia
de Eucharistia,
3).
A este propósito, recordemos las palabras de un gran teólogo de la
Eucaristía, De la Taille: "Cristo, después de la institución
de la cena, dejó el mandato de la caridad fraterna como el nuevo
mandamiento, su mandamiento, porque él mismo en la Eucaristía es el
nuevo principio generador de caridad fraterna y nueva razón obligante
que exige por sí y por los miembros, en virtud de su incorporación,
una sola caridad. Si hieres la caridad, ofendes la Eucaristía. Si
buscas la caridad, la encuentras en la Eucaristía. Esta es la ley del
Nuevo Testamento, edificada (...) sobre el Cuerpo-hostia, consagrado a
Dios en la Cena y distribuido a los discípulos" (Mysterium
fidei, 487).
4. Un banquete de acción de gracias
La nueva encíclica del Santo Padre subraya la dimensión esencialmente
pascual de la Eucaristía. Fue instituida en el Cenáculo, durante la última
Cena (cf. Ecclesia
de Eucharistia,
5). Con ella
Jesús quiso celebrar con los Doce la Pascua judía, o sea, del Éxodo.
Por tanto, fue su cena pascual.
Ahora bien, la Pascua del Éxodo era un misterio que implicaba a todos
los hijos de Israel, los cuales se reunían para recordar su liberación
de la esclavitud de Egipto y dar gracias a Yahveh por el don de la
libertad. En el Haggldhlh ("narración", ceremonial judío
para la celebración de la tarde de Pascua), introduciendo el canto del Hallel,
se dice: "En toda generación cada uno tiene el deber de
considerarse como si él mismo hubiera salido de Egipto, (...) porque el
Santo -¡bendito sea!- no sólo liberó a nuestros padres, sino que
también nos liberó a nosotros juntamente con ellos. Por tanto, tenemos
el deber de dar gracias, alabar, celebrar, glorificar, exaltar, ensalzar
(...) a Aquel que hizo todos estos prodigios en favor de nosotros y de
nuestros padres, a Aquel que nos sacó de la esclavitud a la libertad,
de la sujeción a la redención, del dolor a la alegría, del luto a la
fiesta, de las tinieblas a la luz esplendorosa. Digamos, pues, ante él:
Aleluya" (Haggldhlh, 34, 40).
La alegría, la alabanza y la acción de gracias por el don de la
liberación eran, por consiguiente, las notas características de la
Pascua judía. Estos son también, en un contexto totalmente nuevo, los
sentimientos propios de la Pascua cristiana, comenzando por la que
celebró Jesús con sus discípulos en el Cenáculo.
De hecho, como se deduce de los relatos de la institución de la
Eucaristía, Jesús "tomó el cáliz, dio gracias y se lo dio"
(Mc 14, 23).
El motivo por el cual Jesús, en ese momento solemne dio gracias al
Padre es evidente: la redención de los que le habían sido
encomendados, el don de la salvación mesiánica, predicha por los
profetas, finalmente y de manera definitiva, otorgada a la humanidad. Así
pues, da gracias porque ya se ha producido lo que se esperaba, se ha
realizado lo que había sido prometido, se había consumado lo que había
sido prefigurado en el Antiguo Testamento. Los últimos tiempos, de
plenitud, de gracia, de intimidad divina, ya han iniciado. La historia
humana ha sido renovada radicalmente. Un mundo nuevo, profundamente
marcado por la presencia en él del Verbo de Dios encarnado, ha
comenzado. Por todo esto, Jesús da gracias en la última Cena, que fue
la primera celebración eucarística (cf. Ecclesia
de Eucharistia,
2).
Esto es, también hoy, la Eucaristía celebrada, a lo largo de los
siglos, en las iglesias de las comunidades cristianas. Como actualización
de la última Cena, la Eucaristía es esencialmente un banquete de alegría
y de acción de gracias al Señor por el don de la liberación de la
esclavitud del pecado. La misma liturgia subraya con fuerza este aspecto
fundamental de la Eucaristía. El celebrante invita a los fieles a
"dar gracias al Señor nuestro Dios": "En verdad es
justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y
en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno" (Prefacio,
Misal Romano).
Todo el nuevo pueblo de Dios se reúne en el amor para dar gracias, con
alegría íntima e incontenible, por la deseada venida de la redención
mesiánica. Y al hacerlo así, prolonga en el tiempo y en la historia la
acción de gracias de Cristo en la última Cena con sus discípulos
"priusquam pateretur".
Con todo lo dicho hemos puesto de relieve la relación, íntima y
profunda, inseparable, entre la Eucaristía y la Iglesia. La Eucaristía
es realmente el centro vital y dinámico de la Iglesia. Es su
"corazón" mismo. Sí. La Iglesia tiene un corazón
esencialmente eucarístico. La Eucaristía, como memorial de la Pascua
de Cristo, forma parte de su vida, pertenece a su identidad misma.
Verdaderamente "la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace
la Eucaristía" (n. 26).
Este es el Mysterium fidei que la comunidad eclesial está
llamada a vivir con renovado empeño en el alba del nuevo milenio, cada
vez más consciente de que la Eucaristía es el mayor tesoro de la
Iglesia, porque en ella lo tiene todo: el sacrificio redentor de
Cristo, su resurrección, el don del Espíritu; porque en ella, bajo la
forma de las humildes especies eucarísticas, es el mismo Cristo quien
camina con su Esposa, aún peregrina en la tierra, iluminándola y haciéndola
testigo de inquebrantable esperanza para sus hijos y para el mundo;
porque es la prenda de la meta que todo hombre, aunque sea de forma
inconsciente, anhela (cf. nn. 59 y 62): en efecto, la Eucaristía
tiene una dimensión esencialmente escatológica, subrayada con fuerza
por la encíclica.
Para vivir cada vez con mayor profundidad e intensidad el misterio de la
Eucaristía, el Sumo Pontífice nos invita a seguir "la enseñanza
de los santos, grandes intérpretes de la verdadera piedad eucarística.
En ellos la teología de la Eucaristía adquiere todo el esplendor de la
experiencia vivida, nos contagia y, por así decir, nos enciende"
(n. 62). Pero el Papa nos invita sobre todo a ponernos "a la
escucha de María santísima, en quien el Misterio eucarístico se
muestra, más que en ningún otro, como misterio de luz. Mirándola
a ella conocemos la fuerza trasformadora que tiene la Eucaristía"
(ib.), la cual no es más que la fuerza transformadora y
renovadora de Aquel que vino "para hacer nuevas todas
las cosas".
Card.
José SARAIVA M., c.m.f.
Prefecto de la Congregación para las causas de los santos
|